jueves, 29 de junio de 2017

Carl Schmitt: el jurista de la contrarrevolución


LA LEGITIMACIÓN DEL TOTALITARISMO
Carl Schmitt: el jurista de la contrarrevolución
Santo patrono de la contrarrevolución, sus ideas amparan desde neonazis hasta tecnócratas neoliberales porque ‑según él‑ “las fealdades del poder son siempre preferibles a los horrores de su ausencia”.
Por Fernando Britos V.
Carl Schmitt nació en Plettenberg, un pueblito del oeste de Alemania, el 11 de julio de 1888 y murió tranquilamente allí en abril de 1985, a los 96 años.1 Profesor de derecho, prolífico autor jurispublicista, teórico del movimiento conservador y reaccionario, alemán y mundial, del totalitarismo político y de la teología católica ultramontana, llegó a ser el Kronjurist (el jurista de la corona) del Tercer Reich que elaboró el sustento jurídico para el régimen de Hitler y su Führerprinzip.
Los nazis nunca lo aceptaron totalmente; se sirvieron de él y lo recompensaron muy bien pero era visto como una especie de extraño converso. Ya en 1934 empezó a ser criticado, desde las SS, por ignorar los fundamentos biológicos de la política. En 1936 el periódico de las SS (Das Schwarze Korps) hizo campaña contra él acusándolo de católico advenedizo, a pesar de que Schmitt se había afiliado al Partido Nacional Socialista el 1º de mayo de 1933 (carnet Nº 2.098.860). Aunque su presencia dejó de ser gravitante en las esferas del gobierno nazi, no cayó en desgracia ni perdió ninguno de sus cargos universitarios y políticos. Por ejemplo, nunca pasó a un segundo plano y siguió ocupando el puesto honorífico de Consejero de Estado de Prusia hasta la caída del Tercer Reich en mayo de 1945.2
Al final de la guerra, aunque estuvo detenido temporariamente y se le requisó su biblioteca, Schmitt eludió ser juzgado como cómplice de los crímenes nazis, como de hecho lo había sido al proporcionar el sustento jurídico para la tiranía y el avasallamiento de los pueblos por Alemania, y haber alentado el genocidio mediante el anticomunismo y el antisemitismo que destilaban sus obras. En cambio, actuó como testigo en los juicios de Nuremberg en favor de uno de los nazis allí juzgados, Ernst von Weizsäcker, que había sido jerarca del Ministerio de Relaciones Exteriores y embajador del Tercer Reich ante el Vaticano entre 1943 y 1945.3
Schmitt, como su amigo Heidegger, se negó tenazmente a someterse a los procedimientos de desnazificación y a resultas de ello no se le permitió volver a la docencia universitaria. Entonces, con 60 años de edad, se retiró a su casa familiar de Plettenberg, que bautizó como San Casciano (el nombre del refugio en las colinas de Chianti donde Maquiavelo escribió “El Príncipe” en 1512). Se dedicó a escribir, sobre todo sobre teología, filosofía política y política internacional y a recibir un desfile constante de visitantes. Su prestigio intelectual provenía de las épocas de la República de Weimar y durante cuarenta años produjo desde su San Casciano incontables libros y artículos. Para muchos daba la imagen de un amargado y reconcentrado oportunista, siempre dispuesto a recibir halagos, dedicado a reescribir sus trabajos de antaño y aprovechando cualquier oportunidad para hacerse autopromoción.
Los filósofos posmodernistas “descubrieron” a Schmitt. La llamada “nueva derecha” y los movimientos conservadores europeos y anglosajones le transformaron en un gurú del pensamiento reaccionario y peregrinaban a Plettenberg o le invitaban a conferencias. Su encanto perdurable radica en que sus teorías, que veremos a vuelo de pájaro más adelante, tienen una virtud fundamental para los derechistas y es que borra las diferencias que existen entre nazis, neonazis, fascistas y todo tipo de ultraderechistas, terroristas y cruzados religiosos, por un lado, y la derecha “civilizada”, la centroderecha neoliberal, los nacionalistas chovinistas y movimientos similares que intentan aparecer como estadistas demócratas y eficientes, por otro. A nivel de la Europa actual es como difuminar las diferencias entre el francés Macron y el austríaco Haider. Tratándose del Uruguay, las teorías schmittianas podrían servir para cubrir con el mismo poncho al Comando Barneix y a Lacalle Pou, o a Novick y a Larrañaga.
La obra de la vida de Schmitt se centró en la legitimación de la contrarrevolución y el totalitarismo. Para él, un gobierno autoritario como los que campearon en Europa en la primera mitad del siglo XX, el Estado total era un producto de la Primera Guerra Mundial y aparecía como forma sacralizada y deseable del absolutismo omnímodo de los Borbones, los Romanov y los Habsburgos, la conjunción ideal entre el trono y el altar.
Es interesante ver cómo se ha contrapuesto el pensamiento de Schmitt y sus numerosos epígonos con el de Hannah Arendt, por ejemplo. Ilivitsky (2007) señala que “para dos autores que colocan a lo político en una posición de primacía con respecto al resto de los elementos que conforman la sociedad, la guerra representa un caso límite. Para Schmitt es la oportunidad de exacerbar con el mayor grado de intensidad posible la oposición entre el amigo y el enemigo que es característica de lo político. Para Arendt, en cambio, el conflicto bélico implica la amenaza de disolución del escenario público de alguna de las partes enfrentadas. En ese sentido, la guerra implica dos horizontes diferenciados y radicalmente opuestos: o potenciación o destrucción de lo político, en primera instancia, y de lo social, en general”.4
Esta breve cita apunta precisamente a ese encanto que irradió Schmitt para la “revolución conservadora” y el nazismo, para el fascismo italiano y para la cruzada anticomunista y antimasónica de los franquistas y falangistas españoles. También explica cómo sedujo a los guerreros de la Guerra Fría y cómo entusiasma ahora a los belicistas y reaccionarios que por el mundo andan.
La verdad es que Carl Schmitt no era nazi sino un “compañero de viaje” y, más aun, un predecesor ideológico proveniente del catolicismo ultrarreaccionario. Sus personajes inolvidables eran los defensores del derecho divino, los enemigos jurados de la Ilustración y, sobre todo, de la Revolución Francesa, de los siglos XVIII y XIX.
El jurista de Plettenberg, ya famoso desde las primeras décadas del siglo XX, rechazaba a la República de Weimar (1919‑1933) pero miraba altivamente y con recelo a los nacionalsocialistas. Fue un espectador poco entusiasta e incluso crítico del ascenso del nazismo hasta que, en los primeros meses de 1933, cuando Hitler ocupó el puesto de Canciller del Reich, tomó una decisión netamente oportunista y, junto con un viejo nazi como Heidegger, hizo una pirueta y se afilió al Partido Nacionalsocialista el 1º de mayo del mismo año.
El jurista que estaba dispuesto a prestar sus servicios al Tercer Reich nunca se entrevistó con Hitler, únicamente lo vio de lejos durante la presentación de su programa de gobierno (el 7 de abril de 1933) y lo consideraba un ser tosco, intelectualmente inferior (“el agitador de las masas era en realidad un oradorcillo insulso”, consignó en su diario íntimo). Sustentaba hacia el Führer una mezcla de desprecio y atracción. Por otra parte admiraba definitivamente a Mussolini, con quien se entrevistó y al que ensalzó varias veces. También cultivó una relación estrecha con otro tirano, Francisco Franco, y su corte de paniaguados y obispos, a quienes visitaba con frecuencia, ocasiones en las que se le rendía homenaje y se le colgaban condecoraciones.5
Schmitt no solamente era un hombrecito atildado de impecable atuendo, mujeriego, orgulloso y discreto, católico fanático entre prusianos protestantes, políglota (hablaba perfectamente siete u ocho idiomas, incluyendo el español) y un típico profesor alemán. Estaba convencido de la superioridad teutónica y por lo mismo era profundamente anticomunista y antisemita. Mientras que la primera de estas condiciones es mérito para todos los derechistas, la segunda, seriamente afectada por la lluvia negra de los campos de exterminio, es asunto que ni sus más acérrimos partidarios se atreven a negar.
Naturalmente coincidía con los nazis en el plano teórico y justificaba sus crímenes, aunque no le gustaran sus métodos prácticos, porque compartía sus propósitos de dominación y chovinismo. Fue sin lugar a dudas una inteligencia privilegiada, un polemista feroz y repentista, un escritor prolífico (su bibliografía comprende no menos de 40 títulos, la mayoría traducidos al español para sus epígonos franquistas que lo estudiaban y lo siguen estudiando como artículo de fe) y un hábil declarante.6
El Kronjurist, como lo calificó el diario de los nazis (el Voelkischer Beobachter), era un intelectual de la contrarrevolución. Lo suyo no era la trinchera. De hecho, durante la Primera Guerra Mundial fingió una lesión en la espalda y se las arregló para pasar toda la contienda en un apacible trabajo de oficina, lejos de la máquina de picar carne de la guerra. Ahora bien, la suya ha sido calificada como una brillante “mente peligrosa”.7 Fue ni más ni menos que una pieza valiosa del aparato de legitimación nazi y quien proporcionó la base jurídica del régimen.
Delineó una filosofía legal que apuntaba a romper el modelo burgués y liberal del Estado de derecho para reemplazarlo por el Estado total. Proponía, por ejemplo, que un principio básico del derecho penal: ninguna pena sin ley (nulla poena sine lege) debía ser eliminado y sustituido por lo que consideraba un principio de justicia: ningún crimen sin castigo (nullum crimen sine poena).
Según Schmitt, el derecho debía ser reconciliado con la justicia mediante la intervención vivificante del Führer. Decía que el Código Penal de Weimar se había convertido en una defensa de los criminales porque las normas evitaban el castigo puro y duro. Por eso, escribió el hombrecito, “es necesario sustituir la cobardía de esos estatutos liberales por la virilidad de un poder enérgico”: el poder absoluto del Führer. Al fijar las reglas como amo supremo, Hitler personificaba el derecho vital del pueblo alemán.
Ya en 1923, el joven jurista sostenía que el gobierno representativo de Weimar estaba herido de muerte. Sus fundamentos, el debate público y el equilibrio de poderes, no se correspondían con la realidad alemana posterior a la Primera Guerra Mundial. La libertad de prensa, el voto secreto, la organización de la oposición, la autonomía de los sindicatos, se le aparecen a Schmitt como enfermedades liberales que destruyen la “unidad emocional” de la democracia. Por ende, la dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular.
En 1927, Schmitt había producido un ensayo sobre la política que intentaba imitar a Maquiavelo, abordando el tema sin los rodeos de la moral. Para él la política se rige por la distinción entre amigo y enemigo. Esa enemistad es una dramática oposición existencial que potencia a la política. De este modo la teoría schmittiana ‑que coincidía con el Blut und Boden (la sangre y la tierra) de la doctrina nazi y con la exaltación de la guerra del militar escritor Ernst Jünger (que no era nazi)- sostiene que la política surge cuando el otro es identificado como una amenaza a la supervivencia y que todo trato político tiene que ver con la eliminación física del enemigo. De ahí que, para ellos, la guerra no es un abismo en el que se puede caer, sino que es el manantial de la política.
Según Enzo Traverso (2016)8 Karl Schmitt llamaba “dictadura soberana” a un “poder constituyente” radicalmente subversivo, fundador de su propia legitimidad, y esa ruptura implica el uso de la fuerza dado que no hay revolución sin violencia. Ahora bien, toda revolución es indisociable de la contrarrevolución que está dirigida a restaurar el poder y el orden absoluto. “Esa contrarrevolución no se limita a defender los valores del pasado y el retorno de la tradición; moviliza a las masas, llama a la acción y a su turno se vuelve subversiva. Su idealización del pasado no es impotente ni resignada porque la contrarrevolución es activa y a veces tiende a adoptar los métodos de la propia revolución. Una vez liberada de sus oropeles aristocráticos, la tradición contrarrevolucionaria iba a desembocar finalmente, en el siglo XX, en la ‘revolución conservadora’ y en el fascismo, movimiento cuyos ideólogos no dudaban en presentar como ‘una revolución contra la revolución’”.
El catedrático mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez (2003)9 refiere que el destacado jurista no era ninguna perita en dulce. Hugo Fischer, el secretario de su amigo Ernst Jünger, advertía: “cuidado con contradecir a Schmitt, puede uno terminar en un campo de concentración”. Exigió eliminar “la contaminación judía”, instando a prohibir los libros escritos por judíos, y de hecho se transformó en perseguidor de sus colegas.
El rencoroso Schmitt hizo como Heidegger, que promovió la expulsión de su maestro y amigo Edmund Husserl, que le había llevado a la Universidad de Heidelberg, pero en su caso con Hans Kelsen (1881-1973). Este, jurista y filósofo, proveniente de la Universidad de Viena, se había establecido en Colonia. En 1930 patrocinó el ingreso de Schmitt a esa universidad. En 1931, ambos profesores de derecho mantuvieron una polémica sobre cuestiones constitucionales. El positivista Kelsen, de origen judío, y el católico ultraconservador Schmitt presuntamente eran amigos, pero en 1933 el segundo accionó contra su mentor. Los nazis invadieron el salón donde Kelsen debía dictar su curso, apalearon a los estudiantes que se habían inscripto y al grito de “fuera judío” le obligaron a abandonar el claustro y exiliarse en Suiza, primero, y en Estados Unidos, después. Schmitt aprobó esta “depuración”.
Jesús Silva-Herzog Márquez advierte que el existencialismo político de Schmitt es profundamente anticonstitucional porque siempre estuvo fascinado por lo excepcional, lo no organizado, lo irregular. El territorio de la política es la crisis, por lo que la primera no puede someterse a reglas fijas. “Este embrujo de lo excepcional se advierte en su idea de la soberanía pero, sobre todo, en su idea del Derecho y del Estado”. El llamado “situacionismo jurídico” de Schmitt establece que la ley es aplicable en la normalidad pero, en política, esta no es normal ni frecuente, por lo cual lo que debe primar son las medidas concretas y no las leyes generales. El decisionismo de Schmitt se basa en Juan Donoso Cortés10 (Donoso Cortés in gesamteuropäischer Interpretation. Colonia, 1950).
El hombrecito de Plettenberg fue un maestro de la escritura oblicua. Parte de su atractivo tiene que ver con su habilidad para el enmascaramiento, para crear imágenes vagas. Sin embargo, cuando le convenía se expresaba con claridad, en forma cortante y audaz. Las metáforas de inspiración religiosa que siempre usaba le encantaban a los capitostes españoles partidarios del totalitarismo teocrático.
La identidad de Schmitt se basaba en ser un katechon (pronúnciese katejon), que es un concepto de su filosofía política extraído de la apocalíptica cristiana y que proviene de uno de los textos más oscuros del Nuevo Testamento, la segunda Carta a los Tesalonicenses (Cap. 2; 6‑7), generalmente atribuida a San Pablo. Katechon es un término griego, que podría traducirse como “el que contiene”; designa a un poder o persona que frena la llegada del “impío”, el Anticristo, es decir un poder que mantiene al diablo en las gateras.
Quien se arroga el papel de identificar el katechon, como lo hacía Schmitt, estaría cumpliendo una misión sagrada y providencial. El problema es que, como Pablo no identificó a semejante entidad, existen las discusiones más bizantinas entre teólogos y demás interesados en la escatología. Para hacerse una idea mencionaremos las diez identificaciones más comunes: el nombre o la presencia de Dios; el Espíritu Santo; el Arcángel Miguel; la Iglesia Católica; el Papado; el Imperio Romano o el Sacro Imperio Romano-Germánico; el Estado; la Ley; demás figuras escatológicas que preceden la venida del Anticristo; la Puta de Babilonia.
El jurista de la contrarrevolución tampoco dejó claro el asunto. La entrada de su diario íntimo correspondiente al 19 de diciembre de 1947 dice al respecto: “Creo en el katechon: para mí es la única forma posible de entender la historia del cristianismo y de encontrar su significado”, y más adelante: “uno debe ser capaz de designar al katechon para cada época de los 1.948 años pasados porque ese lugar nunca ha estado vacío, de lo contrario nosotros no existiríamos”.
En la misma vaguedad quedaron sus crímenes. Schmitt nunca se arrepintió de su complicidad con los nazis y con todas las tiranías que tanto admiró. Escurridizo como siempre escribió un opúsculo sobre su detención y sobre los juicios que presenció, que tituló en latín “Ex captivitate salus”, donde lo único que se asemeja a un arrepentimiento es otro ambiguo latinazgo: “non possum scribere contra eum qui potest proscribere”, es decir: “no puedo escribir contra aquellos que pueden proscribirme”.


1 Cuando Schmitt nació, el pueblito tenía 2.000 habitantes y a su muerte no llegaba a los 20.000.
2 Como Consejero de Estado defendió todos los actos del régimen hitleriano; por ejemplo, aplaudió las purgas y asesinatos de 1934 como expresiones de “una justicia suprema”. Entre los asesinados se encontraba su amigo y correligionario Kurt von Schleicher, un general intrigante y ultraderechista que había sido Canciller del Reich antes que Hitler. Durante la guerra estuvo a cargo del Instituto Cultural Alemán en Madrid e impulsó activamente la colaboración de España con las potencias del Eje.
3 Quién llevó a Schmitt al estrado de los testigos fue su colega y amigo, el estudiante de abogacía y ex-oficial de infantería de la Wehrmacht, Richard von Weizsäcker, hijo de Ernst que llegaría, en 1984, a ser el Presidente demócrata cristiano (CDU) de Alemania. El viejo Ernst pertenecía a la nobleza alemana, había sido oficial de la Marina Imperial durante la Primera Guerra Mundial y fue detenido e incluido en el llamado Juicio de los Ministros, en 1947, notablemente benévolo en comparación con los anteriores. Weizsäcker fue acusado de crímenes contra la humanidad por su cooperación activa en la deportación de los judíos franceses a Auschwitz. Su defensa argumentó que él no sabía nada de los campos de exterminio y creía que los prisioneros judíos correrían menos peligro si se los deportaba al Este. Como miles de jerarcas nazis, Weiszäcker la sacó baratísima (un viejo instigador de la Guerra Fría como Churchill salió en su defensa). En 1949 fue condenado a siete años de prisión pero después de tres años y tres meses fue liberado por los estadounidenses, en octubre de 1950. El capitán publicó sus memorias, que había escrito en la cárcel, en las que se presentaba como un miembro de la resistencia antinazi.
4 Ilivitzky, Matías Esteban (2007): Guerra, política y sociedad en las obras de Hannah Arendt y Carl Schmitt. VII Jornadas de Sociología. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires.
5 En marzo de 1962, por ejemplo, fue homenajeado en Madrid, en la sede del Movimiento Nacional. Manuel Fraga Iribarne, al presentarlo, lo calificó como “venerado maestro”. Antes, en 1935 y 1936, había sido mentor del Frente Nacional Contrarrevolucionario, una coalición motorizada por la derecha católica, la Confederación Española de Derechas Autónomas, para combatir al Frente Popular. La jugada fracasó porque no tenía una programa de gobierno sino consignas “anti” (“¡Por Dios y por España!” “Contra la revolución y sus cómplices”) para impedir el triunfo electoral de la izquierda que finalmente se produjo en febrero de 1936. En julio las mismas fuerzas promoverían el levantamiento contra la República y la sangrienta Guerra Civil.
6 En 1946 fue interrogado por un abogado austríaco, Robert Kempner, que era fiscal adjunto en los juicios de Nuremberg, para determinar si debía ser acusado por su responsabilidad como jurista nazi. Se conservan las transcripciones de cuatro sesiones de interrogatorio que son una pieza magistral del ocultamiento, la autoexoneración y la habilidosa cobardía exhibida por Schmitt para eludir responsabilidades y evitar ser juzgado.
7 Müller, Jan-Werner (2003) A Dangerous Mind: Carl Schmitt in Post-War European Thought. New Haven: Yale University Press.
8 Traverso, Enzo (2016): La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX. FCE, Buenos Aires (la primera edición en francés es de 2011).
9 Silva-Herzog Márquez, Jesús (2003): “Carl Schmitt. Jurisprudencia para la ilegalidad”. En: Revista de Derecho, Vol. XIV, julio de 2003 (pp. 9‑24), Instituto Tecnológico Autónomo de México; México, D.F.
10 Juan Francisco María de la Salud Donoso Cortés y Fernández Canedo, marqués de Valdegamas (1809‑1853) fue un político católico, ultraconservador y monárquico español admirado por Schmitt. Donoso Cortés denunciaba el fracaso de los ideales de la Ilustración y en las Cortes lanzó su “discurso sobre la dictadura” que es todo un programa de acción para liberticidas: “Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad: la legalidad; cuando no basta: la dictadura. Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable porque es más noble”.

martes, 13 de junio de 2017

Goytisolo y los Campos de Níjar

Goytisolo y los campos de Níjar

El 4 de junio, a los 86 años, falleció en Marrakesh donde vivía desde 1996, el escritor español Juan Goytisolo. Novelista, ensayista, periodista, viajero infatigable, es sin discusión el más importante de los escritores españoles de su generación. Hijo de vascos, nació y se crió en Barcelona. En 1956 se radicó en París, se identificó con los árabes maghrebíes, vivió de cerca el racismo y las persecuciones desencadenadas contra los argelinos que luchaban contra el colonialismo francés. 

En 1959 publicó Campos de Níjar un registro estremecedor de su recorrido por una de las zonas más pobres de España sumida en la noche de la tiranía franquista. Desde entonces su voz ha sido la de los desheredados y olvidados de la tierra.
No se nos ocurre mejor homenaje que transcribir un pasaje de la obra testimonial que condensa el drama de España y muestra la gran calidad del escritor. Un episodio. Un encuentro. Al mismo tiempo recordamos que una de las obras cumbre del teatro español, Bodas de Sangre, de Federico García Lorca, se desarrolla precisamente en esos campos desérticos, los campos de Níjar.

Goytisolo caminaba desde el pueblo de Níjar hacia el sur, hacia la costa donde se encuentra el Cabo de Gata, por una carretera calcinada por el sol implacable. A mitad del camino encontró una pareja de turistas franceses, varados desde hacía horas por falta de agua para rellenar el radiador del coche. Aparte de los franceses hay un tercer personaje al borde del camino.

“Junto al talud hay un viejo con una chaqueta raída y, al oírle, el corazón me da un brinco en el pecho. Aunque tiene la cara medio oculta bajo el ala del sombrero, barrunto que es el mismo que, la víspera, me ofreció las tunas en el mercado.
_ Explíquele que hay un pozo a dos kilómetros de aquí – dice sin reconocerme.
_ Il dit qu’il y a un puits a deux kilométres d’ici.
_ De quel côté?
_ ¿Hacia qué dirección?
El viejo se incorpora y veo sus ojos azules, cansados. Son los mismos de ayer, pero, ahora, ya no imploran nada.
_ ¿Vé usté aquel cerro detrás de las chumberas?
_ Si.
_ Al otro lado hay un cortijo donde encontrará agua.
Traduzco las indicaciones del viejo y el turista abre la puerta del coche.
Il parait qu’il y a un puits lá-bas.
La mujer hace como si no le oyera y se abanica furiosamente con el periódico.
Au revoir – dice el hombre – Muchas gracias.
El viejo y yo continuamos por la carretera. El sol aprieta fuerte y mi compañero lleva un cenacho enorme en el brazo.
_ Habla usté muy bien el español – dice al cabo de cierto tiempo.
_ Soy español.
_ ¿Usté?
_ Si, señor.
El viejo me mira como si desbarrara.
_ No. Usté no es español.
_ ¿No?
_ Usté es francés.
_ Hablo francés, pero soy español.
El viejo me observa con incredulidad. Para la gente del sur la cultura es patrimonio exclusivo de los extranjeros. Un francés hablando perfectamente diez idiomas sorprende menos que un español chapurreando mal gabacho.
_ Mire – digo echando mano al bolsillo – . Aquí está el pasaporte. Lea. Nacionalidad: española.
El viejo da una ojeada y me lo devuelve.
_ ¿Dónde dice que vive usté?
_ En París.
_ Ah, ¿lo ve? – exclama triunfalmente – Entonces es usté francés.
_ Español.
_ Bueno. Español de París.
Su conclusión es irrebatible y renuncio a la idea de discutir. Durante unos minutos caminamos los dos en silencio. La carretera parece alargarse indefinidamente delante de nosotros. El viejo lleva el cenacho cubierto con un trozo de saco y le pregunto si aún le quedan tunas.
_ ¿Tunas? ¿Porqué?
_ Ayer por la tarde, ¿no estaba usted en Níjar?
_ Si, señor.
_ Es que me pareció verle allí en el mercado.
_ ¿Y todavía dice usté si me quedan tunas?
El viejo se detiene y me mira casi con rabia.
_ Las que usté quiera. Tenga. Se las regalo.
_ No le había dicho eso…
_ Pues se lo digo yo. Cójalas. Y, si no le gustan, escúpalas. No me ofenderé.
Ha quitado el saco de encima y me enseña el cesto, lleno de chumbos hasta los bordes.
_ Quince docenas. Se las doy gratis.
_ Se lo agradezco mucho pero…
_ No debe agradecerme nada. Nadie las quiere. Tengo mi mujer en la cama, con fiebre. Necesito ganar dinero y ¿qué hago? Coger varias docenas de tunas e irme al pueblo. ¡Imbécil que soy! La gente prefiere que le pidan limosna en la cara.
El viejo deja caer las palabras lentamente, con voz ronca, y se vuelve hacia mi.
_ ¿Las sabe usté cortar?
_ Si.
_ Entonces, venga. Le daré tenedor y cuchillo.
_ ¿Ahora?
_ Si, ahora. Estarán un poco calientes, pero es igual. Frías, tampoco tientan a nadie.
En la linde de la carretera hay una higuera amarilla y raquítica, pero de alguna sombra. Nos sentamos en el suelo y el viejo me tiende el cuchillo y el tenedor.
_ Coma usté las que quiera. Al cabo al cabo igual tendría que echarlas.
Yo digo que saben distinto que en Cataluña y el viejo calla y se mira las manos.
_ Prefiero éstas. Son mucho más sabrosas.
_ Lo dice usté para ser amable y se lo agradezco.
_ No. Es la pura verdad.
Con el cuchillo cortó los extremos de la tuna y rajó la corteza por en medio. Al levantarme sólo había bebido un mal café y descubro que tengo hambre.
_ Cuando era niño, en casa, las tomábamos por docenas.
El viejo me observa mientras como y no dice palabra.
_ Mi padre nos prohibía mezclarlas con la uva porque decía que las pepitas malcasaban en el estómago y provocaban un corte de digestión.
El viejo, ahora, se mira atentamente las manos.
_ Tengo dos hijos que viven en Cataluña – dice.
La música monocorde de las cigarras pone sordina a sus palabras. En la llanura el sol brilla como un tumor de fuego.
_ Cuando era joven, mi mujer quería que tuviésemos muchos. La pobre pensaba que estaríamos más acompañados al llegar a viejos. Pero ya lo ve usté. Como si no hubiéramos tenido ninguno.
_ ¿Dónde están?
_ Fuera. En Barcelona, en América, en Francia …. Ninguno volvió del servicio. Al principio nos escribían, mandaban fotografías, algún dinero. Luego, al casarse, se olvidaron de nosotros.
El viejo sonríe con gesto de fatiga. Sus ojos azules parecen desteñidos.
_ El mayor no era como ellos.
_ ¿No?
_ Desde pequeño pensaba en los demás. No en su madre, su padre o sus hermanos, sino en todos los pobres como nosotros. Aquí la gente nace, vive y muere sin reflexionar. Él, no. Él tenía una idea de la vida. Su madre y yo lo sabíamos y lo queríamos más que a los otros, ¿comprende?
_ Si.
_ Cuando hubo la guerra se alistó enseguida a causa de esta idea. No fue a rastras como muchos, sino por su propia voluntad. Por eso no lo lloramos.
_ ¿Murió?
_ Lo mató un obús en Gandesa.
Hay un momento de silencio durante el que el viejo me observa sin expresión. El viento levanta remolinos de polvo en el llano.
_ En su país debe llover. Siempre he querido ir a un país donde haya lluvia pero nunca lo he hecho y, ahora … Está ya duro el alcacer para zampoñas…
Las palabras salen difícilmente de sus labios y mira absorto a su alrededor.
_ Aquí han pasado años y años sin caer una gota, y mi mujer y yo sembrando cebada como estúpidos, esperando algún milagro … Un verano se secó todo y tuvimos que sacrificar las bestias. Un borrico que compré al acabar la guerra se murió también. No se puede usté imaginar lo que fue aquello…
La llanura humea en torno a nosotros. Una banda de cuervos vuela graznando hacia Níjar. El cielo sigue imperturbablemente azul. El canto de las cigarras brota como una sorda protesta del suelo.
_ Nosotros sólo vivimos de las tunas. La tierra no da para otra cosa. Cuando pasamos hambre nos llenamos el estómago hasta atracarnos. ¿Cuántas dijo que se comía usté?
_ No sé, docenas.
_ En casa hemos llegado a tomar centenares. El año pasado, antes de que mi mujer cayera enferma, le dije “Come, haz igual que yo, a ver si reventamos de una vez”, pero los pobres tenemos el pellejo muy duro.
El viejo parece verdaderamente desesperado y, como hace ademán de levantarse y escampar, me incorporo también.
_ ¿A cuánto las vende usted? – digo.
El viejo vuelca las tunas por el suelo y se mira las alpargatas.
_ No se las he vendido. Se las he regalado.
Torpemente saco un billete de la cartera.
_ Es una caridad – dice el viejo enrojeciendo -. Me da usté una limosna.
_ Es por las tunas.
_ Las tunas no valen nada. Déjeme pedirle como los otros.
Por la carretera pasa una motocicleta armando gran ruido.
El viejo alarga la mano y dice:
_ Una caridad por amor de Dios.
Cuando reacciono ha cogido el billete y se aleja muy tieso con el cenacho, sin mirarme.”
Goytisolo, Juan (1959) Campos de Níjar. Seix Barral, Barcelona ( pp. 58 – 63).