martes, 29 de octubre de 2013

La bestia racista está viva en Europa

El pecado de ser diferente y la memoria imprescindible La bestia racista está viva en Europa Por el Lic. Fernando Britos V.
Ser francés o italiano, hoy en día, ha de ser motivo de vergüenza. Los latinoamericanos, especialmente los uruguayos debemos manifestar nuestro repudio ante las criminales acciones racistas de los gobiernos y las policías de Francia e Italia, donde se han desarrollado en los últimos días atentados contra los gitanos o romaníes.

El nazismo y el fascismo viven bajo otros nombres, la perra que los parió sigue en celo y en medio de la crisis que viven los europeos buscan chivos expiatorios en un legendario pueblo nómade cuyo pecado consiste en mantener su identidad y su cultura junto con su fenotipo. No condicen con “el modo de vida” de los franceses y una liceal gitana no puede ser francesa. Para la “pureza étnica” de los italianos una niña rubia no puede ser gitana. Django Reinhardt, una de las cumbres del jazz de todos los tiempos y el alma del célebre quinteto del Hot Club de Francia era gitano y ¿qué serían los azzurri sin Ballotelli?
Está claro que los gitanos no son ángeles y que sus costumbres pueden resultar chocantes para quien no las conoce pero hay que reconocer que no solamente han sido perseguidos sino que el rechazo que sufren es, en gran medida, el producto de un proceso de estigmatización que se remonta a siglos pasados. Por tanto, ni ángeles ni demonios sino una etnia diferente, en un mosaico continental muy diverso, que mantiene costumbres nómades o semi-nómades junto con otros característicos rasgos culturales, como formas de crianza y parentesco, su arte y su lenguaje.

Sin embargo, lo más sublevante de los crímenes actuales es la amnesia política y social de esas sociedades europeas. Los gitanos estaban entre los grupos humanos “inferiores racialmente” y por ende blanco de persecución por el régimen nazi y sus aliados. Por el solo hecho de serlo estaban sujetos a segregación, encarcelamiento, trabajos forzados y liquidación mediante deportación a los campos de exterminio. Los Einsatzgruppen (equipos móviles de exterminio) mataron a decenas de miles de gitanos en los territorios ocupados por los alemanes. Además, muchos miles fueron asesinados en los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, Chelmno, Belzec, Sobibor, y Treblinka. Los nazis también encarcelaron a miles en los campos de concentración de Bergen-Belsen, Sachsenhausen, Buchenwald, Dachau, Mauthausen, y Ravensbrueck.

El 21 de septiembre de 1939, Reinhard Heydrich, jefe de la Oficina Principal de Seguridad del Reich, decidió a deportar a 30.000 romaníes alemanes y austriacos a un territorio en la Polonia ocupada. Este plan fracasó debido a la oposición de Hans Frank, gobernador general nazi de Polonia y a la decisión de priorizar las deportaciones de judíos. Varias deportaciones de gitanos se produjeron entre abril y mayo de 1940. La mayoría de ellos fueron privados de alimento y murieron en trabajos forzados. Los que se enfermaban o quedaban incapacitados eran fusilados en el sitio. Cinco mil romaníes fueron enviados a un área separada dentro del ghetto de Lodz. Los que sobrevivieron las espantosas condiciones del ghetto fueron deportados al campo de exterminio de Chelmno, donde murieron en las cámaras de gas montadas en camiones.

También hubo campos de reclusión permanente para gitanos. Marzahn en Berlín junto con Lackenbach y Salzburg en Austria eran los peores. Cientos de romaníes murieron a consecuencia de las condiciones horrendas. Los alemanes que vivían en la zona se quejaban constantemente de los campos, exigiendo la deportación de los gitanos internados para proteger la moralidad y la seguridad pública. La policía local elevó las quejas a Heinrich Himmler, el jefe de las SS, para que reanudara las deportaciones de gitanos hacia el este. En diciembre de 1942, Himmler firmó una orden para la deportación de todos los gitanos de Alemania con algunas excepciones que no fueron respetadas a nivel local. Por ejemplo, los soldados gitanos de la Wehrmacht que se encontraban en su casa con licencia temporaria fueron capturados y deportados junto con sus familias.

Los gitanos de Alemania fueron deportados a un campo especial para ellos en Auschwitz-Birkenau. Familias enteras fueron encarceladas juntas. Los mellizos y enanos fueron separados y sujetos a los bestiales experimentos médicos conducidos por el Dr. Josef Mengele. Los médicos nazis también practicaron crueles experimentos sobre prisioneros romaníes en los campos de Ravensbrueck, Natzweiler-Struthof, y Sachsenhausen.

Las epidemias de tifus, viruela, y disentería redujeron enormemente la población del “campo de las familias gitanas” en Auschwitz. En mayo de 1944, los alemanes decidieron liquidar el campo para borrar las huellas de sus crímenes. Cuando lo rodearon, encontraron a aquellos cetrinos sobrevivientes armados con caños, garrotes y dispuestos a defenderse. Los SS aplazaron la liquidación y a fines del mes transfirieron fuera del “campo de las familias” a alrededor de 1.500 prisioneros que eran todavía capaces de trabajar. Casi 1.500 más fueron transferidos en agosto. Los restantes, alrededor de 3.000, fueron asesinados allí. Por lo menos 19.000 de los 23.000 gitanos enviados a Auschwitz murieron.

En las áreas de Europa ocupadas por los alemanes, el destino de los gitanos variaba de país en país, dependiendo de las circunstancias. En general los encarcelaban y luego los transportaban a Alemania o Polonia para trabajos forzados o para ser exterminados. Muchos gitanos de Polonia, Holanda, Hungría, Italia, Yugoslavia y Albania fueron fusilados o deportados a los campos de exterminio. En las áreas ocupadas de la Unión Soviética, los Einsatzgruppen mataban indistintamente gitanos, judíos y comunistas. Por ejemplo, muchos romaníes fueron fusilados junto con los judíos en Babi Yar, cerca de Kiev.

En Francia, las autoridades pusieron en práctica medidas restrictivas contra los gitanos incluso antes de la ocupación alemana. Las deportaciones empezaron desde la Francia ocupada hacia fin de diciembre de 1941. En la zona no ocupada, el gobierno colaboracionista de Vichy mandó alrededor de 3.500 romaníes a Buchenwald, Dachau, y Ravensbrueck.

Los rumanos no pusieron en práctica una política sistemática de exterminio de los gitanos, muy numerosos en su territorio. No obstante en 1941 entre 20.000 y 26.000 fueron deportados a la Ucrania ocupada por los rumanos, donde miles murieron de enfermedades, inanición, y víctimas de tratamientos brutales. En Serbia, en el otoño de 1941, los pelotones de ejecución del ejército alemán mataron a casi todos los hombres adultos junto con la mayoría de los hombres adultos judíos, como represalia por las bajas que les ocasionaban los partisanos.

En Croacia, los Ustasha (los fascistas croatas del Estado títere, fanáticos católicos) mataron romaníes en el campo de concentración de Jasenovac. Según Radio Srbija, basándose en datos de la Comisión Estatal de la ex Yugoslavia y del Centro Simón Wiesenthal, fueron asesinados, como mínimo, 500.000 serbios, 80.000 gitanos, 35.000 judíos y alrededor de 10.000 antifascistas de diferentes nacionalidades. La peculiaridad del Estado títere de Croacia era que no solamente se trataba de un apéndice de los nazis caracterizado por su brutalidad y por atrocidades inauditas sino que su inspiración, dirección y respaldo radicaba en el Vaticano.

De hecho el complejo de cinco campos de Jasenovac era comandado por un monje franciscano y en la dirección del exterminio y las torturas participaban obispos y sacerdotes. El Papa Pío XII apoyó y protegió a Ante Pavelic el cruel dictador fascista de Croacia cuando debió huir en 1945. La Santa Sede le suministró documentos falsos y dinero y lo hizo trasladar a la Argentina donde se transformó en asesor de seguridad de Juan Domingo Perón. Finalmente, en 1955, le consiguió refugio en la España de Franco donde falleció en 1957.

Los Ustasha desaparecieron en 1945 (miles fueron trasladados por el Vaticano a América del Sur, Australia y Estados Unidos o empleados durante la guerra fría para cometer acciones terroristas en distintos lugares del mundo, especialmente contra Yugoeslavia). Al terminar la Segunda Guerra Mundial se erigió un museo y un monumento para recordar el genocidio cometido por los croatas y los nazis.

Sin embargo, durante la llamada Guerra Croata de Independencia (1991-1995) - cuando el desmembramiento de Yugoeslavia fue patrocinado por Alemania - las fuerzas croatas bombardearon sistemáticamente el monumento totalmente carente de importancia militar y destruyeron el museo y archivos concernientes al campo. Sobrevivientes y veteranos denunciaron ante la comunidad internacional lo que consideraron una operación para eliminar toda la documentación relativa al genocidio. El gobierno yugoslavo denunció estos hechos ante las Naciones Unidas, considerando que el objetivo era borrar el escenario de los crímenes de genocidio.

En abril de 2003, el presidente croata Stjepan Mesic se disculpó en nombre de Croacia con las víctimas de Jasenovac. En 2006, añadió que a cada visitante de Jasenovac le debe quedar claro que allí tuvieron lugar "holocausto, genocidio y crímenes de guerra". En septiembre de 2009, el Arzobispo de Zagreb, Josip Bozanic, fue el primer cardenal de la Iglesia Católica que condenó los crímenes de Jasenovac durante una misa celebrada en el lugar que ocupó el campo: "aquí en Jasenovac, sentimos un profundo dolor por todas las víctimas, especialmente aquellas que aquí sufrieron y que fueron asesinadas por miembros del pueblo croata, y aun más por miembros de la Iglesia católica".

No se sabe con exactitud cuántos gitanos murieron en Europa entre 1939 y 1945. Las características de su cultura siempre relativamente marginal en el continente e inasimilable para las etnias mayoritarias no solamente los hacía presa fácil del racismo sino que dificultaba su encuadramiento y registro administrativo dentro de las naciones europeas. Los historiadores calculan que los nazis y sus aliados mataron entre el 25 y el 50 por ciento de todos los gitanos europeos cuyo número se estimaba aproximadamente en un millón.

Después de la caída del Tercer Reich la discriminación continuó. La República Federal de Alemania decidió que todas las medidas tomadas contra los gitanos antes de 1943 eran políticas legitimas del Estado y por lo tanto las víctimas no tenían derecho a reparación. La encarcelación, la esterilización, y hasta la deportación fueron consideradas como políticas legítimas. La policía de Baviera hizo suyos los archivos de Robert Ritter, el experto racial nazi sobre los gitanos. En 1945, este criminal volvió tranquilamente a su trabajo anterior como especialista en psicología infantil. Los esfuerzos para someter al Dr. Ritter a juicio por su complicidad en la matanza de los gitanos terminaron cuando se suicidó, en 1950.

El canciller alemán Helmut Kohl reconoció el genocidio nazi contra los gitanos recién en 1982 pero para entonces la mayoría de los romaníes que hubieran tenido derecho a una reparación ya habían muerto. Ahora, dos niñas gitanas nos llaman a solidarizarnos y denunciar la discriminación de que son víctimas.

martes, 22 de octubre de 2013

You're gonna carry that weight

El cadáver ambulante y
sus cómplices vivientes
Por el Lic. Fernando Britos V.
El pasado 29 de julio, el criminal nazi Erich Priebke cumplió cien años y en su apacible retiro del barrio Aurelio, en un apartamento al oeste de Roma donde cumplía “arresto domiciliario”, grabó un video justificatorio de sus crímenes, un último engaño cuando sentía próximo su fin. En aquellos días recordábamos su trayectoria y su situación: era nada más que uno de los últimos, si no el último nazi sobreviviente y la cuestión era como había eludido a la justicia por más de cuarenta años, como se había transformado en referente de la sociedad barilochense y como vivía un retiro dorado y discreto en Roma, recibiendo visitas y paseando tranquilamente por la vereda de la sombra.

Ahora y poco más de dos meses después, con su muerte, el tema estalló en todos los medios. El antiguo capitán de las SS, el verdugo de las Fosas Ardeatinas que sepultó a sus últimas víctimas en las galerías de una mina, ha tomado notoriedad como cadáver ambulante, los restos que nadie quiere sepultar. Su hijo Jorge, un veterano residente en Bariloche - que hasta hace poco se quejaba de que su padre los había abandonado y no les pasaba dinero - ahora hace declaraciones provocativas, él no tiene nada que ver: “déjense de joder”, “que lo entierren en Israel así están contentos”.

El féretro del viejo asesino, depositado en el aeropuerto militar de Roma, posiblemente haya sido o sea enterrado a las escondidas en algún sitio; tanto da: el episodio biológico de la muerte de un verdugo es insignificante en si mismo.

En las redes se desatan tormentas de olvidadizos y engañados, elogios y comentarios justificando los crímenes, declaraciones antisemitas, llamados a “dar vuelta la página”, reclamos para prestar atención al presente y no a una guerra que se libró hace más de setenta años y toda la vieja pirotecnia de “la teoría de los dos demonios”, la leniencia del perdón y el olvido, la unión de todas las causas reaccionarias y fascistas, que en definitiva muestran que la bestia que ha parido el nazismo y todos su epígonos sigue viva y está, permanentemente, en celo.

Su Alemania natal no lo quiere. Los fascistas y nazis italianos y su secta religiosa (la iglesia cismática lefebvriana de los ensotanados dedicados a absolver sicarios y dar misas en latín) ya intentaron unas exequias provocativas en Albano Laziale (una pequeña ciudad cercana a Roma que es Medalla de Plata de la Resistencia). Los habitantes con su alcalde a la cabeza rechazaron la ceremonia para el verdugo Priebke y un puñado de barras brava neonazis tuvieron que huir del pueblo.

El Vicariato de la Iglesia romana sacó a relucir el Derecho Canónico para negar una ceremonia religiosa en un templo de la ciudad. En el cementerio privado de Pomezia (a unos 30 kilómetros de Roma, financiado por el gobierno alemán), donde fueron enterrados más de 27.000 soldados y oficiales de la Wehrmacht (3.400 de los cuales sin identificar), tampoco quisieron el fardo porque la necrópolis sólo hospeda a los que murieron durante la guerra.

En fin, poco importa donde vayan a parar los restos de Priebke. En cambio es preciso cerciorarse de algo realmente significativo para el presente y para el futuro de la convivencia, la justicia y la felicidad de los pueblos: ¿cuáles fueron los mecanismos que le permitieron a Priebke y a otros miles de criminales de vieja data (no solamente europeos) eludir juicios y encontrar refugio?, ¿quiénes les ampararon y utilizaron su servicios? ¿quiénes les rodearon de respeto y admiración?, ¿quiénes les financiaron, les permitieron alcanzar un buen pasar e incluso enriquecerse?, ¿quiénes les cuidaron solícitamente en su vejez y ahora pretenden blanquear su recuerdo?

El video de difusión póstuma carece de originalidad y oculta las respuestas a los interrogantes que se plantean. Priebke emplea la teoría de los dos demonios bajo la variante “causa y consecuencia”: los partisanos que atacaron la estación de policía militar de la vía Rasella sabían que habría represalias, es decir buscaban que hubiera víctimas inocentes para enardecer al pueblo contra los bondadosos alemanes y los heroicos fascistas que colaboraban con los nazis (los miembros del batallón de policías atacado eran fascistas italianos, fanáticos que habían sobrevivido en el frente germano-soviético y responsables de crímenes de guerra).

Miente descaradamente: las cámaras de gas no existieron y los campos de concentración donde él estuvo en funciones brindaban un trato justo y benévolo a los prisioneros. Se justifica con la típica cobardía de los perpetradores: él obedecía órdenes y si no hubiera fusilado a los rehenes él habría sido ejecutado en su lugar “porque eran órdenes directas de Hitler”.

Por ahora y a modo de adelanto, habrá que detenerse en el abogado italiano Paolo Giachini un connotado defensor de criminales fascistas, amigo de prófugos e hijo o nieto putativo de Erich Priebke. Paolo Giachini (n.1950) es un comerciante, abogado y operador de organizaciones fascistas que fue, desde 1994, el contacto, casero y defensor de Priebke en Italia.

En 1946, el ex integrante del servicio de seguridad (verdugo y carcelero) de las SS escapó de un campo de prisioneros de guerra cercano a Rimini con ayuda de la organización de auxilio de los criminales nazis (ODESSA) y de sacerdotes que lo ocultaron, lo financiaron y le proporcionaron documentos falsos. Estos curas, nazis o colaboracionistas, eran tiroleses (austríacos e italianos) y croatas. Entre ellos se destacaron Johann Corradini de Vipiteno y Franz Pobitzer de Bolzano, así como también del vicario separatista Alois Pompanin. Este último bautizó como católico a Priebke, lo cual más que una repentina conversión del verdugo o un celo pastoral de los curas nazis ha de haber servido para establecer una fe de bautismo que allanara la expedición de un pasaporte.

Después, Priebke fue confiado a la red de evasión del teólogo croata Krunoslav Stjepan Draganovic (Brcko,1903 - Sarajevo,1983) quien era un influyente protegido del Papa Pío XII, no en vano conocido como “el Papa de Hitler”. Draganovic, fue más lejos se afilió al partido nazi, trabajó para los servicios de inteligencia alemanes pero también británicos y estadounidenses y fue obligado a retirase de Roma cuando asumió el Papa Juan XXIII, en 1958. Hasta entonces dirigió a los criminales de guerra hacia América Latina, en su mayoría hacia la Argentina pero también hacia Brasil, Bolivia y Paraguay.

A diferencia de su colega Eichmann, Priebke encontró seguro refugio y una importante posición social en San Carlos de Bariloche (como director de un colegio de la colectividad alemana, el Primo Capraro) durante más de cuarenta años. A principios de la década de los 90 uno de los criminales vecinos de Priebke desveló su verdadera responsabilidad en la matanza de las Fosas Ardeatinas. Cincuenta años después de la masacre, con la confianza que le inspiraba medio siglo de impunidad y su edad (81 años), el ex SS la admitió en una entrevista televisiva callejera.

Desde que llegó extraditado a Italia para ser juzgado (entre 1995 y 1998) fue alojado por Giachini en un apartamento de su propiedad (Via Cardinal Sanfelice 5, tercer piso, apto. 12). Es una callecita estrecha y tranquila en un barrio residencial moderno, al oeste del Vaticano, donde predominan los edificios de cinco pisos, con varios cuerpos. Por ejemplo, las 63 familias vecinas de Giachini/Priebke protestaron desde un primer momento pero debieron conformarse. Al principio el ocupante se mantenía discretamente tras las cortinas cerradas pero desde que, en 1998, se le condenó a prisión perpetua pero bajo arresto domiciliario por su edad empezó a salir al balcón con geranios que da a la piazzetta Cardinal Ferrari o a las ventanas. Después salió con la excusa de “trabajar” en el bufete de su casero, ese si en la zona céntrica de Roma (Via Panisperna 209) y más adelante a cenar con amigos o a hacer su compras al mercado de frutas, verduras y flores de su barrio. En suma un retiro dorado.

Giachini, admirador de Priebke, es amigo de connotados fascistas, sicarios, mercenarios y ricos delincuentes. Creó una organización “Uomo e Libertá”, con sede en su bufete, para reivindicar el carácter de “víctima de la democracia” que le asigna al verdugo y a otros prófugos y delincuentes que él defiende. El abogado no se limita a defender a sicarios y matones del pasado sino actuales. Ha sido un viajero frecuente por América Latina, entre otras cosas para participar en las reuniones y comilonas que organizaba en Paraguay el fascista prófugo de la justicia de su país como autor intelectual y/o material de atentados y asesinatos políticos, Clemente Graziani (Roma,1925-Asunción, 1996).

Graziani fue en lo esencial un mercenario y sicario que desde muy joven actuó con los colaboradores de los nazis en la llamada República Social Italiana y participó en las acciones de las bandas fascistas en Italia (Legión Negra, Ordine Nuovo) hasta 1973. Se fugó a la Bolivia de Banzer y después se instaló en Paraguay donde se enriqueció como ganadero en el Chaco.

lunes, 14 de octubre de 2013

La des-banalización del mal



La des-banalización del mal
La responsabilidad por sufrimientos que se infligen o se toleran es un proceso que se desarrolla en circunstancias concretas. No resulta de fuerzas inexorables y supone la participación de las personas. La des-banalización requiere comprensión. En este caso consideramos uno de los procesos más acabados de elusión de culpa y responsabilidad, el desarrollado por el criminal de guerra nazi Albert Speer.
Por Fernando Britos V.

VOLVIÉNDOSE BUENO. Al concluir el primer Juicio de Nüremberg doce de los acusados fueron condenados a muerte (Bormann en ausencia porque nunca fue capturado), tres fueron absueltos y siete condenados a penas de prisión. Los demás capitostes nazis  despreciaban a Speer porque era el único que había pedido perdón (aunque no el único en demostrar cierto arrepentimiento). Si bien es común que los condenados por crímenes de lesa humanidad desarrollen profundos odios y rencores hacia sus antiguos compinches e intercambien reproches y recriminaciones de todo tipo, la estrategia que Speer desarrolló lo mantuvo al margen de esas rencillas. El arquitecto optó por transformarse en un prolijo memorialista, capaz de pulir su versión acrisoladamente. Considerando esa misma versión y las evidencias que han ido surgiendo acerca de sus actos, especialmente en los últimos años, se percibe que esa estrategia ha de haberse delineado desde el momento en que se dio cuenta que la Alemania nazi perdería la guerra (tal vez durante el segundo semestre de 1942).
En 1946, el arquitecto y ex ministro fue imputado de los cuatro cargos posibles: participación en un plan o conspiración para perpetrar un crimen contra la paz; planear, iniciar y librar guerras de agresión; crímenes de guerra y, finalmente, crímenes contra la humanidad. Su abogado, Hans Flächsner, lo presentó como un artista que había sido empujado a la política pero que había permanecido siempre al margen de la ideología y desde luego de las actividades criminales.
Speer, que seguramente había negociado su destino antes del juicio merced a la enorme cantidad de información que dio a sus captores, aceptó su responsabilidad por las acciones del nazismo: “en la vida política cada persona es responsable de su propio sector – declaró – y por eso es, por supuesto, totalmente responsable. Pero más allá, hay una responsabilidad colectiva en la que él ha sido uno de los líderes. ¿Quién más va a ser responsable del curso de los hechos sino los más cercanos asociados al jefe del Estado?”.
Primer factor: Speer se presentó como alguien que asumía la responsabilidad y no escurría el bulto. Había sido un leal admirador, un amigo de Hitler, que había tratado de evitar sus desbordes o dulcificar sus decisiones más brutales y había sido capaz de discrepar y enfrentarse arriesgando su pellejo. Un artista, un técnico, ambicioso, ejecutivo, buen organizador, pero desprovisto de los rasgos carniceros, vulgares o serviles de un Himmler, un Höss, un Keitel. Nunca apeló a la “obediencia debida”. El periodista William Shirer que siguió el juicio señaló que, en comparación con los demás acusados, Speer fue el que dio la mejor impresión, alto, delgado, impecablemente trajeado y desprovisto de soberbia, durante todo el largo juicio hizo declaraciones sinceras, mesuradas y no intentó eludir su culpa y responsabilidad.
Incluso declaró que, a principios de 1945 - cuando Hitler ya estaba soterrado en el bunker debajo de la Cancillería - en su desesperación por evitar que arrastrara a toda Alemania en su caída, había planeado matarlo arrojando una granada de gas tóxico por uno de los conductos de ventilación pero adujo que no había podido hacerlo debido a los altos muros que rodeaban el ducto. Alguien observó, con sorna, que el segundo hombre más poderoso de Alemania no había podido conseguir una escalera. Sin embargo, lo que pasó desapercibido entonces fue que el mismo Speer había diseñado esas instalaciones y no solamente sabía del muro sino de las cámaras especiales que tenían para evitar esa posibilidad.
Robert H. Jackson, el Fiscal General por los EUA en Nüremberg alegó que el arquitecto, en tanto Ministro de Armamento, se había unido, planificado y ejecutado el programa para emplear prisioneros de guerra y trabajadores extranjeros en la industria de guerra alemana cuya producción aumentó mientras los trabajadores se morían de hambre. De aquí se desprende un segundo factor fundamental: Speer consiguió despegarse del más terrible y abominable de los crímenes de lesa humanidad. En efecto, no se le vinculó con el trabajo esclavo de los recluidos en los campos de concentración y con su exterminio.

NEGACION Y AUSENCIA. Con el correr de los años (últimamente en el 2005) aparecieron documentos y testimonios que demuestran que no solamente sabía de la existencia de los campos de exterminio sino que envió miles de toneladas de acero para las “ampliaciones” de Auschwitz y que muy probablemente haya estado de visita en ese campo y/o en alguno de sus numerosos satélites. Es seguro que dos de sus colaboradores directos le informaron de las exigencias que planteaban los jefes de las SS que manejaban los campos de concentración y debido a las fechas de entregas de barras de acero, en 1944, es presumible que fueron las que se emplearon para montar gigantescas parrillas donde se apilaban los cadáveres de los prisioneros, desenterrados a toda prisa de fosas comunes, para quemarlos y esparcir sus cenizas en un intento por borrar las huellas del genocidio.
Otro dato acerca del conocimiento y complicidad de Speer en la llamada Solución Final consiste en determinar si estuvo o no en la conferencia en que Himmler planteó a los jefes de las SS las acciones de exterminio masivo de los judíos europeos[1]. Siempre negó terminantemente haber estado presente en esa conferencia pero entre lo mucho que escribió estando en prisión narró que, después de una conferencia con Himmler, ayudó a varios de los jefes de las SS, que estaban muy borrachos, para subir a un tren que los llevaría a una reunión en el Cuartel General de Hitler en Prusia Oriental (hoy Polonia). Cuando un investigador advirtió que en sus memorias dejadó entrever su presencia en Posen, Speer alegó que se trataba de otra reunión y lo atribuyó a un error en sus escritos, una falla en su memoria.
Por su ubicación en la jerarquía nazi, Speer no podía pasar como idiota o incauto que ignoraba los horrendos crímenes que se cometieron especialmente en los países ocupados y el exterminio masivo de judíos, gitanos y prisioneros. Eligió un curso de defensa mucho más hábil que Juan María Bordaberry o Juan Carlos Blanco y en lugar de alegar supina ignorancia apuntó hacia el horror ante la sospecha y se autocriticó por ese camino. En sus memorias afirma que, a mediados de 1944, un tal Hanke, por entonces Gauleiter de Baja Silesia (Polonia), le había dicho que nunca debía aceptar una invitación para visitar un campo de concentración en Alta Silesia porque él había visto algo que le estaba prohibido describir pero que, además, era indescriptible.
A partir de esa supuesta confesión, Speer concluyó (más de veinte años después) que Hanke debía haberse referido a Auschwitz y se culpó por no haber investigado más o por no haber interrogado a Hitler o a Himmler acerca de ese presunto misterio. Desde el momento de esa ambigua revelación Speer se sintió “contaminado moralmente” en forma irremediable. “Por temor a descubrir algo que me hiciera cambiar de rumbo, cerré mis ojos… Debido a que fallé en ese momento me siento, todavía hoy, responsable por Auschwitz en un sentido personal total”.
El tercer factor tiene que ver con la forma en que presentó su actuación como el Arquitecto en Jefe de Alemania, el favorito del Führer. En este sentido Speer hizo especial hincapié en su actividad profesional y en el diseño de los proyectos grandiosos de Hitler, como Germania que sería la futura capital del Reich de los Mil Años, y que no pasó de una maqueta. Sin embargo, hay evidencia de que dispuso de las casas expropiadas a los judíos perseguidos por el régimen, por orden directa de Hermann Göring, para utilizarlas en sus proyectos arquitectónicos. Además, desde 1939 en adelante fue responsable del Departamento Central para el Reasentamiento que aplicaba las leyes racistas y desalojaba a inquilinos judíos para reubicar a desplazados por sus obras de reurbanización o por los efectos de los bombardeos. 75.000 judíos fueron perjudicados por estas medidas.
Por otra parte, había sido testigo directo de sangrientos episodios, entre ellos “La noche de los cuchillos largos” (en 1934, cuando se produjo la purga de los dirigentes de las SA) y la Noche de los Cristales Rotos (en 1938, cuando los nazis desataron una asonada generalizada, asalto e incendios, contra los comercios judíos y sinagogas). Speer fue remiso a dar cuenta de estos hechos que en modo alguno pudo haber ignorado y apenas los menciona en la segunda edición de sus memorias y aún así a instancias de sus editores.
El cuarto factor que permitió a Speer erigir y mantener su imagen fue que, durante el juicio de Nüremberg no llegó a saberse que había pertenecido a las SA y luego a las SS[2]. Se dice que en los libros y listas de estas organizaciones, que cayeron en manos de los aliados, los registros correspondientes al arquitecto se “traspapelaron” y solamente fueron ubicados por los historiadores hace pocos años. Si la pertenencia a organizaciones criminales como las SS se hubiera esgrimido durante el juicio tal vez Speer no hubiera escapado de la horca o de una condena de por vida.

MILAGROS Y ARREPENTIMIENTOS. El quinto factor que permitió “volverse bueno” a este criminal de guerra fue la consecuencia con la que se aferró a la imagen de honestidad, eficiencia y arrepentimiento que elaboró durante más de cuarenta años. Esta imagen tenía varias facetas y suponía una contradicción dinámica entre ciertos aspectos de su pasado, ocultados y tergiversados, con otros presentados bajo una luz favorable y un distanciamiento que adoptó respecto a su familia que permitió salvaguardar a su mujer y a sus cinco hijos con quienes no mantuvo contacto directo desde su libertad en 1966 (aunque las cartas que les escribió desde la prisión de Spandau le sirvieron para publicar otro grueso volumen de memorias).
El cargo principal contra Speer tenía que ver con su papel como Ministro de Armamento y Guerra cuando, en tanto organizador de la producción bélica y de la economía alemana en su conjunto para ese fin, empleó trabajo forzado y trabajadores esclavos. De acuerdo con su táctica de no eludir los cargos que inevitablemente se le formularían, el ministro admitió conocer las espantosas condiciones de cientos de miles de hombres y mujeres que murieron produciendo las armas empleadas por las fuerzas armadas alemanas.
El 10 de diciembre de 1943, el Ministro visitó la fábrica Mittelwerk, situada en las galerías de una mina cerca de Nordhausen, en el centro de Alemania. Allí se construían los misiles V1 y V2 y motores de avión, empleando mano de obra esclava de los campos de concentración, primero de Buchenwald y después de un campo especial, el Dora-Mittelbau. El Ministro de Armamento, confiscó esa mina, la hizo ampliar para instalar la enorme fábrica subterránea y supervisó su funcionamiento. Solamente entre agosto de 1944 y marzo de 1945 se construyeron allí 4.575 cohetes V2 pero la mano de obra sufría bajas terribles producto del hambre, del frío, de los castigos y de las condiciones de bestial esfuerzo a que eran sometidos los presos-obreros.
Solamente en diciembre de 1943 murió casi el 6% de los operarios y Speer “impactado” por las condiciones inhumanas de los trabajadores – según él - ordenó mejoras en la planta y en el campo Dora-Mittelbau aunque eso no impidió que la mitad de quienes trabajaran allí perdiera la vida entre fines de 1943 y marzo de 1945. Después y tardíamente, en sus memorias, comentó que las condiciones que sufrían los prisioneros eran bárbaras y que siempre que pensaba en ellas se sentía profundamente implicado y se apoderaba de él la culpa personal.
El mérito de Speer como organizador capaz de mantener la producción armamentística a pesar de los bombardeos aéreos es innegable. Eso fue lo que llamó la atención de los estadounidenses y británicos y lo que valorizó al ex ministro como el informante más calificado. A los expertos militares siempre les intriga lo mismo: cuando se creen poseedores de medios de destrucción insuperables desean saber porque su eficacia no ha sido total como creían. 
Por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, en la guerra de trincheras, las concentraciones de fuego de artillería transformaron en un paisaje lunar grandes zonas del noreste de Francia; millones de toneladas de acero, explosivos y gases tóxicos removieron la tierra, centímetro a centímetro en superficie y a varios metros de profundidad, algunas colinas desaparecieron y otras se crearon, pero cuando cesaba el fuego los ataques y contra ataques de parte y parte eran repelidos por seres que inexplicablemente habían sobrevivido. Esta carnicería insensata siempre intrigó a los “expertos” de ambos bandos.
¿Cómo había hecho Speer para mantener la producción de armas y municiones bajo los bombardeos arrasadores? Es cierto que las fábricas subterráneas, como Mittelwerk, se multiplicaron pero además hubo una sobre explotación bestial de los recursos humanos entre los que la peor parte les tocó a los prisioneros de guerra y los internados en los campos de concentración, mano de obra desechable que debía “morir trabajando”. La principal clave de este “milagro” fue el mortífero trabajo esclavo y la succión de trabajadores y trabajadoras que se efectuó en los países ocupados para desempeñarse como asalariados en la fábricas del Reich.
El ex Ministro de Armamento se dedicó durante años a pulir su imagen de gran organizador y acuñó la versión que, en 1944, la industria bélica bajo su dirección producía equipamiento para 270 divisiones (casi 3 millones de soldados) cuando la Wehrmacht ya no disponía más que de 150 divisiones en los frentes de combate. Estas cifras nunca han sido seriamente cuestionadas pero es muy probable que no sean otra cosa que una construcción destinada a abonar su imagen de honestidad y eficiencia.
La penuria de materiales estratégicos (nafta, caucho, metales especiales, etc.) así como textiles, cuero y alimentos en general se resolvió mediante un flujo nunca interrumpido que se canalizaba a través de la España franquista y el Portugal fascista hacia Suiza. El país helvético se desempeñó como comisionista comercial, proveedor, cajero secreto y financista de Alemania. Blanqueó sistemáticamente el oro saqueado por los nazis en todos los países ocupados, pagó con eso los suministros que Speer les encargaba y las líneas ferroviarias de su territorio neutral condujeron los millones de toneladas de materiales que mantenían el funcionamiento de su industria bélica.
Además, de la banca - proverbial asociada de todos los latrocinios y chanchullos - la industria suiza produjo y cobró a buen precio durante toda la guerra, el suministro de aparatos ópticos y piezas de precisión imprescindibles para las armas de alta tecnología. Speer se benefició de esa íntima asociación[3]. Su milagro productivo se apoyaba en el trabajo esclavo que arrojo cientos de miles de muertos y lisiados y en el aprovisionamiento asegurado por Suiza y pagado con oro robado.

DISEÑADOR DE SU IMAGEN. El arrepentimiento o presunto arrepentimiento de Speer fue un sexto factor que contribuyó a banalizar el mal que había cometido y redondeó su proceso de “volverse bueno”. Dispuso del tiempo, la inteligencia, la ayuda y los medios para hacerlo. En julio de 1947 fue trasladado de Nüremberg a Berlín para cumplir su pena en la cárcel de Spandau.
Originalmente las condiciones de reclusión eran de confinamiento solitario con media hora de paseo por el patio, sin poder hablar con los otros presos o con los guardias. Se había prohibido expresamente que los jefes nazis escribieran memorias y su correspondencia con el exterior estaba muy limitada y sometida a censura pero rápidamente estas condiciones se fueron atenuando durante los periodos en que la vigilancia estaba a cargo de ingleses, franceses y estadounidenses que ya estaban embarcados en la Guerra Fría. Las cuatro potencias se alternaban mes a mes en la custodia y solamente los soviéticos mantuvieron las condiciones originalmente establecidas.
Durante tres meses de cada cuatro Speer podía escribir, leer, estudiar, pasear y dedicarse a la jardinería. Desde un principio dispuso de libros y material de escritura y desde 1952 tuvo acceso a la biblioteca central de Berlín. En 1954, el arquitecto memorialista había escrito y conseguido hacer sacar de la prisión veinte mil hojas manuscritas que se transformaron en 1.100 páginas mecanografiadas. También consiguió a través de sus carceleros benévolos recibir correspondencia del exterior sin control y enviar copiosas cartas e instrucciones financieras para la administración de sus bienes. Las cartas que envió secretamente a sus hijos se transformaron en otro voluminoso libro de memorias titulado Diario de Spandau. Sus libros fueron un éxito de librería. En este proceso contó con el apoyo de su colega, amigo y subordinado, Rudolf Wolters[4] que permaneció en libertad y activo en la República Federal Alemana.
Aparentemente la cuidadosa operación de banalización del mal desarrollada por Speer fue un éxito, le permitió salvar la vida, lo que no es poca cosa, y seguir activo por quince años más después de cumplir su pena. Se convirtió en un ídolo para un número muy grande de alemanes que vivieron bajo el Tercer Reich, algunos como jerarcas y altos miembros del gobierno o de las fuerzas armadas, otros como simples ciudadanos, cuyo lema fundamental fue y es que ignoraban los crímenes del nazismo, ellos “no tuvieron conocimiento”, vivían en un limbo, engañados por la propaganda de Goebbels o aterrorizados por la Gestapo de Himmler o en último término engañados por el carisma de Hitler y envueltos por una combinación de todos esos factores.
            Como lo advirtió el cineasta y escritor alemán Heinrich Breloer [5], Speer fue funcional a una cantidad de alemanes que negaron haber tenido responsabilidad en las acciones del nazismo porque les permitía decir “¿ven como eran las cosas, si ni siquiera el amigo más cercano de Hitler sabía lo que estaba sucediendo, cómo íbamos a saberlo nosotros?”, “lo sentimos mucho pero nosotros no sabíamos nada, no hicimos nada malo, todos somos iguales”.
            Cuando concibió sus memorias, Albert Speer sabía que se apartaba de sus antiguos amigos, de los viejos nazis y de los neo nazis y que se dirigía a un público distinto, no solamente alemán sino europeo e internacional. Como los antiguos nazis sabía que encontraría apoyo en los alineados en la Guerra Fría pero a diferencia de estos no estaba dispuesto a seguir fungiendo en trabajos sucios (como mercenario, en espionaje y entrenamiento militar, seguridad y vigilancia)  o de mera especialidad tecnológica (aunque llegó a hacer algún trabajo como arquitecto en su vejez) sino que apuntó a una reivindicación más integral que pudiera operar como detergente de las culpas de los violadores de los derechos humanos. Speer superó ampliamente el negacionismo y la justificación instrumental para establecer que es posible cometer o permitir que se cometan los crímenes de lesa humanidad y redimirse mediante un “arrepentimiento” bien trabajado.
            Prueba de esto son los partidarios que tuvo y que desde 1947 se dedicaron a pedir su liberación por conmutación de la pena. La firme oposición de los soviéticos evitó su libertad anticipada como estaban dispuestos a concederla los demás países garantes de los resultados del juicio a los criminales de guerra (Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia).
Entre los peticionantes figuraron personajes como Charles De Gaulle, George Ball (un diplomático estadounidense conocido por haberse opuesto a la escalada de su país en la Guerra de Vietnam), John McCloy (abogado y banquero estadounidense, Sub secretario de Guerra durante la Segunda Guerra Mundial, Presidente del Banco Mundial, Alto Comisionado para Alemania, secretario del Chase Manhattan), Hartley Shawcross (Fiscal en el Juicio de Nüremberg) y el Canciller alemán Willy Brandt (que le mandó flores a su hija en el día de su liberación y, sobre todo, que cerró los procesos de desnazificación contra Speer que hubieran conducido a la confiscación de sus bienes y propiedades).
A pesar de sus diferencias con los antiguos nazis y otros nostálgicos dignatarios del Tercer Reich que abundaban en puestos de responsabilidad de la República Federal de Alemania y le reprochaban haber “abandonado la causa”, Speer hizo muchos nuevos amigos y se transformó en una estrella mediática, requerido por periodistas, historiadores y por sus muchísimos lectores.
Consecuente con la línea que se había trazado, “el nazi arrepentido” nunca reconoció haber participado en los peores crímenes o haber sabido de los campos de exterminio pero se fustigó autocríticamente en forma reiterada. Encaró tranquilamente a los historiadores que lo investigaron, la mayoría confrontando agudamente sus recuerdos, y fue el protagonista de documentales y libros. Nunca rehuyó las entrevistas ni se hizo el bobo.
Típico fue un extenso reportaje que concedió, en 1971, a la revista estadounidense Playboy donde afirmó que si no había visto los crímenes del nazismo es porque no había querido verlos. En esa línea viajó un par de veces a Londres para participar en programas especiales de la BBC, uno en 1973, y el último – al que concurría con su compañera, una inglesa de origen alemán – en 1981, cuando murió víctima de un derrame cerebral.
A pesar que su generación y la siguiente están saliendo del escenario y si bien es cierto, como dijo su hija, Margret Nissen, que “se llevó sus secretos a la tumba” dejó un legado: el más inteligente y tal vez el más trabajado de los procesos de banalización del mal, en el sentido de eludir la culpa y la responsabilidad[6]. Su análisis seguirá siendo importante para estudiar estos fenómenos y para desarrollar la consiguiente des-banalización del mal y de la injusticia social. A pesar de las diferencias y distancias este legado es aprovechable. Tiene vigencia en nuestro país, aquí y ahora.





[1] Se trata del denominado Discurso de Posen, que Himmler desarrolló ante una selecta audiencia de sesenta dirigentes nazis, empresarios y altos oficiales civiles y militares de las SS en el Castillo de Posen (Polonia), el 6 de octubre de 1943. Su objetivo no sólo era informar del exterminio judío sino involucrarlos como cómplices con esta revelación al extenderles la responsabilidad por la Solución Final que se estaba llevando a cabo.

[2] Las SS (Schutzstaffel) eran una organización militar, policial, política, penitenciaria y de seguridad de la Alemania nazi que su cedió a las disueltas SA y fue considerada como “organización criminal”  durante los Juicios de Nüremberg contra los criminales de guerra nazis, de modo que la sola pertenencia a la misma establecía firme presunción de culpabilidad.
[3] Es conocido el caso de los cañones antiaéreos Oerlikon suizos, producidos en una planta en los suburbios de Zürich, que siguieron llegando a Alemania, después de la rendición de la Wehrmacht en mayo de 1945,  en cumplimiento de los contratos que se habían celebrado (y pagado) por Speer.
[4] Rudolf Wolters (19031983) fue un arquitecto asociado con Speer durante toda su trayectoria. Luego del encarcelamiento de Speer, Wolters recibió los papeles sacados clandestinamente de la prisión y los guardó hasta 1966.. Además de organizar las notas clandestinas, Wolters recaudó dinero para sostener a la familia de Speer y para otros propósitos, según las directivas que recibía de su antiguo jefe. Tras la liberación su amistad se deterioró y mantuvieron diferencias porque Wolters no quería que Hitler fuese calificado como criminal. A raíz de sus disputas Wolters permitió, en 1980, la publicación de notas omitidas en las memorias  de Speer que demostraban su conocimiento sobre la persecución de los judíos.
[5] Heinrich Breloer (nacido en 1942 en Gelsenkirchen) es un escritor y director de cine que se ha especializado en documentales sobre la historia reciente de Alemania y ha recibido numerosas distinciones por sus obras.
[6] Téngase en cuenta que “la banalidad del mal” que Hannah Arendt acuñó, en 1963, al referirse al juicio de Eichmann en Israel, no solamente alude al personaje que ella creyó ver, un burócrata “normal”, común y corriente, vano, falto de sustancia o realidad, hueco, vacío (en primera y segunda acepción). Arendt no fue capaz de captar la verdadera naturaleza del criminal entonces juzgado porque además se apoyaba en una concepción que pronto analizaremos con detenimiento porque, entre otras cosas, ha sido la base del desarrollo de teorías y prácticas psicológicas perversamente utilizadas. Esa concepción es la de la culpa y la responsabilidad como fenómeno puramente individual o a lo sumo intersubjetivo: cualquier persona, común y corriente, es capaz de cometer los mayores crímenes si es puesta en determinadas condiciones. En cambio, lo que nosotros denominamos banalización o des-banalización del mal y de la injusticia se refiere a procesos de manipulación y esclarecimiento, distorsión o rectificación, ocultamiento o desvelamiento, de la culpa y sobre todo de la responsabilidad.

Reflexiones sobre psicopatología del trabajo, culpa y responsabilidad.

REFLEXIONES SOBRE PSICOPATOLOGÍA DEL TRABAJO,
CULPA Y RESPONSABILIDAD




La des-banalización del mal



La banalización del mal o la injusticia para eludir la responsabilidad por sufrimientos que se infligen o se toleran es un proceso que se desarrolla en circunstancias concretas, pero con rasgos comunes en cuanto a las conductas humanas. No resulta de fuerzas inexorables y supone la participación de las personas. La des-banalización del mal es posible, pero requiere comprensión y una atención permanente a estos procesos.



Por Fernando Britos V.


BANALIZACIÓN DEL MAL Y LA INJUSTICIA. Desde hace un tiempo, los organizadores de reuniones de trabajo en el área empresarial, en la académica y otras donde la gente se congrega o es congregada con el propósito de tratar algún tema de interés común, someterse a una conferencia o una charla de divulgación, conocer algún plan de trabajo, se ven sometidos, por lo general como preámbulo, a ciertas "técnicas de inducción" cuya estirpe es diáfanamente rastreable hasta las prácticas religiosas, las estrategias de venta grupal y la animación de fiestas infantiles.
De lo que se trata, según los promotores de estos procedimientos, es de descontracturar a los asistentes, de rebajar las tensiones, de crear vínculos físicos y espirituales entre ellos, de prepararlos mejor para la recepción de algún mensaje o sensación importante. De este modo el acto litúrgico de "dar la paz", ubicado al final de la misa católica, se coloca al principio y los ejercicios que se tomaron prestados en un potpourri de las gimnásticas o meditaciones orientales, las charlatanerías sectarias y los aprestamientos lúdicos preescolares, parecen haberse vuelto un prólogo indispensable para actividades intelectuales o laborales de toda índole.
Los paquetes de técnicas de inducción han invadido el campo laboral, las actividades didácticas y los ámbitos colectivos para el intercambio de ideas. Están de moda desde hace años como perpetuación organizacional de la onda New Age pero incorporada en el neo‑gerencialismo. Quienes no se avengan a participar en estas acciones grupales o a comprar estos métodos para el manejo de reuniones empresariales corren el riesgo de ser tildados de rígidos, anticuados, retraídos, incrédulos, conflictivos o egoístas impenitentes.
El gerencialismo o el neo‑gerencialismo ‑términos corrientemente empleados desde la academia, por la ciencia política y la sociología, para referirse a distintas concepciones en cuanto a la organización del trabajo‑ están vinculados con temas recurrentes como "la reforma del Estado", "el desarrollo organizacional", "el trabajo saludable", "cómo evitar conflictos y obtener el ‘si’ (la negociación según la Escuela de Negocios de Harvard)" y otros muy manoseados en programas de televisión, artículos periodísticos, charlas, conferencias, talleres, seminarios, desayunos y cuanta denominación pueda darse a la vasta panoplia de "eventos empresariales".
En esa selva de palabras subyace la concepción de que, si bien el trabajo es capaz de producir sufrimiento, éste puede ser conjurado con una serie de fórmulas simples, y los conflictos que se generan en la interacción de cualquier colectivo pueden ser amortiguados o eliminados mediante la manipulación. De este modo, en la tapa de las "listas de control" del neo‑gerencialismo suele encontrarse la banalización del conflicto, la uniformización, la identificación positiva con el grupo, la dilución lúdica, la exaltación de la lealtad acrítica (la camiseta) y otras acciones que se basan en la resignación: es decir, en una aceptación resignada por parte de todos los trabajadores, y en último término (y solamente en último término) la coacción, el acoso, la sanción, la exclusión, el despido.
La resignación es inseparable de la injusticia social y es preciso reflexionar sobre la forma en que la banalización de esta última nos conduce a tolerar lo intolerable. Sin embargo, hay que reconocer que no todo el mundo considera que quienes sufren exclusión, desempleo, marginación, discriminación o miseria son, además, víctimas de la injusticia.
Muchas personas han desarrollado un divorcio entre el sufrimiento y la injusticia. Adviertan la infelicidad que conlleva el primero pero no son capaces de reaccionar políticamente contra la segunda y por este lado debemos buscar el fundamento de la impunidad. El sufrimiento del otro puede movilizar la compasión, la piedad o la caridad; pero la solidaridad activa o la protesta indignada solamente se produce cuando se percibe la conexión que existe entre ese sufrimiento ajeno y la injusticia, así como la forma en que opera la impunidad. Las nociones de responsabilidad, solidaridad y justicia corresponden a la ética y no a la psicología.
Hay un conjunto de técnicas y de estrategias para hacernos creer que el sufrimiento en el trabajo ha disminuido considerablemente desde el siglo pasado y sospecho que tenemos cierta tendencia espontánea a pensar que dicho sufrimiento ha desaparecido o se ha atenuado mucho gracias a la mecanización y a la informatización. La ergonomía ha demostrado que la informatización y la inteligencia artificial exponen promesas de bienestar, de alivio y de hacerse cargo de los trabajos sucios, que no son capaces de cumplir. Hay una fachada que se exhibe al escrutinio público y que oculta el sacrificio, el esfuerzo y los riesgos psicosociales y físicos que implica cualquier trabajo.
El sufrimiento en el trabajo no ha desaparecido: está disimulado tras fachadas más o menos brillantes y solamente es posible avizorarlo cuando la movilización sistemática de los trabajadores organizados descorre el velo y exige medidas concretas para preservar la salud psicofísica y la vida. El ejemplo más elocuente y positivo de esta actividad es el que desarrolla el SUNCA ‑la organización de los obreros de la construcción y ramas afines‑ que reclama en forma insoslayable y multitudinaria las medidas y responsabilidades más elementales en una industria que es la más mortífera y se encuentra entre las de mayor morbilidad en nuestro país.
VOLVERSE MALO. Sabemos que la movilización colectiva es la estrategia adecuada porque en materia de defensa contra el sufrimiento no hay leyes establecidas, sino reglas de conducta construidas por los hombres y las mujeres. Sin embargo, no se puede naturalizar otros mecanismos que suele promover el neo‑gerencialismo y conferirle a todos ellos, sin beneficio de inventario, condiciones de bondad y eficacia. En materia de estrategias de defensa contra el sufrimiento, más que en otro campo, es preciso separar claramente los bagres de las tarariras.
El discurso economicista sobre la infelicidad la atribuye al destino, a la mala suerte, o incluso culpabiliza a las víctimas; y esto no sucede solamente en los casos de despido, exclusión, violación de derechos humanos, cruda explotación. La ausencia de responsabilidades y la no percepción de las injusticias que subyacen a la infelicidad son capaces de conseguir la adhesión de mucha gente. Es que "los uruguayos somos muy conservadores", se dice, "muy cautos ante los fenómenos que nos preocupan o los temores que sufrimos", se agrega, pero no se explica la resignación o la falta de reacción, de indignación y de movilización colectiva. La ausencia de tales reacciones siempre ha sido el sustrato de la impunidad y de los abusos más brutales.
Esa adhesión cautelosa al discurso economicista, esa indiferencia o insensibilidad moral, aparece muy claramente cuando se analiza el entorno social de los grandes crímenes contra la humanidad. No es necesario adherir al concepto de la "culpa colectiva" en el caso de la Alemania nazi para comprender que los campos de la muerte y el trabajo esclavo eran inocultables para la enorme mayoría de los alemanes. Ahora bien, en otros casos hay que reconocer que la resignación ante hechos sobre los que nos consideramos impotentes o la simple indiferencia funcionan como defensa contra la conciencia dolorosa de lo que se sabe o como lenitivo de la colaboración por omisión. En suma, se trataría de eximirse de responsabilidades ante la existencia de la injusticia social. Le atribuimos el carácter de infelicidad a lo que no es sino la banalización del mal[1] que unas personas infligen a otras.
Hace unos cuantos años, Christophe Dejours[2] advertía que cuando se profundiza en este análisis del mal los lectores o los oyentes pueden empezar a perder interés porque comprenden que no se trata solamente de identificar a un grupo de perpetradores de los crímenes o a sus autores intelectuales e instigadores o de condenar los métodos que aplicaron para cometer esos crímenes.
Todas las malas acciones deben ser investigadas y los responsables y sus procedimientos identificados; pero eso no basta porque no supone automáticamente la inocencia de los demás. La consideración de estos temas no nos otorga el beneficio del extrañamiento, de la ajenidad, ni nos permite poner el mal a suficiente distancia como para decir "no me interesa", "yo no tuve ni tendré que ver con eso", “cuando eso sucedió yo era un niño”). Exponer estas cuestiones es el primer paso para desarrollar, autocríticamente, verdaderas estrategias de defensa, para superar las negaciones y la resignación y para promover la movilización que permita des-banalizar el mal. Nada menos pero nada más.
Una serie de televisión como Breaking Bad[3] (que podría traducirse como "Volviéndose malo") explora, precisamente, la relación entre las personas y la maldad a lo largo de los años. Vince Gilligan, el autor de la serie, pone a sus personajes y especialmente al protagonista ‑un profesor de química en un liceo de Nuevo México que se transforma en narcotraficante‑ como seres que se encuentran en situaciones que no les dejan alternativa: hicieron lo único que podían hacer aunque esto significara volverse cada vez más malignos; fue culpa del destino, de su mala suerte, no podían elegir aunque el fin fuera previsible.
El gran atractivo de esta serie y la genialidad del autor consiste en haber mostrado y demostrado sutilmente, en forma acabada y a través de cinco temporadas, que los personajes siempre pudieron elegir otro camino, hacer otra cosa, y que en esta materia, como decíamos, no hay leyes inexorables sino construcciones que hombres y mujeres desarrollan en situaciones sociales concretas.
Precisamente, la banalización del mal es un proceso que puede ser investigado, comprobado, controlado, interrumpido por las decisiones de las personas y que incluye la responsabilidad sobre los actos, la que no es posible eludir por desplazamiento ("lo hice cumpliendo órdenes", "si yo no lo hacía me lo habrían hecho a mi").
Por eso, el argumento de la "obediencia debida", que invariablemente emplean los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, no resiste el menor análisis, es un engaño muy burdo y elemental. La degradación que supone el mal puede ser interrumpida y revertida, o por el contrario precipitada, por la voluntad de los actores. Sin embargo, para oponerse a esta degradación, para denunciarla y combatir sus efectos nocivos en nosotros mismos, es preciso comprender sus mecanismos: analizar las fuerzas que operan, las circunstancias, el contexto mediato e inmediato. Y esta es una actividad permanente, es decir, que no concluye nunca. Nuestra capacidad se acrecienta con el conocimiento pero el resultado nunca está garantizado.
VOLVERSE BUENO. En la presentación de un libro sobre las secuelas de la Ley de Caducidad[4], el profesor Álvaro Rico advirtió que los efectos de la ley en cuestión son estructurantes del presente ("es una ley fundante del Uruguay posdictadura") porque instaló una cultura de impunidad que está presente en todos los aspectos de la cotidianeidad y genera una "pérdida del sentido de responsabilidad" que se percibe en las relaciones laborales, vecinales, de pareja, "cuando las personas no asumen las consecuencias" de sus acciones.
La impunidad ‑señaló Rico‑ se ha transformado en un elemento cultural y cohesionador en un sentido destructivo, de modo que si bien se registran avances en materia legislativa, se dan en un contexto cultural y social cada vez más conservador y dentro de un sistema legal y penal cada vez más punitivo[5].
La banalización del mal es un proceso que tiende a asegurar la impunidad mediante el ocultamiento de la responsabilidad. Para efectuar ese ocultamiento se necesitan diversas dosis de negación, de alteración de los hechos acaecidos, de invención de otros que no sucedieron y el desarrollo de una o varias ideas justificatorias, desplazamientos (por ejemplo, la ubicación de personajes en circunstancias distintas que las que realmente tuvieron lugar), entre otros mecanismos que generalmente son catalogados y estudiados como falacias, es decir, engaños, fraudes o mentiras con las que se procura dañar a las personas. La famosa "teoría de los dos demonios" y aun la más reciente del "único demonio" forman parte de esta parafernalia de la banalización.
Entre los casos extremos en que los participantes en crímenes de lesa humanidad han conseguido "volverse buenos" debe considerarse, por ejemplo, el del arquitecto Berthold Konrad Hermann Albert Speer (1905-1981), conocido como Albert Speer, que fue el arquitecto de cabecera de Adolf Hitler, integrante del círculo más íntimo del Führer y Ministro de Armamento y Guerra desde febrero de 1942 hasta el derrumbe final el 23 de mayo de 1945. Este personaje era hijo y nieto de arquitectos (y a su vez padre de Albert Speer [hijo], nacido en 1934, uno de los más encumbrados arquitectos de la actualidad en Alemania, que no tuvo relaciones con su padre desde 1966).
Speer se afilió al nazismo en marzo de 1931 (carnet Nº 474.481), según su propia confesión subyugado por la personalidad de Hitler y con la ambiciosa pretensión de concretar los grandiosos proyectos monumentales del Tercer Reich. De hecho fue el escenógrafo y constructor del Campo Zeppelin en Nüremberg, donde se llevaron a cabo los grandes fastos del nazismo, y de la Cancillería del Reich y algunas otras obras de las que hoy queda poco o nada.
Cuando los nazis se hicieron con el gobierno de Alemania, en 1933, Speer empezó un ascenso meteórico y se insertó entre los colaboradores más directos de Hitler y alcanzó los más altos cargos del régimen ("Pertenecí a un círculo compuesto por otros artistas y su equipo personal ‑declaró al ser juzgado en 1945‑ y si Hitler hubiera tenido amigos, yo hubiera sido sin duda uno de los más cercanos").
En febrero de 1942, el Ministro de Armamento, Fritz Todt, murió en un accidente y de inmediato Hitler designó a Speer en su reemplazo, con todos sus poderes sobre una cuestión vital para el desarrollo de la guerra: la producción de armas, equipos y municiones y, en general, la supervisión de toda la organización industrial y productiva de Alemania. Según él era uno de los pocos ministros, si no el único, en el que el Führer confiaba plenamente. En ese cargo cosechó éxitos sobre todo porque consiguió mantener un nivel considerable de producción armamentística a pesar que, desde 1943, el dominio del aire había pasado a manos de los aliados y las fábricas, vías de comunicación y edificios importantes fueron sistemáticamente machacados por bombardeos aéreos de una intensidad hasta entonces desconocida.
Durante la agonía del régimen, el 19 de marzo de 1945, Hitler emitió la "Orden Nerón". Consistía en aplicar la política sistemática de tierra arrasada (quemarlo todo, volarlo todo). Speer sostuvo que pretendía evitar la destrucción total de la infraestructura del país, y según él se enfrentó a Hitler pero terminó en un intercambio: le confirmó su apoyo incondicional pero consiguió del Führer poderes exclusivos para aplicar la orden destructiva con los que intentó convencer a los generales y los jefes del partido nazi para evitar que destruyeran lo que se necesitaría al terminar la guerra.
En los días previos a la derrota total se puso a salvo con su familia en los alrededores de Hamburgo; pero el 22 de abril resolvió ir a visitar a Hitler y mantuvieron una larga charla en que éste le anunció su decisión de suicidarse y hacer quemar su cuerpo ("Sentí que era mi deber no huir como un cobarde ‑dijo en sus memorias‑ sino presentarme ante él de nuevo").[6]
Muerto Hitler, ofreció sus servicios al efímero gobierno encabezado por el almirante Dönitz. El 15 de mayo los estadounidenses llegaron a Flensburg y consultaron a Speer acerca de su disposición para informarles sobre los efectos de los bombardeos sobre la industria bélica alemana. El 23 de mayo, dos semanas después de la rendición incondicional de los alemanes, los aliados arrestaron a los miembros de ese gobierno fantasmal.
El arquitecto y ministro se transformó en un informante fundamental para los servicios de inteligencia estadounidenses. Durante meses declaró en distintos centros de detención y en setiembre fue acusado en el primer Juicio de Nüremberg, donde se juzgó a los principales jerarcas que habían sido capturados.
La defensa de Speer superó ampliamente a la de otros reconocidos genocidas como Adolf Eichmann o Rudolf Höss y se encuentra, por su elaboración, en una categoría distinta a la de Werner von Braun o Reinhard Gehlen.[7] El caso merece ser estudiado con algún detenimiento porque la des-banalización del mal lo requiere. Salvadas ciertas distancias, todos los procesos similares, hasta los más recientes en nuestro continente y en nuestro país, presentan rasgos comunes. Muchos perpetradores, a sabiendas o no, han seguido los pasos de Speer. Muchos descendientes directos que reivindican a padres criminales, sus epígonos neonazis y algunos incautos ‑entre los que se cuentan quienes creen que la banalización del mal es capaz de conjurarlo‑ pueden seguir esos ejemplos y de hecho lo hacen y presumiblemente seguirán haciéndolo.
El arquitecto trabajó duramente para "volverse bueno". Brindó cientos de horas de declaraciones y luego produjo miles de páginas de memorias dando su versión de la cúspide del régimen nazi. Su proceso de banalización del mal le permitió eludir la horca y salir bien librado con una condena a veinte años de prisión mientras que su colega y otrora superior, Rudolf Hess, purgó una condena de por vida a pesar de haber salido del escenario en 1941. Speer estuvo en la prisión de Spandau (Berlín) hasta el 1º de octubre de 1966 y después vivió disfrutando de un buen pasar hasta su muerte por causas naturales (un derrame cerebral) en 1981, durante un viaje a Londres.[8]
¿Cuál fue la estrategia de banalización del mal que desarrolló Speer? La respuesta es necesariamente compleja y ahora nos limitaremos a señalar lo más notorio. En primer lugar elaboró y promovió una imagen de honestidad: "el nazi bueno", "el arrepentido", "el nazi que pidió perdón" (todos estos términos fueron utilizados por los medios de comunicación con mucho mayor frecuencia que "el arquitecto del diablo" u otros que también se le aplicaron). El antiguo Jefe de las Juventudes Hitlerianas y máximo jerarca en Viena, Baldur von Schirach, siguió por ese camino y tuvo un resultado similar (veinte años de prisión); pero en otro artículo disecaremos el método de Speer y veremos las diferencias.




 
 
 


[1] Hannah Arendt acuñó la “banalidad del mal” al publicar en forma de libro las notas que produjo para The New Yorker con motivo del juicio, en 1961, de Adolf Eichmann (Arendt, H. [1963], Eichmann in Jersualem. A Report on the Banality of Evil. The Viking Press, Nueva York). Esto desató polémicas filosóficas y encendió a los historiadores, pero a veces se confunde con otro término con el que, en ética y psicopatología del trabajo, aludimos al proceso de trivialización o banalización del mal y la injusticia que no es una categoría en el sentido heideggeriano o kantiano del término. La “banalidad del mal” que Arendt consideró rasgo esencial en la personalidad de Eichmann tiene que ver con su peculiar concepción acerca de la culpa y la responsabilidad y ya tendremos oportunidad de volver específicamente sobre eso en otro artículo. En tanto la banalización del mal no es un estado, una norma, sino un proceso,  uno de los mecanismos para disolver, encubrir o desplazar la responsabilidad y la culpa, no solamente individual sino colectiva, en la ocurrencia de ciertos fenómenos tan impactantes como los genocidios y el terrorismo de Estado o mucho más cotidianos y próximos que lo que desearíamos.


[2] Dejours, Christophe, La banalización de la injusticia social (2ª edición). Buenos Aires, Ed. Topía, 2013; pero es traducción del original en francés que data de 1998.

[3] Breaking Bad es una serie de televisión dramática estadounidense creada y producida por Vince Gilligan. Ambientada y producida en Albuquerque, Nuevo México, narra la historia de un profesor de química con problemas económicos (Bryan Cranston) a quien le diagnostican un cáncer de pulmón inoperable al principio de la serie. Para pagar su tratamiento y asegurar el futuro económico de su familia, comienza a fabricar drogas junto con un antiguo estudiante suyo (Aaron Paul). La serie se estrenó el 20 de enero de 2008 y acaba de concluir en su quinta y última temporada.

[4] Marchesi, Aldo (coord.) y otros, Ley de Caducidad, un tema inconcluso. Momentos, actores y argumentos (1986-2013).. Ed. Trilce, Montevideo, 2013.

[5] El profesor Dr. Álvaro Rico, Decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, con importante obra publicada, ha dedicado dos textos a estos aspectos específicos: un artículo breve que apareció en el Nº 7, de junio de 2011, de la Revista No te Olvides (del Museo de la Memoria), “Los alcances de la impunidad. Nuevas miradas”, y algunos fragmentos del libro "Cómo nos domina la clase gobernante: orden político y obediencia social en la democracia posdictadura Uruguay (1985-2005)" (Ediciones Trilce, Montevideo).

[6] Sobre el hundimiento final del nazismo, siempre se puede apelar a Der Untergang (2004), titulada aquí "La caída", basada en la obra "El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich", del historiador Joachim Fest y en "Hasta el último momento: la secretaria de Hitler cuenta su vida, memorias de Traudl Junge" . La película fue dirigida por Oliver Hirschbiegel. Se desarrolla casi en su totalidad entre el 20  y el 30 de abril de 1945, en el bunker  subterráneo donde se refugiaron Adolf Hitler y sus allegados. El actor suizo Bruno Ganz compuso magistralmente a Hitler y Heino Ferch representó a Speer, cuya última visita es presentada en el filme.

[7] Eichmann fue uno de los principales responsables del funcionamiento de los campos de exterminio; Höss fue subordinado suyo y comandante de las SS, jefe de Auschwitz, el mayor de todos los campos; ambos fueron ahorcados. Werner von Braun (1912‑1977) fue ingeniero de las SS, diseñador de los misiles V-2 lanzados por los nazis contra Londres y “se volvió bueno” para concebir el cohete Saturno V que llevó a los estadounidenses a la luna. Reinhard Gehlen (1902-1979), general de la Wehrmacht encargado del espionaje y sabotaje en el frente germano soviético, “se volvió bueno” para la Guerra Fría, preservó agentes y archivos para entregarlos a los Estados Unidos, fue uno de los “maestros” de la CIA y creador del Servicio de Inteligencia de la República Federal Alemana.

[8] De los ocho jueces del Tribunal de Nüremberg, tres pidieron la pena de muerte (dos soviéticos y un estadounidense) pero los otros cinco se opusieron y después de dos días de debate sentenciaron que “en las etapas finales de la guerra fue uno de los pocos hombres que tuvo el coraje de decirle a Hitler que la guerra estaba perdida y que tomara medidas para evitar la destrucción sin sentido de las instalaciones productivas, tanto en los territorios ocupados como en Alemania. Se opuso al programa de tierra quemada de Hitler… tomando un considerable riesgo personal”. La tesis del “nazi bueno” había hecho camino.