miércoles, 7 de diciembre de 2011

Los trabajos y los días



II Jornadas de Gestión Universitaria Integral de la Facultad de Psicología – Ponencia “Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo y Estudio”

FUNCIONARIOS DE LA UNIVERSIDAD DE LA REPÚBLICA:  SUS TRABAJOS Y SUS DÍAS
Lic. Fernando Britos V. – 9 de abril de 2010

RESUMEN  
Este trabajo está apuntado a la prevención del “trabajo sucio” y por ende a enfrentar el sufrimiento que este tipo de actividades provoca así como los problemas que plantea a la Universidad de la República y al cumplimiento de sus cometidos fundamentales para el país. Comienza con una definición de lo que se da en llamar “trabajo sucio” y las diferentes categorías que pueden distinguirse, sobre la base del fenómeno de la estigmatización o el desprestigio que es esencial en el mismo. Se hace referencia a los mecanismos de defensa, individuales y colectivos, que los trabajadores adoptan para protegerse de la estigmatización, del sufrimiento y del deterioro de su identidad. Se dedican algunos párrafos a las evidencias que indican que el trabajo universitario es percibido como “trabajo sucio” y en particular el que desempeñan los funcionarios no docentes de la Universidad de la República. Finalmente se plantean algunas inquietudes y propuestas respecto a los mecanismos de defensa colectivos y más concretamente los institucionales que podrían desarrollarse para desvelar, prevenir y enfrentar el “trabajo sucio” en términos concretos.






1 - Distintos tipos de “trabajo sucio”
Los años y de los episodios que acaecen demandan nuestra reflexión sobre la condición de funcionario de la Universidad de la República y, en especial, acerca del sufrimiento en el trabajo, siguiendo las enseñanzas de Christophe Dejours (1). El asesinato de Miriam Soto nos enfrenta brutalmente con la urgencia de un abordaje  impostergable. Que esta compañera haya sido víctima de un atentado terrorista no puede ser confinado en el terreno de lo episódico, terrible y ajeno. Mientras las posibilidades de que se haga justicia se desvanecen debemos manifestar que esta es un hecho desgarrador y profundamente nuestro que nos reclama un análisis concreto y a fondo de la condición de funcionario universitario y del sufrimiento en el trabajo. Tal vez sea el mejor homenaje a quienes han dedicado su vida a servir a la Universidad de la República y la han perdido, como Miriam, o han visto quebrantada su salud y amargada su existencia por razones cuyos orígenes se encuentran, inevitablemente, en su trabajo.
Empecemos con algunas consideraciones sobre los llamados “trabajos sucios”, aquellos que la sociedad estima necesarios pero que, al mismo tiempo, considera, hipócritamente, como manchados, contaminados, carentes de prestigio o sencillamente de mala fama, es decir estigmatizados (2). El fenómeno mismo de la estigmatización, siendo como es una construcción social, no está desprovisto de valores, en el sentido que no es imputable a una sociedad abstracta sino a una en condiciones concretas, históricas, sociales y políticas.
La estigmatización tiene un fuerte sentido ideológico: los excluidos, los marginados, los contaminados, lo son desde el punto de vista ideológico de las clases dominantes y no desde el de una sociedad abstracta como lo recordaba Alvin Gouldner (3). La estigmatización sirve para relegar a ciertos grupos, etnias o clases sociales y, en concreto, permite pagar menores salarios, brindar menor reconocimiento con todo lo que ello implica (peor educación, precaria atención de la salud, peor vivienda, bajos salarios, ausencia de prestaciones, etc.) pero también para que lo debido se transforme en dádiva y para quienes, estando en el mismo barco, se aseguren un camarote confortable y ,al final, un puesto en el bote salvavidas.
            Los “trabajos sucios” se incluyen en algunas  de estas categorías:
a) Trabajos que se consideran físicamente contaminados, ya sea por los peligros que pesan directamente sobre la integridad física (bomberos, policías, obreros de canteras o de la construcción, taxistas nocturnos, etc.) o por su contacto con fluidos o deshechos corporales, basura, material contaminado (por ejemplo: médicos forenses, enfermeros, camilleros, matarifes, sepultureros, limpiadores, basureros, hurgadores, etc.). Algunos son gozan de cierto prestigio pero ello no excluye el estigma de tipo físico.
b) Trabajos socialmente estigmatizados, ya sea por el papel que juegan en la división del trabajo (trabajos de bajo o nulo prestigio, repetitivos, extendidos, pesados, invasivos, poco visibles, que no se limitan al trabajo manual, como por ejemplo el de ciertos operarios, porteros, vigilantes, serenos, digitadores, archivistas, etc.), o bien por su contacto ocupacional con grupos o personas estigmatizados (guardias carcelarios, asistentes sociales, enfermeros psiquiátricos, administrativos de pompas fúnebres, etc.). El grado y la forma de estigmatización social más frecuente tiene que ver con la relación que mantienen ciertos trabajadores con el poder; los excluidos formalmente del mismo – como es el caso de los funcionarios no docentes de la Universidad de la República – pueden mantener cierto prestigio pero, en general, no obtienen reconocimiento alguno y sufren una estigmatización sensible. Ciertos oficios o trabajos son estigmatizados socialmente por lo que se percibe como una condición de servilismo o servidumbre (por ejemplo, el trabajo doméstico, remunerado o no, los hurgadores, los limpiadores, las secretarias, los porteros, los repartidores, etc., etc.).
c) Trabajos moralmente estigmatizados: los que suelen considerarse como al margen de las normas, ya sea en forma potencial o real, o los que se comprenden actividades comúnmente censuradas o delictivas (por ejemplo: bailarines desnudistas, animadoras, vedettes, patovicas y guardaespaldas, cobradores, corredores de apuestas, quienes practican la prostitución, los que explotan los chismes de la farándula, traficantes, contrabandistas, etc., etc.).
Muchos oficios o actividades son estigmatizadas según dos o todas las categorías pero basta que se configuren los indicadores de una de ellas para que un oficio deba ser considerado como “sucio”. Algunos expertos tienden a interesarse en los estigmas de tipo físico y más precisamente ergonómicos, por ejemplo los riesgos y percepciones que acompañan a los trabajos de gran exigencia física y de esfuerzo continuado o que afectan los sistemas, visual, auditivo, nervioso, músculo-esquelético, etc.. A veces no se va más allá  de la determinación del trabajo insalubre en sentido convencional. Si bien el deterioro físico y las lesiones de todo tipo deben ser prevenidas esto no agota los problemas relativos al malestar psicofísico, al aislamiento y la soledad, la exclusión y la invisibilidad social, la falta de perspectivas y de incentivos (incluyendo los económicos), la rutina y sobretodo el deterioro de la identidad de los trabajadores, entre  otros asuntos que requieren nuevos enfoques, nuevas disciplinas como la psicopatología del trabajo entre otras.

2 – Trabajo sucio, estigmatización, sufrimiento en el trabajo y mecanismos de defensa
Para enfrentar el sufrimiento en el trabajo y superar los efectos perniciosos del estigma (esto es de un estereotipo negativo que pesa sobre el oficio y por extensión tiñe la vida del trabajador, invade su intimidad y la de su familia) los trabajadores desarrollan, en forma más o menos consciente, mecanismos de defensa individuales y colectivos. Estos no siempre son eficaces y suelen fallar o verse rebasados. Cuando eso sucede el desenlace puede ser catastrófico y puede acarrear desde la pérdida de la vida por accidentes o suicidio hasta la incapacidad o enfermedades graves.
Los estigmas y estereotipos más conocidos (pero no menos insidiosos) son los vinculados con la discriminación de género, sexual, racial, religiosa, filosófica o política. Estos estigmas pueden combinarse e interactuar potenciándose de modo que no es preciso recordar los vuelos de la muerte  o las dificultades para investigar a fondo los crímenes del terrorismo de Estado, para enjuiciar a los culpables y para reparar sin mezquindades a quienes sufrieron mayor perjuicio por la dictadura en nuestro país, para sopesar el alcance deletéreo y perdurable de semejantes combinaciones extremas.
Erving Goffman (4) demostró, que los estigmas atacan la identidad de las personas y los grupos, incluyendo naturalmente las clases sociales. Una identidad deteriorada, una autoestima erosionada por el menosprecio y la exclusión, no solamente hace más difícil el trabajo cotidiano sino que es la puerta abierta para todo tipo de enfermedades y afecciones individuales y trastornos colectivos. La identidad deteriorada es la expresión más sensible del sufrimiento en el trabajo.
Algunos de los mecanismos más frecuentes son: la negación (que implica cierto grado de disociación y/o aislamiento, por ejemplo mediante el desarrollo de una especie de “doble vida” por personas que en su casa o en su barrio no hablan de su trabajo o incluso ocultan o maquillan el modo en que se ganan la vida como forma de evitar el estigma); el desplazamiento (mediante el cual la persona deposita en otros o en aspectos parciales de su trabajo el origen del estigma) o la proyección (cuando se atribuye a otros individuos la carga del estigma propio del trabajo sucio).
Muchas veces no se percibe una línea divisoria nítida entre los mecanismos individuales y los colectivos. Son raros los casos en que no existen mecanismos colectivos pero cuando se debilitan o erosionan resulta muy difícil que los  individuales sean capaces de resistir la censura y descalificación, lo cual acarrea quebrantos de la salud psicofísica, aislamiento y pérdida de contacto con la realidad, accidentes de trabajo, etc.
Los mecanismos de defensa colectivos deben ser estudiados en términos concretos durante periodos prolongados y no es fácil que una simple encuesta o un conjunto de entrevistas permitan apreciarlos en funcionamiento. La mayoría de las personas que se ocupan en “trabajos sucios” son conscientes del estigma o de algunas de sus manifestaciones asociadas y adhieren de uno u otro modo a ciertos tipos de ideologías ocupacionales. Dichas ideologías ocupacionales son explicaciones, racionalizaciones o creencias que los trabajadores elaboran para amortiguar los efectos de la estigmatización al acentuar los aspectos positivos de su labor y quitarle relevancia a los negativos.
En algún caso las ideologías defensivas pueden implicar cierto grado de confrontación con la percepción social o el desprestigio que expresa el estigma. A veces esa confrontación asume formas humorísticas, bromas o rituales, mediante los cuales el colectivo estigmatizado intenta aliviar las tensiones, desviar la mala fama y reivindicar el ejercicio de su trabajo. La confrontación también se dirige contra quienes hacen caudal de la estigmatización y esto implica una actitud más reactiva ante conductas presuntamente inapropiadas de otros actores sociales.
Los más importantes mecanismos de defensa colectivos son aquellos que se basan en la solidaridad, solidaridad entre trabajadores, solidaridad de grupo o de clase. La solidaridad tiende a generar verdaderas redes sociales de protección no solamente para los trabajadores sino para sus familias. La solidaridad permite destacar los aspectos positivos del trabajo, apoyar a quienes se inician y rodear a quienes enfrentan dificultades. Uno de los aspectos importantes de estas redes, institucionalizadas o no, es el de promover la socialización de la experiencia.
Muchas veces los intercambios no van más allá de un “momento catártico” donde los trabajadores intercambian quejas, se expresan libremente sobre las dificultades que encuentran pero no promueven soluciones o actitudes colectivas para cambiar la situación. Sería un error menospreciar estas instancias porque en realidad son una válvula de escape y de intercambio de experiencias que fortalecen la solidaridad entre quienes hacen  el “trabajo sucio”.
Los mecanismos colectivos de defensa pueden adoptar la forma de mecanismos institucionales. Cuando las instituciones asumen seriamente la necesidad de defender a sus trabajadores generan procedimientos como, por ejemplo, el entrenamiento para el manejo de la tensión, la rotación de los trabajadores más expuestos, periodos sabáticos, programas asistenciales y de prevención de la salud, respaldo para el estudio y la modificación de las condiciones de trabajo, sitios web para intercambio de información profesional específica, colonias de vacaciones y salario vacacional, programas de alcance familiar con atención y respaldo para niños, jóvenes y ancianos, guarderías, gimnasios, apoyo pre jubilatorio, etc., etc.
Como es fácil darse cuenta los mecanismos institucionales no funcionarán si quienes dirigen no tienen una valoración adecuada del trabajo que llevan a cabo sus funcionarios. Cuando esta valoración es inadecuada o meramente convencional, la organización no solamente desaprovecha las oportunidades para desarrollar y mejorar los mecanismos colectivos de defensa sino que puede ser un ingrediente más del proceso de la estigmatización y del desapercibido deterioro de la autoestima e identidad de los trabajadores.

3 - Evidencias del estigma que pesa sobre quienes trabajan en la Universidad
Por definición los “trabajos sucios” tienen una pretensión uniformizante, es decir que el estigma o menosprecio que los caracteriza establece pocas diferencias entre las más altas jerarquías y los más noveles o modestos de los funcionarios. Sin embargo, el estigma puede convivir con el prestigio y naturalmente con el desprestigio en forma corriente y a veces contradictoria o ambigua. Un ejemplo es el de los médicos forenses quienes ocupan la cúspide de quienes trabajan con cadáveres (en el otro extremo están los sepultureros y los evisceradores). Comparten el estigma que implica tratar cotidianamente con cuerpos muertos pero son “doctores” y en cierto sentido “señores de la muerte” en la medida que aparecen como los descubridores de la verdad final en casos generalmente muy mediáticos.
Ser Rector, Decano, Director de una Escuela o catedrático, por ejemplo, conlleva un justo prestigio que resguarda, hasta cierto punto, a quienes ocupan esos puestos de las consecuencias de la estigmatización, pero el estigma es el resultado de un conjunto de percepciones cuyo arraigo en el imaginario colectivo es promovido, muchas veces en forma no deliberada, y que son “corroboradas” por hechos concretos. Por ejemplo, un factor de desprestigio para la Universidad de la República es su aparente conservadurismo, su pesadez e ineficiencia para cambiar su modalidad o adoptar nuevas prácticas. Que esta percepción pueda ser exacta o no resulta secundario cuando caemos en cuenta que pasan los años y las décadas y la Ley Orgánica permanece inmutable, la estructura federal impertérrita y el juego de suma cero se enseñorea de todos los ámbitos y conduce al fracaso a las mejores intenciones de reforma.
Nadie está totalmente a salvo de estas formas de desprestigio. Dentro del circuito cerrado de la cúpula de una organización es capaz de traducirse como resignación, impotencia o con el conocido reflejo de condenar al mensajero. En el caso de la Universidad, donde más fuertemente se manifiesta una forma de estigmatización social, es en actitudes hacia los llamados funcionarios no docentes. La misma denominación “no docentes” es una definición que los uniformiza por la negativa, se trata de los excluidos, las ‘no personas’ de la Universidad de la República. Este no es un problema de nominalismo sino simplemente una expresión de vieja data que refleja la exclusión original de varios miles de funcionarios de la calidad de universitarios, legalmente ajenos al cogobierno y con una “identidad deteriorada”.
Los extraordinarios esfuerzos que ha realizado la Universidad en los últimos tiempos para mejorar las remuneraciones de los universitarios – que en términos absolutos y relativos siguen figurando entre las más bajas de América Latina – no han sido capaces de superar una de las consecuencias del desprestigio. Esto es especialmente sensible entre los funcionarios no docentes de carrera y hace muchos años lo sintetizaba una compañera diciendo “cuando digo donde trabajo no digo cuanto gano y cuando digo lo que gano no digo donde trabajo”. En suma, las bajas remuneraciones son un indicador de fallas en el reconocimiento del valor social de una ocupación, precisamente uno de los indicadores de “trabajo sucio”.
Los escalafones no docentes típicos son cinco: A (Profesional), B (Técnico), C (Administrativo), D (Especializado), E (Oficios), F (Servicios Generales). Además existen tres escalafones accesorios cuya real existencia tiene que ver, precisamente, con la necesidad de salvaguardarlos de la estigmatización y de darle a las cúpulas mayor “libertad” para designar y promover personal de confianza. Entre estos escalafones están el R (engañosamente denominado de Renovación Permanente de Conocimientos) cuya principal característica radica en burlar la carrera funcionarial y escalafones de Analista y Analista Programador del Hospital de Clínicas y del Servicio Central de Informática que son una aberración desarrollada bajo la invocación de circunstancias de mercado. Los tres comparten una remuneración especial, cuestión no menor a la hora de establecer si pertenecen o no en la categoría de “trabajo sucio”.
Por otra parte, los funcionarios universitarios - incluyendo a los docentes quienes tratan desesperada e infructuosamente de escapar del estereotipo - están incluidos en la clásica etiqueta de los funcionarios públicos: “burócratas”, “acomodaticios”, “inútiles”, “ineptos”, “corruptos”, “ñoquis”,” incapaces” y por añadidura “inamovibles”. La función pública no electiva (es decir todos los cargos de carrera y no políticos o de particular confianza) caen, a pesar de un mayor o menor prestigio, dentro de la categoría de “trabajo sucio”. Entre ellos, también es obvio que el escalafón de Servicios Generales es la cenicienta más estigmatizada y por ende empieza más abajo y a gatas alcanza a la tercera parte del desarrollo de los escalafones que tienen algún prestigio.
Estas inequidades en la estructura escalafonaria no solamente implican inexplicables diferencias salariales (igual trabajo, distinta remuneración; igual remuneración, distinto trabajo) sino que son la expresión más clara de las limitaciones o inexistencia de la carrera funcionarial. Desde 1985 a la fecha la Universidad ha realizado intentos para dotarse de algunos elementos de política de personal pero hay que señalar que carece de la misma en el sentido de una concepción articulada, flexible, transparente y moderna. Un funcionario no docente difícilmente podrá tener más de dos o tres ascensos en toda su trayectoria. Los concursos se dilatan y complican en forma extraordinaria y no hay perspectivas claras de carrera desde el momento en que nunca se sabe exactamente cuales son las vacantes, donde están y cómo son los cargos. El proceso de provisión de estos, al culminar los concursos, se transforma en un vergonzoso peregrinaje y en dilatadas manipulaciones. Este es un claro indicador de “trabajo sucio”.
La participación de los funcionarios en las instancias de intercambio de ideas y de decisión que les afectan es muy limitada, en lo fundamental por la discriminación que sufren los no docentes. Debe señalarse que su inclusión formal en el cogobierno resultará en un nuevo y estrepitoso fracaso si no se atacan las razones de fondo que están en el origen del bajo prestigio y que son el motor de la estigmatización. La invisibilidad de los funcionarios no docentes no es un fenómeno óptico y su exclusión o menosprecio no son fenómenos puramente formales o protocolarios sino que responden a una visibilidad o relevancia social. Los funcionarios son relevantes por defecto, es decir solamente se percibe su ausencia o su ineficiencia mientras que su eficacia, su aporte, su iniciativa por lo general son sencillamente ignoradas. Esto hace que su trabajo caiga en la categoría de “trabajo sucio”.
La relación entre un aparato de gestión formado por funcionarios de carrera, funcionarios cuya profesión es atender las distintas actividades que requiere la gestión de una organización compleja y las autoridades electivas (y la Universidad de la República es mucho más compleja que la más compleja de las empresas públicas o privadas) siempre entraña una tensión que no siempre se resuelve bien y nunca se produce sino a través de un proceso. También sería una ingenuidad imperdonable el ignorar que los aspectos estructurales formales (incluyendo los escalafones, el salario, las promociones, las competencias, la representatividad, la participación, etc.) están entretejidos, a veces disimulados y siempre confundidos con una serie de relaciones informales, usos y normas no escritas y también inconfesables, con los cuales “se acomodan las cargas”. Esto comprende las pequeñas y grandes manipulaciones, la dadivosidad, los dones o la tolerancia mutua entre actores que tienen sus prácticas inextricablemente entrelazadas. Estos “intercambios” también tienen como objeto aliviar los estigmas del trabajo sucio y son, en cierta forma, parte endeble de los mecanismos de defensa colectivos.
En la Universidad se producen muchísimos más cambios de gobierno cada cuatro años que en la totalidad de la administración pública cada cinco años y eso acarrea una experiencia bastante grande en la cual algunos fenómenos tienden a repetirse. Uno de ellos, por ejemplo, es el de que un nuevo jerarca electo y sus colaboradores (cargos de confianza) por lo general tienen preconceptos muy teñidos por la estigmatización de los funcionarios no docentes. Cada uno de los aspirantes quiere “torear con su cuadrilla” y busca rodearse de una corte de cargos de confianza. Muy pocas veces se percibe el valor que representa la experiencia acumulada por los funcionarios y esto genera la proliferación de “cargos de confianza” (escalafón R y otras formas de paracaidismo), el desplazamiento o desconocimiento de la carrera funcionarial y profundas confusiones, deliberadas o no, en la forma en que se maneja la responsabilidad (y naturalmente la autoridad) en cuanto a cargos de línea y cargos de staff o asesores.
Esto ocasiona, por ejemplo, que al cabo de un concurso de ascenso, se complique la provisión de vacantes porque los jerarcas se resisten a incorporar a funcionarios que no conocen, y que suponen de antemano ineptos, al tiempo que intentan mantener al bueno o “al malo conocido” mediante maniobras y dilatorias o a “traer” de otros servicios a sus fieles pasando por encima de la prelación y otros principios de buena y legal administración. Estos hechos terminan siendo infamantes para todos los funcionarios universitarios, incluyendo a quienes los promueven.
Como es de suponer, las funciones de gestión resultan forzosamente degradadas o menospreciadas lo cual se traduce en una pasmosa ignorancia de los problemas administrativos y logísticos por parte de las autoridades. Un trato cordial, tolerante, meticuloso, permisivo o dadivoso, va acompañado, muchas veces, por un menosprecio por la tarea y las funciones que desempeñan los funcionarios no docentes. Algunos universitarios consideran a sus compañeros a través del mecanismo del desplazamiento como los burócratas que se empeñan en trabar sus iniciativas o personas dedicadas a hacerles cumplir requisitos estúpidos e inútiles. Hay que analizar los discursos para darse cuenta como opera la invisibilidad de los funcionarios responsables de la gestión y el menosprecio del que son sistemáticamente objeto. Los ejemplos abundan.
Reiteradamente aparece la concepción subyacente de que el trabajo de gestión es “trabajo sucio” por lo que se piensa que solamente recurriendo a la cúpula tecnocrática o a consultores externos es posible conseguir resultados. Para muchos desprevenidos, prestigio y aptitud son equivalentes porque, consciente o inconscientemente, identifican al “trabajo sucio” con el manido estereotipo de la ineptitud, la holgazanería y la pasividad de los “funcionarios públicos”. 
En los “trabajos sucios” la identidad de las personas resulta deteriorada y esto está relacionado con la invisibilidad de los funcionarios comunes, el menosprecio de sus capacidades y su experiencia y el conocido esquema del “da lo mismo” (da lo mismo que trabajen o que no trabajen, da lo mismo que vengan o que no vengan). La peor destrucción de la autoestima se registra cuando un funcionario es compelido a asumir como suyo el “da lo mismo”, ya sea por las circunstancias, por el aislamiento o por el rebasamiento de sus mecanismos de defensa. Esto va de la mano con una especie de tolerancia a las irregularidades que algunos jerarcas universitarios practican ingenua o deliberadamente. Esta supuesta tolerancia no solamente tiene que ver con la invisibilidad de los funcionarios sino que es funcional al refuerzo del estereotipo del funcionario inepto y atorrante que sirve para justificar el estigma. Contradictorio pero real: mecanismos informales de defensa que, a un tiempo, actúan para desviar o atenuar el estigma y por otro lo refuerzan.



4 - Mecanismos institucionales contra la estigmatización
            Cada uno de los funcionarios universitarios (docentes y no docentes) empleamos mecanismos individuales de defensa contra la estigmatización. Uno de esos mecanismos consiste en considerar el fenómeno (la presencia del estigma) como una “agresión gratuita” o un simple acto de difamación: es la negación. Quienquiera que trabaje está expuesto a cuestionamientos y esto, de por si, es natural y debe verse como un insumo y no necesariamente como una agresión. La negación es un procedimiento frecuente en todos los órdenes de la vida pero, como mecanismo individual para enfrentar el estigma, es endeble y su rebasamiento debido a la tozudez de los hechos deja inerme a quien lo esgrime.
            Un vistazo a los mecanismos de defensa colectivos y dentro de estos los institucionales, a su existencia o sus limitaciones confirmarque el trabajo en la Universidad es “trabajo sucio”. Como vimos, el desarrollo de ideologías ocupacionales es una de las formas clásicas de defenderse contra las descalificaciones que amenazan la identidad de los trabajadores. Un componente de esas ideologías es el enaltecimiento al destacar los aspectos positivos de la labor y relegar a un segundo plano lo negativo. Los gobiernos universitarios del pasado han demostrado una especial resistencia a admitir críticas y un rechazo genérico a cualquier propuesta que ponga en cuestión el statu quo o que promueva la alteración de un equilibrio enervante y celosamente preservado por la mayoría de los actores.
            En una institución donde se articulan tantos tipos de trabajos, actividades y ocupaciones diferentes fracasan las taxonomías funcionalistas pero también se posibilita la conjugación de distintas ideologías defensivas. Una de ellas es la del desplazamiento y en tal sentido, los candidatos óptimos para la aplicación del estigma de los funcionarios públicos son los no docentes. Al enaltecer la función docente al tiempo que se acentúa el desprestigio de ciertos trabajos, ocupaciones o escalafones dentro de la Universidad resulta claro que estos últimos cargarán, por desplazamiento, con el estigma del “trabajo sucio”.
            Entre los no docentes existe cierta consciencia de que “estamos todos en el mismo barco” pero alcanza con leer la Ley Orgánica (o la NLO) o examinar las principales normas o resoluciones que afectan a los funcionarios no docentes para darse cuenta que, como en los barcos de inmigrantes,  existe una cubierta de tercera, oscura, con pasaje barato, mala comida y perspectivas diferentes (aún ante la eventualidad de tempestades o naufragios) y que muchos actores universitarios evitan esa percepción a toda costa y por lo tanto no son proclives a tomar medidas correctivas.
            La “camiseta”, que muchas veces se invoca para masajear la identidad y el sentido de pertenencia es un componente de ideología defensiva que, a la hora de la verdad (perspectivas de carrera, capacidad de decisión, reconocimiento y promoción, condiciones para una jubilación digna, etc.) no aplica pero la camiseta también puede servir para impulsar la resignación o la aceptación de los métodos a la moda y para desvirtuar ordenanzas.
El punto clave se encuentra en la carencia de una verdadera política de personal (no solamente en relación con el personal no docente - que es en el que piensan como únicos subordinados las autoridades universitarias cuando aluden al tema – sino también en relación con el personal docente). Durante décadas la Universidad ha carecido de tal política y en los últimos tiempos ha ido hundiéndose en enfoques crudamente funcionalistas, que impulsan delirios tecnocráticos y privilegian como panacea universal los llamados “sistemas horizontales”, la “explosión de la auditoría”, los controles ex ante, especialmente de los ingresos y ascensos del personal sobre la base de los estereotipos conductistas del eficientismo. Estas recetas, cuyo apogeo y muerte ya se produjo en casi todo el mundo (incluyendo el mundo del Banco Mundial y el BID), son excluyentes y la exclusión acompaña, siempre, a la estigmatización y al “trabajo sucio”. (ver conceptos del estonio Drechsler, 2003 <5>).
            La solidaridad como principal mecanismo de defensa se manifiesta permanentemente pero su limitación principal radica en la dificultad de articularla institucionalmente, debido a lo difícil que resulta traducirla en medidas, procedimientos y normativas de carácter general y de hacerlo oportunamente. Quienes conocen de estos asuntos saben muy bien cuanto cuesta conseguir que se adopte una norma, una ordenanza, una resolución  o modificarlas, antes de que los presuntos beneficiarios o quienes deben ajustarse a las mismas se hayan jubilado, fallecido o abandonado definitivamente toda esperanza (en el sentido dantesco del término).
            También hay que apuntar al hecho que la solidaridad es un ingrediente, aunque en cierto sentido vergonzante (bajo el significado exacto de este término, es decir, disimulado), de ciertos mecanismos individuales o colectivos de tipo informal donde, como se señaló antes, se intercambian tolerancias entre distintos actores o grupos de actores o se cambia tolerancia por reconocimiento, o por remuneración (se entiende que se trata de tolerancia a los apartamientos o desconocimientos de la norma o de lo públicamente acordado).
Los mecanismos de defensa colectivos pueden adquirir carácter institucional. En tal sentido la Universidad mantiene un desempeño bastante pobre. Obsérvese que a pesar de su extensión nacional y sus decenas de miles de estudiantes y miles de funcionarios sus redes institucionales de apoyo son muy limitadas. La División de Bienestar Universitario, además de su denominación es un recipiente de buenas intenciones con escaso contenido práctico, con medios muy reducidos y poca inspiración. Que la Universidad no tenga facilidades vacacionales (como tantos entes, organismos descentralizados y capítulos de la administración central) o deportivas es – por ejemplo - un indicador de la poca o ninguna atención que se dedica al descanso, a la salud y al esparcimiento de sus trabajadores y, desde luego, de sus estudiantes. El sistema de becas sigue siendo marginal y la creación de un ente recaudador tan opaco y dispendioso como el mal llamado Fondo de Solidaridad, ha contribuido a enajenar los problemas y los recursos en los que la Universidad debiera tener una gravitación decisiva y transparente.
Peor es el panorama si se echa un vistazo al tratamiento que se aplica a las personas desde el momento en que tratan de ingresar a la institución como funcionarios no docentes hasta su jubilación o retiro después de una vida de trabajo o a consecuencia de quebrantos de salud. La Universidad carece de carrera funcionarial articulada. Desde el ingreso - a pesar de un nítido pronunciamiento del C.E.D. al respecto - se sigue tratando de manipular el acceso mediante intentonas – también frustrados por la protesta de los afectados  -  de acomodar los tribunales de concurso mediante la inclusión de “seleccionadores” funcionales a los estereotipos que manejan algunas tecnócratas.
            Más grave, si fuera posible, es el caso de las jubilaciones de los no docentes. Quienes desempeñan durante toda su vida un “trabajo sucio”, menospreciado y frecuentemente utilizado como expiatorio de las limitaciones que mantiene la Universidad, se encuentran con condiciones de retiro diametralmente opuestas a las de sus compañeros docentes. Para los no docenes la jubilación entraña un perjuicio económico brutal como producto de salarios bajos (con una pirámide ridícula que en términos relativos va desmejorando el ingreso a medida que se adquieren más responsabilidades) y de la aplicación de los injustos pero intocables, topes jubilatorios. La Universidad ha sido incapaz de reclamar, como institución y en forma vigorosa, que esos topes impuestos por la dictadura sean eliminados de una buena vez.
La jubilación acarrea una especie de “muerte civil” a los funcionarios no docentes. Después de toda una vida son obligados a salir por la puerta del fondo, junto con los tachos de basura, sin que nadie sea capaz de brindarles un gesto de reconocimiento por no decir la posibilidad de mantener un vínculo con la Universidad y de aportar su experiencia y capacidades a las nuevas generaciones. El costo que la penuria económica, el olvido y este desprecio final cobran a los  jubilados no ha sido adecuadamente estudiado pero nosotros hemos efectuado consultas que indican que es muy elevado. Incapacidad y muerte prematura, depresión, angustia en la más absoluta soledad. Para quienes hemos visto la amargura y el sufrimiento que esto causa a tantos compañeros la situación resulta indignante. Es la exclusión definitiva, el ajuste de cuentas de un sistema injusto basado en la estigmatización del “trabajo sucio”.
Los mecanismos de defensa institucionales - destinados a favorecer el desarrollo de la identidad de los universitarios -  no son meramente pasivos, defensivos o reactivos (en el sentido de reacción ante percepciones o acciones de desprestigio) sino esencialmente proactivos y participativos, es decir solidarios. Hay decenas de iniciativas para fortalecer y consolidar la identidad de los funcionarios universitarios, para combatir el estigma del “trabajo sucio”, para dignificar y enaltecer las funciones que contribuyen al papel sustantivo de la Universidad de la República. Algunas de estas iniciativas ni siquiera son onerosas y muchas pueden ser llevadas a cabo sin grandes modificaciones normativas o alquitaradas discusiones.
Es preciso multiplicar las instancias de encuentro e intercambio entre funcionarios de los distintos servicios, encuentros de tipo profesional que permitan el intercambio de experiencias y aprender el valor que tienen estos “momentos catárticos” para liberar tensión y fortalecer la identidad. Sin embargo, en este sentido se ha ido retrocediendo en los últimos años. Las reuniones entre funcionarios para tratar temas de interés profesional se han ido evitando y las autoridades procuran sustituirlas por conferencias y reuniones con el consabido sistema en el cual se baja la línea, luego se divide el grupo en subgrupos y después cada subgrupo expone sus conclusiones en quince minutos. Todo el mundo sabe cuan poco democráticas y cuan inútiles son estos acontecimientos y cuan poco tienen que ver con el abordaje certero de las problemáticas concretas que enfrentan los trabajadores. A veces hay sándwiches y gaseosa  a veces no.
En cambio, la solidaridad requiere acciones concretas y resoluciones expresas, una labor más modesta pero sostenida donde la iniciativa recaiga decididamente en quienes hacen el trabajo y sufren el estigma en forma permanente. Habrá que reclamarlas. En suma: no es coincidencia que solidez, solidaridad y consolidar sean términos de raigambre común.

Referencias
(1) Dejours, Christophe (1998) – De la psicopatología a la psicodinámica del trabajo – En: Dessors, Dominique y Marie-Pierre Guiho-Bailly – Organización del trabajo y salud – Lumen, Buenos Aires.

Dejours, Christophe (2001) – Trabajo y desgaste mental – Lumen, Buenos Aires.

(2) Drew, Shirley et al. (ed.) (2007) - Dirty Work: The Social Construction of Taint – Baylor University Press, Texas.

(3) Gouldner, Alvin W. (1961) – El Antiminotauro: el mito de una sociología desprovista de valores – En: Irving Horowitz (1969) La nueva sociología. Ensayos en honor de C.Wright Mills – Amorrortu, Buenos Aires.

(4) Goffman, Erving (1986) – Stigma: Notes on the Management of Spoiled Identity – Simon & Schuster, Nueva York (hay traducción al español ).

(5) Drechsler, Wolfgang (2003) – La reestructura del sector público: programas de reducción y redistribución de efectivos en Europa Central y del Este – BID (accesible en http://idbdocs.iadb.org).

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