Gallipoli 1915: monumental incompetencia militar y consecuencias que llegan hasta hoy
En este año 2015, de terribles
aniversarios, el cine vuelve a abordar uno de los mayores episodios de
incompetencia militar y política que ocasionaron más de medio millón de
bajas entre los combatientes, turcos defendiendo los Dardanelos y el
acceso a Estanbul y británicos, franceses, australianos y neozelandeses,
atacándoles.
Hugo Acevedo ha comentado en La ONDA digital el filme The Water Diviner (mejor traducido como el rabdomante) dirigido y protagonizado por Russell Crowe. Eso nos exime de hacerlo.
En Turquía la película se denominó Son Umut, en España El maestro del agua, en Latinoamérica Promesa de vida y en Uruguay El camino de Estanbul.
Ninguno de estos títulos podía aludir al trasfondo determinante de la carnicería que se desarrolló entre febrero de 1915 y enero de 1916 en la árida y estrecha península que se extiende por 80 kilómetros como flanco oeste de los estrechos de los Dardanelos que son el cerrojo del Mar Negro.
Winston Churchill fue el autor intelectual – El militar, político y escritor que jugaría su gran papel como Primer Ministro de la Inglaterra asediada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, era en 1914 el Primer Lord del Almirantazgo británico, algo así como el Ministro de Marina y jefe de la flota más poderosa del mundo.
La Primera Guerra Mundial comenzó a principios de agosto de 1914 y tres meses después estaba absolutamente trancada en tierras de Francia. La máquina bélica alemana había arrasado Bélgica y hecho recular a los franceses y británcos hasta el río Somme, a poco más de 30 kilómetros de París, pero su empuje se había agotado.
A fines de octubre, mediado el otoño boreal, la guerra de movimientos se había enterrado en hondas zanjas, cráteres, alambradas y campos minados. La espantosa guerra de trincheras duraría cuatro años más y costaría la vida de millones de hombres, destrucción y muerte para la población civil, millones de heridos, ciegos, mutilados, enfermos y la transformación de miles de kilómetros cuadrados de la tierra de nadie en un paisaje lunar, un desierto de barro, donde todavía yacen enterrados e ilocalizables – un siglo después – miles de toneladas de explosivos sin estallar, fragmentos humanos de los soldados desconocidos e inmensos osarios y cementerios.
El pueblo británico había saludado con entusiasmo el comienzo de la guerra. El ejército llamado Fuerza Expedicionaria estaba integrado por jóvenes voluntarios comandados por veteranos oficiales envanecidos, ennoblecidos y estupidizados por su participación en las guerras coloniales del siglo XIX.
Un ejemplo, un solo ejemplo, eran las manifestaciones de Horatio Kitchener, el alto jefe y Ministro de la Guerra británico que sostenía que las ametralladoras eran armas muy sobrevaloradas y que las cargas de la caballería podían decidir los combates. Esto lo decía meses después que las ráfagas mortíferas fueran responsables del 70% u 80% de las bajas que sufrían sus soldados y del despanzurramiento de caballos y jinetes.
El optimismo del público se desvaneció rápidamente cuando las bajas alcanzaron a varios miles de soldaditos por día, y en algunos combates por hora. Todo era mucho más sangriento y brutal de lo que se había pensado. Ambos bandos se desangraban sin que ninguno pudiera empujar al otro a retroceder en una batalla decisiva.
Entonces Churchill propuso su plan estratégico para el que decía que no había alternativa. El imperio otomano, en un avanzado estado de desintegración, controlaba los Dardanelos y el Bósforo, es decir los estrechos que permitían la comunicación entre el Mar Egeo y por ende entre el Mediterráneo Oriental y el Mar Negro. Estanbul, la antigua Constantinopla, en la orilla europea de los estrechos era uno de los últimos dominios de Turquía y el país se había aliado con Alemania y Austria-Hungría contra Inglaterra, Francia y Rusia.
Churchill que ya era uno de los más influyentes políticos conservadores sostenía que forzando los estrechos mediante la poderosa flota aliada y bombradeando Estanbul se provocaría la caída del imperio otomano, se conseguiría que Rumania y Bulgaria se unieran a Servia para combatir a los austríacos y se aliviaría la presión a que estaba sometida la Rusia zarista en el frente oriental.
El abrir un nuevo frente en los Balcanes, obligaría a los alemanes a distraer más tropas de occidente para apoyar a sus aliados austríacos que ya la tenían bastante complicada.
El plan de Churchill naturalmente no se circunscribía a objetivos puramente militares y le echaba el ojo al ingente flujo de cereales y carbón que desde Ucrania se podría sacar al Mediterráneo y Europa desde el Mar Negro.
Sin embargo había un gran objetivo estratégico oculto que no tenía que ver con Europa sino con los grandes intereses coloniales de Inglaterra y en menor medida de Francia e Italia, en Asia y África.
Desde el pináculo de su poderío – cuando Solimán el Magnífico encabezó a los turcos en el sitio de Viena durante el siglo XVI – el imperio otomano había empezado a declinar. Este declive se acentuó durante el siglo XIX. Turquía debió ceder Hungría a Austria; Ucrania y Polonia cambiaron de manos; Egipto pasó a ser un protectorado británico desde 1839; Francia hizo lo propio en Siria y el Líbano y hasta Italia se apoderó de Libia, la última posesión turca en África en 1911.
Terminar con el decadente imperio no solamente culminaría la arrebatiña de sus posesiones por parte de las potencias europeas sino que tenía un gran interés político, cuyas consecuencias sufre la región y el mundo hasta hoy en día: el control colonialista de los recursos petrolíferos de Mesopotamia y el Medio Oriente.
El imperio otomano era musulmán y durante siglos se había adjudicado el papel de defensor de la fe del Islam por lo que para los británicos, el plan de Churchill representaba un golpe al islamismo. A pesar del control autocrático que ejercían los otomanos sobre los pueblos de oriente (árabes, persas, kurdos, etc.) su caída – pensaban los estrategas británicos – impediría que la oposición al colonialismo se identificara y unificara con el Islam.
Naturalmente no se trataba de cálculos religiosos o culturales. Lo que temían los colonialistas europeos era la unificación de sectas, tribus, jeques y reyezuelos, bajo banderas fundamentalistas. Su política, entonces como durante siglos, había obtenido resultados paradojales y ahí está ahora el llamado Estado Islámico para probarlo pero en 1915 los británicos pensaban que una contundente demostración de fuerza, tomando Estanbul y abriendo los estrechos, impediría o dilataría el enfrentamiento con las fuerzas que generaba su política colonial de rapiña en el Oriente Medio.
Un plan temerario y sus jefes ineptos – El plan de Churchill no tuvo mucha oposición en las altas esferas británicas, después de todo el joven Lord del Almirantazgo tenía experiencia en guerras coloniales y su determinación parecía una solución al sangriento atolladero de los campos de Flandes.
De apuro se destacó buena parte de los acorazados y cruceros pesados de la flota británica hacia Alejandría, la base más cercana que tenían los aliados en el área. La flota francesa se les unió bajo el mando británico.
En Egipto se agrupó tropas bisoñas en campos de entrenamiento para el paseo militar que se pensaba se produciría después que la artillería naval pulverizara a los turcos y abriera el camino a Estanbul. A muchos jóvenes irlandeses, australianos y neozelandeses se les ofreció la posibilidad de cubrirse de gloria como británicos de primera clase: se integró el ANZAC (Australia and New Zeland Army Corps).
A mediados de febrero de 1915 empezó la acción. La artillería naval de la flota aliada – el arma más poderosa de la que se disponía en aquel entonces – se desató contra las posiciones turcas en los Dardanelos durante varias semanas. Como suele suceder los almirantes y generales atacantes desconocían el terreno e ignoraban olímpicamente el tipo de fuerzas que enfrentaban.
Los Dardanelos son canales angostos y profundos flanqueados a ambos lados por áridas montañas en las que los turcos, asesorados por los alemanes, estaban bien atrincherados. Los derroteros y mapas que tenían los invasores tenían más de diez años de antiguedad y ninguno advertía que las aguas habían sido profusamente sembradas de minas.
Los bombardeos de febrero porbaron ser ineficaces. Cuando la tormenta de fuego cesaba después de varias horas, los turcos salían de sus refugios, montaban sus obuses y acosaban a los barcos aliados, especialmente a los dragaminas que no podían hacer su trabajo.
El plan de Churchill era predominatemente naval pero después de los pimeros bombardeos los almirantes británicos se dieron cuenta que no podrían superar los estrechos si no contaban con apoyo de infantería en tierra que “limpiara” los fuertes turcos.
A mediados de marzo, azuzados por Churchill y los altos jefes, la flota se lanzó a atravesar los estrechos a cañonazo limpio. Entonces tres acorazados y cruceros pesados se hundieron al chocar con los campos de minas y otros tres quedaron convertidfos en pontones incendiados que hubo que remolcar de apuro a mar abierto. Miles de muertos y desaparecidos y sobre todo la pérdida de la tercera parte de las naves pesadas de la flota terminaron con la fase netamente naval de la aventura.
En medio de celos, envidia y rivalidades entre los jefes máximos, el ministro Kitchener ordenó desembarcos y encomendó al general Ian Hamilton (a quien llamaba “el maldito poeta”) como comnadante de la operación. Hamilton estaba seguro de que barrería la península apenas pusiera pie en ella. Contaba con más de 75.000 hombres (30.000 del ANZAC, 17.000 franceses y 28.000 ingleses e irlandeses).
En Londres compartían el optimismo de Hamilton, se pensaba que los turcos huirían o se rendirían inmediatamente ante sus tropas. Sin embargo, la mano venía muy fea para los pobres soldados expedicionarios. No había barcazas de desembarco, de modo que debían descender de los transportes en chalupas e ir llegando a la playa como podían. No tenían granadas de mano, morteros ni otra cosa que su armamento liviano. Para mejor las municiones escaseaban a mil kilómetros de Alejandría.
En abril se multiplicaron los desembarcos pero todos tuvieron una característica común: no pudieron penetrar tierra adentro y permanecieron clavadas en la playa o un par de cientos de metros más adelante. Todos los puntos estaban dominados por acantilados y colinas en las que los turcos se habían fortificado. Los jefes dirigían las operaciones desde los barcos y los oficiales a cargo de la operación en tierra carecieron de iniciativa para explotar el escaso valor de la sorpresa de modo de tomar tomar las alturas.
Las cabezas de puente se volvieron un verdadero infierno donde los soldados se hacinaban malamente enterrados, permanenetmente bombardeados por la artillería turca, asediados por los francotiradores, sin comida, sin agua, sin municiones y soportando el hedor de cientos y miles de cadáveres que nadie podía recoger y enterrar.
Los grandes jefes habían ignorado las inclemencias del clima y el terreno. El verano extraordinariamente caluroso y la aridez del territorio donde no había ni una gota de agua ni vegetación alguna que protegiera de un sol sacrificial trajeron consigo la disentería. El 80% de los soldados se debatían en su propia mierda y a duras penas eran trasladados cuando estaban en las últimas.
Los piojos y sobre todo las moscas eran un azote. Los testimonios de época señalan que la plaga de moscas era tan abundante que todo estaba cubierto de una especie de negro manto viviente formado por millones de insectos. Era imposible comer sin ingerir decenas o cientos de moscas que se pegaban a la comida, a la boca y a las manos.
El enemigo también había sido menospreciado. Los turcos luchaban con extraordinario coraje y determinación, no se rendían nunca y contraatacaban de día y de noche. El general alemán Otto Liman von Sanders organizó las defensas. Entre los oficiales turcos se destacó el teniente coronel Mustafá Kemal, comandante de una división que llevó el peso de los combates. Valiente y decidido, recibió el sobrenombre de Atatürk (el padre de los turcos) y sería presidente de su país en la década de 1920.
Los británicos pagaron muy cara la inexperiencia e ineptitud de la oficialidad que se vio anonadada por el choque brutal entre lo que esperaban y lo que se encontraron en la península de Gallipoli.
El objetivo oculto prolongó la agonía y el fracaso – Hace exactamente cien años, en junio de 1915, era claro que la batalla de Gallipoli o de los Dardanelos estaba irremisiblemente perdida para los aliados y la pregunta que hay que hacer es ¿porqué el sufrimiento inútil y la agonía de miles y miles de desgraciados soldados se prolongó durante seis terribles meses más?
La respuesta radica en el objetivo oculto que antes mencionamos. El alto mando británico temía que una retirada aumentase su descrédito y fortaleciese a los distintos movimientos nacionalistas y musulmanes, que si bien no eran partidarios de los turcos verían la derrota en Gallipoli como un indicio de debilidad de las potencias coloniales para imponer sus designios en el Medio Oriente, Asia y África.
Finalmente, los costos del fracaso se hicieron insoportables. El Primer Ministro Asquith dimitió y fue reemplazado por David Lloyd George. Churchill perdió su cargo de Primer Lord del Almirantazgo y se fue a comandar un batallón de infantería en Francia. El general Ian Hanilton fue reemplazado por su colega Charles Munro a quien se encargó efectuar una rápida retirada sacando a los sobrevivientes de aquel sangriento atolladero, lo que se consiguió en enero de 1916.
El tétrico balance posiblemente se quede corto por insuficiencias de la información en la época. Se habla de 250.000 bajas entre los aliados y otro tanto entre los turcos. 29.000 soldados británicos e irlandeses, 11.000 australianos y neozelandeses, 16.000 franceses, murieron en Gallipoli. Gravemente heridos y con secuelas irreversibles resultaron 300.000 hombres en ambos bandos.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 724
Hugo Acevedo ha comentado en La ONDA digital el filme The Water Diviner (mejor traducido como el rabdomante) dirigido y protagonizado por Russell Crowe. Eso nos exime de hacerlo.
En Turquía la película se denominó Son Umut, en España El maestro del agua, en Latinoamérica Promesa de vida y en Uruguay El camino de Estanbul.
Ninguno de estos títulos podía aludir al trasfondo determinante de la carnicería que se desarrolló entre febrero de 1915 y enero de 1916 en la árida y estrecha península que se extiende por 80 kilómetros como flanco oeste de los estrechos de los Dardanelos que son el cerrojo del Mar Negro.
Winston Churchill fue el autor intelectual – El militar, político y escritor que jugaría su gran papel como Primer Ministro de la Inglaterra asediada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, era en 1914 el Primer Lord del Almirantazgo británico, algo así como el Ministro de Marina y jefe de la flota más poderosa del mundo.
La Primera Guerra Mundial comenzó a principios de agosto de 1914 y tres meses después estaba absolutamente trancada en tierras de Francia. La máquina bélica alemana había arrasado Bélgica y hecho recular a los franceses y británcos hasta el río Somme, a poco más de 30 kilómetros de París, pero su empuje se había agotado.
A fines de octubre, mediado el otoño boreal, la guerra de movimientos se había enterrado en hondas zanjas, cráteres, alambradas y campos minados. La espantosa guerra de trincheras duraría cuatro años más y costaría la vida de millones de hombres, destrucción y muerte para la población civil, millones de heridos, ciegos, mutilados, enfermos y la transformación de miles de kilómetros cuadrados de la tierra de nadie en un paisaje lunar, un desierto de barro, donde todavía yacen enterrados e ilocalizables – un siglo después – miles de toneladas de explosivos sin estallar, fragmentos humanos de los soldados desconocidos e inmensos osarios y cementerios.
El pueblo británico había saludado con entusiasmo el comienzo de la guerra. El ejército llamado Fuerza Expedicionaria estaba integrado por jóvenes voluntarios comandados por veteranos oficiales envanecidos, ennoblecidos y estupidizados por su participación en las guerras coloniales del siglo XIX.
Un ejemplo, un solo ejemplo, eran las manifestaciones de Horatio Kitchener, el alto jefe y Ministro de la Guerra británico que sostenía que las ametralladoras eran armas muy sobrevaloradas y que las cargas de la caballería podían decidir los combates. Esto lo decía meses después que las ráfagas mortíferas fueran responsables del 70% u 80% de las bajas que sufrían sus soldados y del despanzurramiento de caballos y jinetes.
El optimismo del público se desvaneció rápidamente cuando las bajas alcanzaron a varios miles de soldaditos por día, y en algunos combates por hora. Todo era mucho más sangriento y brutal de lo que se había pensado. Ambos bandos se desangraban sin que ninguno pudiera empujar al otro a retroceder en una batalla decisiva.
Entonces Churchill propuso su plan estratégico para el que decía que no había alternativa. El imperio otomano, en un avanzado estado de desintegración, controlaba los Dardanelos y el Bósforo, es decir los estrechos que permitían la comunicación entre el Mar Egeo y por ende entre el Mediterráneo Oriental y el Mar Negro. Estanbul, la antigua Constantinopla, en la orilla europea de los estrechos era uno de los últimos dominios de Turquía y el país se había aliado con Alemania y Austria-Hungría contra Inglaterra, Francia y Rusia.
Churchill que ya era uno de los más influyentes políticos conservadores sostenía que forzando los estrechos mediante la poderosa flota aliada y bombradeando Estanbul se provocaría la caída del imperio otomano, se conseguiría que Rumania y Bulgaria se unieran a Servia para combatir a los austríacos y se aliviaría la presión a que estaba sometida la Rusia zarista en el frente oriental.
El abrir un nuevo frente en los Balcanes, obligaría a los alemanes a distraer más tropas de occidente para apoyar a sus aliados austríacos que ya la tenían bastante complicada.
El plan de Churchill naturalmente no se circunscribía a objetivos puramente militares y le echaba el ojo al ingente flujo de cereales y carbón que desde Ucrania se podría sacar al Mediterráneo y Europa desde el Mar Negro.
Sin embargo había un gran objetivo estratégico oculto que no tenía que ver con Europa sino con los grandes intereses coloniales de Inglaterra y en menor medida de Francia e Italia, en Asia y África.
Desde el pináculo de su poderío – cuando Solimán el Magnífico encabezó a los turcos en el sitio de Viena durante el siglo XVI – el imperio otomano había empezado a declinar. Este declive se acentuó durante el siglo XIX. Turquía debió ceder Hungría a Austria; Ucrania y Polonia cambiaron de manos; Egipto pasó a ser un protectorado británico desde 1839; Francia hizo lo propio en Siria y el Líbano y hasta Italia se apoderó de Libia, la última posesión turca en África en 1911.
Terminar con el decadente imperio no solamente culminaría la arrebatiña de sus posesiones por parte de las potencias europeas sino que tenía un gran interés político, cuyas consecuencias sufre la región y el mundo hasta hoy en día: el control colonialista de los recursos petrolíferos de Mesopotamia y el Medio Oriente.
El imperio otomano era musulmán y durante siglos se había adjudicado el papel de defensor de la fe del Islam por lo que para los británicos, el plan de Churchill representaba un golpe al islamismo. A pesar del control autocrático que ejercían los otomanos sobre los pueblos de oriente (árabes, persas, kurdos, etc.) su caída – pensaban los estrategas británicos – impediría que la oposición al colonialismo se identificara y unificara con el Islam.
Naturalmente no se trataba de cálculos religiosos o culturales. Lo que temían los colonialistas europeos era la unificación de sectas, tribus, jeques y reyezuelos, bajo banderas fundamentalistas. Su política, entonces como durante siglos, había obtenido resultados paradojales y ahí está ahora el llamado Estado Islámico para probarlo pero en 1915 los británicos pensaban que una contundente demostración de fuerza, tomando Estanbul y abriendo los estrechos, impediría o dilataría el enfrentamiento con las fuerzas que generaba su política colonial de rapiña en el Oriente Medio.
Un plan temerario y sus jefes ineptos – El plan de Churchill no tuvo mucha oposición en las altas esferas británicas, después de todo el joven Lord del Almirantazgo tenía experiencia en guerras coloniales y su determinación parecía una solución al sangriento atolladero de los campos de Flandes.
De apuro se destacó buena parte de los acorazados y cruceros pesados de la flota británica hacia Alejandría, la base más cercana que tenían los aliados en el área. La flota francesa se les unió bajo el mando británico.
En Egipto se agrupó tropas bisoñas en campos de entrenamiento para el paseo militar que se pensaba se produciría después que la artillería naval pulverizara a los turcos y abriera el camino a Estanbul. A muchos jóvenes irlandeses, australianos y neozelandeses se les ofreció la posibilidad de cubrirse de gloria como británicos de primera clase: se integró el ANZAC (Australia and New Zeland Army Corps).
A mediados de febrero de 1915 empezó la acción. La artillería naval de la flota aliada – el arma más poderosa de la que se disponía en aquel entonces – se desató contra las posiciones turcas en los Dardanelos durante varias semanas. Como suele suceder los almirantes y generales atacantes desconocían el terreno e ignoraban olímpicamente el tipo de fuerzas que enfrentaban.
Los Dardanelos son canales angostos y profundos flanqueados a ambos lados por áridas montañas en las que los turcos, asesorados por los alemanes, estaban bien atrincherados. Los derroteros y mapas que tenían los invasores tenían más de diez años de antiguedad y ninguno advertía que las aguas habían sido profusamente sembradas de minas.
Los bombardeos de febrero porbaron ser ineficaces. Cuando la tormenta de fuego cesaba después de varias horas, los turcos salían de sus refugios, montaban sus obuses y acosaban a los barcos aliados, especialmente a los dragaminas que no podían hacer su trabajo.
El plan de Churchill era predominatemente naval pero después de los pimeros bombardeos los almirantes británicos se dieron cuenta que no podrían superar los estrechos si no contaban con apoyo de infantería en tierra que “limpiara” los fuertes turcos.
A mediados de marzo, azuzados por Churchill y los altos jefes, la flota se lanzó a atravesar los estrechos a cañonazo limpio. Entonces tres acorazados y cruceros pesados se hundieron al chocar con los campos de minas y otros tres quedaron convertidfos en pontones incendiados que hubo que remolcar de apuro a mar abierto. Miles de muertos y desaparecidos y sobre todo la pérdida de la tercera parte de las naves pesadas de la flota terminaron con la fase netamente naval de la aventura.
En medio de celos, envidia y rivalidades entre los jefes máximos, el ministro Kitchener ordenó desembarcos y encomendó al general Ian Hamilton (a quien llamaba “el maldito poeta”) como comnadante de la operación. Hamilton estaba seguro de que barrería la península apenas pusiera pie en ella. Contaba con más de 75.000 hombres (30.000 del ANZAC, 17.000 franceses y 28.000 ingleses e irlandeses).
En Londres compartían el optimismo de Hamilton, se pensaba que los turcos huirían o se rendirían inmediatamente ante sus tropas. Sin embargo, la mano venía muy fea para los pobres soldados expedicionarios. No había barcazas de desembarco, de modo que debían descender de los transportes en chalupas e ir llegando a la playa como podían. No tenían granadas de mano, morteros ni otra cosa que su armamento liviano. Para mejor las municiones escaseaban a mil kilómetros de Alejandría.
En abril se multiplicaron los desembarcos pero todos tuvieron una característica común: no pudieron penetrar tierra adentro y permanecieron clavadas en la playa o un par de cientos de metros más adelante. Todos los puntos estaban dominados por acantilados y colinas en las que los turcos se habían fortificado. Los jefes dirigían las operaciones desde los barcos y los oficiales a cargo de la operación en tierra carecieron de iniciativa para explotar el escaso valor de la sorpresa de modo de tomar tomar las alturas.
Las cabezas de puente se volvieron un verdadero infierno donde los soldados se hacinaban malamente enterrados, permanenetmente bombardeados por la artillería turca, asediados por los francotiradores, sin comida, sin agua, sin municiones y soportando el hedor de cientos y miles de cadáveres que nadie podía recoger y enterrar.
Los grandes jefes habían ignorado las inclemencias del clima y el terreno. El verano extraordinariamente caluroso y la aridez del territorio donde no había ni una gota de agua ni vegetación alguna que protegiera de un sol sacrificial trajeron consigo la disentería. El 80% de los soldados se debatían en su propia mierda y a duras penas eran trasladados cuando estaban en las últimas.
Los piojos y sobre todo las moscas eran un azote. Los testimonios de época señalan que la plaga de moscas era tan abundante que todo estaba cubierto de una especie de negro manto viviente formado por millones de insectos. Era imposible comer sin ingerir decenas o cientos de moscas que se pegaban a la comida, a la boca y a las manos.
El enemigo también había sido menospreciado. Los turcos luchaban con extraordinario coraje y determinación, no se rendían nunca y contraatacaban de día y de noche. El general alemán Otto Liman von Sanders organizó las defensas. Entre los oficiales turcos se destacó el teniente coronel Mustafá Kemal, comandante de una división que llevó el peso de los combates. Valiente y decidido, recibió el sobrenombre de Atatürk (el padre de los turcos) y sería presidente de su país en la década de 1920.
Los británicos pagaron muy cara la inexperiencia e ineptitud de la oficialidad que se vio anonadada por el choque brutal entre lo que esperaban y lo que se encontraron en la península de Gallipoli.
El objetivo oculto prolongó la agonía y el fracaso – Hace exactamente cien años, en junio de 1915, era claro que la batalla de Gallipoli o de los Dardanelos estaba irremisiblemente perdida para los aliados y la pregunta que hay que hacer es ¿porqué el sufrimiento inútil y la agonía de miles y miles de desgraciados soldados se prolongó durante seis terribles meses más?
La respuesta radica en el objetivo oculto que antes mencionamos. El alto mando británico temía que una retirada aumentase su descrédito y fortaleciese a los distintos movimientos nacionalistas y musulmanes, que si bien no eran partidarios de los turcos verían la derrota en Gallipoli como un indicio de debilidad de las potencias coloniales para imponer sus designios en el Medio Oriente, Asia y África.
Finalmente, los costos del fracaso se hicieron insoportables. El Primer Ministro Asquith dimitió y fue reemplazado por David Lloyd George. Churchill perdió su cargo de Primer Lord del Almirantazgo y se fue a comandar un batallón de infantería en Francia. El general Ian Hanilton fue reemplazado por su colega Charles Munro a quien se encargó efectuar una rápida retirada sacando a los sobrevivientes de aquel sangriento atolladero, lo que se consiguió en enero de 1916.
El tétrico balance posiblemente se quede corto por insuficiencias de la información en la época. Se habla de 250.000 bajas entre los aliados y otro tanto entre los turcos. 29.000 soldados británicos e irlandeses, 11.000 australianos y neozelandeses, 16.000 franceses, murieron en Gallipoli. Gravemente heridos y con secuelas irreversibles resultaron 300.000 hombres en ambos bandos.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 724
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