domingo, 28 de febrero de 2016

Sendic y la ética de la virtud


LA ÉTICA DE LA VIRTUD

Lic. Fernando Britos V.

Las nebulosas declaraciones que el Vicepresidente de la República, Raúl Sendic, ha realizado acerca de sus títulos y estudios de grado, reales o presuntos, no son novedosas. Hace quince años él ya se decía Licenciado en Genética Humana y la hoja de vida que actualmente exhibe su sector político lo afirma agregando que se habría recibido con Medalla de Oro. Ahora toda esa construcción se ha demostrado falsa y es prácticamente imposible que aparezca, alguna vez, documentación oficial, auténtica y legítima, que reestablezca su título universitario.

Sendic hizo estudios de medicina en Cuba y después de una reválida parcial intentó completar el CICLIPA II en la Facultad de Medicina de la UdelaR pero lo abandonó al dedicarse a la política a tiempo completo. La Licenciatura es una presunción personal y exageradamente autocomplaciente a partir de un año de investigaciones, seguramente como estudiante colaborador, sobre un tema puntual de genética humana que se habría llevado a cabo en La Habana. Lo de las “medallas de oro” es un detalle menor e irrelevante en un sistema como el uruguayo donde tales distinciones no existen o son una rareza.

Las contradicciones del Vicepresidente han desatado un volcán mediático en cuyo magma aparecen mezcladas desde preocupaciones legítimas (después de todo se trata de la segunda investidura más importante del país) hasta todo el rencor, la maledicencia, la envidia y los intentos homicidas de multiformes coprófagos políticos, mandaderos, operadores, parlamentarios y sobre todo la fauna de cagatintas y hablamierdas que surcan la radiofonía y especialmente la cloaca abierta del anonimato informático, es decir los portales, blogs, foros y otros espacios de Internet donde es posible ensuciar, calumniar, prostituirse y ensayar asesinatos mediáticos en la impunidad más absoluta.

Mucho de lo que se ha escrito y hablado sobre el asunto en los últimos días corresponde a la permanente guerra mediática declarada no solamente contra Raúl Sendic (contra quien ya se han desarrollado todo tipo de provocaciones sin llegar todavía al explosivo en el auto o al ametrallamiento por sicarios) sino contra el Frente Amplio, contra las organizaciones sociales, contra las políticas del gobierno, contra la Universidad de la República y en general contra cualquiera que pueda percibirse como vacilante o temeroso ante los mercachifles del miedo y los operadores políticos de una derecha babeante.

Como Uber ciertas modalidades de acción son efectos deseados o indeseables de los avances tecnológicos y esto ha sido así desde el Paleolítico. Piénsese lo que habría sido un Dr. Goebbels con Internet o un Dr. Mengele con capacidades para la clonación de seres humanos. El hecho que Sendic tenga una aparente propensión a crearse sus propios puntos débiles, a hacer declaraciones infelices e inapropiadas, no solamente en su desmedro sino en el de su fuerza política, no autoriza a menospreciar el asunto o a ignorar los efectos deletéreos de la guerra mediática.

Muchos recordamos con dolor sus declaraciones nunca rectificadas acerca del sistema de ascensos por concurso y el desarrollo de la carrera funcionarial de los servidores públicos. Sendic calificó a estos procedimientos como “la escala de burros” y mereció una dura réplica del Ing. Wladimir Turiansky: el viejo dirigente le recordaba que lo que el Presidente de ANCAP despreciaba eran importantes conquistas del movimiento sindical uruguayo. Tal vez la psicología clínica podría encontrarle una explicación a los tropezones recurrentes de Raúl Sendic pero la clave para comprender y prevenir las fallas éticas no se encuentra por ese lado.

En términos generales – de antemano pido disculpas por las simplificaciones – existen tres grandes tipos de abordajes para considerar el significado de los actos humanos. Para la ética deontológica que aplican kantianos y neokantianos, la moral se basa en reglas. Son las normas, las leyes los principios (más bien eternos e inmutables) los que establecen que una acción es buena o mala. Para el consecuencialismo, como su nombre lo dice, la moral depende del resultado de los actos. Esto es la esencia del utilitarismo. Para la ética de la virtud (en tanto las virtudes son rasgos internos de las personas opuestos a los vicios) se debe prestar menos atención a los casos particulares, a las peculiaridades, y la mayor atención al contexto, a la historia y a la moralidad de los actos (es decir, a los beneficios personales o grupales, a las buenas o malas intenciones).

Sendic mintió o forzó la verdad respecto a un presunto título universitario obtenido en Cuba. Para la ética deontológica esta mentira es absolutamente condenable porque las normas e imperativos morales establecen que cualquier mentira es inapelablemente mala. Para los consecuencialistas la mentira de Sendic es mala porque el resultado es perjudicial para su imagen pública y para su fuerza política aunque ciertas resultados específicos podrían actuar como atenuante (por ejemplo, el título no se utilizó para el ejercicio ilegal de una profesión o actividad o no incidió directamente en su carrera política).

Para la ética de la virtud es preciso analizar los beneficios y perjuicios del acto y las intenciones, entre otras cosas. En tal sentido el beneficio buscado parece ser una ingenua razón de prestigio personal, de enaltecimiento intelectual, mientras que los perjuicios potenciales – a la vista están – acarrean un desprestigio personal; lo mismo es aplicable a su sector político y aquí no valen las justificaciones falsas en el sentido que “en el Uruguay no se le da importancia política a los títulos universitarios” y “Mujica llegó a Presidente de la República y no tiene título alguno”. Desde el punto de vista de las intenciones la mentira de Sendic parece un pecado venial (es decir no capital) más asentado en la vanidad (la falsa modestia), la imprevisión y la tontería que en una malignidad o perversión mayores.

No podríamos terminar esta reflexión sin aludir al filósofo contemporáneo que ha jugado un papel decisivo en la revalorización de la ética de la virtud. Se trata del escocés Alasdair MacIntyre (nacido en 1929) y a su insistencia en la filosofía histórica, esto es en la investigación histórica de la ética y de su contexto práctico que se apoya en sus concepciones marxistas. Debemos recordar que los títulos universitarios, los presuntos títulos universitarios, las publicaciones, la investigación científica y el ejercicio de profesiones de punta, tienen un claro significado político. Lo han adquirido desde hace mucho tiempo por la relación directa y sobre todo indirecta de estas actividades con el poder y en nuestro país, como en todo el mundo, con el poder político.

En forma paralela y casi siempre concurrente, la ciencia y el trabajo científico abre caminos para la explotación mercantil del conocimiento, para el enriquecimiento personal y familiar, para la fama, el prestigio y la comodidad del ascenso social o para mantenerse en la clase dominante. En política la norma ha sido que para ocupar la Presidencia de la República hay que tener un título universitario y preferentemente relativo al ejercicio de la abogacía aunque la medicina y la ingeniería también cotizan. Basta echar un vistazo a los candidatos presidenciales de los partidos políticos uruguayos para comprobar este aserto. El Gral. Seregni, Mujica y un maestro, que fue candidato por un grupúsculo insignificante, son las excepciones que confirman puntualmente la regla. En materia de otros altos cargos gubernamentales el espectro de títulos es un poco más amplio pero siempre referido a “carreras largas”: arquitectos, economistas, contadores públicos, psicólogos, enfermeros, etc. En los últimos tiempos se han puesto muy de moda los politólogos.

Por otra parte, este asunto de los títulos universitarios presenta algunos fenómenos que no pueden desconocerse. En esencia la mentira, el fraude, la exageración, las falsificaciones y los plagios campean en la sociedad contemporánea. En algún caso se trata de vicios o “costumbres” de vieja data. Por ejemplo, nuestros doctores, en especial los doctores en “Derecho y Ciencias Sociales” (sic) y en “Medicina” no son, de acuerdo con los parámetros de la formación universitaria en todo el mundo, sino simples Licenciados. El doctorado es un título de posgrado al que debería accederse después de la obtención de uno o dos títulos previos (el título de grado, generalmente licenciado, y la maestría). Pero a “M'hijo el dotor” no es posible quitarle lo bailado, el prestigio y eventualmente la riqueza que acompañaba una credencial de acceso a los círculos del poder.

Algo parecido sucede con la proliferación mediática de títulos truchos. Falsos médicos, falsos psicólogos, falsos licenciados ofrecen curas, tratamientos, procedimientos rejuvenecedores, etc. En todos los medios de comunicación. Hay sinvergüenzas armados de micrófono en programas de radio y televisión que ostentan como “nombre artístico”, alias o pseudónimo, licenciaturas fantasmagóricas o sencillamente fraudulentas. El prestigio de los títulos es el que hace que los agrónomos o ingenieros agrónomos y los agrimensores se autodesignen mayoritariamente como “Ingeniero” ocultando púdicamente la segunda especificación de su título que consideran más modesta.

En la Universidad de la República existen cinco grados docentes: el grado 1 Ayudante de Profesor, el grado 2 Asistente, el grado 3 Profesor Adjunto, el grado 4 Profesor Adscripto y el grado 5 Profesor Titular. Sin embargo muchos universitarios que ocupan cargos en la docencia se autodenominan “Profesor” aunque estén muy distantes del grado 5 que lo confiere con honor en la culminación de la carrera docente. Es más, en algunos casos hay Ayudantes y Asistentes que con ridículo orgullo se ofenden si sus alumnos no les tratan como “Profesor” aunque ellos sean simples principiantes.

Además de estas nimiedades hay fraudes y abusos de la fe pública pero estos raras veces se producen en la Universidad de la República donde los controles acerca de las carreras estudiantiles y los requisitos curriculares son estrictos. En más de 45 años en la UdelaR me sobran dedos de una mano para contar los casos de títulos falsificados (me refiero al delito asi tipificado). Sin embargo, lo que fue común hasta hace diez o quince años fue el caso de gente que se hacía llamar abogado, arquitecto, médico, odontólogo o veterinario, sin serlo.

Para el descubrimiento de estos casos resultó eficaz el infame impuesto a los títulos, el llamado Fondo de Solidaridad. Como quien no paga el impuesto y el adicional no puede percibir dinero por concepto alguno en dependencias del Estado, esto provocó que varios distinguidos profesionales quedaran en evidencia porque nunca habían culminado sus estudios. Un famoso abogado administrativista, por ejemplo, que era considerado el sucesor natural del Prof. Cassinelli Muñoz (era Prof. Adj. en la cátedra de este) renunció a su cargo y desapareció cuando le fue imposible presentar el título de doctor en derecho que nunca obtuvo. Lo interesante es que para ser profesor no es imprescindible el título y de hecho grandes eminencias en el Uruguay y en el mundo han recibido las más altas distinciones sin tener estudios formalmente acreditados.

Los plagios, reales, presuntos o irresponsablemente esgrimidos, son más comunes en todos los ámbitos académicos junto con otras violaciones a la ética de la investigación científica y a los derechos humanos. Asimismo, existen modalidades académicas, por ejemplo la relación que existe entre la relevancia profesional, el prestigio intelectual y los ingresos con el número y calidad de las publicaciones (sintetizado en la consigna “publica o muere” por los anglosajones) que se presta a muchos chanchullos, estafas y fraudes, incluyendo la “compra de citas, seguidores y consultas por millar” y otras modalidades de “mejora” de los currículos.

Nada de esto sirve para exculpar automáticamente pero es el contexto en que se desarrollan ciertas mentiras, exageraciones y/o ocultamientos. Para comprenderlo desde el punto de vista de la ética de la virtud citaré un pasaje de la obra clásica de MacIntyre: Tras la virtud (1987). “Las prácticas no deben confundirse con las instituciones. El ajedrez, la física y la medicina son prácticas; los clubes de ajedrez, los laboratorios, las universidades y los hospitales son instituciones. Las instituciones están típica y necesariamente comprometidas con lo que he llamado bienes externos. Necesitan conseguir dinero y otros bienes materiales; se estructuran en términos de jararquía y poder y distribuyen dinero, poder y jerarquía como recompensas. No podrían actuar de otro modo, puesto que deben mantenerse a si mismas y mantener también las prácticas de las que son soportes. Ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por instituciones. En realidad, tan íntima es la relación entre prácticas e instituciones, y en consecuencia la de los bienes externos con los bienes internos a la práctica en cuestión, que instituciones y prácticas forman típicamente un orden causal único, en donde los ideales y la creatividad de la práctica son siempre vulnerables a la codicia de la institución, donde la atención cooperativa al bien común es siempre vulnerable a la competitividad de la institución. En este contexto la función esencial de las virtudes está clara. Sin ellas, sin la justicia, el valor y la veracidad, las prácticas no podrían resistir al poder corruptor de las instituciones”.

Por fin, larga vida a las virtudes de antiguo conocidas (y su transliteración del griego): la templanza (sofrosiné ), la prudencia (frónesis), la fortaleza (andreía) y la justicia (dikaiosiné).

FBV 28/2/2016