martes, 6 de octubre de 2015

En la Suprema Corte de Justicia

El irresistible ascenso de la doctora

Cocinando en olla a presión – Una nueva negociación oscura, ignota y tortuosa acaba de conocerse. Tres destacadas senadoras de la República han negociado con las curias de poder de los partidos políticos para que dos mujeres, dos veteranas juristas, lleguen al pináculo del Poder Judicial: la Suprema Corte de Justicia (SCJ). Como en todas estas negociaciones, el resultado puede ser muy opinable pero, sobre todo, resulta sorprendente para el común de los ciudadanos que desde el llano contemplamos el fruto de uno de los procesos más lamentables y antidemocráticos que existen en nuestro país.

Siempre se puede renegar contra las mediatizaciones y las asimetrías de la democracia representativa pero para dos de los poderes estatales clásicos, el ejecutivo y el legislativo, hay algunas conexiones con la democracia directa. En la medida en que se cultive la buena memoria y el espíritu crítico puede haber revancha. En el caso de los máximos cargos del Poder Judicial no hay tu tía.
Ungidos los personajes por el voto negociado en el parlamento, a llorar al cuartito. Aun se puede esperar a que llegue la edad de retiro obligatorio (los 70 años) que es un consuelo para que alguno de esos personajes vuelvan a la oscuridad de la que salieron.

Algunas veces su ascenso ha de ser el resultado de sus propios y valiosos méritos (méritos que generalmente nosotros, el vulgo, desconocemos) pero muchas veces se trata de partos de los montes que se han producido entre forcejeos, intercambios y conciliábulos.

Ahora volvamos a este último negocio. Después de la sorpresa caemos en la cuenta de que el resultado tampoco es parejo. Es muy bueno que se incorporen dos mujeres a la SCJ. ¿Qué duda cabe? Sin embargo, como la incorporación depende de la secuencia en que los setentones van dejando tibio el sillón del Palacio Piria para disfrutar de sus jugosas jubilaciones de privilegio (para ellos no hay topes y se jubilan como si hubieran ejercido la abogacía a todo dar, cosa que los juristas tienen especialmente vedado), las incorporaciones serán graduales.

La primera ya se produjo con la ascensión de la Dra. María Elena Martínez de Pasquet (que ocupará el sitial por tres años y medio antes de alcanzar la edad de retiro). Los conocedores del medio jurídico y de su desempeño como magistrada coinciden en una valoración muy pobre de su capacidad y muy rica en episodios técnicamente cuestionados. Según se dice, era la candidata de los partidos de la oposición y su ascenso habría sido la condición para obtener los votos y la mayoría especial para la candidata patrocinada por las senadoras oficialistas Lucía Topolansky, Mónica Xavier y Constanza Moreira.

En los corredores del Palacio Legislativo se dice que la aceptación de una integrante de la SCJ menos que mediocre es considerada un éxito, en la medida en que permite el ascenso de una jurista brillante, estudiosa y de gran prestigio académico cuya especialización en el derecho de género y en derechos humanos es considerada esencial para refrescar el denso ambiente conservador y reticente ante la violencia doméstica que tiende a primar en la cúpula judicial.
De este modo se pactó un ascenso escalonado. Vaya a saber porqué la candidata oficialista, que es dos años y medio mayor que la de la oposición, no ingresó primero sino que irá ahora el Tribunal de lo Contencioso Administrativo y cuando se produzca la próxima vacante, el año que viene, llegará a la SCJ para desempeñarse allí hasta el 2018 en que alcanzará la edad de retiro.

Todos tenemos un pasado – Hasta ahí todo bien pero resulta que la Dra. Alicia Castro Rivera tiene un pasado. Alguien dijo, hace un par de siglos, que el pasado es como el extremo distal del intestino grueso: todo el mundo tiene uno. Por ende no debería llamarnos la atención que la Dra. Castro Rivera haya cometido errores de juventud, hace cuarenta años, en su carácter de secretaria de un Decano interventor de la Facultad de Derecho, durante la dictadura cívico-militar.

La candidata reconoce que le resulta “dificultoso” hablar de ese periodo y de los errores que cometió pero niega haber desempeñado un papel tan activo y tan negativo como el que recuerdan algunas de sus víctimas y testigos de la época (ver Brecha del 2/1015, pp. 8 y 9). De lo que no cabe duda es que la Dra. Alicia Castro aprendió mucho de esa mala experiencia y para decirlo de algún modo pudo reciclarse y “volverse buena” hasta alcanzar con toda justicia el reconocimiento que tiene arrobadas a las organizaciones feministas y de derechos humanos que ven en ella a la campeona que necesita esa causa nacional en la SCJ.

La Dra. Castro Rivera no necesita disculpa alguna desde el momento en que el balance de sus antecedentes y carrera arroja un saldo netamente positivo y con grandes proyecciones a futuro. De todo modos, el suyo es un caso que merece ser considerado con algún detenimiento porque la evaluación que hicieron las tres senadoras que la patrocinan ha quedado tras las bambalinas y no puede despacharse con la liviandad con que se expresa al respecto la Dra. Mónica Xavier (en Brecha, p.8) “Sabemos que trabajó en el ámbito de la Universidad durante algún tiempo de la dictadura pero nos cercioramos de ese punto. Es un antecedente que más de un profesional puede llegar a tener, lamentablemente por el tiempo que nos tocó vivir”.

Lo que bien podrían explicar estas senadoras de la República es como se cercioraron “de ese punto”. Es de suponer que le preguntaron a la interesada y ya sabemos que su respuesta fue la de jugar al achique: “fue un error” pero aprendió mucho, vio cosas que no le gustaron y se apartó (ya veremos cómo).
La respuesta de la Dra. Castro que acabamos de sintetizar es idéntica a la de cientos de personas que pasaron por situaciones parecidas, cometieron errores, se arrepintieron y cambiaron. También es lógico que tiendan a quitarle importancia a una actuación que ellos mismos consideran vergonzosa. Nadie la va a estigmatizar por eso.

En cambio, estas distinguidas senadoras que se “cercioraron” de ese pasado y dieron las indulgencias del caso no tienen disculpa. Parece que no han preguntado a quienes vivieron efectivamente “esos tiempos que nos tocó vivir” y, lo que es peor, si preguntaron y recibieron denuncias como las que ahora se publican en la prensa, las menospreciaron en una forma que parece indigna y en todo caso incompatible con los antecedentes y la capacidad política de cada una de ellas.

Seguro es que “más de un profesional puede llegar a tener antecedentes” semejantes pero esto no es como para trivializar el asunto. Muchos docentes y no docentes de la Universidad fueron destituidos, perseguidos, encarcelados, desterrados y sufrieron penurias sin cuento por la acción de los agentes civiles de la dictadura y de sus colaboradores. Está claro que la responsabilidad no es la misma en el caso del infame ministro Edmundo Narancio – fascista, resentido, implacable perseguidor de sabios venerables como el Dr. Eugenio Petit Muñoz y de cientos de modestos y anónimos docentes y funcionarios – que la de la secretaria de confianza de un decano interventor, el oscuro ejecutor Luis Sayagués Laso.

Ella escapó del oprobio y se recicló – Así que dejemos de hacernos trampas en este juego colectivo que tanto tiene que ver con la memoria y por ende con el presente y con el futuro. Por suerte la Dra. Castro Rivera pudo apartarse de ese enchastre en que estuvo y, sobre todo, pudo reciclarse y seguir su brillante carrera adoptando una postura favorable a los mejores intereses de la sociedad.
Ella vivió directamente la política de la dictadura, la violencia, la persecución, y aunque no fueran las manifestaciones más duras del terrorismo de Estado es indudable que su experiencia directa, cercana o como quiera que la denomine, sirvió para que pateara en el fondo y nadara hacia la superficie. En buena hora. Otros como su antiguo jefe no pudieron o no quisieron hacerlo y se hundieron en la ignominia para siempre.

La Dra. Alicia es una mujer inteligente y valiosa. Se merece cada átomo de la buena reputación que se ha ganado en la judicatura y en la academia. Ella tiene su propia explicación acerca de la evolución que hizo y tal vez sea absolutamente justa pero es posible que con los mismos elementos se pueda intentar otra explicación sobre ese pasado que, como se ha dicho, todos tenemos y que por eso mismo admite, para no decir exige, múltiples interpretaciones confrontadas.

El papel de la masonería – Para la Dra. Castro, el esclarecimiento teórico parece provenir de la reflexión, de la filosofía del derecho, pero muchos creemos que el esclarecimiento proviene, sobre todo, de la praxis, de toda la praxis, y no de aquellos episodios que, en la construcción o deconstrucción de nuestro propio pasado, los humanos solemos considerar como rescatables. La falacia de confirmación acecha al pensamiento científico con la tentación de la ubris, que hace a un lado o diluye los fenómenos que no sirven a la confirmación deseada.

Hay que decir que la visión o explicación que la Dra. Alicia expresa sobre el periodo 1975 – 1977 cuando fue la actora de confianza del interventor de la Facultad Derecho debe admitir otras versiones. Por ejemplo, no cabe duda de que su destacada trayectoria estudiantil pesó para que fuera escogida como secretaria de aquel oscuro interventor. La Dra. Castro había recibido su título, con altas calificaciones a los 26 años recién cumplidos, en 1973, cosa que sus coetáneos consideran una hazaña ejemplar e irrepetible.

Cuando la dictadura arremete contra la Universidad (la intervención data del 27 de octubre de 1973), el ministro Narancio, que asume como Rector interventor designó sucesivamente a Raúl Abraham y a Valentín Sánchez como interventores de la Facultad de Derecho. Se trataba de sujetos manejables por Narancio, brutales pero de pocas luces. Cada uno de ellos duró pocos meses y provocó el rechazo creciente de lo que la Dra. Castro llama el “consejo asesor”. Este era un grupo de catedráticos masones, presuntamente “neutrales” ante la intervención pero dispuestos a colaborar con ella a condición de que la represión se dirigiese contra los izquierdistas.

La masonería se había consolidado en la Facultad de Derecho aún antes del decanato del Hermano Saúl Cestau (grado 33) y los “asesores” pretendían “reformar” la Facultad aunque en realidad deseaban conservar y aumentar su control sobre la misma. Dicho sea de paso el predominio de la masonería en ese ámbito es la explicación del peso que la secta actualmente mantiene en las cumbres de la jurisprudencia, la judicatura y el foro.

Los primeros peones de Narancio eran torpes fascistas vengativos como él mismo y se dieron de bruces contra el oficioso “consejo asesor” que operaba como un gobierno en la sombra. Habían arrinconado a sus opositores del Opus Dei y la jerarquía católica y cuando se produjo el golpe de Estado y la posterior intervención de la Universidad comprobaron, seguramente con sorpresa, que la dictadura cívico-militar, con un fanático confesional y ultramontano como Bordaberry los había incluido entre los enemigos a barrer de la Universidad (extirpar a comunistas y masones).

 Entre estos viejos operadores de la masonería se contaban dos personajes, dos escribanos con gran peso jerárquico en la secta, con trayectoria universitaria como integrantes del Consejo de la Facultad por largos periodos pues pertenecían al séquito del Hermano Saúl Cestau. Se trataba del Esc. Luis Castro y del Esc. Jorge Rivera, respectivamente padre y tío carnal de Alicia Castro Rivera.

Cuando los peones de Narancio (Abraham primero y enseguida Sánchez) arremetieron contra la masonería se toparon con el horcón del medio. Los viejos pelucones que estaban prestos a colaborar con la intervención para “reformular” la Facultad a su gusto no estaban dispuestos a dejarse echar así nomás y amenazaron con renuncias masivas que sumadas al tendal de destituciones que había sufrido la izquierda hubieran causado el colapso de la casa.

Así que Narancio (del que se dice que además de fascista era masón) resolvió recular y permitir que la masonería propusiese un candidato a Decano interventor más potable. De esa negociación surgió “el hermano oscuro”, el masón Luis Sayagués Laso. A este ignoto personaje, menor en edad y microscópico en jerarquía académica, en relación a su hermano mayor, el famoso administrativista Enrique (asesinado en 1965) se le habría propuesto o impuesto por parte del padre y el tío, una mano derecha de total confianza, la brillante estudiante y flamante profesional Alicia Castro Rivera.

Sus compañeros de estudios y correrías estudiantiles, sus amoríos juveniles y amistades, se habían desarrollado con jóvenes frenteamplistas pero ella había sido una cómoda espectadora de las luchas estudiantiles, nunca militó, y tampoco había pertenecido a la masonería en aquel entonces (la apertura de la secta hacia las mujeres fue veinte años después). Como cualquier profesional joven quería poner a prueba trabajando la formación que había adquirido. En 1975 se tenía fe y aunque no tenía necesidades económicas el patrocinio paterno y avuncular hicieron que aceptara de inmediato el trabajo que el nuevo Decano interventor le “ofrecía”.

Pecados capitales, pecados veniales, omisiones, olvidos – A pesar de los esfuerzos para ocultar el pasado o trasvestirlo que realizan todos los días decenas de operadores políticos y especialmente en los medios de comunicación, el pasado está tan encadenado con el presente y el futuro que tozudamente vuelve, una y otra vez, no necesariamente como rememoración sino como sinceramiento de las construcciones que sobre él se han hecho.

Cuando se considera el periodo de la dictadura cívico-militar (1973-1985) se agitan distintos visiones ideológicas y se desencadenan interpretaciones sobre esos años que afectan, de un modo u otro, el pasado que todos nos hemos construido, en forma ingenua y desprevenida o calculadora deliberada. Así se agitan desde “los dos demonios”, a la “existencia de una guerra” y sus “excesos”, el retorno de traidores y el deceso de criminales que son finalmente alcanzados por su conciencia torturada.

Todos los grandes traumatismos sociales desatan mecanismos de defensa diversos a nivel individual y colectivo: represiones y regresiones, negaciones, desplazamientos, etc. Mecanismos cuya función es proteger la integridad de la psiquis del desborde angustiante de los recuerdos y de sus secuelas que, sin exagerar un ápice, se ha comprobado que trascienden por generaciones. Aunque se pretenda una gigantesca operación de borrado, blanqueo, trivialización del pasado, se sabe que efectos diferidos de lo vivido illo tempore se reflejará en nuestros hijos, nuestros nietos y tal vez más allá.

Estos fenómenos no son buenos o malos per se, en abstracto. Se producen y no hay voluntad humana capaz de contenerlos o desviarlos eternamente. Los hechos son porfiados. El pasado se reconstruye porque es la argamasa inevitable del futuro, no solo individual, no solo familiar sino de la especie humana.

En la cuna africana de la humanidad se descubren ancestros homínidos de hace dos o tres millones de años; en España se sigue descubriendo fosas comunes con los restos de los asesinados durante y después de la Guerra Civil hace más de 70 años; en Uruguay un valiente grupo de mujeres consigue denunciar las violaciones y vejámenes a que fueron sometidas hace 40 años y más; muertos vivientes como Amodio o Guldenzoph recuperan el habla.

¿Por qué ahora?_ Porque se trata de un proceso continuo, a veces subterráneo o silencioso pero continúo de construcción/deconstrucción del pasado que es imprescindible para el desarrollo cambiante de la vida. Por otra parte, existe una especie de economía casi indescifrable de la memoria individual y colectiva.
Hablar de la dictadura cívico-militar supone a veces poner el recuerdo, aún imperfecto, en la parte militar del término. Esto supone relegar en cierta forma a los civiles, cientos, tal vez miles, que colaboraron activamente con la dictadura. Algo parecido pasa con los crímenes del terrorismo de Estado casi limitados a las desapariciones, las muertes, las torturas.

Está muy bien concentrarse en eso porque las impunidades prolongadas muchas veces hacen que los culpables desparezcan sin ser juzgados y esto priva a la sociedad del mayor valor involucrado en esos juicios: el saneamiento del futuro. Sin embargo no se puede olvidar que hubo miles de delitos nunca juzgados y mucho menos reparados: persecuciones, latrocinios, penurias y enfermedades inducidas o mal tratadas, autopsias y diagnósticos mentirosos, balances fraguados, negocios fraudulentos, estafas, abusos de todo tipo.

Los adalides de un perdón sin justicia, del olvido, del dar vuelta la página y otros tropos similares libran un combate permanente pero de retaguardia. Es decir, en retirada y cuando aparecen evidencias incontrovertibles ceden a algunos de los responsables más notorios y esto permite que muchos otros culpables escurran el bulto.

Durante los doce años del nazismo (1933-1945) se estima que más de 60.000 hombres y mujeres se desempeñaron como operadores en los campos de concentración y de exterminio, la mayoría de los cuales eran de las SS y aunque la pertenencia a esa organización criminal ya habilitaba a ser juzgado, solamente 630 de estos sujetos fueron sometidos a los tribunales hasta décadas después y únicamente un 8% fue condenado a muerte y ejecutado.


Esto significa que buena parte de los pecados capitales no son considerados, a veces por mucho tiempo; que pocos de los pecados veniales o menores son conocidos o juzgados y que las omisiones y olvidos muchas veces pasan desapercibidas para la sociedad lo que no quiere decir que no haya que considerar las malandanzas menores.

A veces ni siquiera es preciso reclamar justicia porque la conciencia de las personas es una voz que no suele acallarse fácilmente en los infiernos interiores que de un modo u otro resultan inextinguibles. A veces, afortunadamente, quienes tuvieron participación, por acción u omisión, en hechos que causaron perjuicio a otros seres son capaces de regenerarse, de asumir su pasado y superarlo, no por la vía de la negación, la fuga y el ocultamiento sino transformando el dolor y la culpa en fuerzas reconstituyentes. Es un proceso muy difícil y casi imposible de llevar a cabo sin ayuda de algún tipo pero muchas personas lo han logrado

Según parece la Dra. Alicia Castro Rivera sería una de estas personas que, habiendo sido una colaboradora de un Decano interventor a cargo de la despiadada intervención de la Universidad de la República, durante uno de los periodos más duros (1975 – 1977), pudo apartarse y tomar distancia mediante una conveniente beca de estudios en Francia. Ya de regreso podría haber entonado “Tout va tres bien Madame la Marquise” como le cantaban los franceses libres a los colaboracionistas de Vichy en 1943-44.

Se dedicó a la práctica profesional como abogada, en sociedad con una amiga suya pero el estudio no rendía lo esperado. Ambas ingresaron entonces en la judicatura. Para la Dra. Castro se trataría de una carrera rutilante que la ha conducido, sin cuestionamiento alguno, al punto en que ahora se encuentra. Paralelamente desarrolló una labor académica descollante como catedrática y autora.

¿Qué hacían los secretarios de los Decanos interventores? – Dice la Dra. Alicia Castro Rivera que ella no persiguió ni promovió la destitución de nadie. Es posible que eso sea cierto. Sin embargo todos los secretarios de los interventores, en la Facultad de Derecho y en todas las otras Facultades de la Universidad intervenida, que la precedieron y la sucedieron, si llevaron a cabo activamente las acciones de las que ahora la acusan a ella porque se trataba de una política, no de medidas aisladas o discrecionales de cada interventor.

La "declaración de fé democrática" fue uno de los recursos que aplicaron para destituir y/o encarcelar funcionarios en forma arbitraria y apenas solapada. Para eliminar a cientos de docentes, Narancio promovió la no renovación de sus cargos a partir del 31 de diciembre de 1973 sin expresión de motivos. La dictadura sabía que la Universidad le era masivamente contraria.

La intervención sobrevino porque pocas semanas antes se habían celebrado elecciones para las autoridades de todos los órdenes y las listas que apoyaban a la dictadura sufrieron una dura derrota, amplísima entre los estudiantes y muy significativa entre docentes y egresados. Por eso los servicios de inteligencia organizaron una provocación que costó la vida a un estudiante en la Facultad de Ingeniería y con esa excusa destituyeron y detuvieron a las autoridades legítimas y ocuparon militarmente todos los locales. A un número importante de docentes y funcionarios, cuyas listas habían sido elaboradas de antemano, se les impidió el acceso a los locales. A otros se les permitía asistir bajo una estrecha y ridícula vigilancia.

 Al destituir docentes por la vía de la no renovación tendieron a ocultar las destituciones pero no pudieron evitar que cátedras e institutos enteros emigraran al extranjero con todos sus integrantes. En cuanto a los funcionarios técnicos, administrativos y de servicios, se les planteaba otro problema. Estos no podían ser destituidos sin hacerles un sumario para probar su ineptitud, omisión o delito. Varias decenas de funcionarios estaban presos como producto de las razzias y detenciones que se habían dado durante la huelga general que durante 15 días mantuvo en jaque a la dictadura. Estos fueron destituidos rápidamente.

Sin embargo, las listas de indeseables elaboradas por los servicios de inteligencia, incluían a cientos de funcionarios con algún tipo de militancia o que eran considerados votantes de partidos de izquierda, también debían ser destituidos y para ello se desarrolló “la declaración de fé democrática”. Esta era una disposición latente de la dictadura de Terra, en 1933, que obligaba a los funcionarios públicos a declarar bajo juramento que no pertenecían, no habían pertenecido y no pertenecerían a las organizaciones ilegalizadas por el Poder Ejecutivo.

La no presentación perentoria de la declaración implicaba la destitución después de una farsa sumarial. Si alguien que tuviera algún tipo de anotación policial, recabada por los servicios de inteligencia, o como fruto de denuncias anónimas, incluyendo las que hacían los interventores, presentaba la declaración se le destituía por falsedad y eventualmente se le detenía por la policía.

Durante 1974 y 1975 cientos de funcionarios que se negaron a firmar la ilegítima declaración fueron sumariados y destituidos después de haberlos mantenido a medio sueldo desde el 27 de octubre de 1973. Muchos fueron presos y mantenidos sin proceso. Los expedientes de destitución se hacían en una Oficina de Sumarios integrada por un grupo de abogadillos fascistas que operaban en las Oficinas Centrales de la Universidad pero la entrega de los formularios de declaración jurada, la conminación para llenarlos y su recolección corrían por cuenta de los decanos interventores y específicamente de sus secretarios/as administrativos. Estos secretarios confeccionaban y entregaban las listas de los funcionarios que no habían entregado la declaración y se sabe de muchísimos casos en los que agregaban listas de funcionarios que debían ser sumariados porque se los consideraba gremialistas, no afectos a la intervención o poco dispuestos a colaborar.

No eran simples funciones administrativas sino que existía una política de intimidación, persecución y amenazas. La declaración de fe democrática era un recurso engañoso destinado a cubrir las apariencias pero al interior era un garrote que se esgrimía contra todos los funcionarios y se usaba para promover delaciones. Los interventores y sus secretarios administrativos estaban abroquelados en sus despachos instalados en tierra conquistada. Sabían que estudiantes, docentes y funcionarios les repudiaban. No había formalidad y respeto en el trato hacia los miembros de cada Facultad sino prepotencia, soberbia y temor.

Otra actividad generalizada era el suministro de datos de archivo y legajos personales a requerimiento de los S-2 (los servicios de inteligencia) de las distintas unidades de la Fuerzas Armadas. Todo tipo de datos personales, domicilios, composición familiar, historia laboral, liquidaciones de sueldos, etc. eran canalizados a demanda a través del Cnel. Larrauri.

Además de estas actividades, los interventores y sus secretarios administrativos se vieron involucrados en múltiples irregularidades que nunca fueron debidamente investigadas. Por ejemplo, el interventor de la Facultad de Arquitectura, Reclus Amenedo, derivó toneladas de materiales de construcción destinados a ampliación de salones para levantar una casa en un balneario de la Costa de Oro. Su actuación culminó, ya en democracia, cuando se presentó a reclamar el pago de casi diez años de licencias presuntamente no gozadas, aunque se sabía que el personaje desaparecía de la Facultad a mediados de diciembre y no volvía ni de visita sino hasta mediados de marzo o abril del año siguiente. Las autoridades legítimas dispusieron que se le pagara lo que reclamaba, de modo que en el año 1986/87 cobró, en una sola partida el equivalente de entonces a cinco o seis meses de sueldo como Decano (i).

El primer secretario administrativo que se instaló en Arquitectura acompañando a Amenedo era un integrante de las JUP (Juventudes Uruguayas de Pie) y redactor del semanario de Narancio, Azul y Blanco. Este individuo de unos 23 o 24 años de edad había ingresado al SODRE, como radiofonista, en 1972, adonde concurría haciendo ostentación de armas y era vigilante y soplón de un Jefe de Locutores de triste recordación en las radios oficiales, un tal Cammarota.
Este viejo provocador, temulento y agresivo, cuando se producía algún golpe represivo de las Fuerzas Conjuntas, antes de la dictadura – por ejemplo cuando cayó preso Raúl Sendic – hacía traer caña y grappa del bar ubicado en Andes y Mercedes y obligaba a cada uno de los funcionarios, locutores, operadores y administrativos presentes a brindar con él bebiéndose varias copas al tiempo que amenazaba a los renuentes con denunciarlos a Información e Inteligencia.
Su protegido, el joven jupista armado, apareció en Arquitectura junto con Amenedo e inmediatamente instauró su régimen de terror y amenazas. Además reunía un grupo de amigotes de su camarilla de jupistas y hacían francachelas en la Facultad.

Frecuentemente salía de excursión con amigos en una camioneta de la casa de estudios, hasta que en Rocha tuvo un accidente que dañó severamente el vehículo que volvió en camión transformado en chatarra. El colmo llegó cuando un rochense que había sido chocado por el secretario de Amenedo se presentó reclamando el pago de los daños para lo que esgrimía una nota-compromiso del funcionario. Esto fue demasiado, incluso para Narancio, y el secretario fue fulminantemente removido. Se dice que hasta al Esmaco habían llegado quejas sobre las festicholas y la conducta licenciosa y ambigua del sujeto.

Otras Facultades soportaron duplas similares. Humanidades y Ciencias, por ejemplo, recibió al malacólogo Klappenbach como decano interventor. Este era considerado un blando bueno para nada por el propio Narancio pero fue lo único que encontró para una Facultad sobre la que él había desencadenado especialmente su odio vengativo. Para compensar hizo acompañar al zoquete Klappenbach por un secretario salido literalmente de los sótanos de la vieja Facultad, un estudiante de Paleontología que hizo el trabajo sucio para el que no le daba la nafta al decano y además se llevó para su casa aparatos, libros y equipos cuya devolución no consta en lado alguno.

Seguramente la Dra. Alicia Castro Rivera se salvó de tanta degradación al apartarse de la intervención de la Universidad en 1977. Posiblemente haya llegado a enterarse de lo que sucedía con sus colegas en otras dependencias, como los citados, y tal vez eso le haya ayudado a hacer conciencia y tomar distancia. Así por lo menos tanta bajeza y canallería habrá servido a un buen fin y contribuido, a una vida de distancia, a comenzar la redención de una joven brillante e inteligente que ha llegado ahora a ser una jurista destacadísima y una académica sensible y sabia. Festejemos eso.
Por el Lic. Fernando Britos V.

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