domingo, 5 de agosto de 2012

Tratamiento de los cuerpos


“Trata a tu cuerpo con caridad, pero no con más caridad de la que se emplea con un enemigo traidor” , punto 226 de “Camino” el manual para sus seguidores que produjo Escrivá de Balaguer, el creador del Opus Dei.


 COMO TRATAR AL ENEMIGO

Lic. Fernando Britos V.

El episodio que llevó al defenestramiento anticipado  de la Dra. María de las Mercedes Rovira Reich Von Häussler ya fue. Los perjuicios de imagen para el Opus Dei y sus organismos de fachada pronto se superarán y ella misma será tranquilamente reubicada en cualquier otro sitio importante, en cualquiera de los países donde existen anclajes tentaculares de la discreta y poderosa secta, hasta que se calmen las aguas encrespadas.

El arroyo de cartas a los lectores con que llenan páginas algunos periódicos se ha reducido a una cañadita pero no todos los jerarcas del Opus Dei coinciden con la técnica de pasar agachados. Después de todo la organización, a pesar de su carácter sectario y secretista, es una fuerza ideológica de choque en el terreno de acción de la ultra derecha medioevalista y por eso vuelve a la palestra el obispo bloguero de Minas, monseñor Jaime Fuentes.

Este antiguo compañero de colegio de Eleuterio Fernández Huidobro, el reivindicador del oscuro grito de guerra de los milicianos y terroristas fanáticos de las guerras carlistas en España (siglo XIX), de la guerra de los santeros en México (1927) y de la guerra civil española (1936 -1939), ha salido a la palestra mediática para ayudar a la Dra. Rovira a superar el trance y para ofrecer municiones a la prédica fundamentalista. Fuentes cita al Papa Ratzinger (Benedicto XVI) quien se queja de que bajo la lucha contra la discriminación se esconde una ofensiva para que la iglesia católica no viva más su propia identidad. “El hecho de que en nombre de la tolerancia  se elimine la tolerancia es una verdadera amenaza ante la que nos encontramos” – dice el Papa alemán – para arremeter enseguida contra la razón y contra  la defensa de los derechos elementales de los seres humanos.

¿Curioso no?  Los jerarcas de la iglesia que durante milenios han hecho gala de dogmatismo e intolerancia ahora piden tolerancia para conservar intacta su rancia identidad, la que condena a todos los diferentes, la que reclama obediencia incondicional  bajo el estandarte de la infalibilidad papal, la que excluye y degrada a las mujeres, la que ha amparado pedófilos, violadores y perversos, la que tiene en su larga historia el registro más impresionante de atrocidades y de complicidades con cuantos poderes criminales han existido, la que ha quemado, empalado, desterrado, enclaustrado, desollado y ahorcado a los que consideraba herejes o infieles ya fuesen  musulmanes, cátaros, albigenses, judíos, moriscos, hussitas, hugonotes o a quienes se les opusieran entre sus propias filas. Los que bendecían pelotones de fusilamiento y consolaron a fanáticos perturbados por los asesinatos y torturas que perpetraban, los que arroparon a criminales de guerra y les ayudaron a huir, los que miraron para otro lado mientras “masacraban a sus palomas”, incluyendo a sus propios obispos, sacerdotes y monjas,  pueden investir los solios recamados en oro y pedrería  pero no la piel del cordero “que lava los pecados del mundo”.

Dejemos atrás esta paradoja para referirnos al tema del título. Muchas religiones, la católica entre ellas y muchas de sus órdenes y sectas, en particular el Opus Dei, tienen un problema con el cuerpo humano. Este problema no es un invento del cristianismo. La mortificación del cuerpo, el desprecio de la carne, los vapuleos y apaleamientos rituales, las azotainas y los ayunos, se incorporaron a muchas prácticas religiosas hace algunos miles de años. La vida ascética puede ser interpretada como búsqueda de la perfección, como forma de alcanzar trances místicos pero es, sin lugar a dudas, un problema con el cuerpo basado en el dualismo fanático: mente/cuerpo, espíritu/materia. Si la “esquizofrenia galopante” que el obispo Fuentes imputa a la sociedad uruguaya existe, está en considerar al cuerpo como “el enemigo”.

Se equivoca quien cree que estamos ante prácticas extrañas, un poco locas pero respetables en la medida en que son mortificaciones auto infligidas (para estas concepciones,  el cuerpo es el receptáculo y el vehículo de todos los pecados, de todas las debilidades e impurezas, por eso hay que rechazarlo y castigarlo para acceder a la perfección). También se equivoca o induce a error quien propaga estas mortificaciones como procedimientos cristianos  basados en los evangelios.

Se trata de procesos de desensibilización donde la autocompasión es lo primero que se pretende combatir porque, en realidad, lo que se busca anular es la compasión, es decir la capacidad humana  de  conmoverse ante el dolor o el sufrimiento del prójimo.  En  la formación de guerreros perfectos, de verdugos, torturadores, inquisidores y “soldados universales”  interviene necesariamente la desensibilizaciòn bajo la forma de un condicionamiento riguroso, brutal e implacable. Hay que ir quebrantando en el novicio, en el recluta, cualquier indicio de compasión (“sentimiento de ternura y lástima que se tiene del trabajo, desgracia o mal que padece alguno” R.A.E.) mediante mortificaciones implacables.

La obediencia acrítica y absoluta, la sumisión y finalmente la transformación de las personas en instrumento de las mayores sevicias se consigue destruyendo la dignidad, violentando la integridad moral  de los individuos para manipularlos. Esto se hace en nombre de una fe o doctrina incuestionable, una disciplina superior, un dogma indiscutible, y a través de la mortificación de los cuerpos propios y ajenos. Por eso, los baños con agua helada, las autoflagelaciones semanales o diarias, los cilicios que hieren la carne, el pedregullo en las botas y otras barbaridades a las que nos tienen acostumbrados las películas sobre el entrenamiento brutal de los cuerpos de elite.
El propio cuerpo empieza siendo el enemigo a vencer pero después lo será otro cuerpo, otra persona “el enemigo traidor”). La manipulación en estas concepciones tiende a despojar al soldado, al neófito, al guerrero, al sicario, de sentimientos compasivos y por lo mismo de culpa para transformarlo en autómata mortífero y eficiente que cumple órdenes, sean las que sean. Son procesos largos, que no siempre logran su objetivo, y muchos regresan, consiguen escapar de las situaciones de enajenación y desensibilización extremas.

Por cierto, papas, obispos y miembros del Opus Dei deben saber, en su fuero íntimo, que nadie procura imponerle a la iglesia católica o a sus prelados el abandono de sus dogmas y usos más anacrónicos y preciados (el celibato sacerdotal; la subordinación de las mujeres; la infalibilidad papal; la preservación de sus riquezas y sus relaciones carnales, secretas y permanentes, con los poderes temporales, conservadores y reaccionarios; la complacencia y lenidad con los pedófilos, violadores y corruptos entre sus cuadros y adeptos, entre otros).

Saben que han tenido, tienen y tendrán problemas con la naturaleza y con los cuerpos humanos que se resisten a amoldarse a sus dogmas, que se rebelan contra la insensibilidad, contra la falta de compasión, contra la discriminación, contra la intolerancia y las persecuciones. Esto incluye a sus propios cuerpos como muestra la documentada y pormenorizada historia del papado que, desde todo punto de vista es la saga más terrible de crímenes y traiciones amalgamadas con devoción, martirios y sacrificios. Es cierto que en el siglo XXI las acciones sobre los cuerpos, a nivel cupular, tienden a ser más discretas, menos espectaculares pero la historia del Papa Formoso y el Sínodo Horrendo sigue estando presente.

El Papa Formoso, fue el Nº 111 del elenco  oficial del Vaticano, reinó cinco años, entre 891 y 896 (falleció  el 4 de abril de ese año). Fue hombre de confianza del Papa Nicolás I y actuó como su embajador en Bulgaria,  Constantinopla y Francia. El Vaticano intervenía activamente en la lucha de facciones en torno al Sacro Imperio Romano Germánico, a las monarquías de Francia y de Italia. En 877 Formoso, que era activo partidario de la facción teutónica,  apoyó la coronación de Arnulfo como rey de Italia y se enfrentó con el Papa Juan VIII que quería que esa corona fuese a manos del francés Carlos el Calvo. El Papa Juan no se andaba con chiquitas y expulsó de su diócesis al obispo Formoso y le excomulgó. En 883, cuando accedió al trono Vaticano Marino I le devolvió al excomulgado su diócesis de Porto y su cargo eclesiástico.

Habiendo sido investido como Papa, Formoso coronó emperador de Italia a Lamberto de Spoleto, en 892, aunque lo hizo contra su voluntad dado que él intrigaba con el alemán Arnulfo para deshacerse de los Spoleto. En 896, su amigo teutón invadió Italia, expulsó a Lamberto y Formoso lo coronó como emperador en el atrio de San Pedro. Sin embargo, poco después de que su política triunfara, el Papa falleció y fue sepultado en San Pedro.

A la muerte de Formoso le siguió la enfermedad de Arnulfo que tuvo que volverse a su tierra. Esto fue aprovechado por Lamberto de Spoleto y su madre Agiltrude que se tomaron revancha. Esteban VI, el nuevo Papa amigo de los Spoleto hizo exhumar el cadáver de Formoso (nueve meses después de su muerte) y lo sometió a juicio  (in utroque jura) civil y eclesiástico, ante un conclilio citado al efecto. El cadáver fue revestido con todos los ropajes, joyas y ornamentos del papado y sentado en el trono. Ante todos los obispos congregados el Papa Esteban actuó como acusador, desafiando e imprecando al muerto y como el fiambre fue incapaz de articular defensa se procedió a anular su elección como Papa y también se declararon nulos todos los actos que había dispuesto como Sumo Pontífice (entre ellos las ordenaciones de sacerdotes y obispos que todos los Papas hacían y siguen haciendo para asegurarse respaldo).  Después le quitaron todos los paramentos y joyas, le arrancaron al cadáver los tres dedos de la mano derecha con la que impartía  la bendición y lo sepultaron como NN en un lugar secreto.

Pero el movimiento de los restos de Formoso no terminó con el Sínodo Horrendo. Unos años después empezó un proceso de rehabilitación de Formoso. Teodoro II, cuyo  papado duró veinte días, hizo depositar los restos de su antecesor en la basílica de San Pedro.  El Papa Juan IX convocó dos concilios, u no en Rávena y otro en Roma, en los que se estableció, en forma terminante, la prohibición de celebrar juicios a personas muertas. Sin embargo, apenas accedió al trono Vaticano Sergio III, en el año 904, anuló los concilios que habían convocado antes los Papas Juan IX y Teodoro II y celebró un nuevo juicio contra el cadáver, otra vez de cuerpo presente  ante los obispos y cardenales. Nuevamente fue hallado culpable pero esta vez, en lugar de sepultarlo, el Papa Sergio lo hizo tirar al Tíber para impedir cualquier rehabilitación posterior. Según parece los restos de Formoso se enredaron en las redes de un pescador que lo escondió hasta que el rencoroso Sergio III falleció y desde entonces volvieron al Vaticano.

El asunto no solamente dejó mal sabor sino un terrible recuerdo. Unos quinientos años después, cuando el cardenal Pietro Barbo fue elegido Papa por el concilio, en 1464, fue disuadido de adoptar el nombre de Formoso II y terminó aceptando llamarse Pablo II por aquello de que la historia puede repetirse.

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