miércoles, 14 de febrero de 2018

Carl Schmitt y su teología política



Una versión de la alianza del trono y el altar que llega hasta nuestros días

CARL SCHMITT Y LA TEOLOGÍA POLÍTICA

por Fernando Britos V.


Después de resumir la trayectoria de Carl Schmitt como influyente ideólogo ultra conservador, de gran ductilidad y capacidad de supervivencia abordaremos la teología política que fue el fundamento de su teoría política. Veremos el desarrollo de esta concepción y su relación con los “realistas cristianos”; la designación del katechon (pronúnciese ‘katejón’) y su papel en el sistema schmittiano.

SCHMITT EL ESCURRIDIZO

            Carl Schmitt (1888 – 1985) era un típico profesor alemán, rancio conservador, que en su juventud se las había arreglado para escapar de las trincheras de la Primera Guerra Mundial y para permanecer, durante todo el conflicto, como oficinista en Nuremberg. Para conseguir ese puesto alegó un fantasmagórico dolor lumbar  y eso junto con sus prometedores inicios académicos y su pequeña estatura y complexión más bien debilucha convenció a los reclutadores de la Reichswehr sobre la conveniencia de mantenerlo como escribiente en la retaguardia.

            A él no lo conmovió la tremenda carnicería y las penurias de la guerra sino la inestabilidad y la revolución que sobrevino tras la derrota. Como intelectual católico y reaccionario adhirió a la trampa ideológica promovida por los militaristas prusianos y la derecha política desde el fracaso de la última ofensiva de 1918 en el Frente Occidental: el bolazo de que el ejército alemán no había sido derrotado en los campos de batalla sino que fue traicionado por los políticos en la retaguardia.

            La falsedad de la versión de “la puñalada por la espalda” era enorme. Después de cuatro años de guerra en varios frentes, las llamadas “potencias centrales”, estaban arruinadas económicamente, las condiciones de vida de la población se habían deteriorado en forma insoportable, el imperio austro-húngaro se desintegraba y el sufrimiento de las tropas que habían sido sometidas a las bajas más tremendas que se hubieran registrado nunca en la historia de la humanidad, como producto de la ineptitud del Alto Mando alemán, llevaron al Estado Mayor a solicitar al Kaiser la rendición ante los Aliados, en el otoño de 1918.

            En el verano anterior, después de firmar una paz leonina con la naciente Rusia Soviética en Brest-Litovsk, el Alto Mando había trasladado todas sus tropas de infantería y artillería desde el Frente Oriental para intentar una ofensiva de ruptura en el norte de Francia.  Los soldados y los oficiales estaban agotados, por doquier aparecían amotinamientos y el cumplimiento de las órdenes se retrasaba, la disciplina de las fuerzas estaba seriamente resquebrajada. La situación no era mucho mejor en el bando Aliado pero los cañones alemanes tenían las ánimas tan gastadas que sus disparos no daban en el blanco cuando no caían sobre sus propios soldados, las municiones escaseaban, las raciones se estiraban con aserrín, tiza y otras porquerías.

            El Kaiser abdicó y huyó a un confortable retiro en Holanda. El Estado Mayor prusiano y los políticos derechistas de la corte junto con los industriales y comerciantes, que habían amasado enormes fortunas con la economía de guerra, promovieron  organizaciones paramilitares, los cuerpos francos, para reprimir a los soldados y obreros revolucionarios, asesinar a sus dirigentes y apoyar al gobierno que había quedado en manos de políticos socialdemócratas. En esas condiciones se firmó la paz, el Tratado de Versalles, que imponía duras sanciones a Alemania, y nacía la República de Weimar erigida bajo los principios de un liberalismo burgués que intentaba superar el legado de la monarquía bismarckiana y su “democracia restringida”.

            Schmitt padeció “el desconcierto de la política”, tenía miedo, se sintió amedrentado por las secuelas de la Revolución de Octubre en Rusia y los movimientos revolucionarios en los puertos del norte, en Baviera, en Berlín, en Budapest. Como buen católico “tradicionalista” despreciaba a la República de Weimar que consideraba heredera de la Ilustración y por ende de la odiada Revolución Francesa que había alterado el orden social de derecho divino, la paz aristocrática de las viejas monarquías y la autoridad incuestionable de su Iglesia.

            Uno de sus textos conocidos de esa época fue un ensayo sobre la dictadura, es decir sobre la necesidad de un poder extraordinario capaz de reconstituir el statu quo,  acabar con el parlamentarismo y la democracia liberal y, sobre todo, combatir al socialismo y el bolchevismo ruso que consideraba como el enemigo a aniquilar. El gobierno representativo estaba herido de muerte, escribía Schmitt en la década de 1920, porque sus bases intelectuales (la libertad de expresión y el equilibrio de poderes) no se corresponden con la realidad. El voto secreto, la prensa libre, la autonomía de los grupos sociales y la organización de la oposición son “bacilos liberales” que destruyen la “unidad emocional” de la democracia. Para Schmitt, la dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular.

            Poco después desde la Universidad de Berlín – en el corazón intelectual de Weimar – insistía en que “el pluralismo es paralizante” y defendía la urgencia de instaurar un régimen íntegramente presidencialista que rompiera “el cerco parlamentario” mediante poderes dictatoriales. También sostenía que los partidos anticonstitucionales, comunistas y nazis, debían ser ilegalizados. “La neutralidad ante los fanáticos solo puede calificarse como suicida” escribía. Estos textos fueron revisados por su autor, menos de cinco años después, para excluir al nazismo, para adoptar el lenguaje y las consignas hitlerianas y sobre todo para introducir un giro marcadamente racista y xenófobo en sus textos.

            Hasta 1933, Schmitt había discrepado con los nazis y sostenía que apoyarlos era una insensatez. En cambio el régimen que lo había fascinado era el fascismo italiano porque salvaba a la burguesía de la amenaza comunista. Para él se trataba de una nueva retórica, una nueva estética, un pueblo en marcha conducido por  un caudillo enérgico que se constituía en el Estado, la materialización de su teoría de la dictadura. Benito Mussolini se convirtió, desde su llegada al poder en 1922, en el héroe de Schmitt que además había firmado un amigable Concordato con el Vaticano. Para él, el rostro de piedra y la quijada cuadrada del Duce, los uniformes y entorchados, los gestos teatrales y la oratoria rimbombante de Mussolini no le parecían la imagen de un emperador de caricatura sino la del líder carismático que anhelaba.

            El fascismo no era una doctrina sino una convicción que no aceptaba titubeos y en 1923 Schmitt se entrevistó con Mussolini en Roma. Quedó embelesado. Consignó en su diario que habían hablado largamente sobre “la eternidad del Estado” y el profesor dijo que le había asegurado al Duce que “la residencia histórica de Hegel” no estaba ni en Berlín ni en Moscú sino en el Palazzo Venecia, su residencia romana. Con semejantes florilegios el embeleso fue mutuo.

            Por aquellos años, Adolf Hitler era un oscuro caudillo bávaro que dictaba su Mein Kampf,  intentaba unificar con su prédica y sus acciones violentas a los diversos partidos y organizaciones ultra derechistas y atraerse al gran capital y la aristocracia. Schmitt sentía una mezcla de desprecio y admiración por Hitler, pero el primer sentimiento primó discretamente sobre el segundo. Aunque se afilió al partido nacionalsocialista (NSDAP) tardíamente (el 1º de mayo de 1933 con el carné Nº 2.098.860)  junto con su amigo, el filósofo nazi Martin Heidegger, nunca habló con el Führer. Lo vio de lejos en un acto formal (el 7 de abril de 1933 durante la presentación del programa de gobierno del flamante Canciller) y lo consideraba un dirigente mediocre, un advenedizo cuyo carisma no le conmovía.

            En su diario, Schmitt dice que en aquella oportunidad el gran salón de la Cancillería estaba lleno de jerarcas del partido y altos jefes militares y Hitler le impresionó como un individuo obsesivamente dependiente de las reacciones de su auditorio. “El agitador de las masas es en realidad un oradorcillo insulso” escribió y la suya era “la retórica fervorosa del oportunista”.

            Pero tan o más oportunista era el propio Schmitt. A pesar de sus opiniones tan poco halagueñas, celosamente ocultas durante décadas, tres semanas después de escuchar al “oradorcillo insulso” se afilió al partido nazi para convertirse en el cerebro jurídico del fascismo alemán - el Kronjurist  (el abogado de la corona, como lo calificó el Voelischer Beobachter – y se aplicó a delinear una filosofía legal destinada a romper el molde burgués liberal del Estado y vivificar la ley a través de la intervención mesiánica del Führer. Según Schmitt, al romper las reglas, Hitler defendía el derecho vital del pueblo alemán y era el nacimiento de una nueva legalidad.

            Desde luego, Hitler parece no haber tenido idea de quien era Carl Schmitt, ni para bien ni para mal, aunque los dirigentes nazis apreciaron y recompensaron el papel que el jurista jugó en la legitimación del régimen de opresión y terror que el Canciller desató en Alemania desde principios de 1933 y aparecía como protegido de uno de los principales secuaces, el Mariscal del Reich Herman Goering. Las coincidencias entre Schmitt y Hitler eran tan o  más profundas que las que existían con Mussolini: el principio de la autoridad suprema del caudillo, el Führerprinzip, imprescindible según ellos para recuperar el orden social tradicional y establecer la dominación sobre los pueblos: la revolución absolutista y totalitaria contra la revolución humanista y libertaria.

            Esta relación permite apreciar la ductilidad de Schmitt y su rápida adhesión al generalísimo Francisco Franco, directa y cuidadosamente cultivada, y especialmente a los “católicos tradicionalistas” españoles,  los carlistas y otros ejemplares de la fauna peninsular, desde antes de 1936 y sin interrupción hasta su muerte en 1988.

            Asimismo se puede seguir el hilo de su pensamiento y acción en su ensalzamiento y justificación de la “escuela francesa de contrainsurgencia” (los colonialistas torturadores y asesinos de Indochina y Argelia con Raoul Salan a la cabeza). Sus estrechas relaciones ideológicas con la “teoría de las relaciones internacionales” de su amigo-enemigo Morgenthau,  su penetración en el medio anglosajón, especialmente estadounidense, y su apoyo a los neoconservadores, a los “guerreros de la Guerra Fría” y a los bárbaros neoliberales de von Hayek. Su patronazgo, discreto y permanente, de sus discípulos y colegas nazis reconvertidos en los “demócratas” de la República Federal Alemana y finalmente, pero no de últimas, su carácter de numen inspirador del autoritarismo y las dictaduras terroristas latinoamericanas en Brasil, Chile, Bolivia, Argentina y Uruguay que asolaron el continente en las décadas de 1960, 70 y 80 del siglo pasado, a través de los delirios mesiánicos y la teología política del “catolicismo tradicionalista” proveniente de la España franquista y reciclado por las derechas en estas latitudes.

            El “principio activo” siempre fue el mismo, la teoría de Schmitt apoyada en su teología política. Ante ella sus disquisiciones como constitucionalista o especialista en relaciones internacionales son un envoltorio que fue retocando, modificando y trasmutando permanentemente. Para congraciarse con los nazis primero: borró las críticas que había hecho a Hitler antes del acceso de este a la Cancillería del Reich. Para sobrenadar y mantener sus cargos y privilegios cuando Himmler y sus rivales, juristas de las SS, lo consideraban como un “católico converso poco fiable” se amparó en Goering.

            Siempre activo se desempeñó como propagandista del nazismo en los medios académicos de la Europa ocupada y fungió como operador político en España (hablaba fluidamente el castellano y cinco o seis idiomas más además de su materno alemán) especialmente cuando Hitler y Himmler intentaron que el escurridizo Franco entrara en la guerra junto a las potencias del Eje. El 22 de abril de 1942, por ejemplo, dio una conferencia en Madrid con el capo del derecho fascista italiano Giuliano Mazzoni.

            Después, para eludir los juicios de Nuremberg, tras la caída del nazismo en 1945, y escapar de una condena que podría haberle llevado a la horca por su responsabilidad en los crímenes del gobierno hitleriano, se declaró como “un aventurero puramente intelectual”, negó cualquier responsabilidad en los crímenes, ocultó sus actividades durante el Tercer Reich al fraguar una falsa biografía y adhirió rápidamente a los principios de la Guerra Fría.

            Mantuvo y acrecentó su actividad “académica” - a pesar de que se le había prohibido la cátedra universitaria por negarse a la desnazificación - especialmente en apoyo a sus discípulos y colegas nazis reciclados en Europa y visitando asiduamente a los propagandistas franquistas en España que fue y en cierto sentido sigue siendo su segunda patria intelectual. El 15 de abril de 1950 le escribía a su discípulo franquista Francisco J. Conde “nunca olvido que mis enemigos personales son también los enemigos de España”.

LA TEOLOGÍA POLÍTICA Y EL REALISMO CRISTIANO DE SCHMITT 

            La carrera de Schmitt, hábilmente manejada, le había llevado a ocupar un sitial de primera fila entre los académicos alemanes que actuaban en la República de Weimar.  En 1927 produjo su obra sobre el concepto de lo político en la que pretendía imitar a su admirado Nicolás Maquiavelo que él consideraba, a su manera, como el primero en abordar la política sin los rodeos u obstáculos de la ética. Esta visión se daba de bruces contra el Maquiavelo humanista que tan sabiamente reivindicó entre nosotros Luce Fabbri. Schmitt se identificaba con un Maquiavelo idealizado por él como un promotor de la política sin escrúpulos, del poder sin límites morales, la que él reclamaba para los caudillos omnipotentes, los tiranos capaces de salvar su civilización, de construir una nueva, incuestionable y eterna legalidad: el Führerprinzip.

            Esta es la concepción que tuvo repercusión: la política regida por la distinción amigo/enemigo. Una oposición existencial que potencia la política y que surge cuando “el otro” es identificado como una amenaza a la propia supervivencia. La eliminación del enemigo subyace a todo trato político y la guerra no es un abismo en el que puede caer la política sino su verdadero manantial. Ernst Niekisch sostuvo que la obra “El concepto de lo político” era una respuesta burguesa a la teoría marxista de la lucha de clases. Para Schmitt la historia no puede librarse de la política y necesita de la guerra y en este marco el enemigo puede ser de raza, de tribu, de nación, de religión.

            Por su parte, Gupal Balakrishnan presenta una cita que Schmitt adereza con su peculiar psicología: “La indeterminación del enemigo provoca angustia y la esencia de esta es precisamente el sentir un enemigo indeterminado; por contraposición, el deber de la razón y por lo tanto de la alta política, es determinar quien es el enemigo… y con ello la angustia termina y, si acaso, subsiste el miedo”.

            Enzo Traverso sostiene que Carl Schmitt había definido el Estado nazi como un Leviatán, en el sentido hobbesiano del término, un poder absoluto opuesto al caos de la democracia de Weimar. El régimen hitleriano unía dos elementos heredados del pasado alemán: un nacionalismo racista y un expansionismo imperialista con fuertes rasgos de un darwinismo social, que hundía sus raíces en el pangermanismo anterior a 1914. Sin embargo, el conservadurismo de Schmitt y sus personajes admirados se remonta al siglo XVIII y, aún antes, a la teología de la Contrarreforma. 

            Schmitt admiraba a Thomas Hobbes que, al decir de Leo Strauss, en un mundo iliberal había sentado las bases del liberalismo mientras que Schmitt en un mundo liberal había desarrollado la crítica de este. Mantuvieron convergencias y divergencias. Heinrich Meier dice que el terror une los destinos de ambos: “el ácido del miedo está presente en ambas tintas” pero hay muchos aspectos teóricos que los separan. Los dos ven la política desde la óptica del poder  y desarrollan sus razonamientos para proponer una fuerza superior pero lo hacen con fines diametralmente opuestos. Hobbes pensaba que su monstruo estatal, el Leviatán, preservaría la paz que necesitaba la burguesía. Schmitt, en cambio, promueve un Estado que debía militarizar la sociedad, bajo algún tipo de cruz y de espada, lo cual lo hacía muy atractivo para las huestes “tradicionalistas”, los cruzados contrarrevolucionarios, los imperialistas y aristócratas de todo pelaje.

            Para Schmitt, Hobbes es el más antipolítico de los autores que produjeron teoría política: un absolutista con fibras liberales. Para Hobbes un mundo sin conflicto era el requisito de la civilización y el medio ambiente imprescindible para el florecimiento de la vida, la ciencia, el comercio, las artes. En cambio, para Schmitt (como para Ernst Jûnger) un mundo sin conflicto carece de sentido y el Estado es el que da sentido a la muerte porque la guerra es la instancia que exige el sacrificio. Instancia que, como vimos, él se cuidó muy bien de eludir evitando exponerse a la máquina de picar carne de las guerras que sacudieron al mundo durante su larga existencia.

            En el panteón ideológico de Schmitt figuran además los filósofos y propagandistas dieciochescos de “la alianza del trono y del altar”, del anti racionalismo y del dogmatismo católico, los furiosos enemigos de la Ilustración y la Revolución Francesa, entre ellos: el provocador aristócrata español Juan Francisco María de la Salud Donoso Cortés y Fernández Canedo (1809-1853) (marqués de Valdegamas); el publicista católico tradicionalista francés Louis (vizconde) de Bonald (1754-1840) o el filósofo saboyano Joseph de Maistre (1753-1821).

            En 1922, Schmitt publicó su Teología Política, un breve tratado que aborda tanto una teoría de la soberanía como una interpretación que destaca la naturaleza teológica de toda la política. Todos los conceptos significativos de la teoría del Estado – decía entonces – son conceptos teológicos secularizados, ya sea por su origen histórico como por su estructura sistemática. Al destacar la similitud entre el ordenamiento legal y el teológico se desafiaba directamente la pretensión de la Ilustración que se había propuesto liberar a la política de la religión, el corazón mismo del modernismo liberal. Esta era la tesitura de los conservadores, protestantes y católicos, de entreguerras.

TEOLOGÍA POLÍTICA Y REALISMO CRISTIANO

            Mientras la teología política de Schmitt se desarrollaba en Europa, desde la década de 1920 en los Estados Unidos se había desencadenado un ataque ideológico contra las ciencias sociales empíricas por parte de un sector de la academia cuyo objetivo era, en realidad, destronar a la teología protestante y liberal que daba por hecha la autorevelación de Dios en la historia y contemplaba el futuro con optimismo.

            Habría que esperar a la década de 1930 para que la llegada de emigrados europeos que huían del nazismo importaran a Norteamérica el “realismo político” del cual Morgenthau – un schmittiano a pesar suyo - sería el principal exponente. Tal realismo político debe ser ubicado en lo que se ha dado en llamar “el movimiento teológico anti-liberal de los veinte”. Cuando se produjo esa discusión, Schmitt era aún poco conocido en los Estados Unidos, pero en la misma participaron politólogos, intelectuales conocidos, diplomáticos, historiadores y teólogos, la mayoría de los cuales eran “realistas cristianos”.

            Después de la Segunda Guerra Mundial los téoricos del “realismo en política internacional”, que conformarían el patrón intelectual de la Guerra Fría, desarrollaron una densa teología del poder soberano que se introdujo en el lenguaje técnico y disciplinario de las relaciones internacionales. Sin embargo, desde décadas anteriores, el realismo político ya había obrado como una reacción neo ortodoxa contra el protestantismo liberal estadounidense, se trataba de una teología de los enfrentamientos internacionales.

            En primera instancia sus promotores buscaron que el abordaje de la cuestión del poder - una de las claves de la ciencia política - se hiciera dejando de lado el racionalismo. De este modo, en materia de relaciones internacionales desarrollaron posiciones donde el racionalismo era controvertido al hacer especial hincapié en la oscuridad y ambigüedad que atribuían a los procesos históricos y a la irracionalidad de los impulsos humanos.

            Para los realistas cristianos, la lucha por el poder que subyacía en los acuerdos y tratados internacionales, hacía imposible contener a la política dentro de los límites de la razón. Había un fuerte elemento teológico en esta concepción de la política y la historia. Los teóricos del realismo cristiano eran decisionistas, como Schmitt.

            La teología política reivindicaba la idea del “pecado original”, que junto con “la trascendencia de Dios” y la diferencia esencial entre la “palabra de Dios” y cualquier expresión institucional humana eran banderas del movimiento neo ortodoxo cristiano. Tal teología política puede ser sucintamente definida como un desafío a la justificación y fundamentación racionalista y al significado teleológico de lo político que se apoyaba en la idea de la revolución.

            El historiador Reinhart Koselleck (un schmittiano ya citado en anteriores artículos) reconoció que las características del realismo cristiano eran la crítica de la Ilustración y el nexo entre teología y política.  El realismo cristiano agregó a la crítica de las ideologías utópicas una ontología histórica cristológica que se oponía a cualquier intento de articular la política con la corrección moral. Esta era la interpretación schmittiana de Maquiavelo y de la política que vimos antes. Particularmente una interpretación de la política que – lejos de reconocerla como el ámbito de la emancipación y la autonomía – la encorsetaba dentro de los límites establecidos por la teología.

            El 19 de diciembre de 1947, Carl Schmitt escribió en su diario íntimo “creo en el katechon (como algo que impide la llegada del Anticristo) para mi es la única forma posible de comprender la historia cristiana y encontrarle un significado”. Uno debería ser capaz de designar al katechon para cada uno de los 1948 transcurridos desde el advenimiento de Cristo, “su lugar nunca ha estado vacío, si no fuera así nosotros no existiríamos”.

            Schmitt siempre se mostró fascinado por la contradicción caos/orden y desde muy temprano desarrolló su concepción de la teología política, un concepto polémico por cuanto fue pensado para oponerse a la secularización de la sociedad. La secularización, que promovió la Ilustración y que se manifestó patentemente en la Revolución Francesa,  se basaba en una premisa: la separación de la Iglesia y el Estado. Para oponerse, la teología política rechazaba esa separación porque sostenía que si se produjese se llegaría a la desaparición de la política.

            Lo que la secularización veía como la posibilidad de un fundamento racional de la política, típico del Estado liberal, la teología política la veía como un apartamiento del único fundamento real de la política (la unidad del trono y el altar) y por ende como una pérdida de legitimidad. Según Nicolás Guilhot,  el teólogo Jacob Taubes (considerado uno de los más atentos lectores de la teología política de Schmitt) ha expresado perfectamente el significado de la secularización para el jurista católico: se trata de una categoría ilegítima porque, de últimas, la legitimidad se apoya en la revelación divina y no en la razón humana. Lo que queda claro en la teología política schmittiana es que la batalla contra la secularización, contra la separación de la Iglesia y el Estado, es una batalla por el dominio del Estado.

            El mismo Guilhot señala que Schmitt no aboga por una reteologización de la política sino que, más bien, defiende la autonomía de la política pero al mismo tiempo advierte que dicha autonomía se basa en la constitución histórica de un orden territorial distinto aunque coexistente con el orden moral corporizado en las instituciones eclesiásticas de la cristiandad.

            Para Schmitt, el producto final de la secularización modernista, de hecho, conduce a un Estado que es incapaz de prevenir su propio colapso. El elemento central de la paradoja schmittiana de la soberanía es que cualquier ordenamiento legal, requiere para mantenerse la existencia de un elemento que se encuentra aparte pero en relación con dicho orden, en la misma forma en que Dios se relaciona con sus criaturas. Según Schmitt esto es lo que el positivismo del siglo XIX olvidó debido a que no es cristiano sino ateo.

            La supervivencia del Estado, como fuerza que históricamente se contrapone al caos, es en realidad lo que está en cuestión en la medida en que se desarrolla la secularización. La batalla contra el caos solamente conoce victorias parciales y limitadas y siempre se reanuda en el reino finito de la humanidad. Schmitt concentra su visión pesimista en la figura ambigua del katechon, una palabra de origen griego que ha sido traducida como aquel que “contiene”, “retiene” o “demora”. El concepto aparece en la Segunda Epístola que Pablo dirigió a los Tesalonicenses.

            Según parece, el apóstol trataba de atemperar el entusiasmo escatológico de los cristianos de Tesalónica que amenazaba con perturbar el orden público. El katechon sería una fuerza mundana (que Pablo no define con precisión) que retarda o detiene la llegada del Anticristo que, a su vez, precede el regreso de Cristo y la parousia, el Reino de Dios, el Juicio Final, el Fin de los Tiempos.

            El katechon le habría servido al apóstol Pablo, para atemperar la impaciencia de los cristianos por la presunta inminencia del Reino de Dios y para explicar que el tiempo histórico era posible en tanto la llegada del impío que precede y anuncia el fin de los tiempos se retrasaría.

            En cambio se puede comprender las razones por las que Schmitt apeló a la metáfora del katechon, a partir de 1942, como vehículo para su propia concepción de la soberanía y del Estado que opera en el reino subyacente de la imperfección, que no se prepara para establecer gradualmente el Reino de Dios en forma progresiva o teleológica sino que se limita a dilatarlo, luchando contra el caos y manteniendo el orden hasta que llegue el Juicio Final.

            Schmitt como Pablo mantiene la ambigüedad del concepto escatológico lo que ha dado como resultado muchas y diversas interpretaciones. El politólogo francés Nicolás Guilhot elude esa maraña y señala que la metáfora del katechon parece cumplir dos funciones en el plan general de la obra schmittiana: en primer lugar, el katechon posibilita una forma política desprovista de teleología. Al posponer o diferir “el fin de los tiempos” separa la política de las metas escatológicas; es una teoría política de alcance medio que protege a la comunidad de las ilusiones extremas del bien o del mal absolutos y se ubica en un terreno realista inmune a las utopías.  En segundo lugar, el katechon representa la preocupación por la historia como posible sucesión de ordenamientos políticos específicos. Según Schmitt, a cada época histórica (inclusive a cada año) corresponde un katechon, una fuerza ordenadora que otorga la fisonomía y la estabilidad relativa del periodo.

            No es casual, dice Guilhot, que Schmitt haya echado mano a esta alegoría en 1942, precisamente cuando el orden mundial venidero no estaba nada claro. Tampoco es casual que haya seguido empleándola desde 1945 para darle una cobertura teológica a la cuestión del equilibrio de poderes en un mundo polarizado. En 1950, el katechon retorna en la obra “The Nomos of the Earth”, el más importante trabajo de Schmitt en la posguerra y aún después del fin de la Guerra Fría sigue siendo invocado.

            Desde el punto de vista de la teología política, la revelación divina por si sola (y no la razón humana) es la que legitima el orden político.  Este aspecto escatológico permite comprender el fundamento de la teoría del caudillo providencial y mesiánico (el Führerprinzip) y el ensalzamiento de las dictaduras, la nueva legalidad impuesta a sangre y fuego por los cruzados de la fe, el anti liberalismo (la masonería es una de las bestias negras de los realistas cristianos) y el anticomunismo (el comunismo es el Gran Satán según esta concepción, el “reino del mal” de Reagan) que llevó a los fascistas y nazis, a los falangistas, franquistas y carlistas, a los guerreros de la Guerra Fría, a los ultra reaccionarios de América Latina e incluso a algunos adalides del posmodernismo a adoptar a Schmitt como su ideólogo de cabecera.


Arde el campo: las manifestaciones agropecuarias y la manipulación mediática



DE  AUTOCONVOCADOS  NADA

Lic. Fernando Britos V.

         Muchos y autorizados análisis se han efectuado sobre la situación del agro, la movilización de los llamados autoconvocados, las soluciones que pretenden y las que se buscan, las medidas que puede tomar el gobierno, los objetivos de la movilización y sus alcances, las expectativas que despiertan pero, ahora, hay que volver a Mafalda. El personaje de Quino decía durante las épocas de la feroz dictadura argentina: “los diarios no existen ... la mitad de las cosas que pasan no las dicen y la otra mitad es mentira”.

         Vamos a detenernos en procedimientos de los grandes medios de comunicación y en el plan de manipulación desinformativa que se ha venido desarrollando.

1) El nombre y las consignas cambiantes – La denominación “autoconvocados” procura resaltar la presunta espontaneidad de las movilizaciones, su carácter popular, su masividad y sobre todo su homogeneidad y presunto apoliticismo.

         Autoconvocados o sea el hecho que se hubieran convocado espontánea y empáticamente es absoluta y visiblemente falso: se trata de un salto en calidad, desde el irresponsable y seguro anonimato de las llamadas redes sociales (facebook, twitter, etc.) - donde se puede largar cualquier bolazo, insulto o atizamiento del odio – hacia el uso intensivo de la artillería pesada, en especial de los canales de televisión, actuando en batería, es decir no en base a disparos de piezas aisladas (informativos y flashes) sino empleando todo tipo de de programas y armando verdaderas cadenas de los poderosos medios privados para trasmitir “en directo” como lo intentaron el 23 de enero para conseguir el “fuego de saturación”.

         Naturalmente ese tipo de despliegue requiere un grado de organización y financiación que nada tiene de espontáneo. Son movimientos bien planificados con mucha antelación y detalle, dotados de medios económicos abundantes (mover gente y equipos, disponer movileros por todos lados, concertar entrevistas, editar y repetir imágenes, organizar campamentos, contratar expertos, requiere mucho trabajo y hay que pagar, a veces para que alguna gente vaya pero sobre todo para remunerar a los operadores). No es una patriada sino una operación desestabilizadora que hace caudal de la experiencia de los piqueteros argentinos, de los caceroleos de señoras conchetas y de otros operativos semejantes organizados por provocadores y manipuladores profesionales como el ecuatoriano Durán Barba, asesor de Macri.

         Los uruguayos, en general, tenemos experiencia respecto a lo que cuesta y demanda mantener una “protesta” como la que sufrimos por el corte de los puentes internacionales, especialmente por los piqueteros de Gualeguaychú; manipulados, retribuidos, mantenidos y alimentados por los oscuros intereses opuestos a la instalación de la planta de celulosa en Fray Bentos. Seguramente entre los manifestantes acampados en la carretera había algunas personas aterrorizadas por los falsos ecologistas que sacudían el fantasma de la contaminación y el cáncer pero el movimiento en si era verdaderamente una operación política destinada a conseguir a cualquier costo que la planta se instalase en la Argentina o, por lo menos, evitar que funcionase en nuestro país.

         Entre los tiburones siempre nadan los pequeños peces, los verdaderos productores pequeños y medianos que en algún caso han sido manipulados o inducidos a creer que las causas de su situación y sobre todo las soluciones que necesitan son las que promueven los insaciables escualos, los voraces latifundistas, los intermediarios, los especuladores, los grandes patrones que muchas veces son también diputados, senadores e intendentes del Partido Nacional (de ejemplo basta un botón pero hay varios como ese senador fogonero que arrienda 300 hectáreas del Instituto Nacional de Colonización, un patrón que no las trabaja nunca con sus propias manos). Los que esgrimen “un solo Uruguay” como consigna saben que el único país que les interesa es el de su propiedad, el de su riqueza.

         A esta altura lo de la homogeneidad de la movilización es una consigna de segunda generación porque antes se había promovido otra rencorosa y fementida: “primero el campo”, “el campo le da de comer al país”, “el campo produce para los vagos de la ciudad”, “el campo se cansó”, etc. Todavía hay carteles con ese tipo de consignas pero los organizadores han hecho un visible esfuerzo para encuadrarlas porque la discriminación de la ciudad, viejo tema, mostraba demasiado la hilacha de la oligarquía vacuna, su desprecio por los trabajadores y los jubilados, su odio xenófobo, su adoración por las dictaduras que siempre han sido promovidas por las gremiales patronales.

        Últimamente la consigna central, fuertemente contradictoria, típicamente macrista, neoliberal, es la de “reducir el costo del Estado” lo cual entraña varias paradojas. En primer lugar, si en el costo del Estado se considera, como ellos lo hacen, según la cantidad de empleados públicos (que siempre han sido objeto del odio y el desprecio de la derecha) se están metiendo en un lío porque el 70% de los cargos políticos de particular confianza se radican en las Intendencias Municipales en manos de los blancos y la cantidad de funcionarios municipales son la base del sistema clientelista y corrupto de esas Intendencias.

         Los grandes medios de comunicación han pasado agachados ante los escándalos que, ahora mismo, se están produciendo, con total impunidad, en las principales intendencias municipales gobernadas por el Partido Nacional y el hecho de que en muchas de ellas nueve de cada diez funcionarios sean contratados a dedo y en forma precaria: en Soriano un intendente-empresario, librador de cheques sin fondos, que se enriquecía vendiendo nafta al municipio desde sus propias estaciones de servicio; en Lavalleja una Intendente que aumentó en un promedio superior al 30% el sueldo de sus decenas de cargos de confianza, incluyendo un 57% a su esposo que es, al mismo tiempo, su subordinado en la comuna; en Cerro Largo un Intendente que ingresa a dedo, sin concurso y violando la ley, a más de doscientos funcionarios. Además, como se sienten incluidos en los reclamos de los movilizados, estos Intendentes ofrecen ridículas medidas de “disminución del gasto”, la venta de un auto viejo, por ejemplo, para limpiar tajamares. 

         Entre los pequeños y medianos productores efectivamente hay cierto grado de espontaneidad y desde luego un aporte genuino, no solamente de preocupaciones sino de su tiempo y su dinero porque para responder a esas convocatorias hay que dejar de trabajar, llevar o mandar vehículos y aportar víveres. Esa parte no la pagan los ricos patrones, los dueños de los medios y los asesores extranjeros que han diseñado la ofensiva.

         El carácter popular, es decir amplio e inclusivo, se ha pretendido resumir en consignas muchas veces vagas y contradictorias que, como es lógico, están en el banco de pruebas y han ido cambiando. La apelación al nacionalismo siempre es redituable para ocultar la finalidad fundamentalmente política de la movilización. La masividad es de boquilla, en los hechos no hay masas (excepto alguna de confitería) en las movilizaciones.

         El negocio de la venta de banderas y el himno nacional entre mate, tortas fritas, choripán y asado sirve para disimular las cosas que no dicen los manoseadores de la patria y para crear cierto clima de camaradería entre los participantes, clima que corre el riesgo de desaparecer apenas se apague el fogón y termine la reunión, cuando aparezca la fea cara del odio - que se dispensa abiertamente por las redes - contra las políticas sociales para los más desfavorecidos, menospreciando el apaleamiento de peones, promoviendo el rechazo a las ocho horas y derechos elementales en el trabajo rural y la ausencia ocultada o maquillada de los excluidos, de los trabajadores rurales, los peones y capataces, los maquinistas, los zafreros, los choferes, que raramente se encuentran en esas congregaciones de patrones.

         La ventaja de la imagen sobre el discurso, para detectar la falta de carácter popular e inclusivo de las congregaciones, es que muestra cosas difíciles de disfrazar. Está claro que en Durazno se reunió todo tipo de gente de trabajo, pero hay trabajos y trabajos, propietarios y arrendatarios, presentes y ausentistas, y eso se nota porque no estamos en la escuela pública donde la túnica nos uniformiza democráticamente sino en un sitio donde los poderosos, casi que inevitablemente, tienden a exhibir los símbolos de su poderío, en su atuendo, en su vehículo, en sus prendas.

         Hablando de popular y aunque es un indicador poco relevante en cuanto a la legitimidad de los reclamos - muchos de los cuales son, como se sabe, totalmente justos (y no necesariamente acertados) - es innegable que el vehículo popular por excelencia, en todo el país, ha dejado de ser la bicicleta y ha pasado a ser la moto. Por eso, cuando La República tituló con elocuentes fotos panorámicas, el 24 de enero, “Muchos autos… Poca gente” (o algo así) se acabaron los drones. Efectivamente había unos miles de vehículos privados, herramientas de trabajo 4x4, casi ninguna moto y poquísimos ómnibus colectivos. Por ende, poca gente en general y sobre todo poca, muy poca gente de a pie.

         Si en lugar de mirar a los presentes se contempla el entorno, los manejadores de la movilización, aparece más claramente el objetivo político de todo lo organizado: derrotar al Frente Amplio a cualquier costo, liquidar las conquistas en cuanto a equidad social, salud y bienestar, pasarle la factura a los trabajadores, a los jubilados, a los pequeños y medianos comerciantes y productores. ANDEBU, la gremial de los grandes medios de comunicación, la prensa de derechas, la cámara inmobiliaria de Punta del Este, no solamente no son populares sino que son anti populares por vocación y tradición.

2) Bajame el dron y cerrame las tomas -  Los canales privados de televisión han jugado el papel de puntas de lanza en la premeditada operación mediática de los llamados autoconvocados. Su primer acto se llevó a cabo en el centro del país, en unos campos cerca de la ciudad de Durazno, el pasado 23 de enero. En los días previos, todos los programas de esos canales privados se dedicaron a promover “la gran convocatoria”, presentadores y presentadoras de todo tipo de espacios, desde modas a informativos pasando por los talk-shows y programas varios, hablaban de cientos de miles de asistentes, recomendaban llegar temprano en la mañana, anunciaban decenas de caravanas de vehículos que partirían desde todos los rincones del país.

         Las imágenes previas eran, invariablemente, reproducciones de caravanas de vehículos, con amplia predominancia de flamantes camionetas 4x4 doble cabina y algunos tractores, cosechadoras y palas mecánicas tan relucientes que parecían provenir directamente de los establecimientos de venta de maquinaria. Después los dueños de esos establecimientos reconocieron que apoyaban los desfiles y que habían mandado a sus empleados a sacar las máquinas para acompañar a sus clientes movilizados.

         Sensibles a las críticas que se sintieron acerca de la exhibición de vehículos nuevos, los editores de imágenes hicieron famosa una toma, repetida hasta el hartazgo en todos los canales, donde la caravana aparecía encabezada por un viejo tractor rojizo, un cacharro voluntarioso que aparecía enfocado en primer plano, marchando a buen paso y detrás, desenfocados y embanderados, 40 o 50 vehículos diversos.

         La hora prevista para la lectura de la proclama, que se planteaba como central eran las 16. El día era caluroso, con un sol de justicia, y el predio estaba dividido en dos campos separados por un camino. En el predio más grande se estacionaban los vehículos y en el otro, bordeado de eucaliptus, se concentraría el público. En un extremo se había montado un estrado, las instalaciones de amplificación sonora y algunos puestos de venta de bebidas y alimentos. Desde temprano los equipos de las televisoras estaban trasmitiendo. Todos anunciaron una trasmisión “en vivo y en directo”. Algún dron se elevó y mostraba a las personas refugiadas a la sombra de los árboles y en la distancia el otro predio de estacionamiento. Llegaron las 16 horas y todos los movileros se dedicaron a decir que “había 50.000 personas”, “que había un retraso porque las docenas de caravanas que se dirigían al predio congestionaron las rutas”.

         Llegada la hora prevista los organizadores invitaron a los presentes a salir de la sombra mientras trataban de ganar tiempo con la actuación de músicos y anuncios acerca de las caravanas que llegarían, que ya estaban cerca, bla, bla. Los drones se elevaban nuevamente y se veía que no llegaban los anunciados. Todo se dilató por un par de horas y las imágenes aéreas en el momento de mayor asistencia mostraron que las expectativas de los organizadores no se habían cumplido.

         En el momento de mayor asistencia y utilizando las imágenes de un dron que abarcaba todo el predio y sus alrededores, un astrónomo aplicó el método utilizado para medir puntos de luz y calculó con un margen de corrección muy elevado que los asistentes sumaban poco más de 4.800 personas. Otra medición, sobre las mismas imágenes, llevadas a cabo mediante reticulación, similar a la empleada en laboratorios, arrojó guarismos similares.

         Aunque la cantidad de asistentes no fuese una expresión del respaldo popular que recibieron los reclamos, produjo un inmediato ajuste en el manejo de las imágenes por parte de los expertos. Desde ese momento el uso de drones cambió radicalmente: se abandonaron los planos cenitales, es decir las tomas desde gran altura y en cambio las tomas aéreas pasaron a ser, en el mejor de los casos, de escalera (a una altura de pocos metros), apuntando al horizonte. De este modo, la concentración de público que presentaba grandes huecos o distancias considerables entre grupos de gente aparecía más tupida e impedía cualquier tipo de contabilización. Estas tomas que “llenan el ojo” pero son engañosas se generalizaron inmediatamente y después se repitieron durante varios días acompañado declaraciones reiteradas diciendo que “se habían reunido 50.000 personas” (ese fue el número fijado como consigna).

         La otra técnica muy popular para mostrar aglomeraciones donde no las hay o para “aumentar” el público es la de cerrar las tomas. Nada de planos abiertos, panorámicos, la imagen se cierra y enfoca sobre el movilero y su interlocutor, detrás pueden verse banderas y personas pero nunca es posible hacerse la idea de la cantidad de gente o su actitud. Además, se generalizó la reiteración de unas pocas tomas seleccionadas o editadas de modo que, en adelante, nunca fuera posible discernir si se trataba de asistentes al acto de Durazno, de paseos preparatorios por las rutas o de nuevos actos locales.

         Estas técnicas elementales y los patéticos esfuerzos de algunos movileros y conductores de programas por acomodar con palabras lo poco que mostraban las imágenes fueron la confesión más nítida de la decepción que produjo la escasa convocatoria. La lección fue bien aprendida para el segundo paso de la movilización programada: la “vigilia” del 31 de enero al 1º de febrero.

         Los organizadores no se volverían a someter a un papelón o decepción como el que sufrieron el 23 de enero, con un esfuerzo enorme, una inversión seguramente muy importante, con la mayoría de los medios de comunicación comprometidos en la operación, con las llamadas redes sociales a toda manija, con adhesiones de todo tipo. La montaña parió un ratón.

         El segundo paso, que debía estar previsto con mucha antelación, se transformó en una serie de pequeñas concentraciones locales, vigilias les llamaron, aunque alguien las calificó acertadamente como “pijamadas” o fogones. Los organizadores anunciaron antes más de 200 de esas reuniones en todo el país y el 1º de febrero ya hablaron de “más de 300” aunque naturalmente esas cifras no se pueden sostener, seguramente son falsas. Posiblemente las reuniones no hayan pasado de 60 y el total de vigilantes nuevamente y en el mejor de los casos, no habría superado las cuatro o cinco mil personas.

         Se había establecido que las concentraciones debían mantenerse desde el mediodía del 31 hasta las 18 horas del 1º pero la enorme mayoría se desarrollaron en la noche y no alcanzaron al amanecer siguiente. Los canales privados movilizaron a todos sus corresponsales y equipos en el interior del país, mandaron a sus “periodistas estrella” a alguna de las vigilias para utilizar el prestigio o reconocimiento de estos y no se emplearon drones ni planos abiertos o tomas panorámicas. Se practicó invariablemente la imagen intimista, el diálogo, la entrevista amable cara a cara, al amor del fuego, con el mate, las tortas fritas, y la parrilla con corderos y chorizos.

         Por excepción se escaparon algunas imágenes un poco más abiertas cuando se cumplió la consigna de cantar el himno nacional, cosa que se produjo a las 20 horas. Allí se vieron concentraciones de 15 o 20 personas y las más grandes de 50 o 60. En este caso, el énfasis de la movilización, pacífica por demás, parece haberse efectuado en la presencia de grandes y flamantes camiones (naturalmente sin carga) y maquinaria colocados fuera de los márgenes de la carretera.

3) El discurso de los patrones y los que les levantan centros – Desde el punto de vista de los manipuladores mediáticos el discurso y la imagen deben complementarse para cumplir sus objetivos políticos. De la misma manera que las imágenes pueden ocultar la realidad o mostrarse como posverdades, los discursos son tan importantes por lo que presentan como por lo que esconden.

         Está claro que el discurso de los grandes patrones, de la derecha política es antagónico al de la izquierda, al del gobierno elegido democráticamente, en general. En realidad no existen dos modelos de país o en todo caso existe el modelo de desarrollo con justicia social y redistribución de la riqueza que el Frente Amplio viene aplicando exitosamente desde el 2005 y el “retorno al pasado”, el reino del privilegio, la corrupción y la riqueza que, con matices para la tribuna es lo que plantean blancos y colorados.

         Los ejemplos de lo que se proponen están ahí al lado. Ellos los admiran y lo que es peor están dispuestos a imitarlos a cualquier costo, desean contratar o han contratado ya a los asesores que guían la políticas del neoliberalismo salvaje. Son esencialmente anti democráticos, están dispuestos a jugar sucio, a renunciar a los principios republicanos, a la solidaridad y la convivencia. Son partidarios de aliarse con cualquiera para cualquier cosa, no tienen principios sino intereses puros y duros, como Macri, como Temer.

         En un país democrático se puede y se debe desarrollar movilizaciones para reclamar soluciones. Esto no solamente es lícito sino necesario pero hay un sitio por donde pasan ciertos límites, en el discurso y en la imagen. Estos límites están dados por el respeto hacia los demás (“respete si quiere que lo respeten”), por el respeto hacia la libertad que no puede ser bastardeado por el odio y la agresión.

         En este movilización veraniega, además del odio reaccionario que resuman las redes y las falsedades y canalladas impunes (fotos trucadas del Presidente, acusaciones falsas contra Fernando Lorenzo por presunto uso de auto oficial, fotos de Woodstock haciéndolas pasar por las de Durazno) ya hay declaraciones públicas del tipo “si tiene que haber sangre, la habrá” (y el responsable tan campante) y carteles que resuman  resentimiento y bravuconería (una cosa es el enojo y otra el insulto). Por ahora son expresiones aparentemente aisladas pero hay aspectos del discurso de los organizadores y principales voceros que llevan a pensar que nada los conformará.

        El gobierno actuó rápidamente disponiendo algunas medidas para aliviar, en forma primaria, la situación de los sectores más afectados (lechería, arroceros, granjeros) y llamó al diálogo, a trabajar respetando la institucionalidad, para concretar otras medidas. Sin embargo, parece que a los promotores de la movilización no les interesa el diálogo ni lo que ya se ha hecho para contemplar a diversos sectores de productores. Nada les alcanza. Nada les satisface, juegan una partida de suma cero, es decir al todo o nada, como si con un país se pudiera jugar en esa forma como lo hace Temer en Brasil y Macri en la Argentina. Ellos ganan y los demás pierden.

         Por eso en el discurso, la plataforma del 23 de enero se ha ido desdibujando porque, en primer lugar, no hay medidas que sirvan a todos los talles. La agropecuaria es compleja y sobre todo las distintas clases que se mueven en torno al agro tienen intereses distintos y muchas veces enfrentados. La Asociación Rural siempre ha sido enemiga de los pequeños y medianos productores e invariable defensora de los poderosos, de los grandes intereses nacionales e internacionales y contraria a la justicia social y la equidad. Algo parecido pasa con las cámaras empresariales y que decir de las inmobiliarias de Punta del Este.

         La plataforma de esta movilización ha sido analizada con justeza y claridad por distintos especialistas, no hay más que remitirse a Ernesto Agazzi o Constanza Moreira. Cualquier observador percibe que no existe un discurso único, una verdad revelada y polivalente. Cuando determinados voceros rechazan las propuestas del gobierno, las declaran inservibles, renuncian al diálogo y anuncian una escalada de medidas, se demuestra que más allá del aumento artificial del dólar, la rebaja de los combustibles (para ellos), el achique del Estado y la rebaja o no pago de impuestos, hay otra orden del día netamente política y anti democrática. Están haciendo un esfuerzo desesperado para quebrar al gobierno y los poderosos que tienen la batuta están dispuestos a cualquier cosa para conseguirlo.

         El discurso de los patrones no es novedoso. Son los inventores del “está todo mal”, del reclamo insaciable y del ocultamiento de sus ganancias. Son los reyes de la impunidad. Ahora es llamativo otro fenómeno común del que se han favorecido los ricos: algunos periodistas se afanan en “ayudarlos” a hilvanar un discurso netamente comprometido con las consignas centrales de la movilización.  Entre estas: “todos los sectores ligados al agro están igualmente afectados”, “el gobierno no entiende al agro”, “las medidas no sirven”, “el agro es todo”, “los impuestos son excesivos”, “el Estado es gordo y las empresas pobres”.

         En general los desinformativos están marcadamente sesgados. Cuando se haga una medición precisa se sabrá cuantas veces más tiempo se dedica a recoger machaconamente las reclamaciones de los productores, los transportistas, los inmobiliarios, los rematadores, los economistas y agrónomos funcionales a los grandes patrones, los vendedores de maquinaria e incluso de sectores parasitarios que viven de la intermediación, que las declaraciones del Presidente, de Ministros y de expertos que discrepan con la linea fijada por los organizadores en la trastienda de la movilización.

         De todas maneras, el papel más evidente lo juegan algunos periodistas, movileros, que buscan entrevistas, simulando una especie de muestreo de dirigentes locales y participantes, y hacen preguntas que ponen palabras en boca de sus interlocutores, sugieren respuestas, recuerdan temas que el declarante pueda haber olvidado. Las grabaciones de estas tenidas serán piezas de estudio sobre lo que un periodista no debe hacer al transformarse en un vehículo servil y complaciente de jugadas rastreras.

         Sus silencios su falta de una mínima capacidad crítica - que algunos consideran disculpable porque si la desarrollaran perderían el empleo – no justifica su falta de curiosidad ni sus silencios. Por eso, siempre se muestran dispuestos a recordar los horrores del déficit fiscal pero se hacen los distraídos respecto al crecimiento sostenido de la economía uruguaya o a la terrible sangría que representan las pingües y privilegiadas jubilaciones de los oficiales de las fuerzas armadas que le costaron al erario público en el 2017 la friolera de 550 millones de dólares.