Viajeros de las
profundidades psíquicas
profundidades psíquicas
Los tests psicológicos exponen la personalidad, el
contexto epistemológico y los verdaderos objetivos de sus creadores. Su
utilización con fines espurios los convierten en armas peligrosas.
Por Fernando Britos V.
El auge de los llamados tests proyectivos se produjo hace unos ochenta años. La década de 1930 fue la del boom
original. Concebidos como herramientas para bucear en las profundidades
psíquicas, presuntos rayos X del inconsciente, apelaban a una versión
trivializada de un mecanismo de defensa paranoide que Sigmund Freud
había descrito en 1895: la proyección.
Una hipótesis inicial.
Según los autores de estos tests, cuando a los examinados se les
presentaba ciertos estímulos ambiguos (manchas de tinta, dibujos
borrosos, figuras esfumadas, etc.) se producía la proyección de los
contenidos profundos del inconsciente. Así al pedirles que dijeran lo
que allí veían, o al solicitar un relato sobre las láminas o requerir un
dibujo, se obtenía la proyección de los contenidos inconscientes sin
que los sujetos siquiera se dieran cuenta de que asi exponían su
intimidad.
Como
todos los tests psicológicos, los proyectivos fueron concebidos para
estudiar la compleja personalidad de los seres humanos y clasificar a
los examinados al detectar trastornos reales o potenciales, mecanismos
usuales, temores, conflictos, capacidades y sobre todo limitaciones y
contenidos ocultos o reprimidos.
Desde
el psiquiatra suizo Hermann Rorschach, trabajando sus manchas de tinta
con sus pacientes en el manicomio de Herisau, hasta el Test de
Apercepción Temática (TAT) de Henry Murray y Christiana Morgan, en
Harvard, estas pruebas se habían desarrollado en un contexto clínico.
Comparados
con los llamados tests objetivos, concebidos como cuestionarios con
muchas preguntas u otras pruebas de lápiz y papel, los tests proyectivos
tenían el encanto del drama y el misterio de la personalidad, la
interpretación de signos que permitía el lucimiento de los perspicaces
examinadores.
Se
presentaban como una forma fácil y rápida de bucear en la intimidad de
las personas empleando el marco de referencia, simplificado, de las
teorías psicoanalíticas. El conocimiento de la psiquis, que en el curso
de una psicoterapia podía llevar meses o años, era para estos
exploradores de las profundidades un procedimiento rápido, discreto y
económico: una radiografía psíquica, un psicodiagnóstico como denominó a
su prueba H. Rorschach, en 1921.
Sin
embargo, la difusión de estas herramientas no fue fácil y la endeblez
de las evidencias científicas acerca de su validez y fiabilidad
diagnóstica nunca pudieron ser disipadas. A partir de la década de 1930
los tests de personalidad proliferaron. Muchos autores produjeron el
suyo y muchos tests cayeron pronto en el olvido o en el descrédito (por
ejemplo el Test de Nubes de Wilhelm Stern) pero el Test de Rorschach y
el TAT se han mantenido hasta hoy como los más utilizados con fines
psicodiagnósticos en la mayoría de los países del mundo.
La
aplicación de los tests proyectivos no solamente se difundió por
doquier sino que empezó a escapar, en forma viral, del ámbito clínico y a
alcanzar el de la educación, el forense, el laboral, entre otros. Sus
concepciones caricaturizadas se derramaron en versiones
autoadministradas hasta en las “revistas del corazón”.
Por
otra parte, miles de artículos y libros se produjeron en el ámbito
académico para alabar las bondades de los tests proyectivos de
personalidad y también para criticar su falta de respaldo empírico y
sobre todo para promover nuevos tests, nuevos manuales de
interpretación, puntuación y aplicación de los clásicos.
Los
tests proyectivos ingresaron tempranamente en las universidades.
Clínicas y laboratorios los incorporaron en sus baterías de pruebas
diagnósticas. En la década de 1960, prácticamente en todo el mundo,
habían llegado a formar parte destacada del pensum universitario y de los programas de formación de los psicólogos.
En
la actualidad los tests proyectivos mantienen su popularidad, a pesar
de la fuerte competencia de los llamados “tests objetivos” y de las
críticas cada vez más contundentes acerca de su falta de validez, su
subjetividad y su dependencia de sutiles factores situacionales.
Las razones del uso y la popularidad. Scott O. Lilienfeld (1999)[1]
en un artículo clásico, señaló que, para él, la primera razón de la
popularidad de los test proyectivos es atribuible a una “tradición que
se resiste a morir”: muchos psicólogos se formaron en la administración
de tests proyectivos y los han utilizado acríticamente y con ingenua
confianza durante décadas.
Existe
un “refuerzo cultural”, en el sentido que muchos responsables - legos
que carecen de formación o asesoramiento en psicología pero creen
ingenuamente en su eficacia - reclaman su uso en las llamadas
“evaluaciones psicolaborales”.
La
producción y administración de tests psicológicos, de todo tipo, llegó a
transformarse en un gran negocio que mueve miles de millones de
dólares, anualmente y a nivel mundial. Por esa razón es natural que
existan “mercaderes de la certeza”[2] que promueven y justifican la demanda y el consumo de nuevos productos en ese dinámico mercado.
Además,
la formación de los psicólogos en materia de epistemología y marcos
teóricos, teorías de la personalidad, estadística y métodos de
investigación, psicometría y técnicas de evaluación de la personalidad
presenta carencias notorias. Por lo general, la formación recibida
genera una capacidad puramente operacional en el marco de una
orientación acrítica y complaciente hacia los mercaderes de la certeza.
Puntualmente
se percibe una ignorancia significativa de los requisitos para validar
las pruebas y para demostrar su fiabilidad, una omnipotencia perjudicial
en cuanto no se estudian las limitaciones y contraindicaciones de las
técnicas y un desconocimiento de aspectos éticos fundamentales (respeto a
los derechos de quienes se someten a dichas técnicas) y la obligación
de los psicólogos de anteponerlos a cualquier interés individual o
corporativo.
Lilienfeld
llamó la atención acerca de otra de las razones que explican la
popularidad de los tests proyectivos. Se trata de la tendencia a confiar
en formulaciones genéricas y vagas (por ejemplo “Ud. tiene un gran
potencial que no ha sido adecuadamente utilizado”) como si fueran
descripciones veraces[3]
y aludió a la correlación ilusoria por la cual las personas
frecuentemente perciben asociaciones estadísticas entre interpretaciones
de los tests y ciertos rasgos de personalidad aunque en realidad no
existan y nunca se hayan demostrado.
Por
nuestra parte, consideramos que en el funcionamiento de los tests
proyectivos interviene también la pareidolia, un fenómeno psicológico
normal por el cual un estímulo vago y aleatorio (por lo común una
imagen) es percibido erróneamente como una forma reconocible.
Ejemplos
comunes de pareidolia son: la visión de animales o rostros en la forma
de las nubes; ver rostros o formas humanas o animales en las cimas de
algunos cerros (cerro Batoví, el Penitente, etc.); ver personas o
siluetas en el pavimento, en las paredes, en árboles o edificios; ver
figuras en cuerpos celestes como la Luna, Marte o las constelaciones;
encontrar parecidos entre las personas (sosías).
Un viajero de las profundidades. El
enfoque puramente instrumental y acrítico de los tests proyectivos ha
conducido al desconocimiento del contexto teórico y las condiciones
históricas concretas en que se concibieron y desarrollaron esas
técnicas. Esto es particularmente notorio cuando se endiosa a los
autores y se rechaza como trivialidades o aun blasfemias y vilipendio ad hominem el considerar los aspectos concretos de la vida de dichos autores.
Los
tests proyectivos también son capaces de arrojar una imagen de las
expectativas, así como los objetivos y valores de sus autores. El pobre
Rorschach falleció en abril de 1922 a causa de una apendicitis mal
atendida que derivó en peritonitis fatal, exactamente diez meses después
de que fuera publicada su obra, contra viento y marea, en junio
de 1921.
Su
test tuvo derivaciones y los manuales o sistemas de interpretación se
multiplicaron entre quienes lo difundieron por el mundo. En cambio Henry
Murray, el creador del TAT fue longevo y su origen y trayectoria son
reveladores en cuanto a la concepción y las virtudes y limitaciones de
su método para el estudio de la personalidad.
Materializó
en su vida los contrastes y contradicciones de alguien que,
efectivamente, sabía por experiencia propia que “nada es lo que parece”.
Henry Alexander Murray Jr. (1893‑1988) ‑Harry para sus amigos‑ era el
primogénito de una de las familias más acaudaladas y destacadas de la
sociedad neoyorquina.
Nació
en la mansión familiar del exclusivo East Side y a los 34 años había
amasado una imponente acumulación de títulos de universidades de elite:
Historia en 1915 en Harvard; Médico en 1919 y Maestría en Biología
en 1920, en Columbia; Doctorado en Cambridge (PhD), en 1927.
En
Secundaria había sido un estudiante mediocre pero la fortuna y los
vínculos familiares le abrieron camino hacia las más exclusivas
universidades. Él mismo se confesó como un playboy que en Harvard “se
había graduado en las tres R” (Rowing ‑ remo, Rum – ron y Romanticism).
Después de recibirse de cirujano sentó cabeza y se casó con una
riquísima heredera, Josephine Rantoul, con quien tuvo una hija, Josie.
Mientras
hacía su internado en cirugía en el Hospital Presbiteriano de Nueva
York, se interesó en pacientes del submundo neoyorquino, que estaba en
las antípodas del suyo, y años después recordaría que en la medida en
que pudo ayudarles ellos le sirvieron de guía, al salir del hospital,
para recorrer los vericuetos de los bajos fondos. Tragasables,
prostitutas, hampones y drogadictos, le permitieron acceder a una
psicología cruda que lo preparó ‑según él‑ para reconocer las
similitudes entre los hechos del submundo con los sueños de los barrios
altos.
Estas
experiencias le llevaron a incursionar en sus propias profundidades.
Debajo de sus excesos de “energía sanguínea” (Murray era efectivamente
un hiperactivo) reconocía que se ocultaba un cerno de melancolía,
tristeza y desesperanza. En 1923 encontró un libro (¿o el libro lo
encontró a él?) que resultó decisivo en su orientación. Se trataba de
“Los tipos psicológicos” del psiquiatra y psicoanalista suizo Carl
Gustav Jung, publicado originariamente en alemán dos años antes y que
acababa de ser traducido al inglés.[4]
Un
mes más tarde tuvo otro encuentro decisivo. Esta vez con una mujer.
Christiana Drummond-Morgan, conocida por su apellido de casada, Morgan,
era una aristócrata de Boston que a los 26 años estaba estudiando dibujo
en Nueva York. Christiana tenía un buen conocimiento de las obras de
Freud y de Jung y le recomendó viajar a Zurich para conversar con “el
viejo Carl” mano a mano.
Dos
años después, Murray y Josephine, y Christiana y su esposo, un
antropólogo, se encontraron becados en Inglaterra. Ambas parejas eran
amigas y vivían en casas contiguas junto a la universidad. Murray
estudiaba bioquímica pero los embriones de pollo no lo conformaban y
durante unas vacaciones siguió el consejo de su amiga y se fue a Zurich
para consultar a Jung acerca de la posibilidad de abandonar la
bioquímica por la psicología.
No
fue un encuentro protocolar sino uno extraordinariamente intenso.
Cotidianamente, durante veinte días, Jung se reunió en Küsnacht, el
pueblito a orillas del lago Zurich donde el célebre psicoanalista vivía
con su esposa Emma. Además de su residencia de tres pisos había
levantado, al otro lado del lago, una especie de torre o mirador donde
se retiraba a meditar y a escribir. Murray decía que hablaban durante
horas, cada vez que Jung lo llevaba a su “retiro fáustico” navegando por
el lago y fumando junto a la chimenea.
Según
recordaría Murray mucho después, la conversación no tardó en adentrarse
en las profundidades de la psiquis. El estadounidense le confesó al
maestro del psicoanálisis un secreto que le atormentaba: estaba
perdidamente enamorado de Christiana Morgan. Aunque su esposa Josephine
era una mujer amorosa y buena tenía pocos o ningunos intereses
intelectuales. En cambio Christiana era una mujer intensa, volátil y
efervescente con quien solía sumergirse en las profundidades de la
mente, en los intereses artísticos, filosóficos y literarios que
compartían y que les servían para interpretar dichas profundidades.
Al
vínculo emocional e intelectual de Christiana y Harry se agregaba una
poderosa y compartida atracción sexual que todavía no habían consumado.
Murray no sabía qué hacer porque tampoco estaba dispuesto a prescindir
de su amante esposa. Sin embargo, Jung le confesó, a su vez, que él
había vivido un dilema similar durante los “años oscuros” que siguieron a
la ruptura con su mentor, Sigmund Freud.
Carl
Gustav había encontrado consuelo en el amor de una de sus pacientes,
Antonia Wolff, y como no quería separarse ni de su esposa Emma ni de su
amante, había conseguido que ambas admitieran el triángulo perpetuo
sobre una base de estrecha convivencia que a esa altura llevaba una
década.
Cuando
volvieron a la residencia, el psicoanalista hizo que Toni Wolff y Emma
Jung les sirvieran el té en un clima completamente armonioso. Para
Murray fue sorpresa e inspiración. Al volver a Gran Bretaña ya era un
hombre nuevo. Había adoptado dos grandes decisiones: por una parte le
planteó a su esposa y a su amante que quería mantener una relación en
paralelo con ambas y obtuvo su anuencia aunque con marcada reticencia
por parte de la primera. Josephine sospechaba que Harry y Christiana
mantenían amoríos pero atribuía la decisión de su esposo a las
sugerencias del “viejo sucio” como ella denominaba a Jung.
El
otro gran viraje consistió en abandonar la bioquímica y dedicarse a la
psicología.Ya tenía una natural inclinación hacia la empatía con los
seres humanos ‑advirtió refiriéndose a esa decisión‑ y aunque los
embriones de pollo le parecían encantadores no le daban oportunidad
alguna para ejercer dicha empatía. Por otra parte, su fortuna familiar
le había permitido vivir y le permitiría vivir hasta su muerte sin tener
que trabajar para mantenerse.
Una clínica singular. En
1926, cuando Murray retornó a los Estados Unidos, se encontró con que
el psiquiatra Morton Prince había establecido una clínica en la
Universidad de Harvard y de inmediato ingresó en la misma. No tenía
formación en psicología, solamente había asistido a una clase y años
después se jactaba de que esa había sido la única como alumno hasta que
empezó a darlas como profesor. Sus conexiones y su fortuna le abrieron
las puertas: era un profesional joven, dinámico y ambicioso que no
necesitaba el magro sueldo de ayudante para sustentarse.
Desde
un principio Murray se destacó como crítico de la psicología académica
de aquel entonces. Reconocía que en aquellos años era una persona muy
molesta porque no tenía respeto alguno ni por la psicología que se
enseñaba en Harvard ni por los psicólogos que ejercían la docencia.
En 1928, al morir Morton Prince, pasó a dirigir la Clínica.
Con
Christiana a su lado emprendió vigorosamente la orientación que se
había propuesto para la nueva psicología. Nada de estudiar tiempos de
reacción, reflejos musculares u otros fenómenos psicofísicos que eran el
pan diario de la psicología experimental. Él pretendía adentrarse en
las profundidades de la naturaleza humana y comprender a las personas en
todas sus fases.
El
ardiente amor por Christiana, lejos de amortiguarse, florecía en la
clínica junto a ella. Murray le había montado una oficina pero para
mantener sus encuentros con su amante y colaboradora habían alquilado un
apartamento en un edificio próximo. La relación entre el portero del
bulín y la servidumbre de su esposa mantenía a Josephine enterada al
detalle de la doble vida de su pareja.
La
clínica no se parecía en nada a los establecimientos similares. Había
sido decorada por Christiana y amueblada con muebles de estilo, obras de
arte, antigüedades y adornos orientales. La actividad era muy intensa
pero se caracterizaba por reuniones que eran verdaderas tertulias
intelectuales en las que las conversaciones fluían libremente ante mesas
de delikatessen y vinos finos. Murray prefería el vino blanco chileno y este nunca faltaba en la bodega de la clínica.
Al
principio su amante preparaba los sándwiches y servía el té pero pronto
contrataron a un cocinero profesional. Entre los asiduos se contaron
artistas e intelectuales destacados, como el actor y cantante Paul
Robeson, el filósofo Bertrand Russell, el psicoanalista Erik Erikson, el
biólogo Aldous Huxley y muchos otros. Sin embargo, el centro de
atracción era casi siempre el locuaz, ingenioso y magnético Dr. Murray.
El
trabajo en la clínica era insólito. Murray insuflaba en sus
colaboradores un espíritu de descubrimiento y aventura que no se
encontraba circunscripto en las fronteras de escuela psicológica alguna,
ni freudiana ni junguiana. El director impulsaba un amplio eclecticismo
y un ámbito multidisciplinario donde tenía cabida la antropología, la
mitología, las ciencias médicas y especialmente la literatura, como
sustantivas vertientes que contribuían al estudio de la personalidad.
Murray
creía que la verdadera naturaleza humana no se encontraba en la
superficie corporal ni en el ámbito conciente sino en los rincones más
oscuros y reservados de la psiquis. Para desvelar esas claves de la
personalidad debía explorar las fantasías, ensoñaciones y deseos más
íntimos.
Diseñó
varios tests para desarrollar esos estudios en la clínica. Entre ellos
una prueba de asociación de palabras que adoptó de Jung, un test de
ensoñaciones musicales, otro de composiciones literarias y uno de
evocación mediante aromas y perfumes. Sus sujetos eran unas cuantas
docenas de los más destacados estudiantes de Harvard. Solamente uno de
estos tests subsistió y se transformó en la herramienta de elección para
la exploración de la psiquis: el Test de Apercepción Temática (TAT).
A
pesar de su nombre, esta prueba proyectiva no trata de la percepción.
Para Harry y Christiana, la “apercepción” aludía a las fantasías e
invenciones intrapsíquicas que poco tenían que ver con los estímulos
externos. Siguiendo a quien había sido profesor en Harvard, George
Santayana [5], consideraban que la imaginación es más importante que la percepción.
Christiana
se había transformado en la más estrecha colaboradora en la clínica, en
todo sentido. Analizaba pacientes (fue una psicoanalista espontánea) y
animaba las tertulias intelectuales. Testimonios de época la recuerdan
como una hermosa dama, generalmente vestida de rojo, que lucía un
impresionante despliegue de joyería oriental y era “la señora de la
Clínica”.
Un test producto de la pasión. El
amor y la psicología unían estrechamente a Harry y Christiana. Una de
las cumbres de esa relación está ligada al momento cuando, en la década
de 1930, empezaron a elaborar el TAT. Para ello, con la colaboración de
otros miembros del equipo de la clínica, se dedicaron a recortar
ilustraciones (fotos y dibujos) de docenas de revistas femeninas y de
todo tipo, así como de periódicos.
En
poco tiempo seleccionaron más de dos mil imágenes que fueron
presentando a colegas, estudiantes e incluso a los hijos de ambos y
otros familiares. El objetivo era evaluar la capacidad de evocar
historias y relatos a través de los cuales pretendían estudiar el
inconsciente.
Murray
y su equipo habían definido las características que estimaban ideales,
(las condiciones dramáticas) para obtener los mejores resultados
evocativos. Cada lámina debía tener una figura con la cual el examinado
pudiera identificarse (el héroe). Asimismo debía abordar algunos de los
dilemas humanos más identificables (el tema), al tiempo que la
ilustración tenía que ser ambigua, borrosa, esfumada para dejar campo
libre a las interpretaciones de los examinados (la proyección de
contenidos profundos).
Después
de un tiempo habían reducido la enorme pila de recortes a 31 de ellos.
Christiana, que era una hábil dibujante, se encargó de introducir los
esfumados, retocar las imágenes y montar cada una en cartón. Solamente
una de las láminas era un esbozo tomado directamente de la realidad en
lugar de provenir de un recorte. Presenta a un hombre acostado, en
posición supina, en un camastro con otra figura masculina de pie a su
lado. Un estudiante posó para Christiana.
Para
la primera y reconocida lámina, que muestra un niño contemplando un
violín apoyado en su regazo, habría servido como base una foto del
famoso Yehudi Menuhin, que entonces era un niño prodigio. Una de las
láminas era el colmo de la ambigüedad porque estaba completamente en
blanco.
A
cada examinado se le presentaban 20 de las 31 láminas, seleccionadas de
acuerdo con su sexo, edad y otros factores, y la consigna era: “le voy a
mostrar una serie de láminas, una por una, y su tarea será producir una
historia tan dramática como pueda en cada caso. Dígame como se ha
llegado a la situación que allí se ve, describa lo que está sucediendo
en ese momento, lo que los personajes están sintiendo y pensando, y cuál
será el desenlace”.
Cada
lámina buscaba evocar determinadas fantasías. El examinador anotaba las
respuestas pero no las comparaba con norma estadística alguna
(“respuestas normales”) sino que analizaba el relato para identificar el
tema, los personajes y la trama. La cantidad de respuestas no era
importante, porque se privilegiaba una buena historia y el análisis
impresionista de la misma, en lugar de las múltiples respuestas que se
buscaban en las manchas de tinta del Rorschach.
La psicología aplicada. El TAT no fue un éxito inmediato ni mucho menos. Apareció por primera vez, en 1935, en Archives of Neurology and Psychiatry, después
de haber sido rechazado en otra prestigiosa revista científica. La
editorial de la Universidad de Harvard recién publicó el TAT en 1943 y
de este modo resultó ser el primer test proyectivo publicado en los
Estados Unidos.
Terminada
la Segunda Guerra Mundial el TAT consiguió extenderse a muchos países.
Su éxito se debe al respaldo que le dio la “hipótesis proyectiva”,
publicada por Lawrence Frank en 1939.[6]
Fue Frank quien acuñó el término “tests proyectivos” pero aunque el nombre fue una trovata
afortunada, la verdadera explicación para el éxito de las pruebas
proyectivas y del TAT en particular, hay que buscarla en su utilización
de conceptos tomados del psicoanálisis, cuya momento de mayor expansión
mundial se registró precisamente entre 1940 y 1960.
La
relación entre los tests proyectivos y el psicoanálisis, en cualquiera
de sus variantes, siempre fue muy laxa. Los primeros se beneficiaron del
prestigio del segundo. Murray como los practicantes del Rorschach
tomaron conceptos de la teoría psicoanalítica pero nunca se
comprometieron en sus debates ni se alinearon en corriente alguna.
Sigmund Freud nunca aplicó tests y rechazaba su uso.
En todo caso, la periodista y antigua editora de Psychology Today, Annie Murphy Paul[7],
sostiene que cuando Murray le mostró el TAT a S. Freud no obtuvo su
endoso sino apenas la afirmación de que al menos no resultaría dañino.
Uno
de los principios del TAT era precisamente que no somos lo que
parecemos. Según Murray, las pautas de la imaginación y las pautas de la
conducta pública de las personas no se relacionan por su acuerdo sino
por su contraste y el propio autor era un ejemplo viviente de ello
porque mantenía una singular doble vida.
En
1936 se presentaba, al mismo tiempo, como el patricio profesor que
vivía en Cambridge junto a su devota esposa y a su amada hija y por otro
lado se lo encontraba cotidianamente en una torre que había construido,
a semejanza de la de Jung, vistiendo ropas hindúes y azotando a
Christiana antes de mantener relaciones. Esos juegos sexuales eran la
materialización de sus fantasías más profundas y Murray sostenía que
muchas personas no se animarían a ir tan lejos.
El
supuesto poder de las pruebas proyectivas para revelar las
profundidades de la psiquis junto con la liviandad con que se solían
administrar transitaba por dilemas éticos que aquellos psicólogos tenían
grandes dificultades para afrontar. Al desarrollar sus investigaciones
en la Clínica de Harvard, Murray demostraba su peculiar concepción de la
práctica científica y sus ideas condescendientes que propiciaban el
secretismo.
Los
jóvenes participantes en sus actividades debían ser engañados porque
consideraba que no debían ser informados acerca de los verdaderos
propósitos del test. Había que darles una explicación aceptable pero
ficticia; por ejemplo que el TAT era una herramienta para evaluar la
inteligencia o la creatividad.
Las
personas que se sometían al TAT en su clínica eran grabadas con
micrófonos ocultos y observadas, a escondidas, a través de vidrios de
visión unilateral. La exploración de las profundidades no era cosa que
se debiera explicar a los legos. El desprecio al consentimiento
informado era absoluto.
Maestro de espías. Con
la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, en 1941,
la época de oro de la clínica/cenáculo y sus lujos anfitriónicos se
terminó. Henry Murray aspiraba a incorporarse a la lucha y se transformó
en psicólogo militar.
Todavía
en Harvard, empezó a escribir sobre técnicas para seleccionar oficiales
para las fuerzas armadas y a juntar ilustraciones para una versión
militar del TAT que nunca concretó.
A
pedido del Gobierno preparó un perfil de Adolf Hitler, que solo se
conoció tras ser desclasificado en 1976. Se trata de una pieza bastante
fantasiosa, una payada sobre los conflictos con las figuras paterna y
materna, que, por ejemplo, carecía de la seriedad y el humor que Charles
Chaplin había puesto en su filme de 1940 “El Gran Dictador”.
En
1943, Murray se trasladó a un campo secreto, la Estación S (cerca de
Washington), y después a Gran Bretaña para hacerse cargo de una misión
supersecreta en la OSS, la oficina de servicios estratégicos que después
se transformaría en la CIA (Agencia Central de Inteligencia de los
EUA).
El
hombre que se había dedicado durante décadas a explorar los aspectos
más reservados de la psiquis ahora se aplicaría con pasión a la
selección y entrenamiento de espías.
Era
una tarea compleja. Murray y su equipo debían actuar rápidamente y sin
fallas para enviar saboteadores y comandos para actuar en la Europa
ocupada por los nazis y también en Asia contra los japoneses, formar
agitadores y especialistas para acciones de desmoralización, propaganda y
espionaje en la retaguardia del enemigo y reclutar nuevos espías.
El
trabajo también requería preparar a hombres y mujeres para resistir la
tortura y eventualmente para aplicarla, para desarrollar interrogatorios
y para actuar en situaciones extremas.
Murray diseñó varios tests para evaluar aspirantes y dirigió la instalación de campos de entrenamiento en Gran Bretaña[8],
China e India. Más de cinco mil hombres pasaron por esos campos.
Terminada la guerra volvió a Harvard, condecorado, con el grado de
teniente coronel y convencido de haber hecho una contribución sustantiva
a la victoria.
Sin
embargo, debido a las características encubiertas de sus pupilos, nunca
fue posible evaluar la validez y fiabilidad de sus técnicas. Algunos
críticos incluso señalaron que toda la operación había sido un fiasco,
en tanto la dureza de la guerra había probado ser un eficiente proceso
de selección, muy superior a los “juegos psicológicos” del autor del
TAT.[9]
En
1948, Murray publicó un libro acerca de sus experiencias bélicas sobre
“evaluación de hombres” y de ese modo, a través de algunos epígonos, se
transformó en el progenitor de los centros de evaluación que empezaron a
adoptar las grandes corporaciones estadounidenses para seleccionar sus
recursos humanos, empezando por el gigante de las comunicaciones, la ATT
(American Telephone and Telegraph). Los centros de evaluación son, en
esencia, versiones civiles de los campos secretos de entrenamiento que
montó Murray.
Reiterado maestro de torturas.
Entre 1959 y 1962, Henry Murray participó activamente de la Operación o
Proyecto MK Ultra de la CIA durante la Guerra Fría. Se trataba de un
conjunto de más de 150 proyectos de investigación que promovieron los
servicios de inteligencia de los EUA en torno al control de la mente. El
MK Ultra salió a la luz a raíz del funcionamiento de una comisión
investigadora, en 1975.
A
mediados de la década de 1960, el director de la CIA resolvió cancelar
la operación MK Ultra que había costado muchos millones de dólares y
en 1973, el director Richard Helms ordenó destruir todos los archivos
relativos a la misma. Por esa razón la información es fragmentaria, pero
se sabe que en muchos proyectos puntuales se promovía el uso de drogas,
radiación y el perfeccionamiento de los sistemas de interrogatorio y
tortura de prisioneros.
Henry
Murray, en su carácter de investigador principal de la Universidad de
Harvard, dirigió los experimentos patrocinados por la CIA desde
setiembre de 1959 hasta marzo de 1962. Uno de los que llevó a cabo con
financiación de la Marina de los EUA fueron experimentos sobre
producción de estrés en los que recurrió a brutales “técnicas de
interrogatorio”.
Entre
los estudiantes de Harvard que, como era habitual, se sometieron a esos
experimentos, varios sufrieron secuelas permanentes. El ejemplo más
conocido y a la vez el que ha permitido reunir testimonios serios sobre
los experimentos psicológicos de Murray es el de Theodore Kaczinsky,
convertido en un terrorista conocido como Unabomber[10].
Al
terminar su participación en los proyectos de la CIA, en 1962, Murray
se jubiló y fue designado Profesor Emérito de Harvard. Además recibió
los más altos reconocimientos de la Asociación Psicológica Americana.
Su
vida de millonario retirado lo condujo a pasar largas temporadas en su
mansión caribeña de las Islas Vírgenes junto con Christiana[11].
La musa de Murray estaba mental y físicamente deteriorada a
consecuencia del alcoholismo y mientras él dormitaba en la playa bajo la
sombrilla, ella se ahogó en lo que se ha considerado un suicidio. Esto
sucedió el 14 de marzo de 1967. Él la sobrevivió durante 21 años y
falleció tranquilamente en 1988, pocas semanas después de cumplir
95 años.
[1] Lilienfeld, Scott O. (1999): Projective measures of personality and psychopathology: how well do they work?; en: Skeptical Inquirer, Set.-Oct. 1999. Acceder en www.csicop.org/si/
[2] Balicco, Christian (2002): Les Méthodes d'évaluation en ressources humaines : La Fin des marchands de certitude, París, Editions d’Organisation.
[3] Britos, F. (2014) “Pruebas psicolaborales, pseudociencia y manipulación (Recordando a Bertram R. Forer)”, en: Ética y psicopatología del trabajo – http://fernandobritosv.blogspot.com/
[4] Jung clasificó a las personas en ocho tipos primarios. Propuso la existencia de cuatro funciones principales de conciencia, dos de ellas funciones perceptivas o irracionales: sensación e intuición, y las otras dos funciones juzgadoras o racionales: pensamiento y sentimiento. Las funciones son modificadas por dos actitudes principales: introversión y extraversión. De la combinación de las cuatro funciones y las dos actitudes propuestas surgen ocho tipos psicológicos básicos, cada uno con características de personalidad diferentes.
[5] Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido como George Santayana (Madrid, 1863‑Roma, 1952) fue un filósofo pragmatista, ensayista, poeta y novelista. Aunque era español, Santayana se formó en Estados Unidos (en Boston como Christiana) y enseñó en la Universidad de Harvard. A los 48 años heredó la fortuna de su madre, se fue a Europa y nunca más volvió a los EUA. Escribió sus obras en inglés y es considerado un hombre de letras estadounidense. Su cita más recordada es “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”, de La razón en el sentido común, que es el primero de los cinco volúmenes de su obra La vida de la razón.
[6] Lawrence (Larry) K. Frank (1890–1968) fue un científico social, administrador y especialista en educación estadounidense que produjo el artículo “Projective Methods for the Study of Personality”, aparecido en The Journal of Psychology: Interdisciplinary and Applied; Vol. 8, >Nº 2, 1939.
[8] Durante sus actividades en Gran Bretaña, Murray trabó contacto y amistad con un colega británico, Herbert Phillipson, que se convirtió en el principal divulgador del TAT en su país y que le emuló desarrollando, en 1955, su propio test proyectivo, el Test de Relaciones Objetales (TRO), en el que “adoptó” conceptos de la teoría homónima desarrollada por los psicoanalistas británicos Melanie Klein y Ronald Fairbairn.
[9] Los servicios de psicología y selección de oficiales, en las tres ramas de las fuerzas armadas alemanas, fueron desmantelados a principios de 1942, con el argumento de que el desempeño en los distintos frentes de guerra era factor empírico de selección más eficiente que las técnicas psicológicas que aquellos servicios aplicaban.
[10] Theodore John Kaczynski (nacido en Chicago en 1942 y conocido con el sobrenombre de Unabomber) es un filósofo, matemático y neoludita estadounidense que enviaba cartas explosivas como protesta contra la sociedad tecnológica. Fue condenado a prisión perpetua y permanece en un establecimiento de alta seguridad. En 1971 se había mudado a una cabaña sin luz ni agua corriente en la zona más agreste de Montana, donde empezó a practicar técnicas de supervivencia y autosuficiencia. Entre 1978 y 1995, envió 16 bombas a universidades y aerolíneas, que mataron a 3 personas e hirieron a otras 23. Kaczynski había sido un estudiante precoz y muy brillante que fue admitido en Harvard a los 16 años. Entre 1959 y 1962 participó en los “estudios” dirigidos por Murray.A los estudiantes se les decía que debían discutir sobre filosofía con sus compañeros pero en realidad, estaban siendo sometidos a una prueba de estrés, que consistía en un ataque psicológico prolongado y desestabilizador. Durante la prueba permanecían atados a una silla y conectados a electrodos que les monitorizaban mientras les encandilaban con luces deslumbrantes. Como lo venía practicando Murray desde hacía décadas en la clínica, los interrogatorios eran espiados a través de vidrios de visión unilateral y todo era filmado y grabado en audio. Después de estas sesiones de tortura se producían otras en las que se les hacía revivir la ira y la impotencia ante el abuso mediante la reproducción repetida de sus palabras. Se dice que las grabaciones de Kaczynski sugieren que era emocionalmente estable cuando comenzó el estudio. Sus abogados atribuyeron su odio al control mental a las secuelas que le dejaron las técnicas de Murray.
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