FUNCIONARIOS
PÚBLICOS ¿MAL NECESARIO O CHIVOS EXPIATORIOS?
Por
el Lic. Fernando Britos V.
Algo se rompió bajo el terrorismo de Estado - Motiva
estas lineas la lectura de un testimonio del Maestro Luis Garibaldi
1,
cuyo contenido suscribo, apoyo calurosamente e intentaré
complementar con algunas reflexiones y experiencias propias, producto
en cierta medida de una larga trayectoria como funcionario de la
Universidad de la República y de las observaciones que he podido
realizar en la realidad de la administración pública de distintos
países.
Muchos nos hemos sentido salpicados por un reciente comentario del
ex-Presidente Pepe Mujica, en el sentido de que “en el Estado no se
controlan los gastos desde hace treinta años”. La tesitura de
Mujica no es nueva aunque ahora la utiliza para minimizar las
actuaciones de Raúl Sendic, en particular en relación con el manejo
de la famosa “tarjeta corporativa” y la rendición de viáticos.
Naturalmente tengo una opinión formada acerca del significado y la
calificación de la actuación de Sendic en este asunto tan manoseado
pero coincido en que es este falso argumento de Mujica el que ahora
resulta chocante. En efecto, la lógica de sus palabras es la que se
corresponde con aquel viejo dicho “mal de muchos consuelo de
tontos”.
Si fuera cierto que los gastos de los funcionarios públicos “no se
controlan desde hace treinta años” no solamente estaría en juego
un consuelo para “los bobos” que constituyen el conjunto de la
ciudadanía sino que se estaría relacionando este descontrol con la
democracia post dictadura, cuando es bien sabido que en los años de
plomo - inclusive bajo el régimen autoritario de Pacheco Areco - no
solamente se cometieron crímenes de lesa humanidad sino robos,
acomodos y abusos de todo tipo con los fondos públicos, en todas las
satrapías establecidas en la administración central, en los entes
autónomos, en los organismos de enseñanza, en los municipios.
Uno de los principales problemas de la “transición uruguaya”
entre la dictadura y la democracia recuperada en 1985 fue,
precisamente, la consagración de una impunidad que fue mucho más
allá de los grandes crímenes y que abarcó, aunque no a texto
expreso, la leniencia y falta de investigación de delitos, abusos y
faltas, la falta de una pretensión punitiva que, en comparación con
las atrocidades que se cometieron en los cuarteles y cárceles,
podían aparecer como insignificantes.
Es sabido que el terrorismo de Estado tiene efectos
transgeneracionales. Quienes trabajaron en psicoterapia de
descendientes de víctimas del nazismo y de las dictaduras
latinoamericanas han comprobado como el horror de los campos de
exterminio, las marchas de la muerte y los centros de tortura,
atormentan la psiquis de los hijos y los nietos de quienes los
sufrieron (y también la de muchos descendientes de los verdugos y
torturadores), sin que las noveles generaciones hayan conocido
testimonio o relato directo proveniente de sus antepasados. Este es
uno de los resultados más ominosos de las secuelas psicológicas
transgeneracionales del terrorismo de Estado. Hay otras secuelas
menos estudiadas, más colectivos, más duraderos y con efectos más
difíciles de identificar.
En todas las sociedades que sufrieron la violencia inenarrable del
terrorismo de Estado produjeron cambios culturales cuyos orígenes
suelen estar encubiertos. Nadie puede negar los vínculos entre la
práctica sistemática de la destrucción de seres humanos y ciertas
prácticas xenófobas y discriminatorias actuales, en políticas
estatales, en el deporte y en distintos aspectos de la vida
cotidiana. La naturalización de la violencia, aún con generaciones
de por medio, tiene relación con barreras o umbrales que se
traspasaron cuando la práctica de la tortura, la violación, el
asesinato, se masificó, involucró a miles de perpetradores, contó
con la aquiescencia de alguna gente y sobre todo aterrorizó a
millones. Algo se rompió, algo se pudo reparar, algo permanece
irreparable.
Los momentos en que se emprendió el camino sin retorno del
terrorismo de Estado naturalmente son muy difíciles de determinar
porque se ha tratado siempre de procesos que se desarrollaron en el
tiempo, tanto cuando Hitler recibió plenos poderes de un parlamento
alemán donde los nazis no eran mayoría, en 1931, como cuando la
mayoría blanqui-colorada del parlamento uruguayo le dió rienda
suelta a Bordaberry, a sus secuaces y a los mandos militares mediante
el “estado de guerra interna”, en 1972. En todos los casos no
solamente resultó naturalizada la violencia ilimitada sino el trato
deshumanizante a los adversarios o supuestos adversarios, la acción
rapaz sobre los bienes públicos tomados como botín “en tierra
conquistada”, la delación, la estigmatización de los pobres y los
desvalidos, la degradación de las mujeres, la manipulación de los
jóvenes, etc.
En ese marco y en nuestro Uruguay, la dictadura (1973-1985) trajo
consigo el asalto a los bienes públicos, grandes negociados y
latrocinios, cuyos responsables jamás fueron juzgados y también el
descaecimiento de una ética administrativa que, aunque jaqueada por
el clientelismo de blancos, colorados y en general de las fuerzas
políticas conservadoras, existía y fue arrasada. En este último
caso se trata de los corruptos, ladronzuelos, prevaricadores y
chantajistas que proliferaron a la sombra de los principales jerarcas
de la dictadura.
Cuando los funcionarios universitarios, docentes y no docentes - que
habíamos sido destituidos por la intervención dictatorial mediante
la infame “declaración de fe democrática” en 1973 - nos
reintegramos el 1º de marzo de 1985, nos encontramos un panorama de
tierra arrasada. Los interventores de la vieja Facultad de
Humanidades y Ciencias, por ejemplo, se habían llevado para su casa
estufas, ventiladores, máquinas de escribir y otros equipos
descaradamente apropiados y habían hecho un negociado abandonando el
viejo edificio de Juan Lindolfo Cuestas y Cerrito, saqueado la
magnífica boisserie y estanterías de roble de la gran biblioteca y,
lo que es mucho más grave, robado a mansalva miles de volúmenes
invaluables de una de las colecciones más importantes del país.
Las huellas del paso de la intervención dictatorial por la Facultad
de Arquitectura eran igualmente impresionantes. Los viejos
funcionarios aseguraban que uno de los decanos interventores se había
apropiado de toneladas de materiales destinados a la construcción de
salones para edificarse una casa de veraneo con mano de obra pública.
El primer Secretario Administrativo designado por Narancio era un
joven fascista, que concurría armado con una automática, obligaba a
comprar “Azul y Blanco” y recorría el país en francachelas con
amigos, todo por cuenta de la Facultad y en un vehículo de la misma.
Quien le sucedió, una oscura abogada que dejó asentadas todo tipo
de barrabasadas en expedientes tramitados por la intervención,
después del 1º de marzo de 1985 siguió tranquilamente su carrera
pero en la Presidencia de la República.
Cuando las autoridades legítimas de la Udelar se hicieron cargo de
la misma, solamente prescindieron del “personal de vigilancia”,
viejos policías y soldados que se habían destacado en reprimir y
vigilar a los estudiantes. Muchos jerarcas administrativos de
confianza fueron trasladados antes del derrumbe de la intervención a
cargos públicos de la administración central y otros jubilados en
condiciones muy beneficiosas. Junto con la reposición de destituidos
se rebobinó la carrera meteórica que algunos funcionarios habían
experimentado bajo la intervención pero prácticamente la totalidad
se mantuvo en sus puestos. En cuanto a los docentes, volvieron los
perseguidos y los más comprometidos con la intervención se
dedicaron a su práctica profesional sin ser molestados; otros se
mantuvieron en la docencia con un perfil bajo.
En general se retomó la probidad y los sistemas de control
existentes en la Udelar pre dictadura. Gradualmente pero en forma
sostenida se fueron ajustando y adecuando los controles sobre los
viáticos pero me atrevo a decir que en las varias décadas en que
tuve responsabilidades superiores, a partir de 1985, solamente se
comprobaron un puñado de irregularidades mayores y que los
incumplimientos en cuanto a rendición de gastos y viáticos fueron
detectados y corregidos casi invariablemente. Lo que nunca se hizo
fue una investigación rigurosa de los latrocinios y otras
irregularidades graves del periodo dictatorial sobre los que se
tendió un púdico manto de olvido.
Es cierto que algo se rompió en forma irreparable con la irrupción
del terrorismo de Estado pero también es cierto que, aún en medio
de una transición con limitaciones, los mecanismos de control sobre
los funcionarios públicos fueron trabajosamente reconstruidos en la
mayoría de los entes públicos y, en particular, en la Universidad
de la República. En cambio, lo que no se pudo recuperar fue la
homogeneidad funcionarial que existía antes de 1973 y al explicar
este concepto volveré a las injustas manifestaciones de Mujica sobre
las que llamó la atención Luis Garibaldi.
Las luces malas del centro - Estas últimas
declaraciones de Mujica no son originales, frecuentes en él y de
vieja data. Reiteradamente ha aludido con sarcasmo y desprecio a “los
funcionarios públicos”, que viven de arriba, a “los cajetillas
de Pocitos” u otras fórmulas difamatorias de las que muchas veces
ha tenido que arrepentirse o disculparse a posteriori. Con su gracejo
de Viejo Vizcacha, que eriza a los políticos tradicionales y sobre
todo a los opositores de la derecha vernácula, suele emprenderla con
esas generalizaciones agraviantes para la enorme mayoría de los
servidores públicos y como él mismo sostiene está viejo para
cambiar su modalidad
Hay que recordar que Mujica no es el único político contemporáneo
que ha salpicado a los funcionarios públicos. No hay que ser muy
memorioso para recordar que Raúl Sendic se refirió al sistema de
concursos y ascensos de los funcionarios públicos como “la carrera
de burros”. Nunca se disculpó por ese agravio pero mereció una
crítica lapidaria de un inolvidable: Wladimir Turiansky (1927-2015).
El ingeniero le recordó al inexperto y soberbio Presidente del
Directorio de ANCAP que la carrera funcionarial era una preciada y
laboriosa conquista de los trabajadores organizados en sus sindicatos
en pos de la mejor gestión de la cosa pública, es decir en
beneficio de la sociedad. Si Sendic no hubiera ignorado esta crítica
fraterna tal vez no se habría expuesto al “tiro al pato” al que
ahora se ve sometido, precisamente por su desempeño como servidor
público.
El origen de los ataques descalificantes a la función pública, a
sus controles e insuficiencias, que las tiene y muchas, es distinto
que el de la crítica racional y fundada, venga de donde venga. Los
ataques descalificantes, las salpicaduras al paso responden a un
resabio ideológico que retoma un tema patrimonio de las clases
conservadoras, la oligarquía del Uruguay pastoril y caudillesco: la
contraposición campo/ciudad que deposita en el primero todo lo bueno
y en el segundo todo lo malo. Este tema típico de los ricos del
campo, de la oligarquía agropecuaria, herrerista, riverista,
ruralista, es la que presenta al campo como “la salvación del
país”, el productor de riqueza, el laborioso, mientras que la
ciudad es el lugar del ocio, la holgazanería, la perdición, el
vicio, lo subversivo.
Esas imágenes, en el pasado y aún en la actualidad, son las que
congregan, por ejemplo, a quienes se oponen a la aplicación de las
ocho horas al trabajo rural y a cualquier ley o procedimiento que
amenace sus ganancias o su “modo de vida”. No hay más que
escuchar el discurso de la Federación Rural para ver aparecer la
idea idílica del campo, natural, sano, apacible, de la gran familia
que une al estanciero paternal con sus peones trabajadores abnegados.
Ese discurso invariablemente acompaña los reclamos reiterados de los
latifundistas, acerca de sus ganancias decrecientes, de la falta de
competitividad, de los impuestos excesivos, del exceso de los
beneficios sociales que hay que recortar, del abigeato y en general
de todos los males reales o presuntos que pregonan los grandes
complejos agropecuarios, nacionales y extranjeros, y sus
representantes políticos que se concentran ahora, en el siglo XXI,
en los Lacalle, en los Larrañaga y otros personajes del exclusivo
club de las relucientes cuatro por cuatro.
Según ellos, en esa poza del vicio que se ubica en el medio urbano2
y sobre todo en la capital, el ejemplo más acabado de parasitismo
social siempre fueron los funcionarios públicos. El aumento en el
número de los servidores públicos no fue únicamente un fenómeno
paralelo al crecimiento demográfico del país - especialmente entre
el último cuarto del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX -
sino una expresión de la consolidación de la modernización, del
desarrollo de entes estatales y de la complejidad creciente de la
sociedad, cuyo impulso se debió, fundamentalmente pero no
exclusivamente, al batllismo y que fue combatido, “a los tortazos”
por los conservadores de aquellos tiempos (herreristas, riveristas,
vieristas, sosistas, etc.) y por sus derivaciones posteriores, el
herrerismo y el ruralismo nardoniano.
Mientras “los doctores” se reclutaban entre los ricos
estancieros, comerciantes e industriales, los funcionarios públicos
provenían abrumadoramente de las capas medias urbanas. Los
propagandistas antiguos y contemporáneos del “mito campero”
ocultan el verdadero origen y alcance de la categoría “funcionario
público”. Esta es una construcción peyorativa de la ideología
más reaccionaria que, al mismo tiempo que acusa a los funcionarios
como parásitos holgazanes, contrapuestos a los sanos y buenos
campesinos, elogian a otros funcionarios públicos, expresamente
excluidos de dicha categoría: los militares y los policías,
destinados a salvaguardar “el orden social”, “el modo de vida”
o cualquier otro sinónimo de los privilegios y las riquezas de la
clase dominante.
En el desarrollo de la administración pública hubo y persisten
graves problemas. Blancos y colorados, colorados y blancos, que se
alternaron en el gobierno del país durante el siglo XX instauraron
diversas formas de clientelismo, utilizando el empleo público como
forma de ganar votos y adhesiones o anular voluntades. Algo parecido
se hizo con las jubilaciones y pensiones y en general con todos los
beneficios sociales por parte de políticos y operadores corruptos
con fines de nepotismo y afianzamiento de su poder. Históricamente,
los chivos expiatorios, la variable de ajuste, quienes deberían
“pagar el pato” durante las crisis, fueron los denigrados
funcionarios públicos y los inservibles jubilados.
Tales procedimientos alcanzaron extremos gigantescos durante la
dictadura cívico-militar, no solamente desde el punto de vista de la
apropiación de dinero y bienes (negociados, saqueos, etc.) sino con
todo tipo de acomodos, carreras meteóricas y pingües beneficios.
Estos “beneficios” fueron notables sobre todo en la mencionada
categoría de servidores públicos no estigmatizados: la oficialidad
de las fuerzas armadas y de la policía (la tropa, en todos los
casos, se asimilaba a la peonada del campo respecto a los patrones:
salarios irrisorios sin acceso alguno a los beneficios y las
condiciones de vida de la oficialidad).
Algo se habría ganado pero queda mucho por hacer
- Mucha razón tiene el Maestro Luis Garibaldi cuando da su
testimonio sobre la injusticia de las declaraciones agraviantes de
Mujica. Lamentablemente, la categoría descalificatoria del
“funcionario público” acuñada y desarrollada por los
conservadores y reaccionarios de siglos pasados, ha sido asimilada en
ciertos medios de la sociedad que serían insospechables - como el
mismo Mujica - en cuanto a coincidir en cuestiones importantes con
los defensores de los privilegios, las doctrinas neoliberales, el New
Public Management u otros sistemas que pretenden trasladar a la
administración pública los criterios del utilitarismo feroz que
aplican las grandes corporaciones transnacionales.
El temor a quedar incluidos en la categoría de los “despreciables
parásitos” hace que muchos servidores del Estado no se consideren
a si mismos funcionarios públicos. Este fenómeno es muy claro en la
Universidad de la República cuya Ley Orgánica (Ley 12.549 de 1958)
establece el cogobierno de la institución por tres órdenes:
docentes, estudiantes y egresados pero excluye de cualquier
participación en la toma de decisiones a muchos miles de
funcionarios que, precisamente, reciben la denominación de no
docentes.
Las fallas de la democracia universitaria no consisten en esta
exclusión sino en el hecho, evidente pero silenciado, que los
funcionarios no docentes son, en el peor de los casos “un mal
necesario” y en el mejor recursos humanos “relevantes por
defecto”. En mis largos años como administrador superior en la
Udelar (Director de División, el grado más alto del escalafón
administrativo entre 1992 y 2015) tuve la oportunidad de acuñar y
comprobar hasta el cansancio esta última definición: la falta de
reconocimiento (y consiguientemente de autoridad y responsabilidad)
que se le da a los funcionarios no docentes hace que se perciba su
existencia cuando no están en su puesto, cuando no concurren por la
razón que fuese (cambio de destino, enfermedad, jubilación, etc.).
Entonces algunos jerarcas se dan cuenta que algo falta, que el o los
funcionarios hacían un trabajo que se había menospreciado y estos
servidores se vuelven relevantes, aunque más no sea por un rato.
La Universidad de la República no ha sido capaz de reformar su Ley
Orgánica para adaptarla a las realidades del presente y del futuro
inmediato pero, en relación con sus propios funcionarios públicos
enfrenta un problema mucho mayor. Muchos de los docentes que son, sin
lugar a dudas, quienes gobiernan la Universidad no se consideran
funcionarios públicos o, en todo caso - como sucede, con la
oficialidad de las fuerzas armadas - consideran que sus funciones son
excepcionales, que la docencia y los mecanismos de designación y de
carrera que establece la ley los ponen en una categoría intangible,
superior y privilegiada frente a sus colaboradores no docentes a
quienes ni siquiera reconocen como universitarios.
En este tipo de trampas de autocomplacencia, sucesivos Rectores,
desde 1985 hasta la fecha, han menospreciado la gestión del más
complejo de los organismos públicos, se han apoyado en una
constelación de cargos de confianza, por supuesto docentes, y han
ido gradualmente quitando responsabilidades al personal técnico,
administrativo y de servicios. Se trata de un esquema que considera
que el trabajo de gestión lo pueden efectuar con equipos poco
numerosos de cargos de confianza (que cesan cuando cesan los Decanos
y Rectores), buenos sistemas informáticos y un número reducido de
funcionarios, de rango menor (por ende más baratos en cuanto a
remuneración), que hagan de “carga ladrillos”. La existencia
misma del Hospital de Clínicas complica las cosas enormemente porque
la mitad del personal no docente revista en el mismo.
Esta falta de reconocimiento y por ende la creciente limitación y
deterioro de la carrera de los funcionarios universitarios no
docentes, provoca varios efectos perversos y negativos. Como ejemplo
diré que pese a estar obligada por ley de la república, la
Universidad no ha sido capaz de adoptar y hacer funcionar una
ordenanza de calificaciones y ascensos para sus funcionarios no
docentes. La norma que adoptó hace más de una década nunca ha sido
aplicada porque en realidad, recibir una calificación por su
desempeño que además sirva para los procesos de ascenso en la
carrera funcionarial es un derecho de los no docentes que no puede
concretarse sin la participación de los mismos funcionarios.
De este modo, los jerarcas que son en lo fundamental docentes,
prefieren evaluar el desempeño a su aire, mediante criterios
puramente subjetivos, porque “cada torero quiere torear con su
cuadrilla”. Un sistema de evaluación del desempeño obligaría a
trabajar con un equipo más profesional desde el punto de vista de la
carrera funcionarial pero esto no les interesa a la mayoría de los
jerarcas, de modo que tienden a tratar a los funcionarios de carrera
como si fueran cargos de confianza lo cual es una fuente de
frustraciones, desconfianza, injusticias y pérdida de capacidad.
Finalmente, la categoría difamatoria de “funcionario público”
va asociada con ciertos rasgos genéricos como la holgazanería, la
falta de iniciativa, la eterna pausa para tomar café, el desprecio
por el público, la mala atención y el destrato, las raterías.
Estas conductas, reales o supuestas (y como se dijo no descarto que
en un porcentaje menor puedan manifestarse y me consta que muchas
veces tienen lugar) se basarían según quienes arremeten
constantemente contra el funcionariado desde posturas neoliberales en
“la inamovilidad de los funcionarios públicos”.
En la Universidad de la República y especialmente entre algunos
docentes jóvenes en onda neoliberal, este concepto es la piedra de
toque que les permite distinguirse de los no docentes pues sostienen
que ellos (los docentes) son constantemente amovibles, aún cuando
sean profesores titulares, renovables periódicamente y sometidos a
permanente evaluación. No voy a debatir esta figura retórica que,
en la realidad y en la mayoría de las veces, se conjuga en forma muy
distinta. Lo que debe ser rebatido es la presunta inamovilidad de los
funcionarios públicos que, como es sabido, no existe en el sentido
de intangibilidad.
En efecto, las leyes son muy claras, los funcionarios públicos
pueden ser removidos por incapacidad, omisión o delito, aunque con
dos condiciones: en primer lugar hay que probar la existencia de la
causal de remoción de que se trate (mediante una investigación en
toda regla y con las garantías del debido proceso). En segundo lugar
y es lo que pesa y pesa mucho en la administración pública,
especialmente en la Universidad, debe existir la voluntad política
de las autoridades para determinar investigaciones y establecer
responsabilidades, en cualquiera de las tres causales mencionadas. Si
esta voluntad no existe porque no se reconoce la importancia del
trabajo de los funcionarios no docentes, porque se desconoce la
capacidad de corregir lo corregible o porque se temen los efectos de
la determinación de responsabilidades o de la asunción de las
mismas, es harina de otros costales.
1De
viáticos y rendiciones por Luis Garibaldi, uy.press el 7 de
setiembre de 2017.
2En
un pasado cercano y aún en la actualidad, el arrabal, el suburbio,
el barrio, guardan una relación con el centro similar al
antagonismo campo/ciudad. Por eso en “Tortazos” (1930) la
conocida milonga, con música de José Razzano y letra de Enrique
Maroni, que grabó Carlos Gardel, se estampa claramente el reproche
machista a la mina que “se fue al centro”:
Te
conquistaron con plata
y al trote viniste al centro,
algo tenías adentro
que te hizo meter la pata;
al diablo fue la alpargata
y echaste todo a rodar (...).
y al trote viniste al centro,
algo tenías adentro
que te hizo meter la pata;
al diablo fue la alpargata
y echaste todo a rodar (...).
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