Pestes y enfermedades en una guerra infame
La Guerra de la Triple Alianza
(1865 – 1870) que Brasil, Argentina y Uruguay hicieron al Paraguay es
parte ineludible de la historia y la identidad de América Latina.
Ninguna más sangrienta, ninguna más exterminadora, ninguna más
controvertida, ninguna más inolvidable que la que los paraguayos
llamaron Guerra Guazú (la Guerra Grande).
Desde nuestro país se han hecho contribuciones al análisis histórico de esa guerra. No en vano sus orígenes inmediatos pueden remontarse a la conclusión de nuestra propia Guerra Grande (1838 – 1851), a las apetencias del invasor Imperio del Brasil, a las andanzas del “gran traidor” Venancio Flores y su “Cruzada Libertadora” (1863), al degüello de prisioneros en Florida, al arrasamiento de Paysandú y el fusilamiento de Leandro Gómez y sus compañeros (el 2 de enero de 1865).
En el debe queda la pequeña historia de los anónimos soldados de tropa que hicieron la guerra más allá del heroísmo que se reconoce a unos y otros (aunque no en la misma forma). No se sabe, con exactitud, sobre las bajas que sufrió la “División Oriental”. No están escritos los sufrimientos y penurias de muchos orientales (“los negros y pardos de Bauzá” que eran el núcleo del Batallón Florida) y de los paraguayos prisioneros enrolados a la fuerza en los batallones uruguayos, de sus familias, de sus hijos, del destino de los mutilados.
Han quedado en las sombras las inmensas fortunas que se hicieron abasteciendo a los ejércitos aliados (Montevideo era la base logística de la flota brasileña que fue la única y decisiva fuerza naval durante el conflicto) y gestionando los capitales británicos que financiaron la máquina bélica.
No figuran en la gran historia los “carcheadores” que despenaban a los heridos y despojaban a los muertos en los campos de batalla, los mercenarios que incorporaron los aliados, los carreteros, los peones, los mercachifles, las chinas que acompañaron a sus hombres y que muchas veces ocuparon su lugar en las refriegas, en ambos bandos aunque sobre todo en el paraguayo, porque fue una guerra en donde hubo muchos, pero muchos, Combates de la Tapera.
Para los jefes aliados y sus Estados Mayores, Bartolomé Mitre (Comandante en Jefe), Venancio Flores (Jefe de la vanguardia) y el Duque de Caxías, la guerra parecía en principio un paseo. En una de sus arengas mentirosas el Gral. Mitre había dicho que en tres meses se llegaría a Asunción. De modo que la principal preocupación de los altos jefes era disponer de municiones y de caballos (poder de fuego y movilidad). La logística de aquellos ejércitos primitivos era muy secundaria.
Tanto los argentinos y sus levas provinciales como las unidades que llevó Flores estaban acostumbrados a vivir sobre el terreno, a moverse continuamente sin campamentos fijos en un terreno generalmente plano donde el mayor obstáculo era el cruce de los ríos.
Hasta entonces la mayoría de los enfrentamientos se desarrollaban en combate campal, en donde los resultados eran frecuentemente indecisos y donde ambos ejércitos podían interrumpir el contacto, recomponerse y volver a chocar poco tiempo después.
En cambio, en la guerra contra el Paraguay se trataba de aniquilar al enemigo, como se había anticipado en el arrasamiento de Paysandú. Al principio la caballería era la reina de la batalla pero pronto la desplazarían la infantería y la artillería
Antes los alojamientos eran improvisados (los oficiales en las viviendas que hubiera y los soldados en chozas hechas en el sitio) pero en esta guerra fue necesario montar enormes campamentos que concentraban varias decenas de miles de hombres, con elementales depósitos, cocinas de campaña, enfermerías y letrinas.
La alimentación de los soldados en cambio no había cambiado demasiado. El rancho consistía invariablemente en carne asada de los vacunos del lugar o los que se arreaban para el consumo de los ejércitos. Muy ocasionalmente se incluían farináceos. Sin embargo en las grandes concentraciones no se trataba de salir y carnear algunas reses. El avituallamiento era irregular y muchas veces había escasez de víveres y hasta la yerba mate faltaba.
La sanidad militar era virtualmente inexistente. En una guerra de movimientos, el personal que no podía caminar o tenerse sobre la montura era sencillamente dejado atrás o enviado, en carreta, a algún pueblo para su atención. Para esta psicología militar lo esencial no era recuperar soldados heridos para que pudieran volver al combate sino moverse rápidamente. En ese esquema sepultar a los muertos y detenerse a curar a los heridos era una pérdida de tiempo.
Lo contrario sucedía en una guerra de posiciones y eso fue lo que se encontraron los aliados después que las columnas paraguayas se replegaron a su territorio abandonando sus invasiones al Mato Grosso y sobre todo a Corrientes y a Río Grande del Sur.
El territorio paraguayo comprendido entre los ríos Paraná y Paraguay era particularmente difícil para una guerra de movimiento; tierras bajas inundables, esteros, bañados, aguas estancadas en montes bajos de tupida vegetación, algunas cuchillas y cerritos bajos, altas temperaturas y elevadísima humedad, fauna hematófaga abundantísima (moscas, tábanos, mosquitos, parásitos varios, etc.) y un caldo ideal para la proliferación de microorganismos.
El Paraguay de los López (Carlos Antonio, hasta 1862, y su primogénito el Mariscal Francisco Solano desde entonces) no era una gran potencia militar pero su punto fuerte era, especialmente, el de las fortificaciones a la orilla de los ríos y tierra adentro. Humaitá era el paradigma de fuerte defensivo y parte de un complejo artillado que se oponía al movimiento de la flota brasileña por los ríos y a los avances por tierra.
El primer año la guerra fue de movimiento pero cuando los aliados se internaron en el Paraguay, en abril de 1866, se transformó en una sangrienta guerra de posiciones y batallas de desgaste (Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón del Sauce, Curupaytí, Humaitá, Lomas Valentinas) hasta la toma de Asunción a principios de 1869.
Dos lejanas guerras previas (la Guerra de Crimea y la Guerra de Secesión en los Estados Unidos) habían mostrado la enorme importancia moral y material de los servicios médicos, la atención de los heridos en los hospitales de sangre inmediatos al frente, la evacuación de los heridos a hospitales de campaña y centros de recuperación, el material sanitario, las boticas, los médicos, los farmacéuticos, el personal de enfermería, los medios de transporte, etc.
Nadie estaba preparado para aquello. Ni los paraguayos ni los aliados contaban con una sanidad militar adecuada para una guerra semejante con muchos miles de bajas en cada batalla. En términos generales, los paraguayos tenían cierta ventaja en virtud de que su retaguardia estaba cercana y habían contratado médicos extranjeros (ingleses y escoceses) con experiencia bélica.
Los brasileños tenían, en términos relativos, la mejor situación infraestructural, en parte debido al desplazamiento de una flota muy importante (30 buques, la mayoría de ellos acorazados, más naves auxiliares de abastecimiento) y un cuerpo médico militar relativamente organizado.
Argentina contaba con un puñado de médicos en el ejército. El rechazo popular a la guerra contra el Paraguay no solo provocó cientos de levantamientos, deserciones masivas, motines y rebeliones federales en las provincias sino que gravitó en la oposición de los profesionales a dicha guerra.
También incidían intereses menos humanitarios: la incorporación de médicos y farmacéuticos era temporaria y los galenos sabían que si se enrolaban perderían sus pacientes y al volver se encontrarían desocupados. Además había grandes rivalidades profesionales.
Como no se conseguía que los médicos y farmacéuticos argentinos se presentaran voluntariamente, el gobierno de Mitre hizo una leva obligatoria de estudiantes de medicina. Entre ellos se incorporó como médico militar el uruguayo Juan Ángel Golfarini que estaba por culminar su carrera en Buenos Aires.
Golfarini escribió algunos de los testimonios más importantes acerca de la situación sanitaria durante la guerra y trató a los soldados de la División Oriental que no llevaba ni un solo médico, no tenía equipos y no había hecho previsión alguna para atender a sus heridos. Los orientales maltrechos eran atendidos por los médicos argentinos y brasileños en sus hospitales de sangre.
Como en todas las guerras, las bajas más numerosas no se producían en combate sino por las enfermedades, las epidemias, los accidentes y el hambre. Los hospitales de sangre, es decir los sitios donde se prestaba la primera atención a los heridos en combate, eran absolutamente precarios, un cobertizo o una zanja, donde se prestaban los primeros auxilios.
Desde el punto de vista técnico el trabajo de los médicos se reducía a la amputación de miembros (más del 50% de las intervenciones) dado que más del 15% de las heridas derivaba en tétanos y más de la mitad en gangrena, suturas elementales, atención de luxaciones y curas superficiales. La asepsia era elemental.
Las afecciones y epidemias se atribuían a las miasmas o emanaciones, la creencia que las enfermedades se trasmitían por el aire malsano. Asimismo se discutía acerca de la existencia del contagio y aunque se sabía que el agua contaminada resultaba fatal a los afectados por el cólera se ignoraba el papel que jugaba la presencia del vibrión, la bacteria causante, presente en las deyecciones, que recién sería descubierta en 1888.
Otro problema serio era el de la sepultura de los muertos. Debido a las características del terreno en la región de las batallas más importantes no había verdaderos cementerios y los cadáveres de los soldados de tropa muchas veces quedaban insepultos.
El campamento en que los aliados debieron permanecer casi un año después de la dura derrota que sufrieron en Curupaytí (setiembre de 1866) era un verdadero infierno de hedor putrefacto y contaminación en terreno pantanoso, sin agua potable, con miles de enfermos y rodeados de decenas de miles de restos humanos y la carcasa y vísceras de otras tantas decenas de miles de vacunos carneados allí para alimentar a los soldados además de su propia mierda y desperdicios.
Los cadáveres de los oficiales eran generalmente rescatados y trasladados para su sepultura, como fue el caso del Cnel. León de Palleja muerto el 18 de julio de 1866 en uno de los tres días de la batalla en Boquerón del Sauce. Pero, hasta donde se sabe, los cuerpos de los soldados de tropa de los aliados eran enterrados sumariamente en precarios cementerios o abandonados en zanjas según los testimonios de época.
La concentración de hombres, la higiene inexistente y la mala alimentación eran las condiciones óptimas para una hecatombe bacteriológica. Así se produjeron las mayores penurias de la guerra: las epidemias que afectaron duramente a todos los participantes, a la población civil del Paraguay, de Corrientes y las Misiones, y su prolongación explosiva a todas las ciudades de la región: Buenos Aires, Montevideo, Rosario, Córdoba, Santa Fe, Paraná, Asunción, entre otras.
La primera epidemia en aparecer fue la disentería, acompañada por síntomas muy severos y una elevada mortalidad. Los primeros casos se registraron entre los famélicos y debilitados prisioneros paraguayos que resultaron de la batalla de Yatay (3.000) y del sitio de Uruguayana (6.000). En este caso la mortalidad superó el 50%. Los aliados se contagiaron rápidamente de los prisioneros paraguayos.
Los enfermos generalmente presentaban intenso dolor de cabeza, escalofríos, rechazo de alimentos, vómitos, taquicardia y fiebre; después sobrevenía la diarrea con fuertes y dolorosos retortijones, deposiciones sanguinolentas y con pus, veinte, treinta y hasta cincuenta y más veces cada 24 horas. El cuadro evolucionaba en unos diez días. Los sobrevivientes quedaban debilitados.
La terapéutica de época combinaba varias modalidades: cocimientos astringentes, cataplasmas, lavativas y enemas con iodo, opio, tanino y en los casos más graves se recurría a sangrías aplicando sanguijuelas en el vientre y en el ano.
Otro azote fue el paludismo, que se denominaba “fiebres recurrentes”, endémico en buena parte del Paraguay. Cuando los aliados acamparon en Itapirú, las dos terceras partes de los soldados se vieron afectados y desde entonces sufrieron la enfermedad en forma recurrente.
Esta enfermedad, conocida desde la antigüedad, se combatía con tres dosis diarias de quinina diluida en agua de cebollas. Los médicos militares diseñaron un tratamiento que creían prevenía el contagio. Consistía en hacer marchar a los soldados durante tres horas, cargados con todo su equipo, para producir cansancio y fatiga. Luego se les permitía descansar e ingerir te y sobre todo mate para que transpiraran.
En marzo de 1867 apareció en el Paraguay la que fue entonces la más mortífera de las epidemias: el cólera. En 1865 se había iniciado una pandemia en Europa cuyo origen se ubicaba en la India. En febrero de 1867, un barco brasileño que transportaba tropas desde Río de Janeiro, trajo los primeros afectados y la epidemia golpeó a todos los ejércitos aliados, al paraguayo y a la población de toda la región. Informes de época señalan que, en un hospital de campaña, entre abril y mayo se registró una mortalidad del 80%.
Las cifras eran escalofriantes. Caían soldados y oficiales de todos los ejércitos. El vicepresidente argentino murió víctima del cólera. Se bebía agua de pozos superficiales y contaminados. Algunos grandes jefes se habían asegurado los pozos profundos y el Duque de Caxías se hacía traer agua de la fuente Carioca, de Río de Janeiro. Se transportaba en barriles exclusivamente para su uso personal.
En el campamento de Curuzú donde se concentraban 10.000 brasileños, morían más de 150 hombres por día, de modo que cuando cedió la epidemia dos terceras partes de los hombres habían estado enfermos y 4.000 habían muerto.
Los médicos señalaban que el brote epidémico se iniciaba en forma fulminante, en cuestión de horas y a veces de minutos, los afectados presentaban desórdenes digestivos, vómitos, diarrea y dolores atroces. “Los enfermos morían conociendo su deplorable estado y el mísero poder de los recursos de la ciencia para su enfermedad” escribió uno de los galenos.
El cólera se transformó en enfermedad recurrente en toda la región y las epidemias se reproducían una o dos veces al año, producían la muerte de la mitad de los afectados y desaparecían tan repeninamente como habían llegado al cabo de un par de meses.
Por ejemplo, en febrero de 1868, cuando Venancio Flores y Prudencio Berro fueron asesinados, en Montevideo imperaba una epidemia de cólera y la ciudad estaba semi desierta. Es más, el golpe de Estado que había intentado Berro ese día fracasó, entre otras cosas, porque el mensajero que debía avisar a participantes que se encontraban cerca de la ciudad, cayó del caballo fulminado de muerte por el cólera miserere.
La población y el ejército paraguayo fueron duramente golpeados por el cólera. Incluso el mismísimo Mariscal Francisco Solano López enfermó. Los médicos prohibían a los afectados que bebiesen agua aunque habitualmente les atacaba una sed devoradora. López, desesperado por la sed y en un descuido del médico que lo trataba, agarró una botella de agua que había sobre una mesa y se la llevó a la boca. El médico se la arrebató con violencia antes que pudiera empinarla y el Mariscal furioso le increpó a gritos (por menos que eso López podría haberlo hecho fusilar). El obispo Palacios que sintió los gritos del Mariscal ingresó en la habitación para reconvenir al galeno por su crueldad.
Después López se curó y olvidó el episodio que le había salvado. El obispo Palacios fue fusilado en 1869 acusado de conspirar contra el Mariscal y el doctor le acompañó hasta Cerro Corá en el lejano norte del Paraguay pero le indicó a sus perseguidores brasileños donde encontrar al Presidente paraguayo que fue finalmente alcanzado y muerto a orillas del río Aquidabán (el 1/3/1870).
En aquella época se creía que la causa del cólera, el paludismo y la disentería eran las miasmas de los ambientes húmedos, los terrenos pantanosos y la putrefacción. Se manejaba vagamente que el agua contaminada por cloacales fuese un vector de la enfermedad e incluso la posibilidad que fuese causada por “animalillos imperceptibles” pero los tratamientos corrientes resultaban ineficaces porque la potabilidad del agua y el saneamiento eran prácticamente desconocidos.
Se aplicaban a los pacientes enemas de almidón y láudano, infusiones de te, tilo y menta con coñac, altas dosis de opio para combatir la diarrea, bicarbonato de sodio y pociones anti eméticas, friegas excitantes con cloroformo, alcohol alcanforado y láudano, agua de arroz, etc.
Se atribuían virtudes curativas a la caña y al coñac que se dispensaba generosamente (doble ración de aguardiente y café para todo el mundo aunque después se prohibió el consumo de licores y vinos porque la borrachería, especialmente entre los oficiales, era preocupante). Gran importancia se daba a la ventilación (aire puro). Se hacían fumigaciones de cloro y fogatas con hojas de laurel y pasto en los campamentos y hospitales de campaña.
Durante la guerra también hubo muchos casos de viruela y escarlatina, enfermedades que habían venido con los descubridores y conquistadores en el S. XVI y que causaron tremenda mortandad a las poblaciones indígenas americanas. Aunque durante la guerra ya se practicaba la vacunación y la variolización hubo numerosos focos que afectaron, sobre todo, a la población civil. Los brasileños instalaron un instituto de vacunación en Corrientes. Como problema menor aunque con capacidad incapacitante también se registraron epidemias de sarampión y escorbuto.
Muchos misterios se mantienen sin aclaración. Informes escritos del mando brasileño a la sede imperial denunciaban que Bartolomé Mitre hacía arrojar al río Paraná los cadáveres de los fallecidos por el cólera, con el propósito de que la peste se difundiera en Corrientes y Entre Ríos, provincias cuya población tenía simpatías federales y se oponía a la guerra y al mitrismo. Las versiones de alto nivel acerca de una “guerra bacteriológica” parecen ser el resultado de la enconada rivalidad y diferencias entre los jefes argentinos y los brasileños más que de la realidad. Sin embargo, un personaje como Mitre, podría haber sido capaz de un crimen semejante. Esto nunca se sabrá.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 707
Desde nuestro país se han hecho contribuciones al análisis histórico de esa guerra. No en vano sus orígenes inmediatos pueden remontarse a la conclusión de nuestra propia Guerra Grande (1838 – 1851), a las apetencias del invasor Imperio del Brasil, a las andanzas del “gran traidor” Venancio Flores y su “Cruzada Libertadora” (1863), al degüello de prisioneros en Florida, al arrasamiento de Paysandú y el fusilamiento de Leandro Gómez y sus compañeros (el 2 de enero de 1865).
En el debe queda la pequeña historia de los anónimos soldados de tropa que hicieron la guerra más allá del heroísmo que se reconoce a unos y otros (aunque no en la misma forma). No se sabe, con exactitud, sobre las bajas que sufrió la “División Oriental”. No están escritos los sufrimientos y penurias de muchos orientales (“los negros y pardos de Bauzá” que eran el núcleo del Batallón Florida) y de los paraguayos prisioneros enrolados a la fuerza en los batallones uruguayos, de sus familias, de sus hijos, del destino de los mutilados.
Han quedado en las sombras las inmensas fortunas que se hicieron abasteciendo a los ejércitos aliados (Montevideo era la base logística de la flota brasileña que fue la única y decisiva fuerza naval durante el conflicto) y gestionando los capitales británicos que financiaron la máquina bélica.
No figuran en la gran historia los “carcheadores” que despenaban a los heridos y despojaban a los muertos en los campos de batalla, los mercenarios que incorporaron los aliados, los carreteros, los peones, los mercachifles, las chinas que acompañaron a sus hombres y que muchas veces ocuparon su lugar en las refriegas, en ambos bandos aunque sobre todo en el paraguayo, porque fue una guerra en donde hubo muchos, pero muchos, Combates de la Tapera.
Para los jefes aliados y sus Estados Mayores, Bartolomé Mitre (Comandante en Jefe), Venancio Flores (Jefe de la vanguardia) y el Duque de Caxías, la guerra parecía en principio un paseo. En una de sus arengas mentirosas el Gral. Mitre había dicho que en tres meses se llegaría a Asunción. De modo que la principal preocupación de los altos jefes era disponer de municiones y de caballos (poder de fuego y movilidad). La logística de aquellos ejércitos primitivos era muy secundaria.
Tanto los argentinos y sus levas provinciales como las unidades que llevó Flores estaban acostumbrados a vivir sobre el terreno, a moverse continuamente sin campamentos fijos en un terreno generalmente plano donde el mayor obstáculo era el cruce de los ríos.
Hasta entonces la mayoría de los enfrentamientos se desarrollaban en combate campal, en donde los resultados eran frecuentemente indecisos y donde ambos ejércitos podían interrumpir el contacto, recomponerse y volver a chocar poco tiempo después.
En cambio, en la guerra contra el Paraguay se trataba de aniquilar al enemigo, como se había anticipado en el arrasamiento de Paysandú. Al principio la caballería era la reina de la batalla pero pronto la desplazarían la infantería y la artillería
Antes los alojamientos eran improvisados (los oficiales en las viviendas que hubiera y los soldados en chozas hechas en el sitio) pero en esta guerra fue necesario montar enormes campamentos que concentraban varias decenas de miles de hombres, con elementales depósitos, cocinas de campaña, enfermerías y letrinas.
La alimentación de los soldados en cambio no había cambiado demasiado. El rancho consistía invariablemente en carne asada de los vacunos del lugar o los que se arreaban para el consumo de los ejércitos. Muy ocasionalmente se incluían farináceos. Sin embargo en las grandes concentraciones no se trataba de salir y carnear algunas reses. El avituallamiento era irregular y muchas veces había escasez de víveres y hasta la yerba mate faltaba.
La sanidad militar era virtualmente inexistente. En una guerra de movimientos, el personal que no podía caminar o tenerse sobre la montura era sencillamente dejado atrás o enviado, en carreta, a algún pueblo para su atención. Para esta psicología militar lo esencial no era recuperar soldados heridos para que pudieran volver al combate sino moverse rápidamente. En ese esquema sepultar a los muertos y detenerse a curar a los heridos era una pérdida de tiempo.
Lo contrario sucedía en una guerra de posiciones y eso fue lo que se encontraron los aliados después que las columnas paraguayas se replegaron a su territorio abandonando sus invasiones al Mato Grosso y sobre todo a Corrientes y a Río Grande del Sur.
El territorio paraguayo comprendido entre los ríos Paraná y Paraguay era particularmente difícil para una guerra de movimiento; tierras bajas inundables, esteros, bañados, aguas estancadas en montes bajos de tupida vegetación, algunas cuchillas y cerritos bajos, altas temperaturas y elevadísima humedad, fauna hematófaga abundantísima (moscas, tábanos, mosquitos, parásitos varios, etc.) y un caldo ideal para la proliferación de microorganismos.
El Paraguay de los López (Carlos Antonio, hasta 1862, y su primogénito el Mariscal Francisco Solano desde entonces) no era una gran potencia militar pero su punto fuerte era, especialmente, el de las fortificaciones a la orilla de los ríos y tierra adentro. Humaitá era el paradigma de fuerte defensivo y parte de un complejo artillado que se oponía al movimiento de la flota brasileña por los ríos y a los avances por tierra.
El primer año la guerra fue de movimiento pero cuando los aliados se internaron en el Paraguay, en abril de 1866, se transformó en una sangrienta guerra de posiciones y batallas de desgaste (Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón del Sauce, Curupaytí, Humaitá, Lomas Valentinas) hasta la toma de Asunción a principios de 1869.
Dos lejanas guerras previas (la Guerra de Crimea y la Guerra de Secesión en los Estados Unidos) habían mostrado la enorme importancia moral y material de los servicios médicos, la atención de los heridos en los hospitales de sangre inmediatos al frente, la evacuación de los heridos a hospitales de campaña y centros de recuperación, el material sanitario, las boticas, los médicos, los farmacéuticos, el personal de enfermería, los medios de transporte, etc.
Nadie estaba preparado para aquello. Ni los paraguayos ni los aliados contaban con una sanidad militar adecuada para una guerra semejante con muchos miles de bajas en cada batalla. En términos generales, los paraguayos tenían cierta ventaja en virtud de que su retaguardia estaba cercana y habían contratado médicos extranjeros (ingleses y escoceses) con experiencia bélica.
Los brasileños tenían, en términos relativos, la mejor situación infraestructural, en parte debido al desplazamiento de una flota muy importante (30 buques, la mayoría de ellos acorazados, más naves auxiliares de abastecimiento) y un cuerpo médico militar relativamente organizado.
Argentina contaba con un puñado de médicos en el ejército. El rechazo popular a la guerra contra el Paraguay no solo provocó cientos de levantamientos, deserciones masivas, motines y rebeliones federales en las provincias sino que gravitó en la oposición de los profesionales a dicha guerra.
También incidían intereses menos humanitarios: la incorporación de médicos y farmacéuticos era temporaria y los galenos sabían que si se enrolaban perderían sus pacientes y al volver se encontrarían desocupados. Además había grandes rivalidades profesionales.
Como no se conseguía que los médicos y farmacéuticos argentinos se presentaran voluntariamente, el gobierno de Mitre hizo una leva obligatoria de estudiantes de medicina. Entre ellos se incorporó como médico militar el uruguayo Juan Ángel Golfarini que estaba por culminar su carrera en Buenos Aires.
Golfarini escribió algunos de los testimonios más importantes acerca de la situación sanitaria durante la guerra y trató a los soldados de la División Oriental que no llevaba ni un solo médico, no tenía equipos y no había hecho previsión alguna para atender a sus heridos. Los orientales maltrechos eran atendidos por los médicos argentinos y brasileños en sus hospitales de sangre.
Como en todas las guerras, las bajas más numerosas no se producían en combate sino por las enfermedades, las epidemias, los accidentes y el hambre. Los hospitales de sangre, es decir los sitios donde se prestaba la primera atención a los heridos en combate, eran absolutamente precarios, un cobertizo o una zanja, donde se prestaban los primeros auxilios.
Desde el punto de vista técnico el trabajo de los médicos se reducía a la amputación de miembros (más del 50% de las intervenciones) dado que más del 15% de las heridas derivaba en tétanos y más de la mitad en gangrena, suturas elementales, atención de luxaciones y curas superficiales. La asepsia era elemental.
Las afecciones y epidemias se atribuían a las miasmas o emanaciones, la creencia que las enfermedades se trasmitían por el aire malsano. Asimismo se discutía acerca de la existencia del contagio y aunque se sabía que el agua contaminada resultaba fatal a los afectados por el cólera se ignoraba el papel que jugaba la presencia del vibrión, la bacteria causante, presente en las deyecciones, que recién sería descubierta en 1888.
Otro problema serio era el de la sepultura de los muertos. Debido a las características del terreno en la región de las batallas más importantes no había verdaderos cementerios y los cadáveres de los soldados de tropa muchas veces quedaban insepultos.
El campamento en que los aliados debieron permanecer casi un año después de la dura derrota que sufrieron en Curupaytí (setiembre de 1866) era un verdadero infierno de hedor putrefacto y contaminación en terreno pantanoso, sin agua potable, con miles de enfermos y rodeados de decenas de miles de restos humanos y la carcasa y vísceras de otras tantas decenas de miles de vacunos carneados allí para alimentar a los soldados además de su propia mierda y desperdicios.
Los cadáveres de los oficiales eran generalmente rescatados y trasladados para su sepultura, como fue el caso del Cnel. León de Palleja muerto el 18 de julio de 1866 en uno de los tres días de la batalla en Boquerón del Sauce. Pero, hasta donde se sabe, los cuerpos de los soldados de tropa de los aliados eran enterrados sumariamente en precarios cementerios o abandonados en zanjas según los testimonios de época.
La concentración de hombres, la higiene inexistente y la mala alimentación eran las condiciones óptimas para una hecatombe bacteriológica. Así se produjeron las mayores penurias de la guerra: las epidemias que afectaron duramente a todos los participantes, a la población civil del Paraguay, de Corrientes y las Misiones, y su prolongación explosiva a todas las ciudades de la región: Buenos Aires, Montevideo, Rosario, Córdoba, Santa Fe, Paraná, Asunción, entre otras.
La primera epidemia en aparecer fue la disentería, acompañada por síntomas muy severos y una elevada mortalidad. Los primeros casos se registraron entre los famélicos y debilitados prisioneros paraguayos que resultaron de la batalla de Yatay (3.000) y del sitio de Uruguayana (6.000). En este caso la mortalidad superó el 50%. Los aliados se contagiaron rápidamente de los prisioneros paraguayos.
Los enfermos generalmente presentaban intenso dolor de cabeza, escalofríos, rechazo de alimentos, vómitos, taquicardia y fiebre; después sobrevenía la diarrea con fuertes y dolorosos retortijones, deposiciones sanguinolentas y con pus, veinte, treinta y hasta cincuenta y más veces cada 24 horas. El cuadro evolucionaba en unos diez días. Los sobrevivientes quedaban debilitados.
La terapéutica de época combinaba varias modalidades: cocimientos astringentes, cataplasmas, lavativas y enemas con iodo, opio, tanino y en los casos más graves se recurría a sangrías aplicando sanguijuelas en el vientre y en el ano.
Otro azote fue el paludismo, que se denominaba “fiebres recurrentes”, endémico en buena parte del Paraguay. Cuando los aliados acamparon en Itapirú, las dos terceras partes de los soldados se vieron afectados y desde entonces sufrieron la enfermedad en forma recurrente.
Esta enfermedad, conocida desde la antigüedad, se combatía con tres dosis diarias de quinina diluida en agua de cebollas. Los médicos militares diseñaron un tratamiento que creían prevenía el contagio. Consistía en hacer marchar a los soldados durante tres horas, cargados con todo su equipo, para producir cansancio y fatiga. Luego se les permitía descansar e ingerir te y sobre todo mate para que transpiraran.
En marzo de 1867 apareció en el Paraguay la que fue entonces la más mortífera de las epidemias: el cólera. En 1865 se había iniciado una pandemia en Europa cuyo origen se ubicaba en la India. En febrero de 1867, un barco brasileño que transportaba tropas desde Río de Janeiro, trajo los primeros afectados y la epidemia golpeó a todos los ejércitos aliados, al paraguayo y a la población de toda la región. Informes de época señalan que, en un hospital de campaña, entre abril y mayo se registró una mortalidad del 80%.
Las cifras eran escalofriantes. Caían soldados y oficiales de todos los ejércitos. El vicepresidente argentino murió víctima del cólera. Se bebía agua de pozos superficiales y contaminados. Algunos grandes jefes se habían asegurado los pozos profundos y el Duque de Caxías se hacía traer agua de la fuente Carioca, de Río de Janeiro. Se transportaba en barriles exclusivamente para su uso personal.
En el campamento de Curuzú donde se concentraban 10.000 brasileños, morían más de 150 hombres por día, de modo que cuando cedió la epidemia dos terceras partes de los hombres habían estado enfermos y 4.000 habían muerto.
Los médicos señalaban que el brote epidémico se iniciaba en forma fulminante, en cuestión de horas y a veces de minutos, los afectados presentaban desórdenes digestivos, vómitos, diarrea y dolores atroces. “Los enfermos morían conociendo su deplorable estado y el mísero poder de los recursos de la ciencia para su enfermedad” escribió uno de los galenos.
El cólera se transformó en enfermedad recurrente en toda la región y las epidemias se reproducían una o dos veces al año, producían la muerte de la mitad de los afectados y desaparecían tan repeninamente como habían llegado al cabo de un par de meses.
Por ejemplo, en febrero de 1868, cuando Venancio Flores y Prudencio Berro fueron asesinados, en Montevideo imperaba una epidemia de cólera y la ciudad estaba semi desierta. Es más, el golpe de Estado que había intentado Berro ese día fracasó, entre otras cosas, porque el mensajero que debía avisar a participantes que se encontraban cerca de la ciudad, cayó del caballo fulminado de muerte por el cólera miserere.
La población y el ejército paraguayo fueron duramente golpeados por el cólera. Incluso el mismísimo Mariscal Francisco Solano López enfermó. Los médicos prohibían a los afectados que bebiesen agua aunque habitualmente les atacaba una sed devoradora. López, desesperado por la sed y en un descuido del médico que lo trataba, agarró una botella de agua que había sobre una mesa y se la llevó a la boca. El médico se la arrebató con violencia antes que pudiera empinarla y el Mariscal furioso le increpó a gritos (por menos que eso López podría haberlo hecho fusilar). El obispo Palacios que sintió los gritos del Mariscal ingresó en la habitación para reconvenir al galeno por su crueldad.
Después López se curó y olvidó el episodio que le había salvado. El obispo Palacios fue fusilado en 1869 acusado de conspirar contra el Mariscal y el doctor le acompañó hasta Cerro Corá en el lejano norte del Paraguay pero le indicó a sus perseguidores brasileños donde encontrar al Presidente paraguayo que fue finalmente alcanzado y muerto a orillas del río Aquidabán (el 1/3/1870).
En aquella época se creía que la causa del cólera, el paludismo y la disentería eran las miasmas de los ambientes húmedos, los terrenos pantanosos y la putrefacción. Se manejaba vagamente que el agua contaminada por cloacales fuese un vector de la enfermedad e incluso la posibilidad que fuese causada por “animalillos imperceptibles” pero los tratamientos corrientes resultaban ineficaces porque la potabilidad del agua y el saneamiento eran prácticamente desconocidos.
Se aplicaban a los pacientes enemas de almidón y láudano, infusiones de te, tilo y menta con coñac, altas dosis de opio para combatir la diarrea, bicarbonato de sodio y pociones anti eméticas, friegas excitantes con cloroformo, alcohol alcanforado y láudano, agua de arroz, etc.
Se atribuían virtudes curativas a la caña y al coñac que se dispensaba generosamente (doble ración de aguardiente y café para todo el mundo aunque después se prohibió el consumo de licores y vinos porque la borrachería, especialmente entre los oficiales, era preocupante). Gran importancia se daba a la ventilación (aire puro). Se hacían fumigaciones de cloro y fogatas con hojas de laurel y pasto en los campamentos y hospitales de campaña.
Durante la guerra también hubo muchos casos de viruela y escarlatina, enfermedades que habían venido con los descubridores y conquistadores en el S. XVI y que causaron tremenda mortandad a las poblaciones indígenas americanas. Aunque durante la guerra ya se practicaba la vacunación y la variolización hubo numerosos focos que afectaron, sobre todo, a la población civil. Los brasileños instalaron un instituto de vacunación en Corrientes. Como problema menor aunque con capacidad incapacitante también se registraron epidemias de sarampión y escorbuto.
Muchos misterios se mantienen sin aclaración. Informes escritos del mando brasileño a la sede imperial denunciaban que Bartolomé Mitre hacía arrojar al río Paraná los cadáveres de los fallecidos por el cólera, con el propósito de que la peste se difundiera en Corrientes y Entre Ríos, provincias cuya población tenía simpatías federales y se oponía a la guerra y al mitrismo. Las versiones de alto nivel acerca de una “guerra bacteriológica” parecen ser el resultado de la enconada rivalidad y diferencias entre los jefes argentinos y los brasileños más que de la realidad. Sin embargo, un personaje como Mitre, podría haber sido capaz de un crimen semejante. Esto nunca se sabrá.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 707
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