martes, 15 de noviembre de 2011

Ahora, hacer justicia.


UN IMPERATIVO UNIVERSITARIO: QUE EMPIECE LA JUSTICIA

Un pasado de historias ocultadas y un presente  turbulento, ¿qué haremos ahora ante los casos de acoso moral en la Universidad de la República?

Lic. Fernando Britos V.
14 de noviembre de 2011

Hace exactamente quince años, dos Directores de División (el máximo grado de la carrera administrativa en la Universidad de la República al que habían accedido por riguroso concurso cuatro años antes) enfrentaban un implacable acoso moral cuyo único objetivo era desplazarles, ilegal y alevosamente, de los cargos que desempeñaban en  sendas Facultades como Secretarios de las mismas.

Los acosadores, en ambos casos, fueron los Decanos de esos servicios. Cómplices directos: sus Asistentes Académicos (cargos de confianza política que casi siempre se ubican en las cúpulas para dirigir y desplazar a los funcionarios de carrera) y la Directora General de Personal de aquel entonces. Espectadores pasivos debido a la intimidación, el temor o la simple indiferencia: el Rector y su círculo de colaboradores, docentes, estudiantes, funcionarios, organizaciones gremiales (incluyendo la de uno de los acosados que había figurado entre sus fundadores y dirigentes). En ambos casos los funcionarios acosados mantenían una hoja de vida intachable y habían sufrido la persecución, la destitución por parte de los interventores de la dictadura (1973- 1985).

La dictadura les prohibió ingresar a su lugar de trabajo desde el mismo 27 de octubre de 1973,  retuvo sus haberes, les negó cualquier tipo de constancia y se había preocupado para que no consiguiesen trabajo alguno en el ámbito privado o la continuación de sus estudios. Catalogados como enemigos del régimen (C) fueron destituidos por negarse a firmar la “declaración de fe democrática” (firmarla  hubiera implicado, automáticamente,  la prisión debido sus antecedentes completamente legales como militantes sindicales y políticos).

La recua de ladrones, pervertidos, arribistas y fascistas  de ocasión que, con el infame Narancio a la cabeza, tomaron a saco la Universidad intervenida cumplían su función destruyendo. Tratando de guardar ciertas formas los interventores dispusieron largos sumarios y dieron de baja por ineptitud, en 1974, a un centenar de funcionarios sin haberlos interrogado y, naturalmente, sin permitirles articular defensa. Aquello no fue acoso moral sino violencia pura, llana y a mansalva. Era lo que los universitarios de entonces podían esperar de esos sujetos. Aunque ni siquiera se conocían en aquella época, ambos funcionarios sabían que estaban ante enemigos declarados de la Universidad, de la libertad, de la justicia.

Los procesos que se siguieron en 1996 fueron distintos pero igualmente ominosos. Ninguno de los dos había cometido falta alguna. Ambos tenían antecedentes impecables, habían llegado a punta de concursos, sin padrinazgos, sin ser electos, eran funcionarios de carrera. Junto con dos docenas de sus compañeros habían sido considerados como lo mejor que tenía la Universidad para confiarles las responsabilidades que asumieron. Eran funcionarios probados, de lealtad irreprochable para con la Universidad, sus principios y su historia. Como toda su generación, habían acumulado las experiencias de la persecución, la prisión, el exilio y el insilio y cada uno por su lado, las habían sufrido en carne propia. Desde 1985, cuando la Universidad recuperó su libertad, habían trabajado duramente y esperado pacientemente los seis años que le demandó a las autoridades legítimas volver a poner en marcha los concursos  de ascenso para poder ganarse sus grados. Nunca nadie les había regalado nada y aunque habían tenido más suerte que muchos de sus queridos compañeros (muchos no pudieron y  algunos no quisieron volver a su puesto). Habían retomado con renovado brío su trabajo dispuestos a dar lo mejor de si haciendo de la Universidad el centro de su vida.

Con cierta ingenuidad pensaban que sus Decanos, a pesar de provenir de un exilio dorado (por propia voluntad y en condiciones altamente beneficiosas) o de haber continuado impertérritos sus carreras como docentes e investigadores durante la intervención, estaban identificados con el espíritu democrático de la Universidad de la República. Se equivocaron.

Cada uno a su manera y con pequeñas variantes fueron sometidos a la receta completa del acoso moral que es un proceso prolongado, sostenido y frecuente. En el acoso, la violencia es gradual e insidiosa. Por lo común nunca hay un conflicto abierto o declarado, nunca hay un enfrentamiento, una discusión, una vociferación. El acosador es cobarde y solapado, busca y consigue aislar a la víctima, afectar sus comunicaciones. Por ejemplo, no recibirlo, no escucharlo, no dirigirle la palabra, solicitar informes escritos para desecharlos ostensiblemente, encargar actividades que se sabe imposibles de llevar a cabo. Se priva al funcionario de la autoridad o los medios para cumplir,  se lo desplaza superponiéndole un subalterno o un cargo de confianza (que como no es de línea sino de staff no tiene responsabilidad pero suplanta al titular). Se le arrincona en un sitio inapropiado, se vigilan ostensiblemente sus movimientos.

El acosador procura descalificar, degradar, deshonrar, al acosado porque su intención es sacarlo de en medio a cualquier costo y para ello debe atacar su  identidad, su autoestima, su dignidad y quebrantar su voluntad. El acosador usa el puñal, nunca la espada. Por ejemplo apartando al Secretario arbitrariamente de tareas que le corresponden,  recortando sus competencias legítimas, criticándole sin darle oportunidad de explicarse, haciéndole acusaciones vagas y/o infundadas, descalificándole ante terceros (porque sabe que de ese modo, quemándole con sus colegas, evitará un traslado honroso), prestando oídos a chismes y promoviendo habladurías relativas al desempeño o a la vida privada de la víctima y sembrando desconfianza a su alrededor.

Otro ingrediente del acoso que sufrieron estos funcionarios tiene que ver con la provocación y la desestabilización. Estos Decanos actuaban, generalmente, a través de sus cortesanos y en algunos casos empleaban la táctica de “el malo y el bueno”. Un Asistente Académico haciendo de “malo”, de capataz, metiendo presión, entrometido y agresivo, y otro haciendo de “bueno” para lo cual generalmente se encontraba alguien que era “viejo conocido”, antiguo compañero de militancia estudiantil,  que daba “buenos consejos” o trasmitía “mensajes” e insinuaciones en tono coloquial. Algunos aplicaban nombretes y se burlaban de los perseguidos. Muchos de estos actos buscaban una desestabilización, una respuesta agresiva del acosado, una reacción destemplada con alguno de los mandaderos, etc.

Está claro que el acoso moral es la tortura de la gota de agua. La investigación ha demostrado que hay diferencias en el acoso entre las instituciones públicas y las privadas. En estas últimas generalmente es menos sutil, más breve y brutal, culmina con el despido o la baja por enfermedad de la víctima. En el ámbito público y especialmente en las instituciones educativas y en las que atienden la salud, donde la incidencia del acoso moral es varias veces mayor que en otras entidades, el acoso es insidioso, solapado.

Se dice que los presidentes de los Estados Unidos son los hombres más poderosos del mundo y alguno de esos cronistas del poder se refería a los diferentes estilos de Lyndon Johnson y de Richard Nixon para tratar con sus enemigos palaciegos. Éste decía que a Johnson le gustaba que la persona que resolvía perjudicar se enterara perfectamente que había sido jorobado por él. En cambio a Nixon le encantaba que sus víctimas no se enteraran que lo habían sido por su orden y, en lo posible, que ni siquiera se dieran cuenta que habían sido perjudicadas. Hay distintos estilos de acosadores algunos siguen una línea otros la otra. Esto depende, en buena medida de requerimientos contradictorios. En efecto, el acosador  trata de mantener la situación fuera del conocimiento público para evitar la solidaridad de los demás y atosigar a la víctima para que dude si misma, para confundirla, para que no pida ayuda (¿cómo puede ser que me esté pasando esto en la Universidad? ¿qué he hecho para merecerlo? ¿quién me creerá?).

Volviendo a los dos Secretarios, salvo diferencias de detalle, los procesos fueron similares. Se trataba de campañas de “cerco y aniquilamiento” y la verdad es que casi consiguen aniquilarlos. Otra característica del acoso moral que lo hace especialmente peligroso para cualquier organismo y para todos sus integrantes, es que los acosadores son especialmente hábiles en la explotación de los momentos de fragilidad o dificultades que enfrentan sus víctimas a nivel personal o familiar y a menudo tienen la perversidad y el poder para generar esas dificultades o para explotarlas.

En los casos a que nos referimos hubo una agresión económica agravada y agregada al hostigamiento personal. El objetivo de estas medidas era perfeccionar el cerco al acosado y ejercer una acción ejemplarizante. Es el terror que se esgrime contra los demás funcionarios (docentes y no docentes) para crear el vacío en torno a la víctima y para evitar cualquier expresión de apoyo o ayuda (“si le hacen esto a él me lo pueden hacer a mi y se lo pueden hacer a cualquiera”). Eso es terror ejemplarizante.

En uno de estos casos el perjuicio fue brutal porque no solamente lo privaron de una compensación al grado y por estar a la orden (que representaba más del 75% de su sueldo líquido) sino que mediante una artimaña completamente ilegal le descontaron dos años de dicha compensación, entre los años 1994, 1995 y 1996, aduciendo con malevolencia que ese beneficio inherente al cargo no había sido renovado. De este modo completaron la asfixia económica y  redujeron el salario mensual pagado a menos de la décima parte de lo debido.

En este hecho, el Decano acosador contó con la complicidad de una contadora pública que entonces era subordinada del Secretario perseguido. Asimismo, unos meses antes, el funcionario en cuestión había perdido a su esposa, fallecida después de una larga y cruel enfermedad, sin faltar un solo día (solamente había pedido quince días de licencia social para acompañarla en su agonía) y enfrentaba junto con sus hijos adolescentes una situación crítica de penuria emotiva y económica. Ahora seguirá pagando durante años una hipoteca que debió contraer para subsistir.

Como dijimos ninguno de los Secretarios había sido sumariado, sancionado o suspendido. No podían ser separados de sus cargos lícitamente. El recurso que se empleó para lograrlo fue ofrecerles “una “licencia con goce de sueldo por tiempo indefinido por disposición del Rector” mientras la Directora General de Personal, cómplice y “asesora técnica” del acoso moral “les buscaba un puesto en otro lado”.

Durante 1996 y 1997 los dos Secretarios se vieron sometidos a la peor de las iniquidades en total soledad. Sus colegas guardaban silencio atemorizados (no ha de haber faltado el “¿por algo será …?”). Hubo más cómplices activos. En uno de los casos, un colega fue a ofrecerse para ocupar el cargo vacante del perseguido (“fue porque mi hijo estudia en esa Facultad”) y en otro una subordinada impedida reglamentariamente para ocupar el cargo por subrogación, se prestó a desempeñarlo y a cobrar la remuneración correspondiente, por debajo de la mesa, durante años.

Finalmente, después de más de un año de esperar por el traslado prometido se convencieron de que nunca aparecería, de que los habían enterrado para siempre y entonces, cada uno por su lado, sin acuerdo ni concierto entre si, resolvieron volver a luchar. Después de todo, durante “los años de plomo” habían enfrentado a enemigos más crueles, más brutales, más poderosos e igualmente cobardes y habían sobrevivido.

Esta vez recurrieron a abogados. Como advierte Marie-France Hirigoyen, en estos asuntos “los abogados siempre llegan tarde” pero los funcionarios todavía estaban vivos y entonces los juristas promovieron, ante Juzgados Letrados, una acción de amparo debido a la violación de los derechos humanos fundamentales a que fueron sometidos por la Universidad. El amparo fue concedido y los jueces dictaminaron que la Universidad de la República debía reponer a los funcionarios en sus cargos en 48 horas.

Uno de ellos pudo volver a su cargo original porque el Decano acosador había terminado su periodo y no había sido reelecto. El otro Secretario ocupó cargos de similar responsabilidad en otras dependencias universitarias hasta su jubilación.

Esto pasó hace quince años en la Universidad de la República y muchas personas lo han olvidado pero ahora es imprescindible recordarlo porque no solamente hubo antecedentes, desde 1985, sino que ha seguido habiendo acoso moral, este año, este mes y los abusos están sucediendo cruelmente ahora mismo.

El primer requisito para combatir  este grave riesgo psicosocial del acoso moral es aprender a reconocerlo. Los antecedentes, como el que acabamos de relatar, abundan y están perfectamente documentados, no hay ni la más mínima exageración o ficción, coinciden exactamente con lo que pasó. Muchos de quienes conocieron estos hechos estamos vivos y activos y podemos corroborarlo.

El fenómeno debe ser estudiado, denunciado y enfrentado colectivamente. La justicia, mucho más que la caridad, debe empezar por casa. Hay mucho trabajo para los juristas, para los legisladores, para los psicólogos, para los médicos, para los sociólogos y antropólogos, para los asistentes sociales, para los gremialistas y especialmente para los órdenes y las autoridades universitarias pero sobre todo para quienes han sufrido o sospechan que han sufrido acoso moral o han conocido casos de acoso moral, independientemente del tiempo transcurrido, de la forma que hubiese adoptado.

El acoso moral, como la tortura de los presos, es un crimen perverso, negado, banalizado, ocultado. La primera forma de combatirlo es el conocimiento, la denuncia, la solidaridad con las víctimas. Ha llegado la hora de la responsabilidad individual y colectiva. Ha llegado la hora de cumplir con los deberes cívicos y funcionariales. El ciudadano que toma conocimiento de un caso de este tipo y que no hace nada para prevenirlo, para impedirlo, para sanarlo, está en falta. El servidor público que no lo hace peca de omisión. En el  penúltimo círculo del infierno del Dante (el Malebolge) hay un foso profundo para quienes sabiendo lo que debían o podían hacer para evitar el mal, no lo hicieron.

Se sabe que la Secretaria y la Directora del Departamento de Personal de una Facultad de la Universidad de la República están siendo sometidas a acoso moral por parte de la Decana y un puñado de sus colaboradores. Se sabe que las autoridades de la Universidad están al tanto de lo que está sucediendo. ¿Qué están haciendo?- ¿Qué haremos nosotros? ¿Cómo conseguir que se haga justicia? ¿Cómo podrá la Universidad asesorar a otros cuando no es capaz de percibir  y quitar semejante viga de su ojo ético?


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