lunes, 14 de septiembre de 2015

Uruguay acoge refugiados sirios

SIRIOS Y URUGUAYOS Y ADONDE FUERON A PARAR
Lic. Fernando Britos V.
El primer contingente de refugiados sirios que acogió el Uruguay y su peripecia demanda reflexiones y acciones imprescindibles que vayan más allá de lo anecdótico, del impresionismo mediático, de nuestros prejuicios y nuestra propia ignorancia y, sobre todo, de las declaraciones de presuntas expertas en la cultura islámica y en la situación político social de Siria y su convulsionada región.
Tierra de migrantes - El Uruguay ha sido, históricamente, una tierra de inmigrantes y emigrantes. En nuestra memoria, imaginario y experiencia colectiva, esos movimientos poblacionales están inevitablemente incorporados aunque muchas veces han sido enmascarados por modas, desmemorias e intereses diversos.
Hay abundante evidencia acerca de la forma en que se fue conformando la población de la antigua Banda Oriental, con gentes que bajaron de los barcos (colonos españoles, soldados, esclavos africanos) y migraciones fronterizas a través del Río Uruguay desde la mesopotamia argentina y desde las Misiones y el territorio riograndense, en una región que fue una activa frontera multicultural.
Sin embargo nos falta reflexión y sobran mitos sobre estos orígenes. Ahi andan los charruistas reivindicando agresivamente la participación que consideran decisiva de los escasos nómades indígenas de esa etnia, lo que implica desconocer la presencia guaranítica, mucho más numerosa, o el papel de los afrodescendientes y en particular de los que ingresaron como agricultores buscando la libertad y alejándose de los fazendeiros brasileños.
Hay investigaciones históricas, antropológicas y testimonios sobre las oleadas migratorias entre ambas orillas del Río de la Plata, durante los siglos XVIII, XIX, XX y hasta el presente; acerca de los españoles, italianos, vascos, judíos, franceses, alemanes, armenios, ingleses, sirio-libaneses y miembros de tantas otras comunidades que se afincaron aquí.
Algunos aniversarios de grandes tragedias del siglo XX han puesto sobre el tapete, en los últimos tiempos, ciertas migraciones significativas. Los armenios que escapaban del genocidio perpetrado por los turcos en 1915. Los españoles que llegaron al exilio después del triunfo de los fascistas en 1939 y de las espantosas secuelas de la Guerra Civil. Los judíos que huían del nazismo, antes durante y después de la Segunda Guerra Mundial: sobrevivientes del horror y el exterminio.
Estos y otros menos ostensibles fueron los miles y miles  que venían cargados de sufrimiento, muchas veces de pobreza, siempre de gran incertidumbre y de esperanza. Estas son las características de la migración, la marca del desarraigo que necesariamente la acompaña.
Nuestros abuelos y nuestros padres recibieron a estos inmigrantes con una solidaridad y una calidez que los ancianos de aquellas migraciones que aún viven y sus descendientes reconocen. Uruguay fue su tierra de promisión y conviene resaltar que el país no era Jauja sino una nación pequeña, pobre pero digna, que procesaba con dificultades su democracia.
Esta historia secular no nos otorga como sociedad, como cultura, una patente eterna e impoluta, una garantía de falta de prejuicios, de ausencia de racismo y xenofobia, de suspicacia hacia lo que es diferente, pero hay que reconocer que, en general, no somos un pueblo mezquino o prejuicioso, agresivamente nacionalista ante los extranjeros o de fanatismos religiosos o políticos.
Años de autoritarismo y falta de democracia con el pachecato (desde 1967) y una dictadura cívico-militar (1973-1985) que promovió el odio y la violencia, practicó el terrorismo de Estado como sistema, nos empobreció robando a manos llenas y abrió heridas que no se han cerrado por el empecinado silencio de los criminales, dejó huellas que no han terminado de ser evaluadas y revertidas. Sin embargo, la solidaridad hacia los más débiles y los perseguidos sigue siendo un valor políticamente predominante.
Por otra parte, los problemas estructurales, la acción de una oligarquía angurrienta y las crisis sociales y económicas de la segunda mitad del siglo XX produjeron un flujo inverso a la inmigración: la expulsión de miles y miles de uruguayos. Este fenómeno se agudizó a extremos desoladores durante los años de plomo de la dictadura: a la expulsión por razones económicas se sumó la diáspora política.
De este modo, un país que mantenía cierto equilibrio favorable a la inmigración se transformó en una nación de migrantes. Esta experiencia masiva, que tampoco ha sido profundamente estudiada por la academia, ha marcado a la sociedad uruguaya. No hay familia que no tenga uno o varios miembros que emigraron sin retorno por las más diversas razones.
Aunque nos cueste reconocerlo estas expulsiones no solamente han creado desgarramientos duraderos y a veces irreversibles sino que nos ayudan a comprender las miserias de cualquier emigración. Se trata de sentimientos ambivalentes como todos los que genera el dolor de las separaciones.
Será por eso que uno de los usos prioritarios que hacen los ancianos, que reciben gratuitamente las tabletas del Plan Ibirapitá y el acceso a la tecnología informática, es precisamente la anhelada posibilidad de comunicarse con sus seres queridos en el extranjero.
Al mismo tiempo, tal vez por esa ambivalencia, una mayoría de la población ha negado la posibilidad que las colectividades de uruguayos radicados en el exterior puedan votar desde alli en las elecciones nacionales. Hay ausencias que duelen (“el que se fue no es tan vivo, el que se fue no es tan gil”, Jaime Roos, Los Olímpicos).
Expectativas, interculturalidad y solidaridad – Dos casos recientes tienen que ver con inmigrantes, los dos con refugiados, merecen ser considerados un poco más allá de lo anecdótico o lo impresionista que es la tónica que imprimen algunos medios de comunicación con el ojo puesto en el rating de audiencia.
En ambos casos se pone de manifiesto la experiencia o la inexperiencia de quienes deben manejar la situación de los migrantes y las expectativas de estos. Son interrelaciones complejas pero que hay que examinar sin ingenuidades para evitar fracasos y sobre todo para que la solidaridad no salga maltrecha de una interpretación simplista de los hechos.
El primer caso es el de los ex presos de Guantánamo que nuestro país se avino a recibir. Es seguro que como gesto humanitario es mucho más contundente que la recepción de los sirios. Si un puñado de países siguieran el ejemplo de Uruguay es posible que la infame prisión estadounidense pudiera ser cerrada para concretar así la promesa incumplida de Barack Obama.
Aquí existía la barrera del idioma, la de sus costumbres religiosas y la del estigma creado por su prisión bajo cargos políticos. A esto se suma la absoluta ilegitimidad y barbarie del tratamiento a que fueron sometidos por larguísimo tiempo. En suma: las condiciones ideales para un choque cultural fenomenal porque para los receptores de estos refugiados, el aparato represivo estadounidense abonó la muletilla de “por algo será que los tuvieron presos”.
Esa muletilla sirvió a algunos referentes de la derecha xenofóbica local para oponerse a la medida de recibirlos que adoptó el gobierno o por lo menos para cuestionar con argumentos mezquinos la decisión presidencial.
Sin embargo, a poco de llegar discretamente, quedó claro que estos ex presos efectivamente no constituían un peligro para nadie y que, como lo habían señalado los carceleros estadounidenses, no tuvieron ni tienen vinculación alguna con Al Qaeda o similares. Fueron presos y torturados durante añares “por error”.
Si se tiene en cuenta que las fuerzas invasoras estadounidenses pagaban cinco mil dólares por cada sujeto que les delataban como enemigo, está claro que buena parte de los presos fueron víctimas de un siniestro tráfico de personas, que los servicios de inteligencia compraron cualquier cosa y que las torturas, el trato degradante, el suministro de drogas y toda la parafernalia de los interrogadores no sirve para otra cosa que para destruir a los presos, sea porque les llevó más de diez años darse cuenta de su futilidad o, en realidad, porque tampoco les importaba obtener información alguna.
Ahora bien, el hecho que los ex presos que llegaron aquí no fueran militantes o simpatizantes de una causa que los Estados Unidos consideran enemiga también quedó claro a poco de llegar considerando sus expectativas. Esto no va en desmedro de las convicciones religiosas, la inteligencia o la integridad de estos hombres, pero es un hecho que reclaman y esperan una reparación que el Uruguay no puede darles.
La decisión presidencial les otorgó el bien más preciado por cualquier ser humano: la libertad, ni más ni menos. La reparación del tremendo daño que se les infligió le corresponde a los Estados Unidos y sus aliados. Es muy poco lo que cualquier otra nación, no involucrada en la política agresiva del imperialismo, pueda ofrecerles.
Aunque sus reclamos no se dirigían primordialmente al Uruguay parecían requerirnos una solidaridad perpetua o por lo menos extraodrinariamente duradera y antes que nada planteaban una demanda que resultaría incomprensible si no proviniese de personas que han sufrido mucho sin tener clara conciencia de lo que les ocasionó semejante daño.
La expectativa que varios de los ex presos plantearon era la de instalarse en un país rico, preferentemente europeo, y aún uno de ellos manifestó el deseo de poder radicarse en los Estados Unidos. Aquí apareció la expectativa que asocia la bienaventuranza y el bienestar casi exclusivamente con la holgura económica o la posibilidad de contar con recursos dinerarios para consumir y alcanzar comodidades superiores.
Es cierto que “el dinero no hace la felicidad pero ayuda”. Sin embargo, el abordaje consumista invierte los términos de esa conseja popular hasta establecer una identidad unívoca entre el dinero y la felicidad.
Ubi bene ibi patria, se decía en el mundo romano, es decir, “donde estás bien ahí es tu patria”. Aunque haya uno o varios granos de verdad en esa afirmación, si ella predominara en forma absoluta, la nostalgia, las añoranzas, el amor al terruño, las memorias de un pasado feliz, no existirían o se disiparían para siempre.
Por experiencia directa o indirecta muchísimos uruguayos sabemos de los sufrimientos que ocasiona el desarraigo, las migraciones, los retornos fallidos o imposibles, y conocemos el sabor de la nostalgia que puede ser edulcorada pero no borrada por las noches bailables y los disfraces festivos de cada 24 de agosto.
El consumismo y fundamentalmente la expectativa consumista va acompañado de inmediatismo y visión estrecha del bienestar que relega a un segundo o tercer plano los beneficios sociales sustanciales, por ejemplo la posibilidad de tener asegurada la asistencia de la salud, favorecidos los cuidados en edad avanzada o ante la discapacidad, el acceso a educación gratuita, la protección legal contra la discriminación, la igualdad en materia de derechos, la libertad de cultos y creencias, etc.
El segundo caso es el del primer contingente de familias sirias, provenientes de campos de refugiados en el Líbano, que recientemente se concentraron con todos sus miembros y sus equipajes en la Plaza Independencia para exigir su salida del país.
Sería redundante reproducir las declaraciones de hombres, mujeres y adolescentes que exponen con ambivalencia sus sentimientos y deseos para abonar su objetivo de abandonar el país que los acogió porque aquí “no tienen futuro”.
Lo que está claro es que en un marco de buenas intenciones se cometieron errores, por nuestra parte, en el proceso de selección de los refugiados que debían venir al Uruguay y en las medidas adoptadas para recibirlos y ayudarlos a radicarse.
El proceso de selección que se llevó a cabo en el Líbano estuvo lleno de empeño benévolo pero subestimó, por inexperiencia e ignorancia, dos aspectos decisivos: por un lado las condiciones reales de las familias sirias para poder trabajar y ganarse la vida decorosamente en nuestro país y por otro lado las expectativas de los sirios, en particular los jefes de familia, en cuanto a su futuro.
Al no haber evaluado adecuadamente esos dos factores, los enviados uruguayos que se entrevistaron con las familias aspirantes a salir de los campos de refugiados se equivocaron y subestimaron un aspecto de fondo, el choque cultural y las formas para manejarlo.
La delegación uruguaya integrada por abogados, diplomáticos y expertos puramente teóricos demostró que las buenas intenciones no son suficientes para hacer una evaluación adecuada de una realidad tan compleja como la que se vive en el Medio Oriente.
Aún antes de que los refugiados llegaran al Uruguay, una distinguida antropóloga cultural, con buen conocimiento directo de la cultura musulmana, había vaticinado la magnitud de los problemas y las dificultades para una adaptación que se avecinaban. Nadie la consultó porque se suponía que los enviados, en su suficiencia, se bastaban y sobraban para saber lo que debía hacerse.
También antes de que las familias pisaran suelo uruguayo, los expertos internacionales de Naciones Unidas, con años de manejo directo de estas situaciones, habían aconsejado que, desde un principio cada familia fuese asignada a un sitio donde pudieran seguir desarrollando su proceso de adaptación al país por separado. Se hizo todo lo contrario: se les mantuvo durante dos meses viviendo en una residencia colectiva, todos juntos, y se les brindó un apoyo precario y de poca duración en el manejo del idioma español.
Aunque el Presidente Mujica había recomendado que los seleccionados fueran campesinos, o por lo menos personas familiarizadas con las tareas del campo (y aún de un campo totalmente diferente al que encontrarían aquí) esa directiva no se cumplió.
Los jefes de familia resultaron ser almaceneros, tenderos, agentes inmobiliarios, comerciantes, mayoritariamente citadinos, muchos de ellos con recursos económicos importantes. Todos parecen haber tenido la expectativa primordial de salir de el Líbano, de abandonar el campo de refugiados, su penuria y hacinamiento, pero no con la intención de radicarse en nuestro país. En todo caso, tenían la expectativa de establecerse en un país rico donde poder dedicarse a las actividades lucrativas que desarrollaban en Siria cuando su país estaba en paz.
Muchos de estos refugiados en realidad vieron su salida del Líbano como una transición. En la época de los viajes aéreos, la distancia entre el Mediterráneo oriental y el Río de la Plata no les intimidó porque en realidad ellos querían llegar a la verdadera tierra de promisión: a la opulenta Alemania y sus generosas políticas de acogida, o en útlimo caso a Inglaterra, a Francia, a Suecia.
El idioma y las costumbres les importaban poco. Estaban dispuestos a lidiar con el alemán, el inglés o el que fuera con tal de llegar allí sin correr el riesgo de lanzarse al mar en barquichuelos para atravesar Italia o Grecia, los Balcanes y Hungría en su camino a Alemania.
Esa es la verdad y ante tales expectativas nuestro Uruguay ha de haberles deparado una terrible desilusión. La mayoría si no todos han de sentirse entrampados en un paisito que no resiste la comparación con los europeos desde el punto de vista de nivel de vida y oportunidades de consumo.
Aunque el señuelo consumista no sea capaz de ocultar las desigualdades y las miserias de las naciones opulentas, sucede que la obsesión nubla el sentido común, extravía el raciocinio y desprecia el espíritu crítico. Al mismo tiempo también impide apreciar adecuadamente lo que nosotros podamos ofrecerles. La libertad, la salud, la educación, la cálida bienvenida y la simpatía popular que los acogió se vuelven una anécdota ante los cantos de las sirenas de las tierras prometidas. Es comprensible.
Las pruebas existen. Una de estas familias de refugiados ya hizo un intento por las suyas. Partió hacia Serbia, haciendo escala en Turquía, y quedó varada varias semanas en un aeropuerto turco porque los serbios no permitían su entrada. Volvieron al Uruguay quejándose amargamente de que habían debido gastar casi doce mil dólares de su bolsillo en pasajes y mucho dinero en alimentación porque aquí “se les había informado mal en el sentido que no se requería visa para ingresar al país balcánico”.
La expectativa de llegar a Alemania desde Serbia los había cegado; los ciudadanos uruguayos no requieren visa para ingresar a Serbia pero ellos eran refugiados sirios y aquellos se habían precavido y evitaban el ingreso como país de paso independientemente del documento que se portara.
Otros alegan que se les habían prometido sueldos de mil quinientos dólares mensuales, casas y tierras, lo cual ha sido enfáticamente negado por los responsables del programa que los trajo a nuestro país. Decenas y cientos de miles de asiáticos y africanos han atado su futuro con ese destino de promisión y eso explica que algunos de estos sirios sean capaces de proferir frases que parecen demenciales: prefieren la guerra en su país a la miseria en el nuestro.
Ahora e independientemente de la negociación caso a caso que se haga con cada una de las familias – lo que permitió desarticular momentáneamente su protesta colectiva y callejera – habrá que revisar el proceso de selección para el segundo contingente de familias sirias cuya llegada se anuncia para noviembre próximo y las medidas para recibirles aprendiendo de los errores que se cometieron antes y haciendo acopio de la experiencia que muchos uruguayos tienen respecto a migraciones y de las recomendaciones de los verdaderos expertos internacionales.
Al mismo tiempo tal vez habrá que ayudar a las familias de este primer contingente a ir a otro país, lo que es muy difícil, o a reinsertarse en nuestro medio sin reducir ese esfuerzo a un aumento desmesurado o prolongado de las ayudas económicas.
Nadie les va a pedir que modifiquen radicalmente sus costumbres o que abandonen ciertas demandas de su religión pero es igualmente claro que los refugiados, como todos los migrantes que en el mundo han sido - entre ellos los uruguayos que que se encuentran en los cinco continentes - tienen que hacer un esfuerzo para arraigarse que va más allá de la mera cortesía. Esto es particularmente importante porque estos refugiados no podrán encerrarse en una colectividad ya existente dado que los musulmanes no abundan ni constituyen una comunidad homogénea.
La educación de niños y niñas es decisiva. Los pequeños y los jóvenes tienen más facilidad para aprender el idioma y podrán ayudar a sus padres a hacerlo y a comunicarse fluidamente con la comunidad. Los adultos, en cambio, no serán biculturales pero deben poner empeño en aprender el idioma y esta debe ser una exigencia concreta que hay que apoyar con docentes y recursos para un buen aprendizaje sostenido en el tiempo.
Hay costumbres o usos que son perfectamente respetables o comprensibles, aunque resulten extrañas, y hay otras que son intolerables e ilegales. Las aristas más violentas del patriarcalismo, mal que les pese a los hombres que consideran naturales los castigos físicos o la sumisión absoluta de las mujeres, tendrán que abstenerse de esas prácticas o sufrir las consecuencias que nuestra legalidad exige. La lucha que nosotros teemos planteada contra el flagelo de la violencia doméstica debe incluir a los refugiados y no excluirlos.
Estas cuestiones no pueden quedar libradas a la benevolencia de un multiculturalismo ingenuo o tontarrón o a un impulso caritativo: deben ser enseñadas con paciencia constante.
La solidaridad no es un valor declaratorio sino una actitud concreta que, como el amor, se acrecienta ejerciéndola. Cuando más auténtica solidaridad seamos capaces de dar más tendremos para ofrecer a todos los que la demanden desde el manatial maravilloso que es la condición humana.   

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