jueves, 26 de febrero de 2015

A 150 años de la Guerra del Paraguay

Pestes y enfermedades en una guerra infame

La Guerra de la Triple Alianza (1865 – 1870) que Brasil, Argentina y Uruguay hicieron al Paraguay es parte ineludible de la historia y la identidad de América Latina. Ninguna más sangrienta, ninguna más exterminadora, ninguna más controvertida, ninguna más inolvidable que la que los paraguayos llamaron Guerra Guazú (la Guerra Grande).
Desde nuestro país se han hecho contribuciones al análisis histórico de esa guerra. No en vano sus orígenes inmediatos pueden remontarse a la conclusión de nuestra propia Guerra Grande (1838 – 1851), a las apetencias del invasor Imperio del Brasil, a las andanzas del “gran traidor” Venancio Flores y su “Cruzada Libertadora” (1863), al degüello de prisioneros en Florida, al arrasamiento de Paysandú y el fusilamiento de Leandro Gómez y sus compañeros (el 2 de enero de 1865).
En el debe queda la pequeña historia de los anónimos soldados de tropa que hicieron la guerra más allá del heroísmo que se reconoce a unos y otros (aunque no en la misma forma). No se sabe, con exactitud, sobre las bajas que sufrió la “División Oriental”. No están escritos los sufrimientos y penurias de muchos orientales (“los negros y pardos de Bauzá” que eran el núcleo del Batallón Florida) y de los paraguayos prisioneros enrolados a la fuerza en los batallones uruguayos, de sus familias, de sus hijos, del destino de los mutilados.

Han quedado en las sombras las inmensas fortunas que se hicieron abasteciendo a los ejércitos aliados (Montevideo era la base logística de la flota brasileña que fue la única y decisiva fuerza naval durante el conflicto) y gestionando los capitales británicos que financiaron la máquina bélica.
No figuran en la gran historia los “carcheadores” que despenaban a los heridos y despojaban a los muertos en los campos de batalla, los mercenarios que incorporaron los aliados, los carreteros, los peones, los mercachifles, las chinas que acompañaron a sus hombres y que muchas veces ocuparon su lugar en las refriegas, en ambos bandos aunque sobre todo en el paraguayo, porque fue una guerra en donde hubo muchos, pero muchos, Combates de la Tapera.
Para los jefes aliados y sus Estados Mayores, Bartolomé Mitre (Comandante en Jefe), Venancio Flores (Jefe de la vanguardia) y el Duque de Caxías, la guerra parecía en principio un paseo. En una de sus arengas mentirosas el Gral. Mitre había dicho que en tres meses se llegaría a Asunción. De modo que la principal preocupación de los altos jefes era disponer de municiones y de caballos (poder de fuego y movilidad). La logística de aquellos ejércitos primitivos era muy secundaria.
Tanto los argentinos y sus levas provinciales como las unidades que llevó Flores estaban acostumbrados a vivir sobre el terreno, a moverse continuamente sin campamentos fijos en un terreno generalmente plano donde el mayor obstáculo era el cruce de los ríos.
Hasta entonces la mayoría de los enfrentamientos se desarrollaban en combate campal, en donde los resultados eran frecuentemente indecisos y donde ambos ejércitos podían interrumpir el contacto, recomponerse y volver a chocar poco tiempo después.
En cambio, en la guerra contra el Paraguay se trataba de aniquilar al enemigo, como se había anticipado en el arrasamiento de Paysandú. Al principio la caballería era la reina de la batalla pero pronto la desplazarían la infantería y la artillería
Antes los alojamientos eran improvisados (los oficiales en las viviendas que hubiera y los soldados en chozas hechas en el sitio) pero en esta guerra fue necesario montar enormes campamentos que concentraban varias decenas de miles de hombres, con elementales depósitos, cocinas de campaña, enfermerías y letrinas.
La alimentación de los soldados en cambio no había cambiado demasiado. El rancho consistía invariablemente en carne asada de los vacunos del lugar o los que se arreaban para el consumo de los ejércitos. Muy ocasionalmente se incluían farináceos. Sin embargo en las grandes concentraciones no se trataba de salir y carnear algunas reses. El avituallamiento era irregular y muchas veces había escasez de víveres y hasta la yerba mate faltaba.
La sanidad militar era virtualmente inexistente. En una guerra de movimientos, el personal que no podía caminar o tenerse sobre la montura era sencillamente dejado atrás o enviado, en carreta, a algún pueblo para su atención. Para esta psicología militar lo esencial no era recuperar soldados heridos para que pudieran volver al combate sino moverse rápidamente. En ese esquema sepultar a los muertos y detenerse a curar a los heridos era una pérdida de tiempo.
Lo contrario sucedía en una guerra de posiciones y eso fue lo que se encontraron los aliados después que las columnas paraguayas se replegaron a su territorio abandonando sus invasiones al Mato Grosso y sobre todo a Corrientes y a Río Grande del Sur.
El territorio paraguayo comprendido entre los ríos Paraná y Paraguay era particularmente difícil para una guerra de movimiento; tierras bajas inundables, esteros, bañados, aguas estancadas en montes bajos de tupida vegetación, algunas cuchillas y cerritos bajos, altas temperaturas y elevadísima humedad, fauna hematófaga abundantísima (moscas, tábanos, mosquitos, parásitos varios, etc.) y un caldo ideal para la proliferación de microorganismos.
El Paraguay de los López (Carlos Antonio, hasta 1862, y su primogénito el Mariscal Francisco Solano desde entonces) no era una gran potencia militar pero su punto fuerte era, especialmente, el de las fortificaciones a la orilla de los ríos y tierra adentro. Humaitá era el paradigma de fuerte defensivo y parte de un complejo artillado que se oponía al movimiento de la flota brasileña por los ríos y a los avances por tierra.
El primer año la guerra fue de movimiento pero cuando los aliados se internaron en el Paraguay, en abril de 1866, se transformó en una sangrienta guerra de posiciones y batallas de desgaste (Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón del Sauce, Curupaytí, Humaitá, Lomas Valentinas) hasta la toma de Asunción a principios de 1869.
Dos lejanas guerras previas (la Guerra de Crimea y la Guerra de Secesión en los Estados Unidos) habían mostrado la enorme importancia moral y material de los servicios médicos, la atención de los heridos en los hospitales de sangre inmediatos al frente, la evacuación de los heridos a hospitales de campaña y centros de recuperación, el material sanitario, las boticas, los médicos, los farmacéuticos, el personal de enfermería, los medios de transporte, etc.
Nadie estaba preparado para aquello. Ni los paraguayos ni los aliados contaban con una sanidad militar adecuada para una guerra semejante con muchos miles de bajas en cada batalla. En términos generales, los paraguayos tenían cierta ventaja en virtud de que su retaguardia estaba cercana y habían contratado médicos extranjeros (ingleses y escoceses) con experiencia bélica.
Los brasileños tenían, en términos relativos, la mejor situación infraestructural, en parte debido al desplazamiento de una flota muy importante (30 buques, la mayoría de ellos acorazados, más naves auxiliares de abastecimiento) y un cuerpo médico militar relativamente organizado.
Argentina contaba con un puñado de médicos en el ejército. El rechazo popular a la guerra contra el Paraguay no solo provocó cientos de levantamientos, deserciones masivas, motines y rebeliones federales en las provincias sino que gravitó en la oposición de los profesionales a dicha guerra.
También incidían intereses menos humanitarios: la incorporación de médicos y farmacéuticos era temporaria y los galenos sabían que si se enrolaban perderían sus pacientes y al volver se encontrarían desocupados. Además había grandes rivalidades profesionales.
Como no se conseguía que los médicos y farmacéuticos argentinos se presentaran voluntariamente, el gobierno de Mitre hizo una leva obligatoria de estudiantes de medicina. Entre ellos se incorporó como médico militar el uruguayo Juan Ángel Golfarini que estaba por culminar su carrera en Buenos Aires.
Golfarini escribió algunos de los testimonios más importantes acerca de la situación sanitaria durante la guerra y trató a los soldados de la División Oriental que no llevaba ni un solo médico, no tenía equipos y no había hecho previsión alguna para atender a sus heridos. Los orientales maltrechos eran atendidos por los médicos argentinos y brasileños en sus hospitales de sangre.
Como en todas las guerras, las bajas más numerosas no se producían en combate sino por las enfermedades, las epidemias, los accidentes y el hambre. Los hospitales de sangre, es decir los sitios donde se prestaba la primera atención a los heridos en combate, eran absolutamente precarios, un cobertizo o una zanja, donde se prestaban los primeros auxilios.
Desde el punto de vista técnico el trabajo de los médicos se reducía a la amputación de miembros (más del 50% de las intervenciones) dado que más del 15% de las heridas derivaba en tétanos y más de la mitad en gangrena, suturas elementales, atención de luxaciones y curas superficiales. La asepsia era elemental.
Las afecciones y epidemias se atribuían a las miasmas o emanaciones, la creencia que las enfermedades se trasmitían por el aire malsano. Asimismo se discutía acerca de la existencia del contagio y aunque se sabía que el agua contaminada resultaba fatal a los afectados por el cólera se ignoraba el papel que jugaba la presencia del vibrión, la bacteria causante, presente en las deyecciones, que recién sería descubierta en 1888.
Otro problema serio era el de la sepultura de los muertos. Debido a las características del terreno en la región de las batallas más importantes no había verdaderos cementerios y los cadáveres de los soldados de tropa muchas veces quedaban insepultos.
El campamento en que los aliados debieron permanecer casi un año después de la dura derrota que sufrieron en Curupaytí (setiembre de 1866) era un verdadero infierno de hedor putrefacto y contaminación en terreno pantanoso, sin agua potable, con miles de enfermos y rodeados de decenas de miles de restos humanos y la carcasa y vísceras de otras tantas decenas de miles de vacunos carneados allí para alimentar a los soldados además de su propia mierda y desperdicios.
Los cadáveres de los oficiales eran generalmente rescatados y trasladados para su sepultura, como fue el caso del Cnel. León de Palleja muerto el 18 de julio de 1866 en uno de los tres días de la batalla en Boquerón del Sauce. Pero, hasta donde se sabe, los cuerpos de los soldados de tropa de los aliados eran enterrados sumariamente en precarios cementerios o abandonados en zanjas según los testimonios de época.
La concentración de hombres, la higiene inexistente y la mala alimentación eran las condiciones óptimas para una hecatombe bacteriológica. Así se produjeron las mayores penurias de la guerra: las epidemias que afectaron duramente a todos los participantes, a la población civil del Paraguay, de Corrientes y las Misiones, y su prolongación explosiva a todas las ciudades de la región: Buenos Aires, Montevideo, Rosario, Córdoba, Santa Fe, Paraná, Asunción, entre otras.
La primera epidemia en aparecer fue la disentería, acompañada por síntomas muy severos y una elevada mortalidad. Los primeros casos se registraron entre los famélicos y debilitados prisioneros paraguayos que resultaron de la batalla de Yatay (3.000) y del sitio de Uruguayana (6.000). En este caso la mortalidad superó el 50%. Los aliados se contagiaron rápidamente de los prisioneros paraguayos.
Los enfermos generalmente presentaban intenso dolor de cabeza, escalofríos, rechazo de alimentos, vómitos, taquicardia y fiebre; después sobrevenía la diarrea con fuertes y dolorosos retortijones, deposiciones sanguinolentas y con pus, veinte, treinta y hasta cincuenta y más veces cada 24 horas. El cuadro evolucionaba en unos diez días. Los sobrevivientes quedaban debilitados.
La terapéutica de época combinaba varias modalidades: cocimientos astringentes, cataplasmas, lavativas y enemas con iodo, opio, tanino y en los casos más graves se recurría a sangrías aplicando sanguijuelas en el vientre y en el ano.
Otro azote fue el paludismo, que se denominaba “fiebres recurrentes”, endémico en buena parte del Paraguay. Cuando los aliados acamparon en Itapirú, las dos terceras partes de los soldados se vieron afectados y desde entonces sufrieron la enfermedad en forma recurrente.
Esta enfermedad, conocida desde la antigüedad, se combatía con tres dosis diarias de quinina diluida en agua de cebollas. Los médicos militares diseñaron un tratamiento que creían prevenía el contagio. Consistía en hacer marchar a los soldados durante tres horas, cargados con todo su equipo, para producir cansancio y fatiga. Luego se les permitía descansar e ingerir te y sobre todo mate para que transpiraran.
En marzo de 1867 apareció en el Paraguay la que fue entonces la más mortífera de las epidemias: el cólera. En 1865 se había iniciado una pandemia en Europa cuyo origen se ubicaba en la India. En febrero de 1867, un barco brasileño que transportaba tropas desde Río de Janeiro, trajo los primeros afectados y la epidemia golpeó a todos los ejércitos aliados, al paraguayo y a la población de toda la región. Informes de época señalan que, en un hospital de campaña, entre abril y mayo se registró una mortalidad del 80%.
Las cifras eran escalofriantes. Caían soldados y oficiales de todos los ejércitos. El vicepresidente argentino murió víctima del cólera. Se bebía agua de pozos superficiales y contaminados. Algunos grandes jefes se habían asegurado los pozos profundos y el Duque de Caxías se hacía traer agua de la fuente Carioca, de Río de Janeiro. Se transportaba en barriles exclusivamente para su uso personal.
En el campamento de Curuzú donde se concentraban 10.000 brasileños, morían más de 150 hombres por día, de modo que cuando cedió la epidemia dos terceras partes de los hombres habían estado enfermos y 4.000 habían muerto.
Los médicos señalaban que el brote epidémico se iniciaba en forma fulminante, en cuestión de horas y a veces de minutos, los afectados presentaban desórdenes digestivos, vómitos, diarrea y dolores atroces. “Los enfermos morían conociendo su deplorable estado y el mísero poder de los recursos de la ciencia para su enfermedad” escribió uno de los galenos.
El cólera se transformó en enfermedad recurrente en toda la región y las epidemias se reproducían una o dos veces al año, producían la muerte de la mitad de los afectados y desaparecían tan repeninamente  como habían llegado al cabo de un par de meses.
Por ejemplo, en febrero de 1868, cuando Venancio Flores y Prudencio Berro fueron asesinados, en Montevideo imperaba una epidemia de cólera y la ciudad estaba semi desierta. Es más, el golpe de Estado que había intentado Berro ese día fracasó, entre otras cosas, porque el mensajero que debía avisar a participantes que se encontraban cerca de la ciudad, cayó del caballo fulminado de muerte por el cólera miserere.
La población y el ejército paraguayo fueron duramente golpeados por el cólera. Incluso el mismísimo Mariscal Francisco Solano López enfermó. Los médicos prohibían a los afectados que bebiesen agua aunque habitualmente les atacaba una sed devoradora. López, desesperado por la sed y en un descuido del médico que lo trataba, agarró una botella de agua que había sobre una mesa y se la llevó a la boca. El médico se la arrebató con violencia antes que pudiera empinarla y el Mariscal furioso le increpó a gritos (por menos que eso López podría haberlo hecho fusilar). El obispo Palacios que sintió los gritos del Mariscal ingresó en la habitación para reconvenir al galeno por su crueldad.
Después López se curó y olvidó el episodio que le había salvado. El obispo Palacios fue fusilado en 1869 acusado de conspirar contra el Mariscal y el doctor  le acompañó hasta Cerro Corá en el lejano norte del Paraguay pero le indicó a sus perseguidores brasileños donde encontrar al Presidente paraguayo que fue finalmente alcanzado y muerto a orillas del río Aquidabán (el 1/3/1870).
En aquella época se creía que la causa del cólera, el paludismo y la disentería eran las miasmas de los ambientes húmedos, los terrenos pantanosos y la putrefacción. Se manejaba vagamente que el agua contaminada por cloacales fuese un vector de la enfermedad e incluso la posibilidad que fuese causada por “animalillos imperceptibles” pero los tratamientos corrientes resultaban ineficaces porque la potabilidad del agua y el saneamiento eran prácticamente desconocidos.
Se aplicaban a los pacientes enemas de almidón y láudano, infusiones de te, tilo y menta con coñac, altas dosis de opio para combatir la diarrea, bicarbonato de sodio y pociones anti eméticas, friegas excitantes con cloroformo, alcohol alcanforado y láudano, agua de arroz, etc.
Se atribuían virtudes curativas a la caña y al coñac que se dispensaba generosamente (doble ración de aguardiente y café para todo el mundo aunque después se prohibió el consumo de licores y vinos porque la borrachería, especialmente entre los oficiales, era preocupante). Gran importancia se daba a la ventilación (aire puro). Se hacían fumigaciones de cloro y fogatas con hojas de laurel y pasto en los campamentos y hospitales de campaña.
Durante la guerra también hubo muchos casos de viruela y escarlatina, enfermedades que habían venido con los descubridores y conquistadores en el S. XVI y que causaron tremenda mortandad a las poblaciones indígenas americanas. Aunque durante la guerra ya se practicaba la vacunación y la variolización hubo numerosos focos que afectaron, sobre todo, a la población civil. Los brasileños instalaron un instituto de vacunación en Corrientes. Como problema menor aunque con capacidad incapacitante también se registraron epidemias de sarampión y escorbuto.
Muchos misterios se mantienen sin aclaración. Informes escritos del mando brasileño a la sede imperial denunciaban que Bartolomé Mitre hacía arrojar al río Paraná los cadáveres de los fallecidos por el cólera, con el propósito de que la peste se difundiera en Corrientes y Entre Ríos, provincias cuya población tenía simpatías federales y se oponía a la guerra y al mitrismo. Las versiones de alto nivel acerca de una “guerra bacteriológica” parecen ser el resultado de la enconada rivalidad y diferencias entre los jefes argentinos y los brasileños más que de la realidad. Sin embargo, un personaje como Mitre, podría haber sido capaz de un crimen semejante. Esto nunca se sabrá.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 707

lunes, 9 de febrero de 2015

A 150 años de la Guerra del Paraguay



                    EL GRAN TRAIDOR Y LOS  HÉROES OLVIDADOS

El sesquicentenario de la infame Guerra de la Triple Alianza obliga a mirarnos en el espejo oscuro de una sucia y lamentable participación de la que se rescatan, caprichosamente, algunos detalles para relegar u ocultar afrentas grandes. Otros clarines deben reclamar atención sobre los héroes olvidados y empercudir los brillos mal habidos.



                                                        Por Fernando Britos V.


Arrebatar las banderas al enemigo para conservarlas como prenda de triunfo era un viejo destino práctico de esos símbolos. Su devolución al vencido no implica reparación pero es como un reconocimiento de la ilegitimidad de los actos o por lo menos una señal de escozor o de su uso como prenda política.
En 1885, el gobierno del dictador colorado coronel Máximo Santos devolvió al Paraguay todas las banderas y pendones que la llamada División Oriental había capturado durante su participación, veinte años antes, en la Guerra de la Triple Alianza. La Argentina hizo lo propio pero siete décadas después, en 1954, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón. El Brasil no ha devuelto nada y los despojos permanecen como pobre trofeo de los crímenes cometidos contra un pueblo hermano.
Cierta historia de los acontecimientos bélicos, extasiada en detalles tácticos, tiende a justificar mitos, construir algunos heroísmos y esquivar el reconocimiento de otros, sesgar las memorias, ocultar las consecuencias, inventar motivos y esconder responsabilidades mediante un zoom back que diluye las sinrazones, tergiversa la incompetencia, la ceguera y la crueldad de los jefes militares que fueron los “jefes políticos” de una guerra de exterminio.
Los antecedentes y el desarrollo de la guerra no pueden ser simplificados. Los intereses que se coaligarían contra el Paraguay de los López pueden ubicarse precisamente desde el fin de la Guerra Grande en nuestro país (1852). Las ambiciones hegemónicas de las grandes potencias (el gobierno imperial del Brasil y el gobierno unitario bonaerense), llenos de problemas internos (el republicanismo farroupilha en el norte y las convulsiones del federalismo en la otra orilla) encontraron el patrocinio tutelar de los imperialismos europeos, Francia (aún ocupada con la aventura de Napoléon III en México, 1862‑1866), y sobre todo Inglaterra cuyos diplomáticos actuaron como articuladores de la guerra.
Encontraron en Venancio Flores (que un autor benigno calificó como “caudillo trágico”) un protagonista valiente, alevoso, cruel, habilidoso y decidido, que, como se decía de su amigo el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza, “era capaz de vender a la madre para ir a un baile de huérfanos”.
Apañado por los unitarios mitristas y los brasileños que no ocultaban su apetito Cisplatino y financiado por poderosos comerciantes porteños (las 6.000 onzas de oro como entrega inicial que le pusieron en su mano en la víspera de su invasión de 1863 junto con cuentas abiertas e inagotables para el futuro de la correría), Flores fue el promotor y punta de lanza de la intervención oriental contra el Paraguay además de un contribuyente sustantivo a los métodos de guerra, como veremos.
No fue en vano que Carlos Real de Azúa, el destacado intelectual de origen colorado y batllista, calificó a Venancio, en forma irrefutada, como el mayor traidor de la historia uruguaya. “Aunque esto no se acostumbre a escribirlo y hablando en términos estrictamente nacionales, al invadir, asolar y ocupar el país con el apoyo decisivo de dos poderes externos que nos recelaban y odiaban, Venancio Flores fue ‑y créase que uso la palabra sin pizca de pasión‑ el mayor traidor de nuestra historia” (Real de Azúa, Carlos, 1965, Las dos dimensiones de la defensa de Paysandú).
El camino de Asunción pasaría por la invasión de Flores y los imperiales brasileños al Uruguay, en 1863 y 1864, el asalto a la ciudad de Florida por las fuerzas de Flores, en agosto de 1864, y el sitio de Paysandú que culminaría el 2 de enero de 1865.
En estos episodios preliminares se manifestaron como sistema dos métodos bélicos característicamente floristas: la ejecución de los jefes vencidos y el degüello de los heridos, por una parte, y la utilización de los soldados prisioneros para que combatieran a sus antiguos compañeros, después.
A fines de julio de 1864, el sargento mayor Jacinto Párraga, un militar que provenía de la Guardia Nacional, fue designado como jefe de la guarnición de la villa de San Fernando de la Florida (hoy ciudad de Florida).
Venancio Flores deambulaba por la campaña. Su invasión y guerra civil, autodenominada en forma oportunista como la “Cruzada Libertadora”, se había iniciado simbólicamente el 19 de abril de 1863 y necesitaba acciones más decididas para obtener la ocupación del país que había pactado con los imperiales brasileños y los mitristas argentinos, en Puntas del Rosario[1], para derribar al gobierno.
A fines de julio el gubernamental Ejército del Sur había dejado en Florida muchos pertrechos bélicos para perseguir a Flores y obligarlo a una batalla decisiva. El caudillo invasor lanzó sus 2.000 hombres a un golpe de mano y el 4 de agosto de 1864, por la mañana, atacó la villa defendida por Párraga y 200 hombres. A pesar de la sorpresa, la resistencia fue feroz y en la tarde los defensores sobrevivientes se rindieron bajo promesa de que se respetaría su vida.
Se dice que Flores, al enterarse que su hijo Venancio había muerto en el combate, fue presa de furia homicida y ordenó el fusilamiento de los jefes, pero tratándose de un personaje tan impulsivo como calculador el dolor paternal no debería llevar a pensar que los crímenes en Florida fueron una excepción de tipo homérico sino la regla del odio frío y la crueldad con los vencidos como método guerrero.
Esos métodos bélicos se ratificarían tres meses después durante el Sitio de Paysandú, donde nuevamente, en una proporción de diez o doce a uno, los atacantes comandados por Flores, con la artillería y la flota brasileña de Tamandaré, machacarían la ciudad y sus defensores para culminar su actuación asesinando a Leandro Gómez y sus compañeros una vez capturados.
En Paysandú hubo superioridad abrumadora de los asaltantes (“nos fusilan a cañonazos”, diría uno de los defensores) pero no sorpresa como en Florida. Los mil y pocos combatientes defendieron una ciudad abierta, no fortificada, con una decisión que los cubrió de gloria para siempre. Lucharon día y noche, a balazos, con cuchillos, garrotes o a cascotazos, durante 30 días, casa por casa, patio a patio, piedra por piedra. Los historiadores que sostienen que el primer combate de la guerra del Paraguay librado en una ciudad fue el de Piribebuy[2] el 10 de agosto de 1869, se equivocan. Piribebuy fue el segundo, el primero se había librado en Paysandú casi cinco años antes.
Al caer Paysandú en ruinas, el 2 de enero de 1865, el jefe de los defensores, coronel Leandro Gómez, y varios de sus oficiales fueron detenidos por el comandante brasileño Oliveira Bello. Cuando Francisco Belén, miembro oriental de los asaltantes, pidió la custodia de los prisioneros, el brasileño dio a Leandro Gómez la posibilidad de optar, y éste contestó: "prefiero ser prisionero de mis conciudadanos antes que de extranjeros", con lo cual selló su suerte.
Belén felicitó a Gómez por su heroísmo y lo mantuvo preso junto a sus compañeros en un galpón asegurándole que Venancio Flores en persona vendría pronto a saludarlo. El que se presentó fue el general Gregorio Suárez (a) Goyo Jeta, (a) Goyo Sangre, quien se negó a ver a los presos y los hizo fusilar de inmediato en los fondos del comercio “El Ancla Dorada”.
Se dice que cuando Flores y Tamandaré se enteraron de las ejecuciones montaron en cólera; pero esta versión parece más bien un gesto para la galería como casi seguramente lo era la historia que contaba el antiguo pulpero convertido en verdugo: el Goyo Jeta “explicaba” su odio homicida porque “los blancos habían asesinado a su madre al incendiar su rancho”.
Otro procedimiento característico de la metodología florista era la incorporación de soldados rasos capturados a sus propias filas para emplearlos como carne de cañón al obligarlos a luchar contra sus antiguos compañeros. Esto ya había pasado en Florida desde donde algunos de estos desdichados fueron lanzados contra los defensores de Paysandú y algunos de estos últimos habrían sido incorporados a la División Oriental que se dirigió contra las columnas paraguayas que operaban en Corrientes.
Antes, el 20 de febrero de 1865, Flores entró triunfante en Montevideo, cobrando así la parte que le correspondía por la traición pactada en Puntas del Rosario al transformarse en “el Gobernador Provisorio”, cargo que ocupó de facto por casi cuatro años. Nombró su gabinete y a poco partió de vuelta hacia Concordia, donde el presidente argentino Bartolomé Mitre, el jurado enemigo de Artigas, había establecido su cuartel general como Comandante en Jefe de las fuerzas de tierra que se dirigían contra el Paraguay.
Venancio Flores llegó a Concordia con casi tres mil hombres, el 10 de julio de 1865, y Mitre lo designó jefe de los ejércitos que participarían en la Campaña de Corrientes. En tal carácter jugó importante papel en dos acciones capitales: la batalla de Yatay y la toma de Uruguayana. Flores salvó una situación compleja. Una semana antes de su llegada a Concordia, los ejércitos que había reunido Urquiza para combatir a las columnas paraguayas se habían disuelto (la desbandada en Basualdo) a resultas de la negativa de la tropa y de los oficiales de pelear contra ellas.
La batalla de Yatay se libró el 17 de agosto de 1865 cerca de Paso de los Libres, en la margen derecha del Río Uruguay. Fue un enfrentamiento muy desigual entre una columna de 3.000 paraguayos comandados por Pedro Duarte ‑aislados, con escasez de armas y municiones y totalmente carentes de artillería‑ atacados por más de 10.000 hombres a las órdenes de Flores.
Esta batalla, como en cierto sentido la llamada Campaña de Corrientes en general, es una interesante concatenación de errores y expresiones de incompetencia militar en ambos bandos[3], pero este análisis quedará para otra oportunidad porque lo que ahora interesa es establecer qué pasó con los prisioneros después del combate. Allí se manifestó nítidamente la responsabilidad y la iniciativa de Flores en cuanto a sus métodos bélicos.
Al final del día los paraguayos habían sido derrotados. Tuvieron 1.500 muertos y 300 heridos; 1.300 quedaron prisioneros de los vencedores. La alta proporción de muertos paraguayos se debe a su enconada resistencia. No debe olvidarse que los aliados practicaban un triaje muy especial: degollar a los heridos que no eran capaces de tenerse en pie y caminar. Los aliados habían sufrido 318 muertos y 220 heridos. La mayoría de las bajas se registraron en la infantería oriental, particularmente en el Batallón Florida.
Desde el punto de vista militar, se trataba de la primera batalla campal de proporciones y contacto sostenido. Antes hubo muchos combates que se podían considerar más bien escaramuzas. Sin embargo, en Yatay, a pesar del menosprecio manifestado por Flores y su jefe de Estado Mayor, Gregorio Suárez, (a) Goyo Jeta, o los comentarios de León de Palleja, que consideraban a los soldados paraguayos como bestias salvajes, brutos al servicio de un tirano, etcétera, el hecho es que soldados y oficiales guaraníes habían demostrado iniciativa, tenacidad, valor y capacidad combativa que no tenían nada que envidiarle a los defensores de Paysandú. Hasta Flores lo había reconocido al comentarle a Mitre: "no hay poder humano que los haga rendir y prefieren la muerte cierta antes que rendirse".
El comandante paraguayo, el mayor Pedro Duarte, encabezó carga tras carga de su caballería hasta que su cabalgadura fue muerta y él capturado. El general argentino Wenceslao Paunero, que le había intimado rendición, a duras penas pudo evitar que Flores lo hiciese fusilar. La “razón” de Don Venancio era que durante el combate le había enviado un emisario para sobornarlo con dinero para que traicionase a los suyos. Duarte respondió pegándole un tiro al enviado de Flores y este quería cobrarle “el desaire” fusilando al jefe rendido.
Los prisioneros paraguayos fueron obligados a encuadrarse en las divisiones aliadas y a empuñar las armas contra sus compatriotas. Esta era la “solución” de Flores que reemplazaba las bajas producidas en sus unidades, especialmente en las orientales. Palleja, que recibió en el Batallón Florida la mayor parte de estos prisioneros, consignó en su diario de la guerra que "…hasta repugna dar armas a estos pobres hombres para que peleen contra su pabellón nacional y claven las bayonetas en el pecho de sus hermanos".
A pesar del terror que pesaba sobre estos presos enrolados no hay que creer que su incorporación fue pasiva. Muchos de estos reclutas fueron fusilados por haber intentado huir, acusados de "deserción", y aunque generalmente se los empleaba como peones (es decir fajineros y changadores desarmados a quienes no se les daba armas como evocaba la romántica imagen de Palleja), muchos forzados también lograron eludir la vigilancia y volver a reunirse con los suyos para seguir combatiendo a los aliados.
La saña criminal de Flores y sus secuaces no se limitó al enrolamiento forzado. El gran traidor peinó detenidamente a los prisioneros y encontró varias decenas de soldados uruguayos y argentinos, que se habían refugiado en el Paraguay y combatían en sus filas. Los hizo fusilar a todos como “traidores a la patria”.
Después de Yatay, Flores, Mitre y Pedro II se reunieron ante la ciudad brasileña de Uruguayana donde los aliados habían sitiado a una columna paraguaya de 7.000 hombres comandada por el inepto teniente coronel Antonio de la Cruz Estigarribia[4]. El sitio se prolongó desde julio hasta el 19 de setiembre de 1865. Finalmente, Estigarribia aceptó rendirse sin ser atacado con dos únicas condiciones: que se le permitiera a los oficiales volver al Paraguay o ir adonde quisieran y que se respetara la vida de los soldados orientales, según parece bastante numerosos entre los sitiados.
La situación de los soldados rendidos era terrible: descalzos y desnutridos, muchos de ellos estaban tan débiles que murieron en los días siguientes. Tras alimentarlos, fueron repartidos en partes iguales entre las divisiones brasileña, argentina y uruguaya, para ser incorporados a las fuerzas de infantería de esos países. Más de quinientos fueron obligados a incorporarse al ejército aliado para aumentar los batallones uruguayos. El general argentino José Ignacio Garmendia comentó el hecho con estas palabras: "Hay algo de bárbaro y deprimente en este acto inaudito de obligar a uno que haga fuego contra su bandera; es un hecho sin ejemplo".
Otros pasaron a engrosar la “Legión Paraguaya” (constituida originalmente por un puñado de emigrados antilopistas) que actuaba en el ejército aliado. En total se tomaron 5.574 prisioneros: 59 oficiales, 3.860 soldados de infantería, 1.390 de caballería, 115 de artillería y 150 auxiliares.
Hay testimonios de que la caballería riograndense se dedicó a arrear a los soldados más jóvenes y de piel más oscura para venderlos como esclavos en su país. Según parece, los prisioneros uruguayos y correntinos fueron entregados al Brasil porque se temía que los degollaran a todos, y su rastro se ha perdido. Tal vez entre ellos hubo otros héroes olvidados.

 
 


 
 


[1]  El 18 de junio de 1864, los cancilleres Saraiva del Imperio y Octaviano de Argentina habían mantenido una conferencia secreta con Venancio Flores en su campamento de Puntas del Rosario (Colonia), donde se pactó la ocupación del Uruguay por las tropas brasileñas y la participación de Flores y sus secuaces en la guerra contra el Paraguay. Los participantes extranjeros consideraron después que el llamado Tratado de Puntas del Rosario fue el antecedente y el molde para el tratado secreto de la Triple Alianza que se suscribiría recién en mayo de 1865.  

[2]  Piribebuy, población de 20.000 habitantes ubicada a unos 70 kms. de Asunción, fue arrasada por el ejército imperial comandado por el Conde d’Eu, Gastón de Orleans, el noble francés que era yerno del emperador Pedro II y que ocupa un lugar destacado entre los criminales de guerra que actuaron durante la Triple Alianza. 

[3]  Como digresión hay que señalar la actitud caprichosa y temeraria del comandante del batallón Florida, León de Palleja, que acarreó una enorme cantidad de bajas en sus filas y estuvo a punto de volcar en su contra el curso del enfrentamiento. Ya habrá tiempo de analizar el mito Palleja y establecer si la misma actitud, al reiterarse en las batallas de Boquerón del Sauce, no condujo a su muerte menos de un año después (18 de julio de 1866).  

[4]  Estigarribia es otro personaje que cometió todo tipo de errores y después de numerosas declaraciones que anunciaban resistir hasta la muerte terminó rindiéndose a los sitiadores sin dar pelea y vivió hasta el fin de sus días en Río de Janeiro.