“Trata a tu cuerpo
con caridad, pero no con más caridad de la que se emplea con un enemigo
traidor” , punto 226 de “Camino” el manual para sus seguidores que produjo
Escrivá de Balaguer, el creador del Opus Dei.
COMO TRATAR AL ENEMIGO
Lic.
Fernando Britos V.
El episodio que llevó al defenestramiento
anticipado de la Dra. María de las
Mercedes Rovira Reich Von Häussler ya fue. Los perjuicios de imagen para el
Opus Dei y sus organismos de fachada pronto se superarán y ella misma será
tranquilamente reubicada en cualquier otro sitio importante, en cualquiera de
los países donde existen anclajes tentaculares de la discreta y poderosa secta,
hasta que se calmen las aguas encrespadas.
El arroyo de cartas a los lectores con que
llenan páginas algunos periódicos se ha reducido a una cañadita pero no todos
los jerarcas del Opus Dei coinciden con la técnica de pasar agachados. Después
de todo la organización, a pesar de su carácter sectario y secretista, es una
fuerza ideológica de choque en el terreno de acción de la ultra derecha
medioevalista y por eso vuelve a la palestra el obispo bloguero de Minas,
monseñor Jaime Fuentes.
Este antiguo compañero de colegio de
Eleuterio Fernández Huidobro, el reivindicador del oscuro grito de guerra de
los milicianos y terroristas fanáticos de las guerras carlistas en España
(siglo XIX), de la guerra de los santeros en México (1927) y de la guerra civil
española (1936 -1939), ha salido a la palestra mediática para ayudar a la Dra.
Rovira a superar el trance y para ofrecer municiones a la prédica
fundamentalista. Fuentes cita al Papa Ratzinger (Benedicto XVI) quien se queja
de que bajo la lucha contra la discriminación se esconde una ofensiva para que
la iglesia católica no viva más su propia identidad. “El hecho de que en nombre
de la tolerancia se elimine la
tolerancia es una verdadera amenaza ante la que nos encontramos” – dice el Papa
alemán – para arremeter enseguida contra la razón y contra la defensa de los derechos elementales de los
seres humanos.
¿Curioso no?
Los jerarcas de la iglesia que durante milenios han hecho gala de
dogmatismo e intolerancia ahora piden tolerancia para conservar intacta su
rancia identidad, la que condena a todos los diferentes, la que reclama
obediencia incondicional bajo el
estandarte de la infalibilidad papal, la que excluye y degrada a las mujeres,
la que ha amparado pedófilos, violadores y perversos, la que tiene en su larga
historia el registro más impresionante de atrocidades y de complicidades con
cuantos poderes criminales han existido, la que ha quemado, empalado, desterrado,
enclaustrado, desollado y ahorcado a los que consideraba herejes o infieles ya
fuesen musulmanes, cátaros, albigenses, judíos,
moriscos, hussitas, hugonotes o a quienes se les opusieran entre sus propias
filas. Los que bendecían pelotones de fusilamiento y consolaron a fanáticos
perturbados por los asesinatos y torturas que perpetraban, los que arroparon a
criminales de guerra y les ayudaron a huir, los que miraron para otro lado
mientras “masacraban a sus palomas”, incluyendo a sus propios obispos,
sacerdotes y monjas, pueden investir los
solios recamados en oro y pedrería pero
no la piel del cordero “que lava los pecados del mundo”.
Dejemos atrás esta paradoja para referirnos
al tema del título. Muchas religiones, la católica entre ellas y muchas de sus
órdenes y sectas, en particular el Opus Dei, tienen un problema con el cuerpo
humano. Este problema no es un invento del cristianismo. La mortificación del
cuerpo, el desprecio de la carne, los vapuleos y apaleamientos rituales, las
azotainas y los ayunos, se incorporaron a muchas prácticas religiosas hace
algunos miles de años. La vida ascética puede ser interpretada como búsqueda de
la perfección, como forma de alcanzar trances místicos pero es, sin lugar a
dudas, un problema con el cuerpo basado en el dualismo fanático: mente/cuerpo,
espíritu/materia. Si la “esquizofrenia galopante” que el obispo Fuentes imputa
a la sociedad uruguaya existe, está en considerar al cuerpo como “el enemigo”.
Se equivoca quien cree que estamos ante
prácticas extrañas, un poco locas pero respetables en la medida en que son
mortificaciones auto infligidas (para estas concepciones, el cuerpo es el receptáculo y el vehículo de
todos los pecados, de todas las debilidades e impurezas, por eso hay que
rechazarlo y castigarlo para acceder a la perfección). También se equivoca o
induce a error quien propaga estas mortificaciones como procedimientos
cristianos basados en los evangelios.
Se trata de procesos de desensibilización
donde la autocompasión es lo primero que se pretende combatir porque, en
realidad, lo que se busca anular es la compasión, es decir la capacidad
humana de conmoverse ante el dolor o el sufrimiento del
prójimo. En la formación de guerreros perfectos, de verdugos,
torturadores, inquisidores y “soldados universales” interviene necesariamente la desensibilizaciòn
bajo la forma de un condicionamiento riguroso, brutal e implacable. Hay que ir
quebrantando en el novicio, en el recluta, cualquier indicio de compasión (“sentimiento de ternura y lástima que se
tiene del trabajo, desgracia o mal que padece alguno” R.A.E.) mediante
mortificaciones implacables.
La obediencia acrítica y absoluta, la
sumisión y finalmente la transformación de las personas en instrumento de las
mayores sevicias se consigue destruyendo la dignidad, violentando la integridad
moral de los individuos para
manipularlos. Esto se hace en nombre de una fe o doctrina incuestionable, una
disciplina superior, un dogma indiscutible, y a través de la mortificación de
los cuerpos propios y ajenos. Por eso, los baños con agua helada, las
autoflagelaciones semanales o diarias, los cilicios que hieren la carne, el
pedregullo en las botas y otras barbaridades a las que nos tienen acostumbrados
las películas sobre el entrenamiento brutal de los cuerpos de elite.
El propio cuerpo empieza siendo el enemigo a
vencer pero después lo será otro cuerpo, otra persona “el enemigo traidor”). La
manipulación en estas concepciones tiende a despojar al soldado, al neófito, al
guerrero, al sicario, de sentimientos compasivos y por lo mismo de culpa para
transformarlo en autómata mortífero y eficiente que cumple órdenes, sean las
que sean. Son procesos largos, que no siempre logran su objetivo, y muchos
regresan, consiguen escapar de las situaciones de enajenación y
desensibilización extremas.
Por cierto, papas, obispos y miembros del
Opus Dei deben saber, en su fuero íntimo, que nadie procura imponerle a la
iglesia católica o a sus prelados el abandono de sus dogmas y usos más
anacrónicos y preciados (el celibato sacerdotal; la subordinación de las
mujeres; la infalibilidad papal; la preservación de sus riquezas y sus
relaciones carnales, secretas y permanentes, con los poderes temporales,
conservadores y reaccionarios; la complacencia y lenidad con los pedófilos,
violadores y corruptos entre sus cuadros y adeptos, entre otros).
Saben que han tenido, tienen y tendrán
problemas con la naturaleza y con los cuerpos humanos que se resisten a
amoldarse a sus dogmas, que se rebelan contra la insensibilidad, contra la
falta de compasión, contra la discriminación, contra la intolerancia y las
persecuciones. Esto incluye a sus propios cuerpos como muestra la documentada y
pormenorizada historia del papado que, desde todo punto de vista es la saga más
terrible de crímenes y traiciones amalgamadas con devoción, martirios y
sacrificios. Es cierto que en el siglo XXI las acciones sobre los cuerpos, a
nivel cupular, tienden a ser más discretas, menos espectaculares pero la
historia del Papa Formoso y el Sínodo Horrendo sigue estando presente.
El Papa Formoso, fue el Nº 111 del
elenco oficial del Vaticano, reinó cinco
años, entre 891 y 896 (falleció el 4 de
abril de ese año). Fue hombre de confianza del Papa Nicolás I y actuó como su
embajador en Bulgaria, Constantinopla y
Francia. El Vaticano intervenía activamente en la lucha de facciones en torno
al Sacro Imperio Romano Germánico, a las monarquías de Francia y de Italia. En
877 Formoso, que era activo partidario de la facción teutónica, apoyó la coronación de Arnulfo como rey de
Italia y se enfrentó con el Papa Juan VIII que quería que esa corona fuese a
manos del francés Carlos el Calvo. El Papa Juan no se andaba con chiquitas y
expulsó de su diócesis al obispo Formoso y le excomulgó. En 883, cuando accedió
al trono Vaticano Marino I le devolvió al excomulgado su diócesis de Porto y su
cargo eclesiástico.
Habiendo sido investido como Papa, Formoso
coronó emperador de Italia a Lamberto de Spoleto, en 892, aunque lo hizo contra
su voluntad dado que él intrigaba con el alemán Arnulfo para deshacerse de los
Spoleto. En 896, su amigo teutón invadió Italia, expulsó a Lamberto y Formoso
lo coronó como emperador en el atrio de San Pedro. Sin embargo, poco después de
que su política triunfara, el Papa falleció y fue sepultado en San Pedro.
A la muerte de Formoso le siguió la
enfermedad de Arnulfo que tuvo que volverse a su tierra. Esto fue aprovechado
por Lamberto de Spoleto y su madre Agiltrude que se tomaron revancha. Esteban
VI, el nuevo Papa amigo de los Spoleto hizo exhumar el cadáver de Formoso
(nueve meses después de su muerte) y lo sometió a juicio (in utroque jura) civil y eclesiástico, ante
un conclilio citado al efecto. El cadáver fue revestido con todos los ropajes,
joyas y ornamentos del papado y sentado en el trono. Ante todos los obispos
congregados el Papa Esteban actuó como acusador, desafiando e imprecando al
muerto y como el fiambre fue incapaz de articular defensa se procedió a anular
su elección como Papa y también se declararon nulos todos los actos que había
dispuesto como Sumo Pontífice (entre ellos las ordenaciones de sacerdotes y
obispos que todos los Papas hacían y siguen haciendo para asegurarse
respaldo). Después le quitaron todos los
paramentos y joyas, le arrancaron al cadáver los tres dedos de la mano derecha
con la que impartía la bendición y lo
sepultaron como NN en un lugar secreto.
Pero el movimiento de los restos de Formoso
no terminó con el Sínodo Horrendo. Unos años después empezó un proceso de
rehabilitación de Formoso. Teodoro II, cuyo
papado duró veinte días, hizo depositar los restos de su antecesor en la
basílica de San Pedro. El Papa Juan IX
convocó dos concilios, u no en Rávena y otro en Roma, en los que se estableció,
en forma terminante, la prohibición de celebrar juicios a personas muertas. Sin
embargo, apenas accedió al trono Vaticano Sergio III, en el año 904, anuló los
concilios que habían convocado antes los Papas Juan IX y Teodoro II y celebró
un nuevo juicio contra el cadáver, otra vez de cuerpo presente ante los obispos y cardenales. Nuevamente fue
hallado culpable pero esta vez, en lugar de sepultarlo, el Papa Sergio lo hizo
tirar al Tíber para impedir cualquier rehabilitación posterior. Según parece
los restos de Formoso se enredaron en las redes de un pescador que lo escondió
hasta que el rencoroso Sergio III falleció y desde entonces volvieron al
Vaticano.
El asunto no solamente dejó mal sabor sino un
terrible recuerdo. Unos quinientos años después, cuando el cardenal Pietro
Barbo fue elegido Papa por el concilio, en 1464, fue disuadido de adoptar el
nombre de Formoso II y terminó aceptando llamarse Pablo II por aquello de que
la historia puede repetirse.
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