EL IDEÓLOGO DEL EXTERMINIO
Carl Schmitt y su
teoría del guerrillero
Con su Teoría del Guerrillero, un Schmitt
frangollón y engolado ha encontrado lectores insospechados y ahora, con la
“guerra al terrorismo islámico”, mercenarios profesionales, candidatos a
centuriones, políticos bravucones y la flamante ultraderecha parlamentaria
alemana parecen tentados a exhumarlo. Es prudente echarle una mirada, tanto por
lo que sostiene (y a veces acierta) como por lo que oculta en su discurso.
Por Fernando Britos V.
En vadenuevo desarrollamos
una serie de artículos relativos a Carl Schmitt (1888-1985) y sus epígonos,
deteniéndonos en etapas fundamentales de su vida y su obra, desde sus comienzos
como brillante teórico del derecho conservador y reaccionario, sus incursiones
en la filosofía política durante la República de Weimar, su ascenso al papel de
jurista estrella del Tercer Reich, su desempeño como hábil declarante para
eludir una condena como criminal de guerra durante los Juicios de Nuremberg
(1947–1948), su negativa a someterse a un proceso de desnazificación y su
consiguiente alejamiento de las universidades, y su intensa actividad como
ensayista, conferencista y especialista en derecho internacional, que llevó a
cabo durante cuatro décadas desde su retiro en el pueblo natal de Plettenberg y
viajando frecuentemente por el mundo. Schmitt, políglota y dueño de un estilo
muy particular, en el que amasaba erudición, ambigüedad y frases cortantes y
polémicas, encontró una segunda patria intelectual en la España de Franco donde
era homenajeado y reverenciado como principal ideólogo del tardofranquismo y
sus variantes católicas ultraderechistas, como el carlismo.
Nuestro interés por Schmitt y su obra
se originó en el estudio de los procesos de reconversión o reciclaje que
desarrollaron decenas y cientos de miles de activos participantes en el
funcionamiento del Tercer Reich, que “se volvieron buenos” en el marco de la
Guerra Fría, se transformaron en demócratas neoliberales instantáneos cuando en
mayo de 1945 se derrumbó el régimen de Hitler y ocuparon lugares destacados en
los más diversos ámbitos, entre otros en los de las ciencias, la tecnología, la
academia, la economía, la política, las fuerzas armadas, la judicatura, la
filosofía y las artes.
Tuvieron predicamento y discípulos no
solamente en la República Federal Alemana (RFA), que nació de la fusión de las
zonas de ocupación de los estadounidenses, británicos y franceses, sino en
Europa continental y en los países anglosajones como Gran Bretaña y los Estados
Unidos. La ideología derechista que alimentó y se alimentó de la Guerra Fría
naturalmente tuvo epígonos en América Latina y particularmente en el Río de la
Plata.
Muchos de estos personajes no eran
afiliados al partido nazi –Schmitt y su amigo Heidegger si lo fueron– pero eran
derechistas antes de que Hitler y los suyos hicieran su aparición en el
escenario político de Alemania, en la década de 1920, y lo siguieron siendo
hasta su muerte sin cambiar en lo más mínimo sus concepciones, sin repudiar los
atroces crímenes de lesa humanidad que perpetró la Alemania nazi y sus aliados,
antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en los que, directa o indirectamente,
tuvieron participación y responsabilidad.
En 1962, Schmitt hizo una de sus
prolongadas y frecuentes visitas a España. En Pamplona y en Zaragoza brindó
sendas conferencias sobre “El concepto de lo político”, una obra suya editada
en Alemania exactamente treinta años antes. Para Schmitt la esencia de la
política era la discriminación entre amigo y enemigo y, fundamentalmente, la
determinación del enemigo. En las variantes de su “teología política” ese
enemigo era el ubicuo Anticristo que él colocaba alternativamente en la
democracia liberal y sobre todo en la izquierda y el comunismo. Las
conferencias españolas sirvieron para producir un opúsculo de 54 páginas,
“Theorie des Partisanen”, editado en la RFA en febrero de 1963 y pronto
traducido al español bajo el título de “Teoría del Partisano” y con el
subtítulo “Observaciones del Concepto de lo Político”. El folleto estaba
dedicado a Ernst Forsthoff como regalo de cumpleaños.1
El politólogo húngaro Denes Martos ha
hecho una buena traducción del opúsculo schmittiano y ha fundamentado porqué el
verdadero título debe ser “Teoría del Guerrillero” y no del partisano, palabra
que en español tiene connotaciones muy ligadas a un tipo de combatiente,
italiano o soviético, que no es precisamente el objetivo del hombrecito de
Plettenberg.
“En todas las épocas de la
humanidad con su multiplicidad de guerras y de luchas, han existido reglas de
guerra y de lucha y a consecuencia de ello, también se produjo la violación y
el desprecio de estas reglas. En especial durante todas las épocas de
disolución, como por ejemplo durante la Guerra de los Treinta Años (1618–1648)
y todas las guerras coloniales de la Historia Universal han surgido fenómenos
que se puede designar como guerrilleros” –empieza diciendo Schmitt– de una
forma característica en él que le permite pasar, en vuelo de gallina, sobre
episodios históricos que no le apetece referir para posarse en aquellos que
sirven a su argumentación y desgranar sus tesis.
Para empezar su público arrobado –los
franquistas españoles, catedráticos arribistas y obispos gordinflones, que
extendían el brazo en el saludo fascista– necesitaba su reconocimiento y
Schmitt los necesitaba a ellos para cosechar beneficios, honores y también
reconocimiento como ideólogo católico derechista y terminar de despegar de su
pasado nazi. Por eso Schmitt toma como punto de partida histórico para su
análisis de los guerrilleros, a los españoles que, entre 1808 y 1813, se
enfrentaron al ejército napoleónico.
El guerrillero español fue el primero
en atreverse a luchar de modo irregular contra el primer ejército regular
moderno –asegura Schmitt– y en emprender una guerra sin esperanzas. Aunque en
esto seguramente se equivoca, sucede que habla para adular a una audiencia que,
según él, había emprendido y ganado en una cruzada para impedir que España
cayera en manos del comunismo.
En 1962, el franquismo había superado
la etapa de aislamiento que caracterizó el periodo abierto con la derrota de
sus cómplices y sostenedores principales, el nazismo alemán y el fascismo
italiano. Con la Guerra Fría extendida a nivel mundial, Franco y sus compinches
habían sido tolerados por Gran Bretaña y Estados Unidos desde 1936, reconocidos
luego como demócratas, perdonados por sus crímenes de lesa humanidad, gracias a
Truman, Churchill y Eisenhower, después de la Segunda Guerra Mundial, y
finalmente acogidos en el seno de las Naciones Unidas, en 1955.
El panorama de la ocupación francesa
de España, entre 1808 y 1814, es conocido. Se calcula que Napoleón consiguió
encuadrar en sus ejércitos a un millón de franceses y la mitad de ellos
debieron emplearse en España. A su vez la mitad de esas tropas, 250.000
hombres, se estima que debieron dedicarse a combatir y resguardar las rutas
atacadas por los 50.000 guerrilleros que luchaban en “las 200 pequeñas guerras
regionales”. Los estratos cultos, la nobleza, el clero, la burguesía, eran
afrancesados, y los guerrilleros eran campesinos y gentes del pueblo llano como
Juan Martínez Diez, El Empecinado, uno de los jefes más populares y queridos.
Schmitt destaca el carácter telúrico
de los guerrilleros españoles, ellos defendían su patria chica, su terruño y
eso los hacia temibles. Lo que oculta el jurista nazi es la suerte diversa que
corrieron los heroicos guerrilleros españoles después de la retirada de los
franceses. El Empecinado fue desterrado por los monárquicos y finalmente ahorcado en 1825.2 El cura Jerónimo Merino, en cambio,
un jefe guerrillero, fue premiado por Fernando VII, desarrolló sus ideas
absolutistas y ultra reaccionarias, participó en la primera guerra carlista y
murió desterrado en Francia.
El autor coquetea con la Guerra de la
Independencia Española contra Napoleón porque la derecha siempre ha ensalzado
los aspectos “tradicionalistas”, “absolutistas” de la monarquía. Francia y en
particular Napoleón personificaban, para la nobleza y el clero, los ecos de la
abominable Revolución Francesa y los afrancesados eran vistos como
revolucionarios capaces de subvertir las formas feudales atrincheradas en la
península ibérica.
Después de estos orígenes, Schmitt se
aboca a otra de sus preocupaciones: el papel esclarecido
de los militares prusianos3,
que habrían intentado, sin éxito, oponerse a Napoleón e imitar a los
guerrilleros españoles en 1809. Según él solamente en el Tirol hubo unas
guerrillas insignificantes y excéntricas desde el punto de vista de las guerras
napoleónicas en Europa.
Es característico de las
disquisiciones schmittianas su fuerte eurocentrismo y los frangollos que hace
entre la historia y el derecho internacional, el derecho público, el derecho
marítimo y otras variantes en las que cita autores, hace afirmaciones y poco
después las controvierte. Por ejemplo, sobresale su concepción de que las
guerras europeas de los siglos XVI al XIX (e incluso después de la implantación
del servicio militar obligatorio y el concepto de “guerra entre pueblos”), eran
guerras acotadas, “entre caballeros”.
De este modo –dice– en el derecho
internacional europeo tradicional el guerrillero moderno no tiene lugar, o es
una tropa ligera o un delincuente abominable. El guerrillero “está fuera de la
acotación” de los caballeros para lo que llama “guerra mitigada” y por ende no
espera justicia ni clemencia. El guerrillero –dice Schmitt– se ha apartado de
la enemistad convencional de los caballeros e ingresado en “la verdadera
enemistad, que se intensifica mediante el terror y el contra-terror hasta el
aniquilamiento”.
Inútil sería reclamarle al jurista
nazi mencionar cualquiera de sus extraordinarias omisiones en materia de guerra
“acotada” y guerra irregular. A él, además de halagar a sus auditorios de la
década de 1960, sólo le interesa plantear los ejemplos que son útiles a sus
tesis. Así se cuida muy bien de recordar las Guerras Husitas y sus tropas
irregulares, en particular a uno de los jefes militares más capaces de todos
los tiempos, el checo Jan Zizka (1360–1424). O el surgimiento de la línea de
tiradores en setiembre de 1792, cuando los inexpertos milicianos
revolucionarios huían primero ante el avance de la infantería prusiana pero
después volvían sobre sus pasos y echaban cuerpo a tierra para disparar sin
tregua contra los invasores4.
O las Guerras de los Bóeres5,
una contienda colonial insólita porque por primera vez los británicos se
enfrentaban con colonos blancos de origen europeo que desarrollaron una
prolongada guerra de guerrillas y sufrieron junto con la población original
africana las atrocidades de Lord Kitchener, quien fue el inventor de los campos
de concentración y otras formas de represión masiva contra la población civil.
En sus clasificaciones de las guerras,
Schmitt maneja frecuentemente y muchas veces ambiguamente las categorías
regular/irregular. Por ejemplo, las guerras civiles y las guerras coloniales
las considera como “guerras estatales regulares” mientras que las guerrillas
recaen invariablemente en la guerra irregular. A cierta altura del opúsculo
abandona sus elucubraciones sobre derecho y su preocupación centrada en la
España y la Alemania del siglo XIX para desarrollar sus conceptos sobre las
características del guerrillero que reúne el no revestir uniforme, no llevar
armas a la vista e incorporar un compromiso político importante. Aquí cifra su
distinción sobre los guerrilleros telúricos, aquellos que defienden su terruño
contra un invasor, y los revolucionarios profesionales universales que,
naturalmente, identifica con el comunismo. El guerrillero telúrico es defensivo
mientras que el revolucionario es agresivo.
Asimismo alude a la guerra de
guerrillas rusa de 1812 contra la invasión napoleónica y atribuye su exégesis y
mito a los anarquistas Bakunin y Kropotkin, por un lado, a Tolstoi y “La Guerra
y la Paz”6,
por otro, y a los bolcheviques, a Stalin, luego a Mao Zedong, a Ho Chi Minh, Vo
Nguyen Giap, Fidel y el Che, como si hubiera un continuo, que solamente existe
en las elucubraciones schmittianas.
También se mete en un problema muy
serio y es el que enfrentó la Wehrmacht en toda la Europa ocupada y particularmente
en la Unión Soviética, en Yugoeslavia, en Grecia, en Polonia y finalmente en
Italia. A Stalin le reconoce como mérito el haber conjugado el carácter
telúrico de la defensa de la patria con el revolucionarismo bolchevique. Algo
parecido le sucede con Mao Zedong y la lucha prolongada de los comunistas
chinos contra los japoneses y los nacionalistas de Chang Kai Shek. Mao también
habría combinado telurismo y revolución.
Su argumentación es incapaz de
explicar el desarrollo de la guerra en Indochina, la derrota de los japoneses,
los franceses y finalmente la de los estadounidenses a manos de los vietnamitas,
y elude totalmente la mención de la guerrilla anti nazi en los Balcanes,
encabezada por Josip Bros “Tito”, o la guerra popular desarrollada por los
partisanos italianos, por los maquisards en Francia y por la resistencia en
Polonia. Desde el punto de vista militar las guerrillas, secundarias o
irrelevantes según Schmitt, tuvieron en jaque al ocupante alemán y sus títeres
y distrajeron del frente decenas de divisiones. Aquí al erudito se le queman
los libros como ya le había sucedido con sus otras evocaciones históricas.
Poco a poco se va haciendo evidente el
verdadero sentido del opúsculo: la fundamentación del combate a la guerra
irregular por parte de las fuerzas de ocupación y de las naciones
imperialistas. Así apunta a relativizar las cuatro Convenciones de Ginebra7
que cada vez establecen categorías más amplias de participantes en la guerra
que pasan a ser considerados combatientes. Las Convenciones humanitarias “son
un estrecho puente sobre un precipicio en cuyo fondo se esconde la peligrosa
transformación de los conceptos de guerra, paz y guerrillero”.
El guerrillero –dice el hombrecito de
Plettenberg8
muy suelto de cuerpo– no posee los derechos y privilegios del combatiente; es
un criminal según el Derecho Penal y está permitido neutralizarlo con castigos
sumarios y medidas represivas. “Esto ha sido reconocido esencialmente
incluso en los juicios por crímenes de guerra posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, específicamente en las sentencias contra los generales alemanes (Jodl,
Leeb, List) quedando sobreentendido que, excediendo las necesidades de
la lucha contra la guerrilla, todas las crueldades, medidas de terror, castigos
colectivos y hasta la participación en genocidios, continúan siendo crímenes de
guerra”9.
El desarrollo de la teoría transita
por “la aceptación del concepto de riesgo (que) es necesaria para el
tratamiento de las situaciones de guerra y para la activación de la enemistad”.
Quien actúa en forma riesgosa lo hace asumiendo el peligro y haciéndose cargo
conscientemente de las consecuencias adversas de su acción u omisión. “La
guerra tiene su sentido en la enemistad. Puesto que es la continuidad de la política,
también la política –al menos como posibilidad– contiene siempre un elemento de
enemistad; y si la paz contiene en sí misma la posibilidad de la guerra –lo
cual desgraciadamente es el caso, según la experiencia– también la paz tiene un
ingrediente de enemistad potencial. La pregunta es tan sólo si la enemistad se
puede acotar y regular; esto es: si es una enemistad relativa o absoluta”
(Op. Cit. P. 34).
Ya en la parte final del opúsculo,
Carl Schmitt expone diáfanamente su otro objetivo principal: un elogio a los
oficiales coloniales franceses, derrotados en Indochina en 1954 por la guerra
irregular de los vietnamitas. Estos oficiales que habían estudiado a Mao
Zedong, según él, habían refinado sus técnicas de contra insurgencia, de
represión masiva sobre la población civil, de interrogatorio y de tortura, de
terrorismo sistemático, lo que después aplicaron en Argelia. La “escuela
francesa”, no compuesta por legionarios –vulgares mercenarios que Schmitt no
parecía apreciar (como no apreciaba a los moros, las tropas coloniales que
habían trasladado a España los militares golpistas en 1936 para derrocar a la
República)– sino por militares de carrera cuyo jefe paradigmático sobre el que
derrama todos los elogios es el general Raoul Salan (1899–1984).
Schmitt no oculta su fascinación por
Salan, el Mandarín o el Chino (que eran sus apodos), gran jefe de la guerra
psicológica, subversiva e insurreccional, el fundador de la organización
terrorista OAS, “más sobresaliente que Jouhaud, Challe o Zeller”10
sus colegas que habían organizado, junto con él, el golpe de Estado de 1961 en
Argelia para mantener a toda costa el dominio colonial francés en el norte de
África.
Si alguien se arroga la facultad de
designar al enemigo –como lo hizo Salan según Schmitt– y no se subordina a la
decisión del gobierno legal, demostrará que tiene la pretensión de tomar para sí
una legalidad propia y nueva. Aquí asoma las orejas el Führerprinzip que
Schmitt y sus colegas leguleyos fundamentaron para la implantación de la
autoridad incontestable de Adolf Hitler.
El problema del centurión, es decir
del militar profesional o el político que asume ese riesgo fundamental, no es
la existencia de la bomba, de las armas nucleares o una premeditada maldad del
ser humano sino la inevitabilidad de una imposición moral. Quienes apelan a
esas medidas extremas se ven obligados a exterminar moralmente a otras
personas, vale decir a las víctimas y objetivos que exterminarán físicamente.
“Tienen que declarar que el bando
contrario, en su totalidad, es criminal, inhumano y constituye un disvalor
total. La lógica del valor y del disvalor obliga a producir siempre nuevas y
más profundas discriminaciones, criminalizaciones y devaluaciones hasta el
exterminio de quienes no merecen vivir”. ¿Clarito, no?
Schmitt no admiraba a Hitler, lo
consideraba un advenedizo, pero admiraba “el poder para designar al enemigo”
que era la clave de su teoría política, y en verdad le salía más barato y menos
riesgoso ser partidario del general Salan –el oficial francés más condecorado
de todos los tiempos– cuando todavía no habían transcurrido dos décadas desde
que el Führer se había pegado un tiro en el bunker de Berlín o que su bienamado
Mussolini había sido colgado cabeza abajo como un cerdo cuando escapaba
disfrazado. Salan parecía también más potable o menos quemante que Jacques
Massu, el general de paracaidistas descarado promotor de la tortura, o de
Jean-Jacques Susini, el político ultra derechista cofundador de la OAS.
Había otra razón, poderosa para un oportunista
de la talla de Schmitt: Raoul Salan estaba y estuvo siempre muy vinculado a la
España franquista que dio refugio y apoyo a los terroristas de la OAS. Salan
alcanzó a luchar en la Primera Guerra Mundial y lo hizo también en la Segunda.
En 1952 llegó a ser Comandante en Jefe de las Fuerzas Francesas en Indochina y
participó de la primera etapa de la guerra contra los vietnamitas que, dicho
sea de paso, venían de expulsar a los japoneses de su tierra. Desde mediados de
la década de los 50, Salan ocupó puestos de mando en Argelia.
En 1958 encabezó un levantamiento de
las tropas francesas en Argelia, un verdadero golpe de Estado, reclamando el
retorno del general Charles De Gaulle al poder. De Gaulle lo premió
designándolo Inspector General del Ejército pero temeroso del carácter
intrigante de su colega lo obligó a pasar a retiro anticipadamente. Entonces
Salan se fue a España donde tenía relación con el filo nazi Ramón Serrano
Suñér, “El cuñadísimo” (cuñado de la esposa del Caudillo Franco), que había
sido canciller y número dos del régimen hasta que la derrota del nazismo lo
hizo pasar a un segundo plano. Serrano Suñer proporcionó ayuda material y todo
tipo de contactos a Salan (odiaba a Francia), facilitó sus viajes y lo puso en
contacto con el dictador portugués Oliveira Salazar que también era partidario
de la permanencia colonial francesa en Argelia.
Cuando Salan volvió clandestinamente a
Argelia, en 1961, para organizar un golpe de Estado junto con Jouhaud, Zeller y
Challe, ya había fundado con otros militares la Organisation de l’Armée Secrete
(OAS)11.
Fue condenado a muerte en ausencia por traición a la patria y pudo ser
arrestado, en Argel, en abril de 1962. De Gaulle conmutó su sentencia de muerte
por cadena perpetua y en junio de 1968 quedó en libertad al ser amnistiado. La
amnistía había sido dispuesta por el gobierno gaullista ante los sucesos del
Mayo Francés y benefició a 59 presos condenados por su pertenencia a la OAS. El
grado militar y sus privilegios le fueron reintegrados a Salan y a otros siete
generales en 1982.
En última instancia, la “Teoría del
Guerrillero” de Carl Schmitt resultaba ser una reivindicación del católico
Raoul Salan, “El Mandarín”, que, en 1962, al ser juzgado había adoptado la
tesitura de no hablar y de encomendarse a Dios después de haber efectuado una
declaración inicial en la que asumía toda la responsabilidad por los crímenes
cometidos por la OAS.
1 Forsthoff era un
catedrático nazi, especializado en derecho constitucional, que participó junto
con su amigo en la legitimación del Führerprinzip como poder exclusivo e
ilimitado sobre todos los sujetos del Estado. Hasta su muerte, en 1974, fue el
principal defensor del Rechtstaat derechista, contrario al Sozialestaat
promovido por la izquierda.
2 “Cuando se dio cuenta de que lo iban
a subir por la escalera del cadalso, dio tan fuerte golpe con las manos, que
rompió las esposas. Se tiró sobre el ayudante del batallón para arrancarle la
espada, que llegó a agarrar; pero no pudo quedarse con ella (...). Trató de
escapar entonces en dirección a la Colegiata y se metió entre las filas de los
soldados. La confusión fue terrible. Tocaban los tambores, corrían despavoridas
las gentes sin armas y las autoridades; los sacerdotes y el verdugo se
quedaron como paralizados... Por fin, los voluntarios realistas pudieron
sujetarlo y lo colocaron en el mismo sitio donde estaba cuando rompió las
esposas, esto es, junto a la escalera de la horca... Entonces, para evitar
forcejeos y trabajos, se trajo una gruesa maroma y se ató por medio del cuerpo
y así se le subió hasta el punto donde tenía que hacer su trabajo el ejecutor
de la sentencia... Se dio la última orden y quedó colgado con tanta violencia
que una de las alpargatas fue a parar a doscientos pasos de lejos, por encima
de las gentes. Y se quedó al momento tan negro como un carbón”.
3 El panteón schmittiano de los
militares prusianos está integrado, en este orden de preferencias, por: Gerhard
Johann David von Scharnhorst (1755-1813), jefe del Estado Mayor General
Prusiano, conocido por sus escritos, sus reformas del ejército y su liderazgo
durante las Guerras Napoleónicas; August Wilhelm Antonius Graf Neidhardt von
Gneisenau (1760-1831), mariscal de campo desde 1825 y figura prominente en la
reforma del Ejército prusiano y en las Guerras de Liberación, y Carl Philipp
Gottlieb von Clausewitz (1780-1831), un influyente historiador y teórico
militar.
4 El 20 de setiembre de 1792 tuvo lugar
la Batalla de Valmy, la primera victoria de un ejército inspirado por la
ciudadanía y el nacionalismo, y la decadencia de las monarquías absolutas
comenzó con esta victoria. El venezolano Francisco Miranda (1750-1816),
precursor de la independencia de América Latina, combatió allí como mariscal de
campo al servicio de la Revolución bajo las órdenes de Dumouriez.
5 La primera de estas guerras se
desarrolló desde diciembre de 1880 hasta marzo de 1881; y la segunda, entre
octubre de 1899 y mayo de 1902; su resultado fue la victoria del imperio
británico y la extinción de las dos repúblicas independientes que los bóeres
habían fundado a mediados del siglo XIX en el sur de África.
6 La Guerra y la Paz
dice Schmitt contradiciéndose “posee más fuerza engendradora de mitos que
cualquier doctrina política y cualquier historia documentada”.
7 Las Convenciones de
Ginebra han sido: la primera, que comprende el Convenio de Ginebra para el
mejoramiento de la suerte que corren los militares heridos en los ejércitos en
campaña de 1864, actualizado en 1906, 1929 y 1949. La segunda que comprende
el Convenio de Ginebra para el mejoramiento de la suerte de los militares
heridos, enfermos o náufragos en las fuerzas armadas en el mar de 1906,
actualizado en las siguientes convenciones de 1929 y 1949. La tercera comprende
el Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de
los ejércitos en campaña y el Convenio de Ginebra relativo al trato de
los prisioneros de guerra, ambos de 1929, actualizados en la siguiente
convención de 1949 y la cuarta que comprende el Convenio de Ginebra relativo
a la Protección de Personas Civiles en Tiempo de Guerra de 1949.
8 Schmitt se las arregló para evitar
servir en el frente durante la Primera Guerra Mundial mediante una falsa lesión
lumbar y siguió las alternativas de la Segunda desde su cómoda cátedra
universitaria o haciendo propaganda pro nazi en España y en Francia.
9 Alfred Jodl, consejero estratégico de
Hitler y último Jefe del Estado Mayor fue juzgado y ahorcado en 1946 por
crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y crímenes contra la paz pero
fue rehabilitado póstumamente por un tribunal de desnazificación en 1953.
Wilhelm Ritter von Leeb fue Mariscal de Campo durante la Segunda Guerra
Mundial, juzgado en Nuremeberg sufrió una condena extraordinariamente benigna
de tres años de prisión y murió tranquilamente retirado a los 80 años, en 1956.
Wilhelm von List, otro Mariscal de Campo juzgado por crímenes de guerra y
crímenes contra la humanidad, fue condenado a cadena perpetua en febrero de
1948 en el Juicio de los Rehenes que encausó a los generales del ejército
alemán durante la campaña bélica en la región de los Balcanes por asesinatos
injustificados, atrocidades y violación sistemática de tratados y leyes
relativos a la guerra. Sin embargo, en diciembre de 1952, quedó en libertad por
alegadas razones de salud. Murió tranquilamente retirado en su casa, en agosto
de 1971, a los 91 años de edad.
10 Edmond Jouhaud (1905–1995) general de
aviación, condenado a muerte y amnistiado en 1968; André Zeller (1898–1979) y
Maurice Challe (1905–1979) general de aviación que como sus colegas fue
condenado a muerte por traición y amnistiado en 1968.
11 Robos, asaltos y
extorsión, así como el impuesto que pagaban los europeos radicados en Argelia,
y ayudas de gobiernos derechistas financiaban la organización. Desde fines de
1961, los atentados mortales e indiscriminados, con explosivo plástico, se
convirtieron en el lenguaje de la OAS para impedir la independencia de Argelia.
Sin embargo los Acuerdos de Evian que concedían dicha independencia se firmaron
en marzo de 1962. Entonces, Salan y sus compinches atacaron renovadamente al
Frente Nacional de Liberación de Argelia tratando de provocar un caos y la
intervención del ejército francés, pero no lo consiguieron y la mayoría de los
terroristas fueron detenidos y juzgados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario