LA
LEGITIMACIÓN DEL TOTALITARISMO
Carl
Schmitt: el jurista de la contrarrevolución
Santo
patrono de la contrarrevolución, sus ideas amparan desde neonazis
hasta tecnócratas neoliberales porque ‑según él‑ “las
fealdades del poder son siempre preferibles a los horrores de su
ausencia”.
Por
Fernando Britos V.
Carl
Schmitt nació en Plettenberg, un pueblito del oeste de Alemania, el
11 de julio de 1888 y murió tranquilamente allí en abril
de 1985, a los 96 años.1
Profesor de derecho, prolífico autor jurispublicista, teórico del
movimiento conservador y reaccionario, alemán y mundial, del
totalitarismo político y de la teología católica ultramontana,
llegó a ser el Kronjurist
(el jurista de la corona)
del Tercer Reich que
elaboró el sustento
jurídico para el régimen de Hitler y su Führerprinzip.
Los
nazis nunca lo aceptaron totalmente; se sirvieron de él y lo
recompensaron muy bien pero era visto como una especie de extraño
converso. Ya en 1934 empezó a ser criticado, desde las SS, por
ignorar los fundamentos biológicos de la política. En 1936 el
periódico de las SS (Das Schwarze Korps)
hizo campaña contra él acusándolo de católico advenedizo, a pesar
de que Schmitt se había afiliado al Partido Nacional Socialista el
1º de mayo de 1933 (carnet Nº 2.098.860). Aunque su
presencia dejó de ser gravitante en las esferas del gobierno nazi,
no cayó en desgracia ni perdió ninguno de sus cargos universitarios
y políticos. Por ejemplo, nunca pasó a un segundo plano y siguió
ocupando el puesto honorífico de Consejero de Estado de Prusia hasta
la caída del Tercer Reich en mayo de 1945.2
Al
final de la guerra, aunque estuvo detenido temporariamente y se le
requisó su biblioteca, Schmitt eludió ser juzgado como cómplice de
los crímenes nazis, como de hecho lo había sido al proporcionar el
sustento jurídico para la tiranía y el avasallamiento de los
pueblos por Alemania, y haber alentado el genocidio mediante el
anticomunismo y el antisemitismo que destilaban sus obras. En cambio,
actuó como testigo en los juicios de Nuremberg en favor de uno de
los nazis allí juzgados, Ernst von Weizsäcker, que había sido
jerarca del Ministerio de Relaciones Exteriores y embajador del
Tercer Reich ante el Vaticano entre 1943 y 1945.3
Schmitt,
como su amigo Heidegger, se negó tenazmente a someterse a los
procedimientos de desnazificación y a resultas de ello no se le
permitió volver a la docencia universitaria. Entonces, con 60 años
de edad, se retiró a su casa familiar de Plettenberg, que bautizó
como San Casciano (el nombre del refugio en las colinas de
Chianti donde Maquiavelo escribió “El Príncipe”
en 1512). Se dedicó a escribir, sobre todo sobre teología,
filosofía política y política internacional y a recibir un desfile
constante de visitantes. Su prestigio intelectual provenía de las
épocas de la República de Weimar y durante cuarenta años produjo
desde su San Casciano incontables libros y artículos. Para
muchos daba la imagen de un amargado y reconcentrado oportunista,
siempre dispuesto a recibir halagos, dedicado a reescribir sus
trabajos de antaño y aprovechando cualquier oportunidad para hacerse
autopromoción.
Los
filósofos posmodernistas “descubrieron” a Schmitt. La llamada
“nueva derecha” y los movimientos conservadores europeos y
anglosajones le transformaron en un gurú del pensamiento
reaccionario y peregrinaban a Plettenberg o le invitaban a
conferencias. Su encanto perdurable radica en que sus teorías, que
veremos a vuelo de pájaro más adelante, tienen una virtud
fundamental para los derechistas y es que borra las diferencias que
existen entre nazis, neonazis, fascistas y todo tipo de
ultraderechistas, terroristas y cruzados religiosos, por un lado, y
la derecha “civilizada”, la centroderecha neoliberal, los
nacionalistas chovinistas y movimientos similares que intentan
aparecer como estadistas demócratas y eficientes, por otro. A nivel
de la Europa actual es como difuminar las diferencias entre el
francés Macron y el austríaco Haider. Tratándose del Uruguay, las
teorías schmittianas podrían servir para cubrir con el mismo poncho
al Comando Barneix y a Lacalle Pou, o a Novick y a Larrañaga.
La
obra de la vida de Schmitt se centró en la legitimación de la
contrarrevolución y el totalitarismo. Para él, un gobierno
autoritario como los que campearon en Europa en la primera mitad del
siglo XX, el Estado total era un producto de la Primera Guerra
Mundial y aparecía como forma sacralizada y deseable del absolutismo
omnímodo de los Borbones, los Romanov y los Habsburgos, la
conjunción ideal entre el trono y el altar.
Es
interesante ver cómo se ha contrapuesto el pensamiento de Schmitt y
sus numerosos epígonos con el de Hannah Arendt, por ejemplo.
Ilivitsky (2007) señala que “para
dos autores que colocan a lo político en una posición de primacía
con respecto al resto de los elementos que conforman la sociedad, la
guerra representa un caso límite. Para Schmitt es la oportunidad de
exacerbar con el mayor grado de intensidad posible la oposición
entre el amigo y el enemigo que es característica de lo político.
Para Arendt, en cambio, el conflicto bélico implica la amenaza de
disolución del escenario público de alguna de las partes
enfrentadas. En ese sentido, la guerra implica dos horizontes
diferenciados y radicalmente opuestos: o potenciación o destrucción
de lo político, en primera instancia, y de lo social, en general”.4
Esta
breve cita apunta precisamente a ese encanto que irradió Schmitt
para la “revolución conservadora” y el nazismo, para el fascismo
italiano y para la cruzada anticomunista y antimasónica de los
franquistas y falangistas españoles. También explica cómo sedujo a
los guerreros de la Guerra Fría y cómo entusiasma ahora a los
belicistas y reaccionarios que por el mundo andan.
La
verdad es que Carl Schmitt no era nazi sino un “compañero de
viaje” y, más aun, un predecesor ideológico proveniente del
catolicismo ultrarreaccionario. Sus personajes inolvidables eran los
defensores del derecho divino, los enemigos jurados de la Ilustración
y, sobre todo, de la Revolución Francesa, de los siglos XVIII
y XIX.
El
jurista de Plettenberg, ya famoso desde las primeras décadas del
siglo XX, rechazaba a la República de Weimar (1919‑1933) pero
miraba altivamente y con recelo a los nacionalsocialistas. Fue un
espectador poco entusiasta e incluso crítico del ascenso del nazismo
hasta que, en los primeros meses de 1933, cuando Hitler ocupó
el puesto de Canciller del Reich, tomó una decisión netamente
oportunista y, junto con un viejo nazi como Heidegger, hizo una
pirueta y se afilió al Partido Nacionalsocialista el 1º de
mayo del mismo año.
El
jurista que estaba dispuesto a prestar sus servicios al Tercer Reich
nunca se entrevistó con Hitler, únicamente lo vio de lejos durante
la presentación de su programa de gobierno (el 7 de abril
de 1933) y lo consideraba un ser tosco, intelectualmente
inferior (“el agitador de
las masas era en realidad un oradorcillo insulso”,
consignó en su diario íntimo). Sustentaba hacia el Führer una
mezcla de desprecio y atracción. Por otra parte admiraba
definitivamente a Mussolini, con quien se entrevistó y al que
ensalzó varias veces. También cultivó una relación estrecha con
otro tirano, Francisco Franco, y su corte de paniaguados y obispos, a
quienes visitaba con frecuencia, ocasiones en las que se le rendía
homenaje y se le colgaban condecoraciones.5
Schmitt
no solamente era un hombrecito atildado de impecable atuendo,
mujeriego, orgulloso y discreto, católico fanático entre prusianos
protestantes, políglota (hablaba perfectamente siete u ocho idiomas,
incluyendo el español) y un típico profesor alemán. Estaba
convencido de la superioridad teutónica y por lo mismo era
profundamente anticomunista y antisemita. Mientras que la primera de
estas condiciones es mérito para todos los derechistas, la segunda,
seriamente afectada por la lluvia negra de los campos de exterminio,
es asunto que ni sus más acérrimos partidarios se atreven a negar.
Naturalmente
coincidía con los nazis en el plano teórico y justificaba sus
crímenes, aunque no le gustaran sus métodos prácticos, porque
compartía sus propósitos de dominación y chovinismo. Fue sin lugar
a dudas una inteligencia privilegiada, un polemista feroz y
repentista, un escritor prolífico (su bibliografía comprende no
menos de 40 títulos, la mayoría traducidos al español para
sus epígonos franquistas que lo estudiaban y lo siguen estudiando
como artículo de fe) y un hábil declarante.6
El
Kronjurist,
como lo calificó el diario de los nazis (el Voelkischer Beobachter),
era un intelectual de la contrarrevolución. Lo suyo no era la
trinchera. De hecho, durante la Primera Guerra Mundial fingió una
lesión en la espalda y se las arregló para pasar toda la contienda
en un apacible trabajo de oficina, lejos de la máquina de picar
carne de la guerra. Ahora bien, la suya ha sido calificada como una
brillante “mente peligrosa”.7
Fue ni más ni menos que una pieza valiosa del aparato de
legitimación nazi y quien proporcionó la base jurídica del
régimen.
Delineó
una filosofía legal que apuntaba a romper el modelo burgués y
liberal del Estado de derecho para reemplazarlo por el Estado total.
Proponía, por ejemplo, que un principio básico del derecho penal:
ninguna pena sin ley (nulla
poena sine lege) debía ser
eliminado y sustituido por lo que consideraba un principio de
justicia: ningún crimen sin castigo (nullum
crimen sine poena).
Según
Schmitt, el derecho debía ser reconciliado con la justicia mediante
la intervención vivificante del Führer. Decía que el Código Penal
de Weimar se había convertido en una defensa de los criminales
porque las normas evitaban el castigo puro y duro. Por eso, escribió
el hombrecito, “es
necesario sustituir la cobardía de esos estatutos liberales por la
virilidad de un poder enérgico”:
el poder absoluto del Führer. Al fijar las reglas como amo supremo,
Hitler personificaba el derecho vital del pueblo alemán.
Ya
en 1923, el joven jurista sostenía que el gobierno representativo de
Weimar estaba herido de muerte. Sus fundamentos, el debate público y
el equilibrio de poderes, no se correspondían con la realidad
alemana posterior a la Primera Guerra Mundial. La libertad de prensa,
el voto secreto, la organización de la oposición, la autonomía de
los sindicatos, se le aparecen a Schmitt como enfermedades liberales
que destruyen la “unidad emocional” de la democracia. Por ende,
la dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular.
En
1927, Schmitt había producido un ensayo sobre la política que
intentaba imitar a Maquiavelo, abordando el tema sin los rodeos de la
moral. Para él la política se rige por la distinción entre amigo y
enemigo. Esa enemistad es una dramática oposición existencial que
potencia a la política. De este modo la teoría schmittiana ‑que
coincidía con el Blut und Boden
(la sangre y la tierra) de la doctrina nazi y con la exaltación de
la guerra del militar escritor Ernst Jünger (que no era nazi)-
sostiene que la política surge cuando el otro es identificado como
una amenaza a la supervivencia y que todo trato político tiene que
ver con la eliminación física del enemigo. De ahí que, para ellos,
la guerra no es un abismo en el que se puede caer, sino que es el
manantial de la política.
Según
Enzo Traverso (2016)8
Karl Schmitt llamaba “dictadura soberana” a un “poder
constituyente” radicalmente subversivo, fundador de su propia
legitimidad, y esa ruptura implica el uso de la fuerza dado que no
hay revolución sin violencia. Ahora bien, toda revolución es
indisociable de la contrarrevolución que está dirigida a restaurar
el poder y el orden absoluto. “Esa
contrarrevolución no se limita a defender los valores del pasado y
el retorno de la tradición; moviliza a las masas, llama a la acción
y a su turno se vuelve subversiva. Su idealización del pasado no es
impotente ni resignada porque la contrarrevolución es activa y a
veces tiende a adoptar los métodos de la propia revolución. Una vez
liberada de sus oropeles aristocráticos, la tradición
contrarrevolucionaria iba a desembocar finalmente, en el siglo XX,
en la ‘revolución conservadora’ y en el fascismo, movimiento
cuyos ideólogos no dudaban en presentar como ‘una revolución
contra la revolución’”.
El
catedrático mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez (2003)9
refiere que el destacado jurista no era ninguna perita en dulce. Hugo
Fischer, el secretario de su amigo Ernst Jünger, advertía: “cuidado
con contradecir a Schmitt, puede uno terminar en un campo de
concentración”. Exigió eliminar “la contaminación judía”,
instando a prohibir los libros escritos por judíos, y de hecho se
transformó en perseguidor de sus colegas.
El
rencoroso Schmitt hizo como Heidegger, que promovió la expulsión de
su maestro y amigo Edmund Husserl, que le había llevado a la
Universidad de Heidelberg, pero en su caso con Hans Kelsen
(1881-1973). Este, jurista y filósofo, proveniente de la Universidad
de Viena, se había establecido en Colonia. En 1930 patrocinó
el ingreso de Schmitt a esa universidad. En 1931, ambos
profesores de derecho mantuvieron una polémica sobre cuestiones
constitucionales. El positivista Kelsen, de origen judío, y el
católico ultraconservador Schmitt presuntamente eran amigos, pero
en 1933 el segundo accionó contra su mentor. Los nazis
invadieron el salón donde Kelsen debía dictar su curso, apalearon a
los estudiantes que se habían inscripto y al grito de “fuera
judío” le obligaron a abandonar el claustro y exiliarse en Suiza,
primero, y en Estados Unidos, después. Schmitt aprobó esta
“depuración”.
Jesús
Silva-Herzog Márquez advierte que el existencialismo político de
Schmitt es profundamente anticonstitucional porque siempre estuvo
fascinado por lo excepcional, lo no organizado, lo irregular. El
territorio de la política es la crisis, por lo que la primera no
puede someterse a reglas fijas. “Este
embrujo de lo excepcional se advierte en su idea de la soberanía
pero, sobre todo, en su idea del Derecho y del Estado”.
El llamado “situacionismo jurídico” de Schmitt establece que la
ley es aplicable en la normalidad pero, en política, esta no es
normal ni frecuente, por lo cual lo que debe primar son las medidas
concretas y no las leyes generales. El decisionismo de Schmitt se
basa en Juan Donoso Cortés10
(Donoso Cortés in
gesamteuropäischer Interpretation.
Colonia, 1950).
El
hombrecito de Plettenberg fue un maestro de la escritura oblicua.
Parte de su atractivo tiene que ver con su habilidad para el
enmascaramiento, para crear imágenes vagas. Sin embargo, cuando le
convenía se expresaba con claridad, en forma cortante y audaz. Las
metáforas de inspiración religiosa que siempre usaba le encantaban
a los capitostes españoles partidarios del totalitarismo teocrático.
La
identidad de Schmitt se basaba en ser un katechon
(pronúnciese katejon), que es un concepto de su filosofía política
extraído de la apocalíptica cristiana y que proviene de uno de los
textos más oscuros del Nuevo Testamento, la segunda Carta a los
Tesalonicenses (Cap. 2; 6‑7), generalmente atribuida
a San Pablo. Katechon
es un término griego, que podría traducirse como “el que
contiene”; designa a un poder o persona que frena la llegada del
“impío”, el Anticristo, es decir un poder que mantiene al diablo
en las gateras.
Quien
se arroga el papel de identificar el katechon,
como lo hacía Schmitt, estaría cumpliendo una misión sagrada y
providencial. El problema es que, como Pablo no identificó a
semejante entidad, existen las discusiones más bizantinas entre
teólogos y demás interesados en la escatología. Para hacerse una
idea mencionaremos las diez identificaciones más comunes: el nombre
o la presencia de Dios; el Espíritu Santo; el Arcángel Miguel; la
Iglesia Católica; el Papado; el Imperio Romano o el Sacro Imperio
Romano-Germánico; el Estado; la Ley; demás figuras escatológicas
que preceden la venida del Anticristo; la Puta de Babilonia.
El
jurista de la contrarrevolución tampoco dejó claro el asunto. La
entrada de su diario íntimo correspondiente al 19 de diciembre
de 1947 dice al respecto: “Creo
en el katechon:
para mí es la única forma posible de entender la historia del
cristianismo y de encontrar su significado”,
y más adelante: “uno debe
ser capaz de designar al katechon
para cada época de los 1.948 años pasados porque ese lugar
nunca ha estado vacío, de lo contrario nosotros no existiríamos”.
En
la misma vaguedad quedaron sus crímenes. Schmitt nunca se arrepintió
de su complicidad con los nazis y con todas las tiranías que tanto
admiró. Escurridizo como siempre escribió un opúsculo sobre su
detención y sobre los juicios que presenció, que tituló en latín
“Ex captivitate salus”,
donde lo único que se asemeja a un arrepentimiento es otro ambiguo
latinazgo: “non possum
scribere contra eum qui potest proscribere”,
es decir: “no puedo
escribir contra aquellos que pueden proscribirme”.
1
Cuando Schmitt nació, el pueblito tenía 2.000 habitantes y a su
muerte no llegaba a los 20.000.
2
Como Consejero de Estado defendió todos los actos del régimen
hitleriano; por ejemplo, aplaudió las purgas y asesinatos de 1934
como expresiones de “una justicia suprema”. Entre los
asesinados se encontraba su amigo y correligionario
Kurt von Schleicher, un general intrigante y
ultraderechista que había sido Canciller del Reich antes que Hitler.
Durante la guerra estuvo a cargo del Instituto Cultural Alemán en
Madrid e impulsó activamente la colaboración de España con las
potencias del Eje.
3
Quién llevó a Schmitt al estrado de los testigos fue su colega y
amigo, el estudiante de abogacía y ex-oficial de infantería de la
Wehrmacht, Richard von Weizsäcker, hijo de Ernst que llegaría,
en 1984, a ser el Presidente demócrata cristiano (CDU) de Alemania.
El viejo Ernst pertenecía a la nobleza alemana, había sido oficial
de la Marina Imperial durante la Primera Guerra Mundial y fue
detenido e incluido en el llamado Juicio de los Ministros, en 1947,
notablemente benévolo en comparación con los anteriores. Weizsäcker
fue acusado de crímenes contra la humanidad por su cooperación
activa en la deportación de los judíos franceses a Auschwitz. Su
defensa argumentó que él no sabía nada de los campos de exterminio
y creía que los prisioneros judíos correrían menos peligro si se
los deportaba al Este. Como miles de jerarcas nazis, Weiszäcker la
sacó baratísima (un viejo instigador de la Guerra Fría como
Churchill salió en su defensa). En 1949 fue condenado a siete
años de prisión pero después de tres años y tres meses fue
liberado por los estadounidenses, en octubre de 1950. El capitán
publicó sus memorias, que había escrito en la cárcel, en las que
se presentaba como un miembro de la resistencia antinazi.
4
Ilivitzky, Matías Esteban (2007): Guerra,
política y sociedad en las obras de Hannah Arendt y Carl Schmitt.
VII Jornadas de Sociología. Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires.
5
En marzo de 1962, por ejemplo, fue homenajeado en Madrid, en la sede
del Movimiento Nacional. Manuel Fraga Iribarne, al presentarlo, lo
calificó como “venerado maestro”. Antes, en 1935 y 1936,
había sido mentor del Frente Nacional Contrarrevolucionario, una
coalición motorizada por la derecha católica, la Confederación
Española de Derechas Autónomas, para combatir al Frente Popular. La
jugada fracasó porque no tenía una programa de gobierno sino
consignas “anti” (“¡Por Dios y por España!” “Contra la
revolución y sus cómplices”) para impedir el triunfo electoral de
la izquierda que finalmente se produjo en febrero de 1936. En
julio las mismas fuerzas promoverían el levantamiento contra la
República y la sangrienta Guerra Civil.
6
En 1946 fue interrogado por un abogado austríaco, Robert Kempner,
que era fiscal adjunto en los juicios de Nuremberg, para determinar
si debía ser acusado por su responsabilidad como jurista nazi. Se
conservan las transcripciones de cuatro sesiones de interrogatorio
que son una pieza magistral del ocultamiento, la autoexoneración y
la habilidosa cobardía exhibida por Schmitt para eludir
responsabilidades y evitar ser juzgado.
7
Müller, Jan-Werner (2003) A
Dangerous Mind: Carl Schmitt in Post-War European Thought. New
Haven: Yale University Press.
8
Traverso, Enzo (2016): La
historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del
siglo XX. FCE, Buenos
Aires (la primera edición en francés es de 2011).
9
Silva-Herzog Márquez, Jesús (2003): “Carl
Schmitt. Jurisprudencia para la ilegalidad”.
En: Revista de Derecho, Vol. XIV, julio de 2003 (pp. 9‑24),
Instituto Tecnológico Autónomo de México; México, D.F.
10
Juan Francisco María de la Salud Donoso Cortés y Fernández Canedo,
marqués de Valdegamas (1809‑1853) fue un político católico,
ultraconservador y monárquico español admirado por Schmitt. Donoso
Cortés denunciaba el fracaso de los ideales de la Ilustración y en
las Cortes lanzó su “discurso sobre la dictadura” que es todo un
programa de acción para liberticidas: “Cuando
la legalidad basta para salvar la sociedad: la legalidad; cuando no
basta: la dictadura. Se trata de escoger entre la dictadura que viene
de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene
de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata
de escoger por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura
del sable: yo escojo la dictadura del sable porque es más noble”.