Una pseudociencia basada en la ignorancia
En
los últimos años hemos observado a nivel de la enseñanza universitaria,
especialmente en el área de las ciencias naturales y de la salud, entre
los estudiantes y también entre los docentes, ciertas manifestaciones
solapadas de fundamentalismo religioso, que en lugar de confrontar
abiertamente con el método científico aparecen bajo el manto del llamado
“diseño inteligente”.
La controversia entre ciencia y religión, en cuanto a caminos para que el conocimiento alcance la verdad se ha laudado a favor de la ciencia hace muchos siglos. La inquisición, los autos de fe y la persecución que las iglesias han hecho de los sabios y librepensadores ya era una causa derrotada aunque hubiera obligado a Galileo Galilei a retractarse.
En el mundo académico esto no implicó menoscabo para las religiones pero deslindó el campo de las creencias, el de la fe, del terreno del conocimiento y la razón. Los dogmas religiosos sólo admiten una aceptación incondicional. Para cualquier religión, la duda o la crítica son anatema, herejía y pecado. La ciencia, en cambio, requiere el pensamiento crítico, el uso de las facultades superiores de la mente humana y también la pasión por el conocimiento para resolver los desafíos de la supervivencia y superación de la especie, de la sociedad.
Los fines de la religión y los de la ciencia pueden coincidir, hasta cierto punto, pero los caminos difieren esencialmente. Esto no sería problema para un científico, para un estudioso, para un ciudadano informado, que bien puede adherir a un dogma religioso y sin embargo llevar adelante su trabajo científico. La ciencia y la religión pueden convivir si se desarrollan con tolerancia a partir de una clara comprensión de sus diferencias esenciales: los dogmas religiosos requieren fe y permanencia; los conocimientos científicos raciocinio, duda sistemática, evidencias concretas, donde lo único permanente es la renovación.
Los dogmas religiosos pueden ser reconfortantes y esperanzadores para algunas personas, pueden ayudarles a vivir y a convivir, aunque también pueden establecer desigualdades o servir a para mantener desigualdades entre las personas, hacer imposiciones y sembrar la intolerancia y el odio (si no estás conmigo, estás en mi contra). La ciencia y la religión pueden convivir pero sin que una ingrese inadvertidamente en el campo específico de la otra.
A la ciencia no le interesa explicar los fenómenos sobrenaturales, dar un sentido racional a las creencias religiosas, aunque a las religiones les cuesta mucho (por no decir que les es imposible) aceptar o no confrontar con los hallazgos de la ciencia acerca de la vida humana, sus orígenes y su evolución. También les muy difícil resignar el poder temporal, el dominio sobre la vida de las sociedades y en particular sobre la de sus propios fieles e integrantes, para dedicarse o concentrarse en las cuestiones espirituales.
Naturalmente que esto no quiere decir que las religiones puedan o deban desentenderse de las cuestiones sociales, culturales e incluso políticas pero lo que no puede hacer (o no pueden entender) es que las soluciones en estos campos no pueden quedar libradas a recursos sobrenaturales o se puede descubrir la verdad aplicando dogmas religiosos por más que estos tengan un gran contenido humanista como algunos mandamientos, encíclicas, textos y versículos de profetas, mesías, ayatollas, papas, lamas o popes.
Los Estados Unidos, especialmente en el siglo XIX, fue la cuna de sectas religiosas que al común de los mortales nos resultan exóticas y sus concepciones y dogmas estrambóticos, como el caso de los Mormones o los Testigos de Jehová para no citar sino las más poderosas, machaconas y perseverantes. Algunas de estas sectas, autodenominadas evangélicas, se basan en la interpretación literal de la Biblia y rechazan toda evidencia científica y sostienen que la Tierra y todas las formas de vida fueron creadas por un Dios en seis jornadas de 24 horas, hace poco más de 4.000 años; que después sobrevino el castigo divino del diluvio universal que cubrió toda la superficie del planeta con más de 5.000 metros de agua en lluvias torrenciales (borrón y cuenta nueva); que el agua fue a parar después a los océanos que hasta entonces no existían y que Noe y su fabulosa colección de especies terrestres vivientes se salvó a bordo de un super barco de madera que resistió olas y vendavales y procedió al repoblamiento del orbe. Esto se denominó “creacionismo”.
Estas interpretaciones han ido sido gradualmente liquidadas por los hallazgos de la antropología, la arqueología, la astronomía, la biología, la geografía, la geología, la historia, la paleontología, entre otras disciplinas científicas. Hoy cualquier escolar tiene evidencias bien ilustradas acerca de la edad del planeta (algo más de 4.500 millones de años según la datación por decaimiento radiactivo), la aparición de los primeros homínidos hace más de un millón y medio de años en tierras africanas y la dispersión del Homo Sapiens y sus antecesores (H. Erectus, H. Habilis) por todo el orbe en un proceso espectacularmente rápido de cambios que demandó decenas de miles de años (América del Sur parece haber sido el más reciente de los continentes ocupados y todavía no está claro si esto se produjo hace 30.000 o 15.000 años atrás).
Sin embargo, a pesar de los continuos avances de la ciencia, los creacionistas no dieron el brazo a torcer y perfeccionaron sus versiones de los hechos. Por ejemplo, en relación con el diluvio universal intentan resolver el tema del origen de las aguas señalando que “la mayor parte del agua de nuestro planeta estaba contenida en una especie de ‘cubierta’ de vapor situada en las zonas superiores de la atmósfera y dentro de receptáculos subterráneos. El diluvio se inició al producirse la erupción volcánica de las aguas subterráneas, lo que, causando turbulencia en la atmósfera, ‘rompió la cubierta de agua’ (Marvin Harris 1999, Introducción a la antropología general, p. 42; Madrid: Alianza.)”. Se agrega toda una interpretación sobre el registro fósil. Todas son meras conjeturas carentes de evidencia.
Los intentos del creacionismo para imponer la enseñanza de sus tesituras en las escuelas públicas estadounidenses sufrieron varios reveses. Primero trataron de impedir que se enseñara la teoría de la evolución, basada originalmente en los escritos de Charles Darwin (“El origen de las especies”, de 1859), para sustituirla por los conceptos bíblicos sobre la creación. Cuando estas maniobras iniciadas en varios estados fracasaron por considerarse opuestas a la Constitución, desarrollaron una variante: se trataba de que la creación divina se enseñara a la par que la teoría darwiniana, argumentando que los alumnos debían oír las dos campanas. Esta maniobra también fracasó.
En 1991, Phillip E. Johnson (nacido en 1940), profesor, abogado jubilado y “cristiano renacido” de California, publicó “Darwin on Trial” un libro desarrollado como una especie de juicio con alegatos a favor y en contra del científico inglés pero claramente dirigido a descalificarle. Johnson fue el creador del término “diseño inteligente” y su principal estratega al reducir la cuestión a lo que consideraba esencial, en cuanto al origen de la vida y la complejidad de los seres: ¿se necesita un creador sobrenatural o la naturaleza puede hacerlo por si sola?
El gran mérito de Johnson para su causa fue la conformación de una alianza inestable, pero alianza al fin, entre sectas e iglesias estadounidenses muy diversas, desde los creacionistas duros y puros que creen en una única y absoluta intervención divina hasta los que están dispuestos a replegarse y admitir cierta evolución a partir del “big bang” original, pasando por los que creen en múltiples intervenciones divinas, corrigiendo y enmendando su creación.
Johnson fue uno de los fundadores del Centro para la Ciencia y la Cultura (CCC) del Instituto de Diseño una poderosa institución dotada de fondos aparentemente inagotables para propagandear y promover las técnicas de debate y la presentación de las tesituras del cristianismo ultra conservador y derechista. Los partidarios del “diseño inteligente” debían negarse a hacer precisiones sobre el “creador” a quienes, sin embargo, atribuían el ser responsable de la perfección que advierten en la naturaleza. De este modo se presentan como agnósticos que no afirman ni niegan la existencia de Dios. Según ellos, el creador podría ser un dios o una especie alienígena extraterrestre.
En cambio, ante públicos integrados por creyentes de cualquier religión se presentan como tales y especulan con la identidad de ese “creador supremo”. Entonces tratan de representar al darwinismo y la teoría de la evolución como ateísmo para trasladar el debate al terreno de la polémica sobre “la existencia o inexistencia de Dios” que carece de interés para la ciencia. A partir de esa polémica Johnson trazaba el itinerario que debían seguir sus partidarios: en primer lugar afirmar la indiscutible veracidad de la Biblia; en segundo lugar, referirse al pecado y en tercer lugar plantear el papel de Jesús.
En 1999, un informe interno del CCC – nunca desmentido – establecía que el objetivo era derribar al materialismo y su legado cultural y reemplazarlo con una comprensión religiosa acerca de la naturaleza y de los humanos como criaturas de Dios. La estrategia se planteaba en estos términos: si vemos a la ciencia materialista como un árbol gigantesco debemos actuar como la cuña que emplean los leñadores que, aunque pequeña, puede rajar el tronco si se aplica en los puntos débiles. El objetivo es derribar el conocimiento científico pero explican que se concentran en la evolución porque es un punto fundamental. Quienes analizaron este documento consideran que el “diseño inteligente” ha sido usado como un caballo de Troya para infiltrarse en la enseñanza porque saben que si consiguen entrar en los programas curriculares algún maestro no tardará en presentarlo como creacionismo religioso.
Este texto, conocido comúnmente como el “Documento Cuña”, planteaba objetivos a corto, mediano y largo plazo como la publicación de libros y folletos, los debates públicos con científicos, la divulgación de sus ideas mediante prensa, radio y TV y como fundamental, el afirmar su carácter científico, típica aspiración de las pseudociencias. En esto último no han tenido éxito. Científicos de todas las disciplinas, aún aquellos que en lo personal sustentan concepciones religiosas, cristianas o no, han rechazado de plano la pretensión de que el “diseño inteligente” sea una teoría científica dado que, por definición, lo sobrenatural (el origen divino) no puede ser comprobado porque es cuestión de creencia no de ciencia.
En la estrategia comunicacional del “diseño inteligente” hay otros recursos. Uno de ellos consiste en una inversión intelectual: presentar a la ciencia como una creencia y atacarla diciendo que al sostener que el ser humano es resultado de un proceso evolutivo y no la creación culminante de la obra divina, les sustrae a las personas el significado de la vida y su valor. Bárbara Forrest, filósofa de la Southeastern Louisiana University sostiene que, por el contrario, es a causa de la evolución que somos capaces de vivir vidas cada vez más plenas, dado que nos ha dotado de un sistema nervioso desarrollado, un cerebro, que nos permite interactuar con el medio a un nivel consciente superior.
Por otra parte, Darwin, que no era precisamente antirreligioso, al establecer la teoría científica de la evolución le dio un golpe demoledor a las concepciones de los blancos, racistas e imperialistas, que no solamente colocaban al hombre creado por Dios como señor del universo sino a un hombre blanco que por derecho divino sometía a los pueblos inferiores (negros, amarillos, rojos, mestizos, mulatos). Los conquistadores solían dudar de la humanidad de los indígenas, de los esclavos, que tal vez ni siquiera tenían un alma inmortal, y después los imperialistas, amparados en la superioridad de los blancos basada en su origen divino, negaban a los pueblos sometidos los derechos más elementales.
La teoría de la evolución, al establecer que todos los seres vivos partían de un ancestro común y que la diferenciación era resultado de un largo proceso complejo, mientras que las desigualdades son un fenómeno con causas sociales y culturales pero no biológicas, contribuyó a demoler el sustento de la opresión que se apoyaba en el derecho divino y en la existencia de barreras inmutables entre los seres humanos. Por otra parte, no somos seres especiales que podamos hacer del mundo lo que se nos antoje. La vida existió sin nosotros por miles de millones de años.
Volviendo a los objetivos del “diseño inteligente” recordemos que si no consiguen que la teoría de la evolución sea eliminada de los programas de enseñanza deben tratar de poner en pie de igualdad a la teoría del “diseño inteligente”, de modo que los alumnos sean expuestos a lo que se presenta como “las diferentes teorías sobre los orígenes de la vida”. El CCC mantiene una campaña denominada “Enseñe la controversia” que consiste en cuestionar el carácter científico de la evolución y después sustituirla por el “diseño inteligente”. Para ello explota algunos desacuerdos entre científicos y se apoya en las carencias temporarias del conocimiento sobre la evolución para mostrarla como una “teoría en crisis”.
Vender el “diseño inteligente” no es fácil. La ciencia moderna requiere la confrontación de sus hallazgos, la presentación de resultados, el análisis de estos por otros científicos y nada de esto lo cumplen las afirmaciones de la pseudociencia. Las mayores fortalezas del “diseño inteligente” radican en su ambigüedad, su oportunismo y en que se apoya en la ignorancia, la pereza y los temores. De este modo, un científico o un profesional que duda de su propia capacidad o que se encuentra desbordado por los desafíos de la investigación o de su trabajo bien puede adoptar la tranquilizadora idea que las complejidades que enfrenta se deben a que han sido creadas por un ser supremo y que la verdad resulta inescrutable.
El mismo Charles Darwin anticipó una respuesta a estos problemas. Hace más de 160 años advirtió que serían los ignorantes y no los sabios quienes dirían “esto jamás podrá resolverlo la ciencia”.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 763
La controversia entre ciencia y religión, en cuanto a caminos para que el conocimiento alcance la verdad se ha laudado a favor de la ciencia hace muchos siglos. La inquisición, los autos de fe y la persecución que las iglesias han hecho de los sabios y librepensadores ya era una causa derrotada aunque hubiera obligado a Galileo Galilei a retractarse.
En el mundo académico esto no implicó menoscabo para las religiones pero deslindó el campo de las creencias, el de la fe, del terreno del conocimiento y la razón. Los dogmas religiosos sólo admiten una aceptación incondicional. Para cualquier religión, la duda o la crítica son anatema, herejía y pecado. La ciencia, en cambio, requiere el pensamiento crítico, el uso de las facultades superiores de la mente humana y también la pasión por el conocimiento para resolver los desafíos de la supervivencia y superación de la especie, de la sociedad.
Los fines de la religión y los de la ciencia pueden coincidir, hasta cierto punto, pero los caminos difieren esencialmente. Esto no sería problema para un científico, para un estudioso, para un ciudadano informado, que bien puede adherir a un dogma religioso y sin embargo llevar adelante su trabajo científico. La ciencia y la religión pueden convivir si se desarrollan con tolerancia a partir de una clara comprensión de sus diferencias esenciales: los dogmas religiosos requieren fe y permanencia; los conocimientos científicos raciocinio, duda sistemática, evidencias concretas, donde lo único permanente es la renovación.
Los dogmas religiosos pueden ser reconfortantes y esperanzadores para algunas personas, pueden ayudarles a vivir y a convivir, aunque también pueden establecer desigualdades o servir a para mantener desigualdades entre las personas, hacer imposiciones y sembrar la intolerancia y el odio (si no estás conmigo, estás en mi contra). La ciencia y la religión pueden convivir pero sin que una ingrese inadvertidamente en el campo específico de la otra.
A la ciencia no le interesa explicar los fenómenos sobrenaturales, dar un sentido racional a las creencias religiosas, aunque a las religiones les cuesta mucho (por no decir que les es imposible) aceptar o no confrontar con los hallazgos de la ciencia acerca de la vida humana, sus orígenes y su evolución. También les muy difícil resignar el poder temporal, el dominio sobre la vida de las sociedades y en particular sobre la de sus propios fieles e integrantes, para dedicarse o concentrarse en las cuestiones espirituales.
Naturalmente que esto no quiere decir que las religiones puedan o deban desentenderse de las cuestiones sociales, culturales e incluso políticas pero lo que no puede hacer (o no pueden entender) es que las soluciones en estos campos no pueden quedar libradas a recursos sobrenaturales o se puede descubrir la verdad aplicando dogmas religiosos por más que estos tengan un gran contenido humanista como algunos mandamientos, encíclicas, textos y versículos de profetas, mesías, ayatollas, papas, lamas o popes.
Los Estados Unidos, especialmente en el siglo XIX, fue la cuna de sectas religiosas que al común de los mortales nos resultan exóticas y sus concepciones y dogmas estrambóticos, como el caso de los Mormones o los Testigos de Jehová para no citar sino las más poderosas, machaconas y perseverantes. Algunas de estas sectas, autodenominadas evangélicas, se basan en la interpretación literal de la Biblia y rechazan toda evidencia científica y sostienen que la Tierra y todas las formas de vida fueron creadas por un Dios en seis jornadas de 24 horas, hace poco más de 4.000 años; que después sobrevino el castigo divino del diluvio universal que cubrió toda la superficie del planeta con más de 5.000 metros de agua en lluvias torrenciales (borrón y cuenta nueva); que el agua fue a parar después a los océanos que hasta entonces no existían y que Noe y su fabulosa colección de especies terrestres vivientes se salvó a bordo de un super barco de madera que resistió olas y vendavales y procedió al repoblamiento del orbe. Esto se denominó “creacionismo”.
Estas interpretaciones han ido sido gradualmente liquidadas por los hallazgos de la antropología, la arqueología, la astronomía, la biología, la geografía, la geología, la historia, la paleontología, entre otras disciplinas científicas. Hoy cualquier escolar tiene evidencias bien ilustradas acerca de la edad del planeta (algo más de 4.500 millones de años según la datación por decaimiento radiactivo), la aparición de los primeros homínidos hace más de un millón y medio de años en tierras africanas y la dispersión del Homo Sapiens y sus antecesores (H. Erectus, H. Habilis) por todo el orbe en un proceso espectacularmente rápido de cambios que demandó decenas de miles de años (América del Sur parece haber sido el más reciente de los continentes ocupados y todavía no está claro si esto se produjo hace 30.000 o 15.000 años atrás).
Sin embargo, a pesar de los continuos avances de la ciencia, los creacionistas no dieron el brazo a torcer y perfeccionaron sus versiones de los hechos. Por ejemplo, en relación con el diluvio universal intentan resolver el tema del origen de las aguas señalando que “la mayor parte del agua de nuestro planeta estaba contenida en una especie de ‘cubierta’ de vapor situada en las zonas superiores de la atmósfera y dentro de receptáculos subterráneos. El diluvio se inició al producirse la erupción volcánica de las aguas subterráneas, lo que, causando turbulencia en la atmósfera, ‘rompió la cubierta de agua’ (Marvin Harris 1999, Introducción a la antropología general, p. 42; Madrid: Alianza.)”. Se agrega toda una interpretación sobre el registro fósil. Todas son meras conjeturas carentes de evidencia.
Los intentos del creacionismo para imponer la enseñanza de sus tesituras en las escuelas públicas estadounidenses sufrieron varios reveses. Primero trataron de impedir que se enseñara la teoría de la evolución, basada originalmente en los escritos de Charles Darwin (“El origen de las especies”, de 1859), para sustituirla por los conceptos bíblicos sobre la creación. Cuando estas maniobras iniciadas en varios estados fracasaron por considerarse opuestas a la Constitución, desarrollaron una variante: se trataba de que la creación divina se enseñara a la par que la teoría darwiniana, argumentando que los alumnos debían oír las dos campanas. Esta maniobra también fracasó.
En 1991, Phillip E. Johnson (nacido en 1940), profesor, abogado jubilado y “cristiano renacido” de California, publicó “Darwin on Trial” un libro desarrollado como una especie de juicio con alegatos a favor y en contra del científico inglés pero claramente dirigido a descalificarle. Johnson fue el creador del término “diseño inteligente” y su principal estratega al reducir la cuestión a lo que consideraba esencial, en cuanto al origen de la vida y la complejidad de los seres: ¿se necesita un creador sobrenatural o la naturaleza puede hacerlo por si sola?
El gran mérito de Johnson para su causa fue la conformación de una alianza inestable, pero alianza al fin, entre sectas e iglesias estadounidenses muy diversas, desde los creacionistas duros y puros que creen en una única y absoluta intervención divina hasta los que están dispuestos a replegarse y admitir cierta evolución a partir del “big bang” original, pasando por los que creen en múltiples intervenciones divinas, corrigiendo y enmendando su creación.
Johnson fue uno de los fundadores del Centro para la Ciencia y la Cultura (CCC) del Instituto de Diseño una poderosa institución dotada de fondos aparentemente inagotables para propagandear y promover las técnicas de debate y la presentación de las tesituras del cristianismo ultra conservador y derechista. Los partidarios del “diseño inteligente” debían negarse a hacer precisiones sobre el “creador” a quienes, sin embargo, atribuían el ser responsable de la perfección que advierten en la naturaleza. De este modo se presentan como agnósticos que no afirman ni niegan la existencia de Dios. Según ellos, el creador podría ser un dios o una especie alienígena extraterrestre.
En cambio, ante públicos integrados por creyentes de cualquier religión se presentan como tales y especulan con la identidad de ese “creador supremo”. Entonces tratan de representar al darwinismo y la teoría de la evolución como ateísmo para trasladar el debate al terreno de la polémica sobre “la existencia o inexistencia de Dios” que carece de interés para la ciencia. A partir de esa polémica Johnson trazaba el itinerario que debían seguir sus partidarios: en primer lugar afirmar la indiscutible veracidad de la Biblia; en segundo lugar, referirse al pecado y en tercer lugar plantear el papel de Jesús.
En 1999, un informe interno del CCC – nunca desmentido – establecía que el objetivo era derribar al materialismo y su legado cultural y reemplazarlo con una comprensión religiosa acerca de la naturaleza y de los humanos como criaturas de Dios. La estrategia se planteaba en estos términos: si vemos a la ciencia materialista como un árbol gigantesco debemos actuar como la cuña que emplean los leñadores que, aunque pequeña, puede rajar el tronco si se aplica en los puntos débiles. El objetivo es derribar el conocimiento científico pero explican que se concentran en la evolución porque es un punto fundamental. Quienes analizaron este documento consideran que el “diseño inteligente” ha sido usado como un caballo de Troya para infiltrarse en la enseñanza porque saben que si consiguen entrar en los programas curriculares algún maestro no tardará en presentarlo como creacionismo religioso.
Este texto, conocido comúnmente como el “Documento Cuña”, planteaba objetivos a corto, mediano y largo plazo como la publicación de libros y folletos, los debates públicos con científicos, la divulgación de sus ideas mediante prensa, radio y TV y como fundamental, el afirmar su carácter científico, típica aspiración de las pseudociencias. En esto último no han tenido éxito. Científicos de todas las disciplinas, aún aquellos que en lo personal sustentan concepciones religiosas, cristianas o no, han rechazado de plano la pretensión de que el “diseño inteligente” sea una teoría científica dado que, por definición, lo sobrenatural (el origen divino) no puede ser comprobado porque es cuestión de creencia no de ciencia.
En la estrategia comunicacional del “diseño inteligente” hay otros recursos. Uno de ellos consiste en una inversión intelectual: presentar a la ciencia como una creencia y atacarla diciendo que al sostener que el ser humano es resultado de un proceso evolutivo y no la creación culminante de la obra divina, les sustrae a las personas el significado de la vida y su valor. Bárbara Forrest, filósofa de la Southeastern Louisiana University sostiene que, por el contrario, es a causa de la evolución que somos capaces de vivir vidas cada vez más plenas, dado que nos ha dotado de un sistema nervioso desarrollado, un cerebro, que nos permite interactuar con el medio a un nivel consciente superior.
Por otra parte, Darwin, que no era precisamente antirreligioso, al establecer la teoría científica de la evolución le dio un golpe demoledor a las concepciones de los blancos, racistas e imperialistas, que no solamente colocaban al hombre creado por Dios como señor del universo sino a un hombre blanco que por derecho divino sometía a los pueblos inferiores (negros, amarillos, rojos, mestizos, mulatos). Los conquistadores solían dudar de la humanidad de los indígenas, de los esclavos, que tal vez ni siquiera tenían un alma inmortal, y después los imperialistas, amparados en la superioridad de los blancos basada en su origen divino, negaban a los pueblos sometidos los derechos más elementales.
La teoría de la evolución, al establecer que todos los seres vivos partían de un ancestro común y que la diferenciación era resultado de un largo proceso complejo, mientras que las desigualdades son un fenómeno con causas sociales y culturales pero no biológicas, contribuyó a demoler el sustento de la opresión que se apoyaba en el derecho divino y en la existencia de barreras inmutables entre los seres humanos. Por otra parte, no somos seres especiales que podamos hacer del mundo lo que se nos antoje. La vida existió sin nosotros por miles de millones de años.
Volviendo a los objetivos del “diseño inteligente” recordemos que si no consiguen que la teoría de la evolución sea eliminada de los programas de enseñanza deben tratar de poner en pie de igualdad a la teoría del “diseño inteligente”, de modo que los alumnos sean expuestos a lo que se presenta como “las diferentes teorías sobre los orígenes de la vida”. El CCC mantiene una campaña denominada “Enseñe la controversia” que consiste en cuestionar el carácter científico de la evolución y después sustituirla por el “diseño inteligente”. Para ello explota algunos desacuerdos entre científicos y se apoya en las carencias temporarias del conocimiento sobre la evolución para mostrarla como una “teoría en crisis”.
Vender el “diseño inteligente” no es fácil. La ciencia moderna requiere la confrontación de sus hallazgos, la presentación de resultados, el análisis de estos por otros científicos y nada de esto lo cumplen las afirmaciones de la pseudociencia. Las mayores fortalezas del “diseño inteligente” radican en su ambigüedad, su oportunismo y en que se apoya en la ignorancia, la pereza y los temores. De este modo, un científico o un profesional que duda de su propia capacidad o que se encuentra desbordado por los desafíos de la investigación o de su trabajo bien puede adoptar la tranquilizadora idea que las complejidades que enfrenta se deben a que han sido creadas por un ser supremo y que la verdad resulta inescrutable.
El mismo Charles Darwin anticipó una respuesta a estos problemas. Hace más de 160 años advirtió que serían los ignorantes y no los sabios quienes dirían “esto jamás podrá resolverlo la ciencia”.
Por el Lic. Fernando Britos V.
La ONDA digital Nº 763
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