EL GRAN TRAIDOR Y LOS HÉROES OLVIDADOS
El sesquicentenario de la infame Guerra de la Triple
Alianza obliga a mirarnos en el espejo oscuro de una sucia y lamentable
participación de la que se rescatan, caprichosamente, algunos detalles
para relegar u ocultar afrentas grandes. Otros clarines deben reclamar
atención sobre los héroes olvidados y empercudir los brillos mal
habidos.
Por Fernando Britos V.
Arrebatar
las banderas al enemigo para conservarlas como prenda de triunfo era un
viejo destino práctico de esos símbolos. Su devolución al vencido no
implica reparación pero es como un reconocimiento de la ilegitimidad de
los actos o por lo menos una señal de escozor o de su uso como prenda
política.
En
1885, el gobierno del dictador colorado coronel Máximo Santos devolvió
al Paraguay todas las banderas y pendones que la llamada División
Oriental había capturado durante su participación, veinte años antes, en
la Guerra de la Triple Alianza. La Argentina hizo lo propio pero siete
décadas después, en 1954, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón. El
Brasil no ha devuelto nada y los despojos permanecen como pobre trofeo
de los crímenes cometidos contra un pueblo hermano.
Cierta
historia de los acontecimientos bélicos, extasiada en detalles
tácticos, tiende a justificar mitos, construir algunos heroísmos y
esquivar el reconocimiento de otros, sesgar las memorias, ocultar las
consecuencias, inventar motivos y esconder responsabilidades mediante un
zoom back que diluye las sinrazones, tergiversa la
incompetencia, la ceguera y la crueldad de los jefes militares que
fueron los “jefes políticos” de una guerra de exterminio.
Los
antecedentes y el desarrollo de la guerra no pueden ser simplificados.
Los intereses que se coaligarían contra el Paraguay de los López pueden
ubicarse precisamente desde el fin de la Guerra Grande en nuestro
país (1852). Las ambiciones hegemónicas de las grandes potencias (el
gobierno imperial del Brasil y el gobierno unitario bonaerense), llenos
de problemas internos (el republicanismo farroupilha en el
norte y las convulsiones del federalismo en la otra orilla) encontraron
el patrocinio tutelar de los imperialismos europeos, Francia (aún
ocupada con la aventura de Napoléon III en México, 1862‑1866), y sobre
todo Inglaterra cuyos diplomáticos actuaron como articuladores de la
guerra.
Encontraron
en Venancio Flores (que un autor benigno calificó como “caudillo
trágico”) un protagonista valiente, alevoso, cruel, habilidoso y
decidido, que, como se decía de su amigo el caudillo entrerriano Justo
José de Urquiza, “era capaz de vender a la madre para ir a un baile de huérfanos”.
Apañado
por los unitarios mitristas y los brasileños que no ocultaban su
apetito Cisplatino y financiado por poderosos comerciantes porteños (las
6.000 onzas de oro como entrega inicial que le pusieron en su mano en
la víspera de su invasión de 1863 junto con cuentas abiertas e
inagotables para el futuro de la correría), Flores fue el promotor y
punta de lanza de la intervención oriental contra el Paraguay además de
un contribuyente sustantivo a los métodos de guerra, como veremos.
No
fue en vano que Carlos Real de Azúa, el destacado intelectual de origen
colorado y batllista, calificó a Venancio, en forma irrefutada, como el
mayor traidor de la historia uruguaya. “Aunque esto no se acostumbre a
escribirlo y hablando en términos estrictamente nacionales, al invadir,
asolar y ocupar el país con el apoyo decisivo de dos poderes externos
que nos recelaban y odiaban, Venancio Flores fue ‑y créase que uso la
palabra sin pizca de pasión‑ el mayor traidor de nuestra historia” (Real
de Azúa, Carlos, 1965, Las dos dimensiones de la defensa de Paysandú).
El camino de Asunción pasaría por la invasión de Flores y los imperiales brasileños al Uruguay, en 1863 y 1864, el asalto a la ciudad de Florida por las fuerzas de Flores, en agosto de 1864, y el sitio de Paysandú que culminaría el 2 de enero de 1865.
En
estos episodios preliminares se manifestaron como sistema dos métodos
bélicos característicamente floristas: la ejecución de los jefes
vencidos y el degüello de los heridos, por una parte, y la utilización
de los soldados prisioneros para que combatieran a sus antiguos
compañeros, después.
A
fines de julio de 1864, el sargento mayor Jacinto Párraga, un militar
que provenía de la Guardia Nacional, fue designado como jefe de la
guarnición de la villa de San Fernando de la Florida (hoy ciudad de
Florida).
Venancio
Flores deambulaba por la campaña. Su invasión y guerra civil,
autodenominada en forma oportunista como la “Cruzada Libertadora”, se
había iniciado simbólicamente el 19 de abril de 1863 y necesitaba
acciones más decididas para obtener la ocupación del país que había
pactado con los imperiales brasileños y los mitristas argentinos, en
Puntas del Rosario[1], para derribar al gobierno.
A
fines de julio el gubernamental Ejército del Sur había dejado en
Florida muchos pertrechos bélicos para perseguir a Flores y obligarlo a
una batalla decisiva. El caudillo invasor lanzó sus 2.000 hombres a un
golpe de mano y el 4 de agosto de 1864, por la mañana, atacó la villa
defendida por Párraga y 200 hombres. A pesar de la sorpresa, la
resistencia fue feroz y en la tarde los defensores sobrevivientes se
rindieron bajo promesa de que se respetaría su vida.
Se
dice que Flores, al enterarse que su hijo Venancio había muerto en el
combate, fue presa de furia homicida y ordenó el fusilamiento de los
jefes, pero tratándose de un personaje tan impulsivo como calculador el
dolor paternal no debería llevar a pensar que los crímenes en Florida
fueron una excepción de tipo homérico sino la regla del odio frío y la
crueldad con los vencidos como método guerrero.
Esos
métodos bélicos se ratificarían tres meses después durante el Sitio de
Paysandú, donde nuevamente, en una proporción de diez o doce a uno, los
atacantes comandados por Flores, con la artillería y la flota brasileña
de Tamandaré, machacarían la ciudad y sus defensores para culminar su
actuación asesinando a Leandro Gómez y sus compañeros una vez
capturados.
En
Paysandú hubo superioridad abrumadora de los asaltantes (“nos fusilan a
cañonazos”, diría uno de los defensores) pero no sorpresa como en
Florida. Los mil y pocos combatientes defendieron una ciudad abierta, no
fortificada, con una decisión que los cubrió de gloria para siempre.
Lucharon día y noche, a balazos, con cuchillos, garrotes o a cascotazos,
durante 30 días, casa por casa, patio a patio, piedra por piedra. Los
historiadores que sostienen que el primer combate de la guerra del
Paraguay librado en una ciudad fue el de Piribebuy[2] el 10 de agosto de 1869, se equivocan. Piribebuy fue el segundo, el primero se había librado en Paysandú casi cinco años antes.
Al
caer Paysandú en ruinas, el 2 de enero de 1865, el jefe de los
defensores, coronel Leandro Gómez, y varios de sus oficiales fueron
detenidos por el comandante brasileño Oliveira Bello. Cuando Francisco
Belén, miembro oriental de los asaltantes, pidió la custodia de los
prisioneros, el brasileño dio a Leandro Gómez la posibilidad de optar, y
éste contestó: "prefiero ser prisionero de mis conciudadanos antes que
de extranjeros", con lo cual selló su suerte.
Belén
felicitó a Gómez por su heroísmo y lo mantuvo preso junto a sus
compañeros en un galpón asegurándole que Venancio Flores en persona
vendría pronto a saludarlo. El que se presentó fue el general Gregorio
Suárez (a) Goyo Jeta, (a) Goyo Sangre, quien se negó a ver a los presos y
los hizo fusilar de inmediato en los fondos del comercio “El Ancla
Dorada”.
Se
dice que cuando Flores y Tamandaré se enteraron de las ejecuciones
montaron en cólera; pero esta versión parece más bien un gesto para la
galería como casi seguramente lo era la historia que contaba el antiguo
pulpero convertido en verdugo: el Goyo Jeta “explicaba” su odio homicida
porque “los blancos habían asesinado a su madre al incendiar su
rancho”.
Otro
procedimiento característico de la metodología florista era la
incorporación de soldados rasos capturados a sus propias filas para
emplearlos como carne de cañón al obligarlos a luchar contra sus
antiguos compañeros. Esto ya había pasado en Florida desde donde algunos
de estos desdichados fueron lanzados contra los defensores de Paysandú y
algunos de estos últimos habrían sido incorporados a la División
Oriental que se dirigió contra las columnas paraguayas que operaban en
Corrientes.
Antes,
el 20 de febrero de 1865, Flores entró triunfante en Montevideo,
cobrando así la parte que le correspondía por la traición pactada en
Puntas del Rosario al transformarse en “el Gobernador Provisorio”, cargo
que ocupó de facto por casi cuatro años. Nombró su gabinete y a poco
partió de vuelta hacia Concordia, donde el presidente argentino
Bartolomé Mitre, el jurado enemigo de Artigas, había establecido su
cuartel general como Comandante en Jefe de las fuerzas de tierra que se
dirigían contra el Paraguay.
Venancio
Flores llegó a Concordia con casi tres mil hombres, el 10 de julio
de 1865, y Mitre lo designó jefe de los ejércitos que participarían en
la Campaña de Corrientes. En tal carácter jugó importante papel en dos
acciones capitales: la batalla de Yatay y la toma de Uruguayana. Flores
salvó una situación compleja. Una semana antes de su llegada a
Concordia, los ejércitos que había reunido Urquiza para combatir a las
columnas paraguayas se habían disuelto (la desbandada en Basualdo) a
resultas de la negativa de la tropa y de los oficiales de pelear contra
ellas.
La
batalla de Yatay se libró el 17 de agosto de 1865 cerca de Paso de los
Libres, en la margen derecha del Río Uruguay. Fue un enfrentamiento muy
desigual entre una columna de 3.000 paraguayos comandados por Pedro
Duarte ‑aislados, con escasez de armas y municiones y totalmente
carentes de artillería‑ atacados por más de 10.000 hombres a las órdenes
de Flores.
Esta
batalla, como en cierto sentido la llamada Campaña de Corrientes en
general, es una interesante concatenación de errores y expresiones de
incompetencia militar en ambos bandos[3],
pero este análisis quedará para otra oportunidad porque lo que ahora
interesa es establecer qué pasó con los prisioneros después del combate.
Allí se manifestó nítidamente la responsabilidad y la iniciativa de
Flores en cuanto a sus métodos bélicos.
Al
final del día los paraguayos habían sido derrotados. Tuvieron 1.500
muertos y 300 heridos; 1.300 quedaron prisioneros de los vencedores. La
alta proporción de muertos paraguayos se debe a su enconada resistencia.
No debe olvidarse que los aliados practicaban un triaje muy especial:
degollar a los heridos que no eran capaces de tenerse en pie y caminar.
Los aliados habían sufrido 318 muertos y 220 heridos. La mayoría de las
bajas se registraron en la infantería oriental, particularmente en el
Batallón Florida.
Desde
el punto de vista militar, se trataba de la primera batalla campal de
proporciones y contacto sostenido. Antes hubo muchos combates que se
podían considerar más bien escaramuzas. Sin embargo, en Yatay, a pesar
del menosprecio manifestado por Flores y su jefe de Estado Mayor,
Gregorio Suárez, (a) Goyo Jeta, o los comentarios de León de Palleja,
que consideraban a los soldados paraguayos como bestias salvajes, brutos
al servicio de un tirano, etcétera, el hecho es que soldados y
oficiales guaraníes habían demostrado iniciativa, tenacidad, valor y
capacidad combativa que no tenían nada que envidiarle a los defensores
de Paysandú. Hasta Flores lo había reconocido al comentarle a Mitre: "no hay poder humano que los haga rendir y prefieren la muerte cierta antes que rendirse".
El
comandante paraguayo, el mayor Pedro Duarte, encabezó carga tras carga
de su caballería hasta que su cabalgadura fue muerta y él capturado. El
general argentino Wenceslao Paunero, que le había intimado rendición, a
duras penas pudo evitar que Flores lo hiciese fusilar. La “razón” de Don
Venancio era que durante el combate le había enviado un emisario para
sobornarlo con dinero para que traicionase a los suyos. Duarte respondió
pegándole un tiro al enviado de Flores y este quería cobrarle “el
desaire” fusilando al jefe rendido.
Los
prisioneros paraguayos fueron obligados a encuadrarse en las divisiones
aliadas y a empuñar las armas contra sus compatriotas. Esta era la
“solución” de Flores que reemplazaba las bajas producidas en sus
unidades, especialmente en las orientales. Palleja, que recibió en el
Batallón Florida la mayor parte de estos prisioneros, consignó en su
diario de la guerra que "…hasta repugna dar armas a estos pobres hombres
para que peleen contra su pabellón nacional y claven las bayonetas en
el pecho de sus hermanos".
A
pesar del terror que pesaba sobre estos presos enrolados no hay que
creer que su incorporación fue pasiva. Muchos de estos reclutas fueron
fusilados por haber intentado huir, acusados de "deserción", y aunque
generalmente se los empleaba como peones (es decir fajineros y
changadores desarmados a quienes no se les daba armas como evocaba la
romántica imagen de Palleja), muchos forzados también lograron eludir la
vigilancia y volver a reunirse con los suyos para seguir combatiendo a
los aliados.
La
saña criminal de Flores y sus secuaces no se limitó al enrolamiento
forzado. El gran traidor peinó detenidamente a los prisioneros y
encontró varias decenas de soldados uruguayos y argentinos, que se
habían refugiado en el Paraguay y combatían en sus filas. Los hizo
fusilar a todos como “traidores a la patria”.
Después
de Yatay, Flores, Mitre y Pedro II se reunieron ante la ciudad
brasileña de Uruguayana donde los aliados habían sitiado a una columna
paraguaya de 7.000 hombres comandada por el inepto teniente coronel
Antonio de la Cruz Estigarribia[4].
El sitio se prolongó desde julio hasta el 19 de setiembre de 1865.
Finalmente, Estigarribia aceptó rendirse sin ser atacado con dos únicas
condiciones: que se le permitiera a los oficiales volver al Paraguay o
ir adonde quisieran y que se respetara la vida de los soldados
orientales, según parece bastante numerosos entre los sitiados.
La
situación de los soldados rendidos era terrible: descalzos y
desnutridos, muchos de ellos estaban tan débiles que murieron en los
días siguientes. Tras alimentarlos, fueron repartidos en partes iguales
entre las divisiones brasileña, argentina y uruguaya, para ser
incorporados a las fuerzas de infantería de esos países. Más
de quinientos fueron obligados a incorporarse al ejército aliado para
aumentar los batallones uruguayos. El general argentino José Ignacio
Garmendia comentó el hecho con estas palabras: "Hay algo de bárbaro y
deprimente en este acto inaudito de obligar a uno que haga fuego contra
su bandera; es un hecho sin ejemplo".
Otros
pasaron a engrosar la “Legión Paraguaya” (constituida originalmente por
un puñado de emigrados antilopistas) que actuaba en el ejército aliado.
En total se tomaron 5.574 prisioneros: 59 oficiales, 3.860 soldados de
infantería, 1.390 de caballería, 115 de artillería y 150 auxiliares.
Hay
testimonios de que la caballería riograndense se dedicó a arrear a los
soldados más jóvenes y de piel más oscura para venderlos como esclavos
en su país. Según parece, los
prisioneros uruguayos y correntinos fueron entregados al Brasil porque
se temía que los degollaran a todos, y su rastro se ha perdido. Tal vez
entre ellos hubo otros héroes olvidados.
[1] El 18 de junio de 1864, los cancilleres Saraiva del Imperio y Octaviano de Argentina habían mantenido una conferencia secreta con Venancio Flores en su campamento de Puntas del Rosario (Colonia), donde se pactó la ocupación del Uruguay por las tropas brasileñas y la participación de Flores y sus secuaces en la guerra contra el Paraguay. Los participantes extranjeros consideraron después que el llamado Tratado de Puntas del Rosario fue el antecedente y el molde para el tratado secreto de la Triple Alianza que se suscribiría recién en mayo de 1865.
[2] Piribebuy, población de 20.000 habitantes ubicada a unos 70 kms. de Asunción, fue arrasada por el ejército imperial comandado por el Conde d’Eu, Gastón de Orleans, el noble francés que era yerno del emperador Pedro II y que ocupa un lugar destacado entre los criminales de guerra que actuaron durante la Triple Alianza.
[3] Como digresión hay que señalar la actitud caprichosa y temeraria del comandante del batallón Florida, León de Palleja, que acarreó una enorme cantidad de bajas en sus filas y estuvo a punto de volcar en su contra el curso del enfrentamiento. Ya habrá tiempo de analizar el mito Palleja y establecer si la misma actitud, al reiterarse en las batallas de Boquerón del Sauce, no condujo a su muerte menos de un año después (18 de julio de 1866).
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