lunes, 14 de septiembre de 2015

Uruguay acoge refugiados sirios

SIRIOS Y URUGUAYOS Y ADONDE FUERON A PARAR
Lic. Fernando Britos V.
El primer contingente de refugiados sirios que acogió el Uruguay y su peripecia demanda reflexiones y acciones imprescindibles que vayan más allá de lo anecdótico, del impresionismo mediático, de nuestros prejuicios y nuestra propia ignorancia y, sobre todo, de las declaraciones de presuntas expertas en la cultura islámica y en la situación político social de Siria y su convulsionada región.
Tierra de migrantes - El Uruguay ha sido, históricamente, una tierra de inmigrantes y emigrantes. En nuestra memoria, imaginario y experiencia colectiva, esos movimientos poblacionales están inevitablemente incorporados aunque muchas veces han sido enmascarados por modas, desmemorias e intereses diversos.
Hay abundante evidencia acerca de la forma en que se fue conformando la población de la antigua Banda Oriental, con gentes que bajaron de los barcos (colonos españoles, soldados, esclavos africanos) y migraciones fronterizas a través del Río Uruguay desde la mesopotamia argentina y desde las Misiones y el territorio riograndense, en una región que fue una activa frontera multicultural.
Sin embargo nos falta reflexión y sobran mitos sobre estos orígenes. Ahi andan los charruistas reivindicando agresivamente la participación que consideran decisiva de los escasos nómades indígenas de esa etnia, lo que implica desconocer la presencia guaranítica, mucho más numerosa, o el papel de los afrodescendientes y en particular de los que ingresaron como agricultores buscando la libertad y alejándose de los fazendeiros brasileños.
Hay investigaciones históricas, antropológicas y testimonios sobre las oleadas migratorias entre ambas orillas del Río de la Plata, durante los siglos XVIII, XIX, XX y hasta el presente; acerca de los españoles, italianos, vascos, judíos, franceses, alemanes, armenios, ingleses, sirio-libaneses y miembros de tantas otras comunidades que se afincaron aquí.
Algunos aniversarios de grandes tragedias del siglo XX han puesto sobre el tapete, en los últimos tiempos, ciertas migraciones significativas. Los armenios que escapaban del genocidio perpetrado por los turcos en 1915. Los españoles que llegaron al exilio después del triunfo de los fascistas en 1939 y de las espantosas secuelas de la Guerra Civil. Los judíos que huían del nazismo, antes durante y después de la Segunda Guerra Mundial: sobrevivientes del horror y el exterminio.
Estos y otros menos ostensibles fueron los miles y miles  que venían cargados de sufrimiento, muchas veces de pobreza, siempre de gran incertidumbre y de esperanza. Estas son las características de la migración, la marca del desarraigo que necesariamente la acompaña.
Nuestros abuelos y nuestros padres recibieron a estos inmigrantes con una solidaridad y una calidez que los ancianos de aquellas migraciones que aún viven y sus descendientes reconocen. Uruguay fue su tierra de promisión y conviene resaltar que el país no era Jauja sino una nación pequeña, pobre pero digna, que procesaba con dificultades su democracia.
Esta historia secular no nos otorga como sociedad, como cultura, una patente eterna e impoluta, una garantía de falta de prejuicios, de ausencia de racismo y xenofobia, de suspicacia hacia lo que es diferente, pero hay que reconocer que, en general, no somos un pueblo mezquino o prejuicioso, agresivamente nacionalista ante los extranjeros o de fanatismos religiosos o políticos.
Años de autoritarismo y falta de democracia con el pachecato (desde 1967) y una dictadura cívico-militar (1973-1985) que promovió el odio y la violencia, practicó el terrorismo de Estado como sistema, nos empobreció robando a manos llenas y abrió heridas que no se han cerrado por el empecinado silencio de los criminales, dejó huellas que no han terminado de ser evaluadas y revertidas. Sin embargo, la solidaridad hacia los más débiles y los perseguidos sigue siendo un valor políticamente predominante.
Por otra parte, los problemas estructurales, la acción de una oligarquía angurrienta y las crisis sociales y económicas de la segunda mitad del siglo XX produjeron un flujo inverso a la inmigración: la expulsión de miles y miles de uruguayos. Este fenómeno se agudizó a extremos desoladores durante los años de plomo de la dictadura: a la expulsión por razones económicas se sumó la diáspora política.
De este modo, un país que mantenía cierto equilibrio favorable a la inmigración se transformó en una nación de migrantes. Esta experiencia masiva, que tampoco ha sido profundamente estudiada por la academia, ha marcado a la sociedad uruguaya. No hay familia que no tenga uno o varios miembros que emigraron sin retorno por las más diversas razones.
Aunque nos cueste reconocerlo estas expulsiones no solamente han creado desgarramientos duraderos y a veces irreversibles sino que nos ayudan a comprender las miserias de cualquier emigración. Se trata de sentimientos ambivalentes como todos los que genera el dolor de las separaciones.
Será por eso que uno de los usos prioritarios que hacen los ancianos, que reciben gratuitamente las tabletas del Plan Ibirapitá y el acceso a la tecnología informática, es precisamente la anhelada posibilidad de comunicarse con sus seres queridos en el extranjero.
Al mismo tiempo, tal vez por esa ambivalencia, una mayoría de la población ha negado la posibilidad que las colectividades de uruguayos radicados en el exterior puedan votar desde alli en las elecciones nacionales. Hay ausencias que duelen (“el que se fue no es tan vivo, el que se fue no es tan gil”, Jaime Roos, Los Olímpicos).
Expectativas, interculturalidad y solidaridad – Dos casos recientes tienen que ver con inmigrantes, los dos con refugiados, merecen ser considerados un poco más allá de lo anecdótico o lo impresionista que es la tónica que imprimen algunos medios de comunicación con el ojo puesto en el rating de audiencia.
En ambos casos se pone de manifiesto la experiencia o la inexperiencia de quienes deben manejar la situación de los migrantes y las expectativas de estos. Son interrelaciones complejas pero que hay que examinar sin ingenuidades para evitar fracasos y sobre todo para que la solidaridad no salga maltrecha de una interpretación simplista de los hechos.
El primer caso es el de los ex presos de Guantánamo que nuestro país se avino a recibir. Es seguro que como gesto humanitario es mucho más contundente que la recepción de los sirios. Si un puñado de países siguieran el ejemplo de Uruguay es posible que la infame prisión estadounidense pudiera ser cerrada para concretar así la promesa incumplida de Barack Obama.
Aquí existía la barrera del idioma, la de sus costumbres religiosas y la del estigma creado por su prisión bajo cargos políticos. A esto se suma la absoluta ilegitimidad y barbarie del tratamiento a que fueron sometidos por larguísimo tiempo. En suma: las condiciones ideales para un choque cultural fenomenal porque para los receptores de estos refugiados, el aparato represivo estadounidense abonó la muletilla de “por algo será que los tuvieron presos”.
Esa muletilla sirvió a algunos referentes de la derecha xenofóbica local para oponerse a la medida de recibirlos que adoptó el gobierno o por lo menos para cuestionar con argumentos mezquinos la decisión presidencial.
Sin embargo, a poco de llegar discretamente, quedó claro que estos ex presos efectivamente no constituían un peligro para nadie y que, como lo habían señalado los carceleros estadounidenses, no tuvieron ni tienen vinculación alguna con Al Qaeda o similares. Fueron presos y torturados durante añares “por error”.
Si se tiene en cuenta que las fuerzas invasoras estadounidenses pagaban cinco mil dólares por cada sujeto que les delataban como enemigo, está claro que buena parte de los presos fueron víctimas de un siniestro tráfico de personas, que los servicios de inteligencia compraron cualquier cosa y que las torturas, el trato degradante, el suministro de drogas y toda la parafernalia de los interrogadores no sirve para otra cosa que para destruir a los presos, sea porque les llevó más de diez años darse cuenta de su futilidad o, en realidad, porque tampoco les importaba obtener información alguna.
Ahora bien, el hecho que los ex presos que llegaron aquí no fueran militantes o simpatizantes de una causa que los Estados Unidos consideran enemiga también quedó claro a poco de llegar considerando sus expectativas. Esto no va en desmedro de las convicciones religiosas, la inteligencia o la integridad de estos hombres, pero es un hecho que reclaman y esperan una reparación que el Uruguay no puede darles.
La decisión presidencial les otorgó el bien más preciado por cualquier ser humano: la libertad, ni más ni menos. La reparación del tremendo daño que se les infligió le corresponde a los Estados Unidos y sus aliados. Es muy poco lo que cualquier otra nación, no involucrada en la política agresiva del imperialismo, pueda ofrecerles.
Aunque sus reclamos no se dirigían primordialmente al Uruguay parecían requerirnos una solidaridad perpetua o por lo menos extraodrinariamente duradera y antes que nada planteaban una demanda que resultaría incomprensible si no proviniese de personas que han sufrido mucho sin tener clara conciencia de lo que les ocasionó semejante daño.
La expectativa que varios de los ex presos plantearon era la de instalarse en un país rico, preferentemente europeo, y aún uno de ellos manifestó el deseo de poder radicarse en los Estados Unidos. Aquí apareció la expectativa que asocia la bienaventuranza y el bienestar casi exclusivamente con la holgura económica o la posibilidad de contar con recursos dinerarios para consumir y alcanzar comodidades superiores.
Es cierto que “el dinero no hace la felicidad pero ayuda”. Sin embargo, el abordaje consumista invierte los términos de esa conseja popular hasta establecer una identidad unívoca entre el dinero y la felicidad.
Ubi bene ibi patria, se decía en el mundo romano, es decir, “donde estás bien ahí es tu patria”. Aunque haya uno o varios granos de verdad en esa afirmación, si ella predominara en forma absoluta, la nostalgia, las añoranzas, el amor al terruño, las memorias de un pasado feliz, no existirían o se disiparían para siempre.
Por experiencia directa o indirecta muchísimos uruguayos sabemos de los sufrimientos que ocasiona el desarraigo, las migraciones, los retornos fallidos o imposibles, y conocemos el sabor de la nostalgia que puede ser edulcorada pero no borrada por las noches bailables y los disfraces festivos de cada 24 de agosto.
El consumismo y fundamentalmente la expectativa consumista va acompañado de inmediatismo y visión estrecha del bienestar que relega a un segundo o tercer plano los beneficios sociales sustanciales, por ejemplo la posibilidad de tener asegurada la asistencia de la salud, favorecidos los cuidados en edad avanzada o ante la discapacidad, el acceso a educación gratuita, la protección legal contra la discriminación, la igualdad en materia de derechos, la libertad de cultos y creencias, etc.
El segundo caso es el del primer contingente de familias sirias, provenientes de campos de refugiados en el Líbano, que recientemente se concentraron con todos sus miembros y sus equipajes en la Plaza Independencia para exigir su salida del país.
Sería redundante reproducir las declaraciones de hombres, mujeres y adolescentes que exponen con ambivalencia sus sentimientos y deseos para abonar su objetivo de abandonar el país que los acogió porque aquí “no tienen futuro”.
Lo que está claro es que en un marco de buenas intenciones se cometieron errores, por nuestra parte, en el proceso de selección de los refugiados que debían venir al Uruguay y en las medidas adoptadas para recibirlos y ayudarlos a radicarse.
El proceso de selección que se llevó a cabo en el Líbano estuvo lleno de empeño benévolo pero subestimó, por inexperiencia e ignorancia, dos aspectos decisivos: por un lado las condiciones reales de las familias sirias para poder trabajar y ganarse la vida decorosamente en nuestro país y por otro lado las expectativas de los sirios, en particular los jefes de familia, en cuanto a su futuro.
Al no haber evaluado adecuadamente esos dos factores, los enviados uruguayos que se entrevistaron con las familias aspirantes a salir de los campos de refugiados se equivocaron y subestimaron un aspecto de fondo, el choque cultural y las formas para manejarlo.
La delegación uruguaya integrada por abogados, diplomáticos y expertos puramente teóricos demostró que las buenas intenciones no son suficientes para hacer una evaluación adecuada de una realidad tan compleja como la que se vive en el Medio Oriente.
Aún antes de que los refugiados llegaran al Uruguay, una distinguida antropóloga cultural, con buen conocimiento directo de la cultura musulmana, había vaticinado la magnitud de los problemas y las dificultades para una adaptación que se avecinaban. Nadie la consultó porque se suponía que los enviados, en su suficiencia, se bastaban y sobraban para saber lo que debía hacerse.
También antes de que las familias pisaran suelo uruguayo, los expertos internacionales de Naciones Unidas, con años de manejo directo de estas situaciones, habían aconsejado que, desde un principio cada familia fuese asignada a un sitio donde pudieran seguir desarrollando su proceso de adaptación al país por separado. Se hizo todo lo contrario: se les mantuvo durante dos meses viviendo en una residencia colectiva, todos juntos, y se les brindó un apoyo precario y de poca duración en el manejo del idioma español.
Aunque el Presidente Mujica había recomendado que los seleccionados fueran campesinos, o por lo menos personas familiarizadas con las tareas del campo (y aún de un campo totalmente diferente al que encontrarían aquí) esa directiva no se cumplió.
Los jefes de familia resultaron ser almaceneros, tenderos, agentes inmobiliarios, comerciantes, mayoritariamente citadinos, muchos de ellos con recursos económicos importantes. Todos parecen haber tenido la expectativa primordial de salir de el Líbano, de abandonar el campo de refugiados, su penuria y hacinamiento, pero no con la intención de radicarse en nuestro país. En todo caso, tenían la expectativa de establecerse en un país rico donde poder dedicarse a las actividades lucrativas que desarrollaban en Siria cuando su país estaba en paz.
Muchos de estos refugiados en realidad vieron su salida del Líbano como una transición. En la época de los viajes aéreos, la distancia entre el Mediterráneo oriental y el Río de la Plata no les intimidó porque en realidad ellos querían llegar a la verdadera tierra de promisión: a la opulenta Alemania y sus generosas políticas de acogida, o en útlimo caso a Inglaterra, a Francia, a Suecia.
El idioma y las costumbres les importaban poco. Estaban dispuestos a lidiar con el alemán, el inglés o el que fuera con tal de llegar allí sin correr el riesgo de lanzarse al mar en barquichuelos para atravesar Italia o Grecia, los Balcanes y Hungría en su camino a Alemania.
Esa es la verdad y ante tales expectativas nuestro Uruguay ha de haberles deparado una terrible desilusión. La mayoría si no todos han de sentirse entrampados en un paisito que no resiste la comparación con los europeos desde el punto de vista de nivel de vida y oportunidades de consumo.
Aunque el señuelo consumista no sea capaz de ocultar las desigualdades y las miserias de las naciones opulentas, sucede que la obsesión nubla el sentido común, extravía el raciocinio y desprecia el espíritu crítico. Al mismo tiempo también impide apreciar adecuadamente lo que nosotros podamos ofrecerles. La libertad, la salud, la educación, la cálida bienvenida y la simpatía popular que los acogió se vuelven una anécdota ante los cantos de las sirenas de las tierras prometidas. Es comprensible.
Las pruebas existen. Una de estas familias de refugiados ya hizo un intento por las suyas. Partió hacia Serbia, haciendo escala en Turquía, y quedó varada varias semanas en un aeropuerto turco porque los serbios no permitían su entrada. Volvieron al Uruguay quejándose amargamente de que habían debido gastar casi doce mil dólares de su bolsillo en pasajes y mucho dinero en alimentación porque aquí “se les había informado mal en el sentido que no se requería visa para ingresar al país balcánico”.
La expectativa de llegar a Alemania desde Serbia los había cegado; los ciudadanos uruguayos no requieren visa para ingresar a Serbia pero ellos eran refugiados sirios y aquellos se habían precavido y evitaban el ingreso como país de paso independientemente del documento que se portara.
Otros alegan que se les habían prometido sueldos de mil quinientos dólares mensuales, casas y tierras, lo cual ha sido enfáticamente negado por los responsables del programa que los trajo a nuestro país. Decenas y cientos de miles de asiáticos y africanos han atado su futuro con ese destino de promisión y eso explica que algunos de estos sirios sean capaces de proferir frases que parecen demenciales: prefieren la guerra en su país a la miseria en el nuestro.
Ahora e independientemente de la negociación caso a caso que se haga con cada una de las familias – lo que permitió desarticular momentáneamente su protesta colectiva y callejera – habrá que revisar el proceso de selección para el segundo contingente de familias sirias cuya llegada se anuncia para noviembre próximo y las medidas para recibirles aprendiendo de los errores que se cometieron antes y haciendo acopio de la experiencia que muchos uruguayos tienen respecto a migraciones y de las recomendaciones de los verdaderos expertos internacionales.
Al mismo tiempo tal vez habrá que ayudar a las familias de este primer contingente a ir a otro país, lo que es muy difícil, o a reinsertarse en nuestro medio sin reducir ese esfuerzo a un aumento desmesurado o prolongado de las ayudas económicas.
Nadie les va a pedir que modifiquen radicalmente sus costumbres o que abandonen ciertas demandas de su religión pero es igualmente claro que los refugiados, como todos los migrantes que en el mundo han sido - entre ellos los uruguayos que que se encuentran en los cinco continentes - tienen que hacer un esfuerzo para arraigarse que va más allá de la mera cortesía. Esto es particularmente importante porque estos refugiados no podrán encerrarse en una colectividad ya existente dado que los musulmanes no abundan ni constituyen una comunidad homogénea.
La educación de niños y niñas es decisiva. Los pequeños y los jóvenes tienen más facilidad para aprender el idioma y podrán ayudar a sus padres a hacerlo y a comunicarse fluidamente con la comunidad. Los adultos, en cambio, no serán biculturales pero deben poner empeño en aprender el idioma y esta debe ser una exigencia concreta que hay que apoyar con docentes y recursos para un buen aprendizaje sostenido en el tiempo.
Hay costumbres o usos que son perfectamente respetables o comprensibles, aunque resulten extrañas, y hay otras que son intolerables e ilegales. Las aristas más violentas del patriarcalismo, mal que les pese a los hombres que consideran naturales los castigos físicos o la sumisión absoluta de las mujeres, tendrán que abstenerse de esas prácticas o sufrir las consecuencias que nuestra legalidad exige. La lucha que nosotros teemos planteada contra el flagelo de la violencia doméstica debe incluir a los refugiados y no excluirlos.
Estas cuestiones no pueden quedar libradas a la benevolencia de un multiculturalismo ingenuo o tontarrón o a un impulso caritativo: deben ser enseñadas con paciencia constante.
La solidaridad no es un valor declaratorio sino una actitud concreta que, como el amor, se acrecienta ejerciéndola. Cuando más auténtica solidaridad seamos capaces de dar más tendremos para ofrecer a todos los que la demanden desde el manatial maravilloso que es la condición humana.   

viernes, 11 de septiembre de 2015

La bolsa o la vida

La semana pasada veíamos los nubarrones que se cernían sobre el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE). Está claro que los planificadores del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) no habían leído las cartas de Galileo Galilei y que, en todo caso, si las habían leído les interesaban un bledo. Las concepciones gerenciales son completamente antagónicas con la libertad científica, el espíritu crítico y la búsqueda creativa de nuevos caminos y nuevos conocimientos.

Las concepciones gerenciales no son asépticas, fementidamente objetivas, sino claramente apuntadas a una concepción de subordinación hegemónica que, por cierto, no tolera libertades creativas ni aventuras científicas que, invariablemente, asocian con lo improductivo, con el despilfarro, con los embelecos de profesores distraídos, en el mejor de los casos, o definitivamente perdidos en ensoñaciones inútiles.
¿Cómo pedirles a los burócratas que empuñan el manual de las prácticas empresariales que comprendan las vicisitudes del quehacer científico? A ellos no les interesa el jugo bonito sino los resultados y, eso sí, los resultados inmediatos que hagan sonar alegremente las cajas registradoras. Estos planificadores pocas veces dan la cara y por lo tanto no iban a insistir en encajarle al IIBCE una dirección gerencial (y por si fuera poco recargada con un colectivo de diversos ministerios) pero que se lo iban a cobrar, claro que se lo iban a cobrar. ¿No querés gerenciamiento corporativo, entonces tomá: te congelo el presupuesto?
Los científicos del IIBCE se sorprenden porque, en realidad, su campo de acción es una especie de isla. Tienen la desventura de depender directamente de un ministerio, de una autoridad política que muchas veces no comprende o no quiere comprender  las especificidades de una institución de ese tipo. ¿Por qué es capaz de considerar al Instituto Pasteur o a la UdelaR y no al Clemente Estable? Tal vez, precisamente porque el Instituto fue concebido como una isla y esa concepción que en su origen podía haber tenido algún sentido, aunque lo dudo, dejó de tenerlo hace mucho tiempo. ¿Si  el IIBCE fuera parte de la Universidad de la República, le iría mejor? No es fácil afirmarlo pero, al amparo de la Ley Orgánica y sus principios fundamentales que siguen siendo enteramente válidos: autonomía, cogobierno, compromiso con los grandes objetivos de la sociedad, etc. es posible que su situación fuera otra.
Sin embargo tampoco se trata de ceder a la tentación de las especulaciones (la nariz de Cleopatra y el destino de los imperios)  porque pertenecer a la Universidad de la República no necesariamente evita los manejos y presiones del gerenciamiento del saber. No hay más que ver la poca suerte que han tenido los organismos que dependen directamente de los órganos centrales de la UdelaR en lugar de ser parte de una Facultad.
Lo que sucede es que los problemas que enfrenta el IIBCE son una parte de un fenómeno mucho mayor.
El gerenciamiento del saber es una concepción corporativa, empresarial, neo liberal, que insiste, a pesar de la quiebra de esas tesituras, en imponerse en todo el espectro del saber. No es un problema que afecte a la investigación científica en ciencias naturales o biológicas.
De hecho la presión gerencial con su pragmatismo trasnochado en pos de “resultados inmediatos y redituables” es mucho mayor en el campo de las ciencias sociales y humanas y en este último terreno no se trata de escatimar recursos sino, generalmente, de suprimir, cerrar, postergar, dilatar, en forma reiterada, el desarrollo de las instituciones.
Todas las humanidades están fuertemente arrinconadas. Se las considera como una veleidad, un adorno, un quehacer elitista, porque el fin de la historia, de la filosofía, de la literatura, de la antropología, de la sociología y aún de la política ya está decretado. Por ahí andan los charlatanes y timadores que dicen que gobernar equivale a gestionar o que todos los problemas son reductibles a problemas de gestión.
Lo que importa es lo tecnológico, lo práctico, lo aplicado y esa miopía suicida es puntualmente recompensada con una amplia repercusión pública, con becas, premios y fondos suficientes por parte de organismos internacionales. El que quiera hacer investigación en serio en cualquier rama del conocimiento y, especialmente en humanidades, pues que se vaya a América del Norte, a Europa o en último término a Brasil o a la Argentina, y si no vuelve mejor. El aparato gerencial, sus concepciones, son también responsables de “la fuga de cerebros”.
Estos manejos gerenciales tienen varias características típicas. Una de ellas es el secretismo (¿qué es el TISA si no?): si te quedas calladito y aceptas una modificación del gobierno y la imposición de una autoridad y control gerenciales, habrá recursos. El secretismo no necesariamente encubre intereses oscuros, a veces es la expresión de una falta de política de desarrollo científico, de divulgación del saber y de inclusión social en el conocimiento. A veces esas políticas existen, por lo menos en algunas formulaciones programáticas muy generales, pero el secretismo busca salteárselas.
Otra  característica del gerencialismo es “la coyunda de los resultados”. Nadie se opondría a las auditorías, los controles externos, las acreditaciones, la rendición de cuentas sistemática, la presentación de resultados. Pero, atención, la cuestión gira en tono a los resultados que la concepción gerencial entiende como tales y todas las herramientas están destinadas a “reconocer” lo útil y a desalentar o ignorar lo que consideran inútil o secundario. Las ciencias básicas, la investigación científica, las humanidades y aún ciertas variantes tecnológicas no interesan o interesan poco, no se contabilizan, no se aprecian como resultados y por ende deben ser desestimadas. El gerencialismo es un “ciego” que, decididamente, “no quiere ver”.
Ahora la está tocando al IIBCE y ahí aparece un recurso particularmente infame pero exento de novedad en otros ámbitos: si no se aceptan las imposiciones gerenciales, tal y como vienen impuestas, entonces no hay negociación que valga, apretamos los cordones de la bolsa y finánciate como puedas. Es la lógica extrema de los viejos salteadores de caminos: la bolsa o la vida, o a la inversa: “si me das control sobre tu vida te doy la bolsa”.
Por el Lic. Fernando Britos V.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Racismo estadounidense y el Batallón de Tanques 761º

La guerra en la guerra y
el Batallón de Tanques 761º


El racismo imperante en los altos mandos militares estadounidenses y las vacilaciones de las autoridades frente a él pusieron en riesgo el esfuerzo bélico durante la Segunda Guerra Mundial.

Lic. Fernando Britos V.

EL RACISMO Y LA GUERRA
Durante décadas se ocultaron los episodios de odio racial, asonadas, motines, golpizas, atentados y las repulsivas medidas segregacionistas que sufrieron los soldados afroestadounidenses. Cientos de miles de soldados y oficiales negros y de otras minorías, incluyendo a los nipoestadounidenses (los nisei), lucharon en África, Europa y en el Oriente. Muchas decenas de miles entregaron sus vidas, muchos más figuran como desaparecidos o quedaron con secuelas permanentes debido a las heridas que recibieron en combate. Ni una sola de las unidades que conformaron defeccionó ante el enemigo y muchas de ellas se destacaron por su heroísmo y decidieron la victoria en los combates que libraron y en las tareas que asumieron.
El racismo de los generales estadounidenses no había cambiado mucho desde que los unionistas derrotaron a los confederados en 1865. El aguerrido desempeño de los afroestadounidenses en la Guerra de Secesión, en el sometimiento de las tribus indígenas del Oeste y en las guerras coloniales de fines del siglo XIX y principios del XX, no amortiguaron en nada el racismo profundo que estaba arraigado en la sociedad estadounidense y predominaba en los estados del Sur.
La “supremacía del hombre blanco” dictó poco después de la Primera Guerra Mundial algunas de las leyes inmigratorias más infames, para impedir el ingreso de migrantes provenientes del sur de Europa y especialmente de los judíos centroeuropeos y del Mediterráneo.
Al interior del país se perfeccionó la segregación sistemática y el relegamiento de los afroestadounidenses a las peores condiciones de vivienda y laborales, educativas y de salud. Ser negro en los Estados Unidos, y especialmente en el sur, equivalía a soportar vejámenes y todo tipo de arbitrariedades en todos los órdenes de la vida. Los nazis primero y los racistas sudafricanos con su apartheid después se inspiraron en las medidas estadounidenses de las décadas del 20 y del 30.
Desde el punto de vista de la organización militar, los altos mandos consideraban y sostenían abiertamente que los negros eran biológicamente inferiores, poco inteligentes, carentes de iniciativa, perezosos y cobardes. Por lo tanto no concebían a los soldados negros sino como personal de maestranza, cocineros, choferes y sobre todo peones y estibadores destinados a las tareas serviles y del mayor esfuerzo. Se los consideraba como trabajadores regimentados, de uniforme, y por ende más dóciles que los civiles en las mismas funciones.
Se oponían tenazmente a admitir oficiales negros y las unidades formadas por soldados negros o de color (colored), que para los racistas abarcaba también a los indígenas y chicanos, solamente podían ser comandadas por oficiales blancos. La mayoría de estos oficiales consideraba esas funciones como un castigo degradante y despreciaban profundamente a sus suboficiales y soldados. De hecho aplicaban la “lógica laboral” de los esclavistas dueños de plantaciones: precaverse de cualquier insubordinación por la vía del sobretrabajo más despiadado y del trato brutal.
Hubo excepciones pero fueron muy pocas. Lo que está perfectamente documentado fueron las prácticas y crímenes racistas acompañados por miles de denuncias por parte de organizaciones como la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), la prensa afroestadounidense y los parlamentarios.
SEGREGACIONISMO MILITAR
Lo que más temían los racistas y particularmente los altos mandos del ejército era que los negros encuadrados en unidades de combate, uniformados y armados, pudieran rebelarse contra el trato que recibían. No solamente de parte de sus oficiales y de los soldados y policías blancos sino de la población, particularmente en los estados del Sur.
La Armada y la Fuerza Aérea se resistieron por mucho más tiempo que el Ejército a la incorporación de afroestadounidenses, aun como unidades de servicio. De hecho la Infantería de Marina (los Marines) no admitieron reclutas negros sino hasta bien avanzada la Segunda Guerra Mundial y en la Fuerza Aérea los pilotos negros se contaban con los dedos de la mano ya en plena guerra.
La “supremacía blanca” se apoyaba en la segregación más estricta. Los mandos se negaban a que hubiera el más mínimo contacto entre blancos y negros. Ya lo habían practicado, a disgusto de los franceses y británicos, durante la Primera Guerra Mundial. Blancos y negros no debían marchar juntos, viajar juntos, comer juntos, charlar o asistir juntos al cine o a espectáculos, compartir enfermerías, dormitorios, baños y sobre todas las cosas jamás debían combatir juntos para que la cotidianeidad y el jugarse la vida en compañía no debilitase el odio, los prejuicios y el injusto menoscabo de los negros que habían aplicado durante generaciones.
Los estigmas raciales que cultivaban los altos mandos se extendían a la población civil. Los soldados negros no debían interactuar con la población civil y se debía evitar, a toda costa, cualquier grado de proximidad entre soldados negros y mujeres blancas.
Aunque las medidas segregacionistas en los pueblos y ciudades de los Estados Unidos no se limitaban al Sur, era allí donde el apartheid estaba institucionalizado. Había restricciones para la circulación de los negros, civiles o militares, para su acceso al transporte, para andar por la calle, etcétera. Había salas de espera para negros, bebederos públicos para negros, barrios para negros, hospitales para negros. Iglesias para negros y cementerios para negros. Todas estas “facilidades” replicaban a las de los blancos pero con el clasismo que está incorporado en el racismo, todo era peor, más pobre, incómodo y deliberadamente degradante.
Cuando en 1939 se desencadenó la Segunda Guerra Mundial en Europa, el gobierno estadounidense debió tomar medidas como las que había adoptado veinte y pocos años antes para desarrollar una producción bélica multiplicada en apoyo a su aliado británico y se planteaba ya la perspectiva de prepararse para decuplicar sus fuerzas armadas en un lapso relativamente breve.
La concepción de la clase dirigente estadounidense no contemplaba a los negros y a las mujeres como mano de obra calificada para la industria bélica. Los primeros debían ocuparse de la producción agrícola, como efectivamente lo hacían en los estados sureños, y las segundas mantenerse en el hogar. Sin embargo, había elementos objetivos y subjetivos que hicieron entrar en crisis esas pretensiones.
Por un lado la migración interna de afroestadounidenses desde el Deep South hacia los polos industriales del este y del norte se había mantenido y acelerado desde el fin de la Primera Guerra Mundial. Además, las mujeres habían ido aumentando sostenidamente su presencia en la fuerza de trabajo.
Subjetivamente, tanto los negros como las mujeres, no estaban dispuestos a ocupar un papel secundario o servil. Trabajadoras y trabajadores aspiraban a los puestos calificados y mejor remunerados. Esto provocó enfrentamientos muchas veces violentos.
En Detroit hubo una oposición abierta de los trabajadores automovilísticos a la incorporación de operarios negros. En abril de 1943, 26.000 operarios blancos de la Packard hicieron huelga protestando por la promoción de 3 obreros negros. “Preferimos que gane la guerra Hitler o Hirohito antes que trabajar con negros”, decían los líderes.
En mayo de 1943 estalló la violencia en el astillero Atlanta, en Alabama, por el ingreso de trabajadores negros, y aunque la policía pudo dominar el choque, hubo decenas de heridos y el gobernador del Estado debió movilizar a siete compañías de la Guardia Nacional.
Después de bastantes titubeos el gobierno intervino para permitir el acceso de operarios negros que, por otra parte, eran necesarios para redoblar la producción de jeeps, camiones y tanques que requería la guerra en Europa. El presidente Franklin Roosevelt, que siempre fue un gran equilibrista político, no quería malquistarse abiertamente con los racistas. En cambio su esposa, Eleanor Roosevelt, y algunos de sus ministros actuaron para contemplar los reclamos de la comunidad negra.
Los dirigentes de esta comunidad vieron, en la participación de los suyos como tropas de combate, una oportunidad para remover obstáculos en su legendaria lucha para conquistar plenos derechos civiles. La enorme mayoría de los afroestadounidenses que se alistaron reivindicaban su patriotismo y estaban dispuestos a combatir a los nazis con las armas en la mano. Algunos de estos reclutas, muy pocos, eran veteranos de la Primera Guerra pero la mayoría eran afroestadounidenses jóvenes y educados, provenientes del Norte.
LA GUERRA ANTES DE LA GUERRA
Los altos mandos del Pentágono se avinieron a formar unidades de infantería, de ingenieros de combate y, cosa rara, de una unidad blindada. Sin embargo no desistieron de sus principios racistas de modo que el personal de maestranza estaba formado mayoritariamente por negros y miembros de otras minorías. En el teatro europeo, al terminar la guerra, el 69% de los choferes eran negros.
Como querían mantener la segregación a cualquier costo, la conformación y el entrenamiento de las unidades formadas por afroestadounidenses se radicó en los estados del Sur (Texas, Luisiana, Georgia, Alabama, Carolina del Norte y del Sur, etcétera). De este modo, se aseguraban que los acuartelamientos estuvieran en zonas poco pobladas, donde las localidades cercanas seguían practicando una rigurosa segregación y donde la mayoría de los blancos odiaban y temían a los negros.
Lo que resultó fue que, si bien consiguieron mantener la segregación y que los soldados negros tuvieran el menor contacto posible con la población civil, también fomentaron una cantidad de conflictos, peleas, asonadas, linchamientos y tiroteos que dejaron muchos muertos y heridos y exacerbaron al extremo las divisiones y la desmoralización entre las tropas que estaban preparando para la guerra.
Para sorpresa de los reclutas negros que venían del Norte, trasladados en ferrocarril hasta sus campos de entrenamiento, se les obligaba a llevar las cortinillas de las ventanillas bajas y cerradas y a no apearse en las paradas del trayecto. Pese a esto, los campesinos pobres (los hillbilly), fuertemente inficionados de racismo, solían apostarse a los lados de la via en zonas agrestes para disparar con sus escopetas contra “los vagones de los negros”.
Johnnie Stevens, un veterano del Batallón de Tanques 761º, recordaba décadas después lo que había sido aquel acuartelamiento: “Ser un soldado negro en el Sur, en aquellos días, era una de las peores cosas que te podían pasar. Si ibas al pueblo tenías que bajar a la calle si un blanco venía por la acera. Si pasabas de uniforme por un vecindario de blancos te daban una golpiza. Si tropezabas en la calle te acusaban de estar borracho y te pegaban. Si estando fuera del cuartel sentías hambre y no encontrabas un restaurante para negros o algún hogar de una familia negra que conocieses, ¿sabes qué? Te morirías de hambre. Eras un soldado, que estabas allí con el uniforme de tu país y te trataban como a un perro y esto sucedía en todo el Sur”.
Muchos miembros de la organización terrorista del Ku Klux Klan se habían enrolado en la policía local y de este modo apaleaban a los soldados y llevaban a cabo todo tipo de provocaciones. Además los miembros de la Policía Militar eran blancos y acompañaban a los locales en sus fechorías.
Desde 1941 los tanquistas del 761º se entrenaban en Camp Clairborne, cerca de Alexandria, en Luisiana, pero de hecho el pueblo les estaba vedado. No podían circular por el centro, ni comer en lado alguno, ni hacer compras. Solamente podían llegar a un barrio muy pobre, llamado el Little Harlem, donde vivían las familias negras.
Los soldados sospechaban de sus oficiales blancos que vivían pendientes de conseguir un traslado a una unidad de blancos. La mayoría era incompetente y por eso se les había asignado allí. De todos modos el batallón entrenó intensamente durante dos años y se le consideraba una de las unidades mejor preparadas para el combate.
La segregación racial también hacía que una enfermera blanca no pudiese atender a un soldado o un oficial negro y por esa razón, además de una cuerpo auxiliar femenino formado por mujeres blancas (las WAC, Women Army Corps), cuatro mil mujeres negras (120 de ellas oficiales) sirvieron durante la guerra como WACs afroestadounidenses. Accesoriamente los bancos de sangre estaban rigurosamente segregados, jamás se transfundiría a un soldado blanco con sangre de donantes negros y viceversa.
La primera baja de esta “guerra en la guerra” se produjo en abril de 1941, cuando el soldado Felix Hall fue encontrado colgando de un árbol en una zona agreste de Georgia, con las manos atadas a la espalda. Las autoridades militares quisieron atribuir la muerte a suicidio pero no lo consiguieron.
Lamentablemente hubo muchas otras muertes y todas las investigaciones policiales y judiciales (particularmente de la justicia militar) fueron invariablemente inconcluyentes, desprolijas e incapaces de descubrir a los culpables.
Es imposible reseñar todos los enfrentamientos y muertes que se produjeron ininterrumpidamente durante cinco años (entre 1941 y 1945 y aun después de la desmovilización) involucrando a militares negros. Poco después del linchamiento de Hall, soldados negros del Cuerpo de Maestranza 48º fueron asaltados en su cuartel por soldados blancos de la 30ª División de Infantería. Otros episodios involucraron a cientos de soldados negros del 94º Batallón de Ingenieros y tropas estatales de Arkansas.
Los tiroteos y choques con muertos y heridos seguían y en 1942, el juez William Hastie, un respetado jurista afroestadounidense comisionado por el gobierno para investigar la violencia racial, informaba que “en el Ejército un negro es enseñado a ser un combatiente, en suma un soldado; es imposible crear una doble personalidad que por un lado sea la de un combatiente contra un enemigo extranjero y por la otra un ser sumiso que acepte un tratamiento menos que humano en su patria. Con frecuencia creciente se siente entre los soldados de color la idea de que si han sido convocados para pelear muy bien podrían pelear aquí y ahora”.
En los primeros días de 1942, la policía de Alexandria apaleó a unos tanquistas que estaban de franco en el pueblo. Poco después un soldado blanco golpeó a una trabajadora negra y fue increpado por los tanquistas. A duras penas los oficiales pudieron contener a sus hombres pero el 10 de enero, las tensiones que se habían ido acumulando durante meses, estallaron en forma incontenible.
Los policías militares blancos arrestaron a un tanquista y sus compañeros se dispusieron a liberarlo por la fuerza. Llegaron al cuartel y se encendieron los motores de los tanques del 761º, el armamento fue municionado y con sus tripulaciones completas se prepararon para aplastar a los policías.
A todo esto en las calles de Alexandria se desarrollaba una batalla campal entre blancos y negros. Una multitud de varios miles de personas se enfrentaba a pedradas, botellazos, y disparos de escopeta, fusiles y pistolas.
Los oficiales del 761º, después de negociar a gritos durante una hora, consiguieron a duras penas que los tanquistas desistieran de arrasar Alexandria y volvieran a las barracas. No hubo arrestos ni cortes marciales y a pesar de la cantidad de heridos y de algunos muertos el episodio fue silenciado y las unidades cambiadas de lugar.
A mediados de 1943, los choques que involucraban a militares en los Estados Unidos habían alcanzado una intensidad inocultable. En las calles de Harlem y de Paradise Valley se registraba una violencia que se replicaba en las bases militares y en las poblaciones cercanas a ellas en todo el país. Las tropas afroestadounidenses se enfrentaban, mano a mano o en distintas combinaciones, con la policía militar, los policías, los ciudadanos y los soldados blancos.
En setiembre de 1942, los 42 oficiales y 600 soldados del 761º ya eran un cuerpo de elite y fueron trasladados a Fort Hood, en Texas, para completar el entrenamiento avanzado en combate de blindados. En ese medio, al entorno racista y provocativo se sumó un hecho que enfurecía a los soldados negros. En el área de Fort Hood había un gran campo de prisioneros alemanes e italianos.
Los maltratados soldados estadounidenses veían que los prisioneros eran tratados bastante mejor que ellos, disfrutaban de una relativa libertad para entrar y salir, se les asignaban tareas livianas de limpieza pero estas nunca se ejecutaban en las barracas ocupadas por los soldados negros.
Los oficiales alemanes que fallecían estando internados eran sepultados con todos los honores, enfundados en su uniforme de gala, envueltos con la bandera nazi y pelotones de fusileros disparaban salvas en su honor (hay fotos que lo documentan muy bien).
LA GUERRA QUE GANARON
En junio de 1944, en vísperas del desembarco en Normandía, había 134.000 soldados negros en Europa pero solamente una unidad, el 99º Escuadrón de Caza, había entrado en combate. Sus pilotos se reconocían entre ellos como “las águilas solitarias” debido a la segregación absoluta que se ejercía en torno a ellos. El 6 de junio, cuando se produjo el desembarco en Normandía, de los 185.000 hombres que participaron solamente 500 eran negros, pertenecientes a un batallón de globos de barrera (artefactos que protegieron eficazmente de los ataques de los bombarderos en picada).
El 761º partió el 27 de agosto de Nueva York hacia Inglaterra cruzando el océano con sus tanques en un convoy de 500 transportes. Sus antepasados habían hecho una travesía transoceánica encadenados como esclavos. Ahora iban a participar en una guerra en nombre de libertades que ni sus antepasados ni ellos habían disfrutado. El 8 de setiembre desembarcaron en Gran Bretaña y fueron acuartelados en Wimborne, Dorset, a unos 30 kilómetros del Canal de la Mancha.
Los británicos acogieron con simpatía la llegada de los soldados negros. El escritor George Orwell dijo que el consenso general de sus compatriotas era que los únicos soldados estadounidenses con modales decentes eran los negros.
El hostigamiento y las agresiones racistas siguieron ocurriendo pero no por cuenta de la población británica sino por parte de los soldados blancos estadounidenses. La agresividad y los ataques de estos contra los negros británicos, la mayoría de los cuales provenían de las Indias Occidentales (jamaiquinos, por ejemplo), indignaron a las autoridades y a la opinión pública. El parlamentario Harold MacMillan, que más adelante sería Primer Ministro, propuso que los soldados británicos de color llevaran un cintillo especial para evitar que fueran atacados por los soldados estadounidenses.
En tierras de Francia, el Tercer Ejército de los Estados Unidos, comandado por el excéntrico y audaz George S. Patton hacía de punta de lanza en el empuje hacia París. Patton, un aristócrata californiano, famoso por su arrojo e intrepidez, apreciaba grandemente los blindados que le habían permitido ser la vanguardia desde el desembarco en Normandía.
Además de portar sendos revólveres Colt 45 con cachas de nácar pendiendo de la cintura como un cowboy, el general salpicaba su conversación con réplicas mordaces, insultos y palabras soeces. Se dice que lo hacía para compensar su vocecita aflautada. Tenía un genio particularmente adecuado a la guerra relámpago y era un jefe respetado. Al mismo tiempo era un racista puro y duro, antisemita y anticomunista visceral que acariciaba el sueño delirante de derrotar a los nazis para combatir enseguida a los soviéticos a quienes consideraba los verdaderos enemigos de su país.
En su veta racista había sostenido, antes de la guerra, que los negros no podían pensar con suficiente rapidez como para combatir en blindados. Sin embargo, en 1944 Patton reclamó las mejores unidades de tanques para su ejército y el 761º era una de ellas. Refiriéndose al 761º se dice que vociferó que le dieran buena comida y los mejores tanques a esos “negritos” (usaba la palabra niggers que es la forma insultante y más despectiva de referirse a los negros) y se los mandaran.
El 761º cruzó el canal y Patton los recibió en Saint-Nicolas-du-Port. Desde un camión arengó al batallón y después trepó al Sherman M4 de E.G. McConnell, examinó el nuevo cañón de tiro rápido y mirando a los ojos al oficial le dijo: “Escucha muchacho, quiero que le dispares a todas las malditas cosas que veas, iglesias, campanarios, torres de agua, casas, señoras ancianas, niños, parvas de heno, cada maldita cosa que veas, ¿me entiendes muchacho?”. Patton era un peleador muy diferente a los llamados generales de escritorio y los tanquistas estaban dispuestos a seguirlo.
A medida que los aliados se aproximaban a Alemania la resistencia de la Wehrmacht se endurecía. Los nazis lanzaban a la batalla las unidades fanatizadas de las Waffen SS y ponían en acción los tanques pesados y los cañones antiaéreos de 88 mm utilizados como mortíferos antitanques.
En esos días empezaron los 183 días de combates ininterrumpidos en que participó el 761º, sin retroceder jamás, a través de seis países (Francia, Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria) hasta el fin de la contienda.
Las unidades de tanques estadounidenses combatían en promedio durante dos o tres semanas y después eran retiradas a retaguardia por un lapso similar para descansar, reaprovisionarse y recibir relevos. Las Panteras Negras, como ya se denominaba a los integrantes del 761º, hicieron todo esto sobre la marcha y su record de permanencia en combate se atribuye al racismo imperante en el comando del Tercer Ejército. Se ha dicho que los generales aplicaban el procedimiento de los hacendados esclavistas en tiempos de cosecha: haz trabajar a los negros hasta que se desplomen.
Además, el 761º no operó en conjunto, como batallón de tanques, sino que se le asignó la función de “bastardos” lo que, en la jerga militar de la época, significaba que cada compañía actuaba independientemente, en conjunto con un batallón de infantería. Los “bastardos” eran la punta de lanza que avanzaba con sus tanques, enfrentaba a los blindados alemanes, a la artillería antitanque, a los nidos de ametralladora y a los francotiradores. Detrás de los tanques avanzaba la infantería para asegurar el terreno u ocupar los pueblos.
Se dice que este tipo de acciones, que era fundamental para evitar bajas en la infantería y avanzar rápidamente, hacía más difícil que el comando del Tercer Ejército apreciase la eficacia combativa del 761º y contabilizara sus logros. Los hechos posteriores demostraron que el racismo intervino para impedir que se reconociese el aporte sustancial de los Panteras Negras. Los jefes y oficiales de las unidades de infantería que combatieron junto a ellos, en cambio, no escatimaron elogios, agradecimientos y cálidas expresiones de camaradería hacia los tanquistas negros.
Un balance muy posterior estableció que los tanques del 761º habían destruido cientos de blindados y baterías antitanque alemanas, liquidado miles de nidos de ametralladora y que jamás habían abandonado el campo de batalla ni retrocedido, lo que significaba que siempre habían protegido a su infantería a costa de sus propias vidas.
En diciembre de 1944, los nazis desataron una contraofensiva sorpresiva, en Bélgica, con el objetivo estratégico de cercar y aniquilar a tres ejércitos aliados, llegar a Amberes y negociar una anhelada paz por separado con Estados Unidos y Gran Bretaña para volcar las fuerzas que le quedaban al frente oriental. El alto mando aliado, encabezado por Dwight Eisenhower, pecó de exceso de confianza porque, aunque el camino desde Normandía a Bélgica no había sido un paseo, fue un combate de retaguardia en el que la Wehrmacht resistió furiosamente pero sin contraatacar.
El lugar elegido por los alemanes para atacar fue la región belga de las Ardenas caracterizada por montañas y quebradas boscosas, que se considerada intransitable para grandes unidades y especialmente para los tanques. En diciembre de 1944, el invierno más crudo azotaba la región. Nevadas copiosísimas, cielos nublados y tormentas impidieron la acción de la aviación en la que los aliados habían alcanzado una superioridad abrumadora.
La Wehrmacht echó el resto y lanzó 500.000 soldados, 1.800 tanques (la mayoría pesados) y 1.900 piezas de artillería, apoyados por 2.400 aviones contra los 840.000 soldados, 1.600 tanques, 4.150 cañones y 6.000 aviones apuntados hacia el Rhin. El 16 de diciembre comenzó la acción, la sorpresa fue total y se produjo la rotura del frente. En las primeras dos semanas la Wehrmacht avanzó rápidamente.
Después los aliados trajeron refuerzos, entre ellos el 761º, desde el Sarre, y consiguieron estabilizar la situación. Finalmente los cielos se despejaron, la aviación machacó a los nazis y la superioridad de las fuerzas aliadas revirtió las acciones a su favor. Las Panteras Negras lucharon heroicamente desde que sus tanques fueron desembarcados del ferrocarril, cerca de Bastogne, la población donde estaba cercado el Primer Ejército.
Otra unidad integrada por afroestadounidenses también se destacó en el esfuerzo para liberar a los atrapados en Bastogne, el 183º Batallón de Ingenieros de Combate. En torno a Tillet, el 5 de enero, el 761º enfrentó con éxito a la 13º División Panzer de las SS en una de las mayores batallas de tanques de las Ardenas.
El balance final da cuenta de la dureza de los combates. Los estadounidenses soportaron las mayores pérdidas. El 25 de enero de 1945, cuando se rompió el contacto definitivamente, habían quedado 19.276 estadounidenses muertos, 41.493 heridos y 23.554 fueron hechos prisioneros o desaparecieron; los británicos tuvieron 200 muertos y 1.400 prisioneros o desaparecidos; los alemanes sufrieron 15.652 muertes, 41.600 heridos y 27.582 prisioneros o desaparecidos.
UNA GUERRA TERMINÓ Y OTRAS SIGUIERON
El 761º terminaría su periplo bélico derribando las puertas de los tenebrosos campos de concentración de Buchenwald y Dachau. Los soldados afroestadounidenses entraron en contacto directo con los crímenes del nazismo e intentaron aliviar a sus víctimas.
El comandante del Tercer Ejército, George S. Patton, mientras tanto, ya había empezado a confrontar con el Comandante en Jefe Eisenhower a propósito de la desnazificación. Patton le escribía entonces a su esposa Beatriz: “Nunca oí que nosotros lucháramos para desnazificar Alemania: vive y aprende. Lo que estamos haciendo es destruir el único Estado semimoderno de Europa para que Rusia pueda engullirlos a todos... de hecho los alemanes son el único pueblo decente en Europa”.
Patton atribuía los problemas “a los judíos que quieren venganza”. En su diario el guerrero californiano consignó sus más íntimos pensamientos acerca de las víctimas del nazismo: “todo el mundo cree que las personas desplazadas (se refiere a los internados en los campos de concentración) son seres humanos, lo cual no es cierto y esto se aplica particularmente a los judíos que se encuentran por debajo de los animales. Ya sea que las personas desplazadas nunca hayan tenido decencia o ya sea que la hayan perdido durante el periodo de su internación por lo alemanes. Mi opinión personal es que ningún pueblo puede haberse hundido hasta el nivel de degradación que estos presos han alcanzado en el corto periodo de cuatro años”.
A raíz de sus manifestaciones públicas pronazis, Patton fue destinado a un puesto menos relevante y finalmente murió en un accidente automovilístico ocurrido en Heidelberg, el 21 de diciembre de 1945.
Para esas fechas el Batallón de Tanques 761º había sido desmovilizado y sus integrantes dados de baja y enviados a casa.
Sin embargo y a pesar de que su comandante lo había recomendado calurosamente, la unidad nunca recibió la Medalla de Servicios Distinguidos. La resolución fue secamente despachada diciendo que sus merecimientos no habían sido probados. Este agravio formaba parte del muro de silencio que rodeó no solamente el clima racista y la segregación que habían sufrido los afroestadounidenses antes y durante la Segunda Guerra Mundial sino el infame ocultamiento de su valiente y denodado desempeño en defensa de su patria.
Esa infamia solamente sería parcialmente reparada en 1978 cuando los sobrevivientes del 761º fueron convocados por el gobierno de Jimmy Carter para conferirle al Batallón de Tanques la Mención de Unidad Distinguida que canallescamente le había sido negada 33 años antes.
Los afroestadounidenses habían contribuido a ganar la guerra contra el Tercer Reich y el Imperio del Sol Naciente pero la guerra desatada por el racismo no ha cesado hasta hoy en día y la Guerra Fría recién comenzaba.