Una versión de la alianza del trono y el altar que llega
hasta nuestros días
CARL SCHMITT Y LA
TEOLOGÍA POLÍTICA
por Fernando Britos V.
Después de resumir la trayectoria de Carl Schmitt como
influyente ideólogo ultra conservador, de gran ductilidad y capacidad de
supervivencia abordaremos la teología política que fue el fundamento de su
teoría política. Veremos el desarrollo de esta concepción y su relación con los
“realistas cristianos”; la designación del katechon (pronúnciese ‘katejón’) y
su papel en el sistema schmittiano.
SCHMITT EL ESCURRIDIZO
Carl Schmitt
(1888 – 1985) era un típico profesor alemán, rancio conservador, que en su
juventud se las había arreglado para escapar de las trincheras de la Primera
Guerra Mundial y para permanecer, durante todo el conflicto, como oficinista en
Nuremberg. Para conseguir ese puesto alegó un fantasmagórico dolor lumbar y eso junto con sus prometedores inicios
académicos y su pequeña estatura y complexión más bien debilucha convenció a
los reclutadores de la Reichswehr sobre la conveniencia de mantenerlo como
escribiente en la retaguardia.
A él no lo
conmovió la tremenda carnicería y las penurias de la guerra sino la
inestabilidad y la revolución que sobrevino tras la derrota. Como intelectual
católico y reaccionario adhirió a la trampa ideológica promovida por los
militaristas prusianos y la derecha política desde el fracaso de la última
ofensiva de 1918 en el Frente Occidental: el bolazo de que el ejército alemán
no había sido derrotado en los campos de batalla sino que fue traicionado por
los políticos en la retaguardia.
La falsedad
de la versión de “la puñalada por la espalda” era enorme. Después de cuatro
años de guerra en varios frentes, las llamadas “potencias centrales”, estaban
arruinadas económicamente, las condiciones de vida de la población se habían
deteriorado en forma insoportable, el imperio austro-húngaro se desintegraba y
el sufrimiento de las tropas que habían sido sometidas a las bajas más
tremendas que se hubieran registrado nunca en la historia de la humanidad, como
producto de la ineptitud del Alto Mando alemán, llevaron al Estado Mayor a
solicitar al Kaiser la rendición ante los Aliados, en el otoño de 1918.
En el verano
anterior, después de firmar una paz leonina con la naciente Rusia Soviética en
Brest-Litovsk, el Alto Mando había trasladado todas sus tropas de infantería y
artillería desde el Frente Oriental para intentar una ofensiva de ruptura en el
norte de Francia. Los soldados y los
oficiales estaban agotados, por doquier aparecían amotinamientos y el
cumplimiento de las órdenes se retrasaba, la disciplina de las fuerzas estaba
seriamente resquebrajada. La situación no era mucho mejor en el bando Aliado
pero los cañones alemanes tenían las ánimas tan gastadas que sus disparos no
daban en el blanco cuando no caían sobre sus propios soldados, las municiones
escaseaban, las raciones se estiraban con aserrín, tiza y otras porquerías.
El Kaiser
abdicó y huyó a un confortable retiro en Holanda. El Estado Mayor prusiano y
los políticos derechistas de la corte junto con los industriales y
comerciantes, que habían amasado enormes fortunas con la economía de guerra,
promovieron organizaciones
paramilitares, los cuerpos francos, para reprimir a los soldados y obreros
revolucionarios, asesinar a sus dirigentes y apoyar al gobierno que había
quedado en manos de políticos socialdemócratas. En esas condiciones se firmó la
paz, el Tratado de Versalles, que imponía duras sanciones a Alemania, y nacía
la República de Weimar erigida bajo los principios de un liberalismo burgués
que intentaba superar el legado de la monarquía bismarckiana y su “democracia
restringida”.
Schmitt
padeció “el desconcierto de la política”, tenía miedo, se sintió amedrentado
por las secuelas de la Revolución de Octubre en Rusia y los movimientos
revolucionarios en los puertos del norte, en Baviera, en Berlín, en Budapest.
Como buen católico “tradicionalista” despreciaba a la República de Weimar que
consideraba heredera de la Ilustración y por ende de la odiada Revolución
Francesa que había alterado el orden social de derecho divino, la paz
aristocrática de las viejas monarquías y la autoridad incuestionable de su Iglesia.
Uno de sus
textos conocidos de esa época fue un ensayo sobre la dictadura, es decir sobre
la necesidad de un poder extraordinario capaz de reconstituir el statu
quo, acabar con el parlamentarismo y la
democracia liberal y, sobre todo, combatir al socialismo y el bolchevismo ruso
que consideraba como el enemigo a aniquilar. El gobierno representativo estaba
herido de muerte, escribía Schmitt en la década de 1920, porque sus bases
intelectuales (la libertad de expresión y el equilibrio de poderes) no se
corresponden con la realidad. El voto secreto, la prensa libre, la autonomía de
los grupos sociales y la organización de la oposición son “bacilos liberales”
que destruyen la “unidad emocional” de la democracia. Para Schmitt, la
dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular.
Poco después
desde la Universidad de Berlín – en el corazón intelectual de Weimar – insistía
en que “el pluralismo es paralizante” y defendía la urgencia de instaurar un
régimen íntegramente presidencialista que rompiera “el cerco parlamentario”
mediante poderes dictatoriales. También sostenía que los partidos
anticonstitucionales, comunistas y nazis, debían ser ilegalizados. “La
neutralidad ante los fanáticos solo puede calificarse como suicida” escribía.
Estos textos fueron revisados por su autor, menos de cinco años después, para
excluir al nazismo, para adoptar el lenguaje y las consignas hitlerianas y
sobre todo para introducir un giro marcadamente racista y xenófobo en sus
textos.
Hasta 1933,
Schmitt había discrepado con los nazis y sostenía que apoyarlos era una
insensatez. En cambio el régimen que lo había fascinado era el fascismo
italiano porque salvaba a la burguesía de la amenaza comunista. Para él se
trataba de una nueva retórica, una nueva estética, un pueblo en marcha
conducido por un caudillo enérgico que
se constituía en el Estado, la materialización de su teoría de la dictadura.
Benito Mussolini se convirtió, desde su llegada al poder en 1922, en el héroe
de Schmitt que además había firmado un amigable Concordato con el Vaticano.
Para él, el rostro de piedra y la quijada cuadrada del Duce, los uniformes y
entorchados, los gestos teatrales y la oratoria rimbombante de Mussolini no le
parecían la imagen de un emperador de caricatura sino la del líder carismático
que anhelaba.
El fascismo
no era una doctrina sino una convicción que no aceptaba titubeos y en 1923
Schmitt se entrevistó con Mussolini en Roma. Quedó embelesado. Consignó en su
diario que habían hablado largamente sobre “la eternidad del Estado” y el
profesor dijo que le había asegurado al Duce que “la residencia histórica de
Hegel” no estaba ni en Berlín ni en Moscú sino en el Palazzo Venecia, su
residencia romana. Con semejantes florilegios el embeleso fue mutuo.
Por aquellos
años, Adolf Hitler era un oscuro caudillo bávaro que dictaba su Mein
Kampf, intentaba unificar con su prédica
y sus acciones violentas a los diversos partidos y organizaciones ultra
derechistas y atraerse al gran capital y la aristocracia. Schmitt sentía una
mezcla de desprecio y admiración por Hitler, pero el primer sentimiento primó
discretamente sobre el segundo. Aunque se afilió al partido nacionalsocialista
(NSDAP) tardíamente (el 1º de mayo de 1933 con el carné Nº 2.098.860) junto con su amigo, el filósofo nazi Martin
Heidegger, nunca habló con el Führer. Lo vio de lejos en un acto formal (el 7
de abril de 1933 durante la presentación del programa de gobierno del flamante
Canciller) y lo consideraba un dirigente mediocre, un advenedizo cuyo carisma
no le conmovía.
En su
diario, Schmitt dice que en aquella oportunidad el gran salón de la Cancillería
estaba lleno de jerarcas del partido y altos jefes militares y Hitler le
impresionó como un individuo obsesivamente dependiente de las reacciones de su
auditorio. “El agitador de las masas es en realidad un oradorcillo insulso”
escribió y la suya era “la retórica fervorosa del oportunista”.
Pero tan o
más oportunista era el propio Schmitt. A pesar de sus opiniones tan poco
halagueñas, celosamente ocultas durante décadas, tres semanas después de
escuchar al “oradorcillo insulso” se afilió al partido nazi para convertirse en
el cerebro jurídico del fascismo alemán - el Kronjurist (el abogado de la corona, como lo calificó el
Voelischer Beobachter – y se aplicó a delinear una filosofía legal destinada a
romper el molde burgués liberal del Estado y vivificar la ley a través de la
intervención mesiánica del Führer. Según Schmitt, al romper las reglas, Hitler
defendía el derecho vital del pueblo alemán y era el nacimiento de una nueva
legalidad.
Desde luego,
Hitler parece no haber tenido idea de quien era Carl Schmitt, ni para bien ni
para mal, aunque los dirigentes nazis apreciaron y recompensaron el papel que
el jurista jugó en la legitimación del régimen de opresión y terror que el
Canciller desató en Alemania desde principios de 1933 y aparecía como protegido
de uno de los principales secuaces, el Mariscal del Reich Herman Goering. Las
coincidencias entre Schmitt y Hitler eran tan o
más profundas que las que existían con Mussolini: el principio de la
autoridad suprema del caudillo, el Führerprinzip, imprescindible según
ellos para recuperar el orden social tradicional y establecer la dominación
sobre los pueblos: la revolución absolutista y totalitaria contra la revolución
humanista y libertaria.
Esta
relación permite apreciar la ductilidad de Schmitt y su rápida adhesión al
generalísimo Francisco Franco, directa y cuidadosamente cultivada, y
especialmente a los “católicos tradicionalistas” españoles, los carlistas y otros ejemplares de la fauna
peninsular, desde antes de 1936 y sin interrupción hasta su muerte en 1988.
Asimismo se
puede seguir el hilo de su pensamiento y acción en su ensalzamiento y
justificación de la “escuela francesa de contrainsurgencia” (los colonialistas
torturadores y asesinos de Indochina y Argelia con Raoul Salan a la cabeza).
Sus estrechas relaciones ideológicas con la “teoría de las relaciones
internacionales” de su amigo-enemigo Morgenthau, su penetración en el medio anglosajón, especialmente
estadounidense, y su apoyo a los neoconservadores, a los “guerreros de la
Guerra Fría” y a los bárbaros neoliberales de von Hayek. Su patronazgo,
discreto y permanente, de sus discípulos y colegas nazis reconvertidos en los
“demócratas” de la República Federal Alemana y finalmente, pero no de últimas,
su carácter de numen inspirador del autoritarismo y las dictaduras terroristas
latinoamericanas en Brasil, Chile, Bolivia, Argentina y Uruguay que asolaron el
continente en las décadas de 1960, 70 y 80 del siglo pasado, a través de los
delirios mesiánicos y la teología política del “catolicismo tradicionalista”
proveniente de la España franquista y reciclado por las derechas en estas
latitudes.
El
“principio activo” siempre fue el mismo, la teoría de Schmitt apoyada en su
teología política. Ante ella sus disquisiciones como constitucionalista o
especialista en relaciones internacionales son un envoltorio que fue retocando,
modificando y trasmutando permanentemente. Para congraciarse con los nazis primero:
borró las críticas que había hecho a Hitler antes del acceso de este a la
Cancillería del Reich. Para sobrenadar y mantener sus cargos y privilegios
cuando Himmler y sus rivales, juristas de las SS, lo consideraban como un
“católico converso poco fiable” se amparó en Goering.
Siempre
activo se desempeñó como propagandista del nazismo en los medios académicos de
la Europa ocupada y fungió como operador político en España (hablaba
fluidamente el castellano y cinco o seis idiomas más además de su materno
alemán) especialmente cuando Hitler y Himmler intentaron que el escurridizo
Franco entrara en la guerra junto a las potencias del Eje. El 22 de abril de
1942, por ejemplo, dio una conferencia en Madrid con el capo del derecho
fascista italiano Giuliano Mazzoni.
Después,
para eludir los juicios de Nuremberg, tras la caída del nazismo en 1945, y
escapar de una condena que podría haberle llevado a la horca por su
responsabilidad en los crímenes del gobierno hitleriano, se declaró como “un
aventurero puramente intelectual”, negó cualquier responsabilidad en los
crímenes, ocultó sus actividades durante el Tercer Reich al fraguar una falsa
biografía y adhirió rápidamente a los principios de la Guerra Fría.
Mantuvo y
acrecentó su actividad “académica” - a pesar de que se le había prohibido la
cátedra universitaria por negarse a la desnazificación - especialmente en apoyo
a sus discípulos y colegas nazis reciclados en Europa y visitando asiduamente a
los propagandistas franquistas en España que fue y en cierto sentido sigue
siendo su segunda patria intelectual. El 15 de abril de 1950 le escribía a su
discípulo franquista Francisco J. Conde “nunca olvido que mis enemigos
personales son también los enemigos de España”.
LA TEOLOGÍA POLÍTICA Y EL REALISMO CRISTIANO DE SCHMITT
La carrera
de Schmitt, hábilmente manejada, le había llevado a ocupar un sitial de primera
fila entre los académicos alemanes que actuaban en la República de Weimar. En 1927 produjo su obra sobre el concepto de
lo político en la que pretendía imitar a su admirado Nicolás Maquiavelo que él
consideraba, a su manera, como el primero en abordar la política sin los rodeos
u obstáculos de la ética. Esta visión se daba de bruces contra el Maquiavelo humanista
que tan sabiamente reivindicó entre nosotros Luce Fabbri. Schmitt se
identificaba con un Maquiavelo idealizado por él como un promotor de la
política sin escrúpulos, del poder sin límites morales, la que él reclamaba
para los caudillos omnipotentes, los tiranos capaces de salvar su civilización,
de construir una nueva, incuestionable y eterna legalidad: el Führerprinzip.
Esta es la
concepción que tuvo repercusión: la política regida por la distinción
amigo/enemigo. Una oposición existencial que potencia la política y que surge
cuando “el otro” es identificado como una amenaza a la propia supervivencia. La
eliminación del enemigo subyace a todo trato político y la guerra no es un
abismo en el que puede caer la política sino su verdadero manantial. Ernst
Niekisch sostuvo que la obra “El concepto de lo político” era una respuesta
burguesa a la teoría marxista de la lucha de clases. Para Schmitt la historia
no puede librarse de la política y necesita de la guerra y en este marco el
enemigo puede ser de raza, de tribu, de nación, de religión.
Por su
parte, Gupal Balakrishnan presenta una cita que Schmitt adereza con su peculiar
psicología: “La indeterminación del enemigo provoca angustia y la esencia de
esta es precisamente el sentir un enemigo indeterminado; por contraposición, el
deber de la razón y por lo tanto de la alta política, es determinar quien es el
enemigo… y con ello la angustia termina y, si acaso, subsiste el miedo”.
Enzo
Traverso sostiene que Carl Schmitt había definido el Estado nazi como un
Leviatán, en el sentido hobbesiano del término, un poder absoluto opuesto al
caos de la democracia de Weimar. El régimen hitleriano unía dos elementos
heredados del pasado alemán: un nacionalismo racista y un expansionismo
imperialista con fuertes rasgos de un darwinismo social, que hundía sus raíces
en el pangermanismo anterior a 1914. Sin embargo, el conservadurismo de Schmitt
y sus personajes admirados se remonta al siglo XVIII y, aún antes, a la
teología de la Contrarreforma.
Schmitt
admiraba a Thomas Hobbes que, al decir de Leo Strauss, en un mundo iliberal
había sentado las bases del liberalismo mientras que Schmitt en un mundo
liberal había desarrollado la crítica de este. Mantuvieron convergencias y
divergencias. Heinrich Meier dice que el terror une los destinos de ambos: “el
ácido del miedo está presente en ambas tintas” pero hay muchos aspectos
teóricos que los separan. Los dos ven la política desde la óptica del
poder y desarrollan sus razonamientos
para proponer una fuerza superior pero lo hacen con fines diametralmente
opuestos. Hobbes pensaba que su monstruo estatal, el Leviatán, preservaría la
paz que necesitaba la burguesía. Schmitt, en cambio, promueve un Estado que
debía militarizar la sociedad, bajo algún tipo de cruz y de espada, lo cual lo
hacía muy atractivo para las huestes “tradicionalistas”, los cruzados
contrarrevolucionarios, los imperialistas y aristócratas de todo pelaje.
Para
Schmitt, Hobbes es el más antipolítico de los autores que produjeron teoría
política: un absolutista con fibras liberales. Para Hobbes un mundo sin
conflicto era el requisito de la civilización y el medio ambiente
imprescindible para el florecimiento de la vida, la ciencia, el comercio, las
artes. En cambio, para Schmitt (como para Ernst Jûnger) un mundo sin conflicto
carece de sentido y el Estado es el que da sentido a la muerte porque la guerra
es la instancia que exige el sacrificio. Instancia que, como vimos, él se cuidó
muy bien de eludir evitando exponerse a la máquina de picar carne de las
guerras que sacudieron al mundo durante su larga existencia.
En el
panteón ideológico de Schmitt figuran además los filósofos y propagandistas
dieciochescos de “la alianza del trono y del altar”, del anti racionalismo y
del dogmatismo católico, los furiosos enemigos de la Ilustración y la
Revolución Francesa, entre ellos: el provocador aristócrata español Juan
Francisco María de la Salud Donoso Cortés y Fernández Canedo (1809-1853)
(marqués de Valdegamas); el publicista católico tradicionalista francés Louis
(vizconde) de Bonald (1754-1840) o el filósofo saboyano Joseph de Maistre
(1753-1821).
En 1922,
Schmitt publicó su Teología Política, un breve tratado que aborda tanto
una teoría de la soberanía como una interpretación que destaca la naturaleza
teológica de toda la política. Todos los conceptos significativos de la teoría
del Estado – decía entonces – son conceptos teológicos secularizados, ya sea
por su origen histórico como por su estructura sistemática. Al destacar la
similitud entre el ordenamiento legal y el teológico se desafiaba directamente
la pretensión de la Ilustración que se había propuesto liberar a la política de
la religión, el corazón mismo del modernismo liberal. Esta era la tesitura de
los conservadores, protestantes y católicos, de entreguerras.
TEOLOGÍA POLÍTICA Y REALISMO CRISTIANO
Mientras la
teología política de Schmitt se desarrollaba en Europa, desde la década de 1920
en los Estados Unidos se había desencadenado un ataque ideológico contra las
ciencias sociales empíricas por parte de un sector de la academia cuyo objetivo
era, en realidad, destronar a la teología protestante y liberal que daba por
hecha la autorevelación de Dios en la historia y contemplaba el futuro con
optimismo.
Habría que
esperar a la década de 1930 para que la llegada de emigrados europeos que huían
del nazismo importaran a Norteamérica el “realismo político” del cual
Morgenthau – un schmittiano a pesar suyo - sería el principal exponente. Tal
realismo político debe ser ubicado en lo que se ha dado en llamar “el
movimiento teológico anti-liberal de los veinte”. Cuando se produjo esa
discusión, Schmitt era aún poco conocido en los Estados Unidos, pero en la
misma participaron politólogos, intelectuales conocidos, diplomáticos,
historiadores y teólogos, la mayoría de los cuales eran “realistas cristianos”.
Después de
la Segunda Guerra Mundial los téoricos del “realismo en política
internacional”, que conformarían el patrón intelectual de la Guerra Fría,
desarrollaron una densa teología del poder soberano que se introdujo en el
lenguaje técnico y disciplinario de las relaciones internacionales. Sin
embargo, desde décadas anteriores, el realismo político ya había obrado como
una reacción neo ortodoxa contra el protestantismo liberal estadounidense, se
trataba de una teología de los enfrentamientos internacionales.
En primera
instancia sus promotores buscaron que el abordaje de la cuestión del poder -
una de las claves de la ciencia política - se hiciera dejando de lado el
racionalismo. De este modo, en materia de relaciones internacionales
desarrollaron posiciones donde el racionalismo era controvertido al hacer
especial hincapié en la oscuridad y ambigüedad que atribuían a los procesos
históricos y a la irracionalidad de los impulsos humanos.
Para los realistas
cristianos, la lucha por el poder que subyacía en los acuerdos y tratados
internacionales, hacía imposible contener a la política dentro de los límites
de la razón. Había un fuerte elemento teológico en esta concepción de la
política y la historia. Los teóricos del realismo cristiano eran decisionistas,
como Schmitt.
La teología
política reivindicaba la idea del “pecado original”, que junto con “la
trascendencia de Dios” y la diferencia esencial entre la “palabra de Dios” y
cualquier expresión institucional humana eran banderas del movimiento neo
ortodoxo cristiano. Tal teología política puede ser sucintamente definida como
un desafío a la justificación y fundamentación racionalista y al significado
teleológico de lo político que se apoyaba en la idea de la revolución.
El
historiador Reinhart Koselleck (un schmittiano ya citado en anteriores
artículos) reconoció que las características del realismo cristiano eran la
crítica de la Ilustración y el nexo entre teología y política. El realismo cristiano agregó a la crítica de
las ideologías utópicas una ontología histórica cristológica que se oponía a
cualquier intento de articular la política con la corrección moral. Esta era la
interpretación schmittiana de Maquiavelo y de la política que vimos antes.
Particularmente una interpretación de la política que – lejos de reconocerla
como el ámbito de la emancipación y la autonomía – la encorsetaba dentro de los
límites establecidos por la teología.
El 19 de
diciembre de 1947, Carl Schmitt escribió en su diario íntimo “creo en el
katechon (como algo que impide la llegada del Anticristo) para mi es la única
forma posible de comprender la historia cristiana y encontrarle un
significado”. Uno debería ser capaz de designar al katechon para cada uno de
los 1948 transcurridos desde el advenimiento de Cristo, “su lugar nunca ha
estado vacío, si no fuera así nosotros no existiríamos”.
Schmitt
siempre se mostró fascinado por la contradicción caos/orden y desde muy
temprano desarrolló su concepción de la teología política, un concepto polémico
por cuanto fue pensado para oponerse a la secularización de la sociedad. La
secularización, que promovió la Ilustración y que se manifestó patentemente en
la Revolución Francesa, se basaba en una
premisa: la separación de la Iglesia y el Estado. Para oponerse, la teología
política rechazaba esa separación porque sostenía que si se produjese se
llegaría a la desaparición de la política.
Lo que la
secularización veía como la posibilidad de un fundamento racional de la política,
típico del Estado liberal, la teología política la veía como un apartamiento
del único fundamento real de la política (la unidad del trono y el altar) y por
ende como una pérdida de legitimidad. Según Nicolás Guilhot, el teólogo Jacob Taubes (considerado uno de
los más atentos lectores de la teología política de Schmitt) ha expresado
perfectamente el significado de la secularización para el jurista católico: se
trata de una categoría ilegítima porque, de últimas, la legitimidad se apoya en
la revelación divina y no en la razón humana. Lo que queda claro en la teología
política schmittiana es que la batalla contra la secularización, contra la
separación de la Iglesia y el Estado, es una batalla por el dominio del Estado.
El mismo
Guilhot señala que Schmitt no aboga por una reteologización de la política sino
que, más bien, defiende la autonomía de la política pero al mismo tiempo
advierte que dicha autonomía se basa en la constitución histórica de un orden
territorial distinto aunque coexistente con el orden moral corporizado en las
instituciones eclesiásticas de la cristiandad.
Para
Schmitt, el producto final de la secularización modernista, de hecho, conduce a
un Estado que es incapaz de prevenir su propio colapso. El elemento central de
la paradoja schmittiana de la soberanía es que cualquier ordenamiento legal,
requiere para mantenerse la existencia de un elemento que se encuentra aparte
pero en relación con dicho orden, en la misma forma en que Dios se relaciona
con sus criaturas. Según Schmitt esto es lo que el positivismo del siglo XIX
olvidó debido a que no es cristiano sino ateo.
La
supervivencia del Estado, como fuerza que históricamente se contrapone al caos,
es en realidad lo que está en cuestión en la medida en que se desarrolla la secularización.
La batalla contra el caos solamente conoce victorias parciales y limitadas y
siempre se reanuda en el reino finito de la humanidad. Schmitt concentra su
visión pesimista en la figura ambigua del katechon, una palabra de origen
griego que ha sido traducida como aquel que “contiene”, “retiene” o “demora”.
El concepto aparece en la Segunda Epístola que Pablo dirigió a los
Tesalonicenses.
Según
parece, el apóstol trataba de atemperar el entusiasmo escatológico de los
cristianos de Tesalónica que amenazaba con perturbar el orden público. El
katechon sería una fuerza mundana (que Pablo no define con precisión) que
retarda o detiene la llegada del Anticristo que, a su vez, precede el regreso
de Cristo y la parousia, el Reino de Dios, el Juicio Final, el Fin de
los Tiempos.
El katechon
le habría servido al apóstol Pablo, para atemperar la impaciencia de los
cristianos por la presunta inminencia del Reino de Dios y para explicar que el
tiempo histórico era posible en tanto la llegada del impío que precede y
anuncia el fin de los tiempos se retrasaría.
En cambio se
puede comprender las razones por las que Schmitt apeló a la metáfora del
katechon, a partir de 1942, como vehículo para su propia concepción de la
soberanía y del Estado que opera en el reino subyacente de la imperfección, que
no se prepara para establecer gradualmente el Reino de Dios en forma progresiva
o teleológica sino que se limita a dilatarlo, luchando contra el caos y
manteniendo el orden hasta que llegue el Juicio Final.
Schmitt como
Pablo mantiene la ambigüedad del concepto escatológico lo que ha dado como
resultado muchas y diversas interpretaciones. El politólogo francés Nicolás
Guilhot elude esa maraña y señala que la metáfora del katechon parece cumplir
dos funciones en el plan general de la obra schmittiana: en primer lugar, el
katechon posibilita una forma política desprovista de teleología. Al posponer o
diferir “el fin de los tiempos” separa la política de las metas escatológicas;
es una teoría política de alcance medio que protege a la comunidad de las
ilusiones extremas del bien o del mal absolutos y se ubica en un terreno realista
inmune a las utopías. En segundo lugar,
el katechon representa la preocupación por la historia como posible sucesión de
ordenamientos políticos específicos. Según Schmitt, a cada época histórica
(inclusive a cada año) corresponde un katechon, una fuerza ordenadora que
otorga la fisonomía y la estabilidad relativa del periodo.
No es
casual, dice Guilhot, que Schmitt haya echado mano a esta alegoría en 1942,
precisamente cuando el orden mundial venidero no estaba nada claro. Tampoco es
casual que haya seguido empleándola desde 1945 para darle una cobertura
teológica a la cuestión del equilibrio de poderes en un mundo polarizado. En
1950, el katechon retorna en la obra “The Nomos of the Earth”, el más
importante trabajo de Schmitt en la posguerra y aún después del fin de la
Guerra Fría sigue siendo invocado.
Desde el
punto de vista de la teología política, la revelación divina por si sola (y no
la razón humana) es la que legitima el orden político. Este aspecto escatológico permite comprender
el fundamento de la teoría del caudillo providencial y mesiánico (el Führerprinzip)
y el ensalzamiento de las dictaduras, la nueva legalidad impuesta a sangre y
fuego por los cruzados de la fe, el anti liberalismo (la masonería es una de
las bestias negras de los realistas cristianos) y el anticomunismo (el
comunismo es el Gran Satán según esta concepción, el “reino del mal” de Reagan)
que llevó a los fascistas y nazis, a los falangistas, franquistas y carlistas,
a los guerreros de la Guerra Fría, a los ultra reaccionarios de América Latina
e incluso a algunos adalides del posmodernismo a adoptar a Schmitt como su
ideólogo de cabecera.