A
VUELTA DE LÁPIDA
Reflexiones sobre la imposibilidad de
“dar vuelta la página”, sobre lo imperdonable y sobre dictaduras sin milagro.
Fernando
Britos V.
Los
alrededores del undécimo día de
setiembre están cargados de recuerdos estremecedores, de duelos profundos y
también de olvidos significativos, versiones ambiguas y redondas mentiras.
Nada de dar vuelta la
página - Para el mediático filósofo argentino José Pablo
Feinmann, el atentado contra las Torres Gemelas (el 11/9/2001) marca, en los
hechos, el entierro del posmodernismo porque en el corazón del imperio - que
había festejado y multiplicado el fin de “los grandes relatos”, de la historia
y de las utopías – se había producido un impacto que restableció con
inocultable vigor la vigencia universal de los grandes fenómenos mundiales.
Parafraseando al gran Hobsbawm al corto siglo XX (1914-1989) ha seguido otro
cuyo final no es previsible pero cuyo comienzo bien podría ubicarse en el 2001.
En
las rememoraciones del atentado contra las Torres Gemelas (y las otras
terribles secuelas discretamente colocadas en segundo plano, es decir los otros
dos aviones estrellados en el campo y contra el Pentágono) impera la memoria,
el dolor, el recogimiento, los tañidos de campana y el triste sonido de las
gaitas. Allí a nadie se le ocurriría plantear la necesidad de la
reconciliación, de dar vuelta la página o la lápida, que de todas maneras es
más o menos lo mismo. Los gobiernos estadounidenses (no solamente el del
belinún Bush sino el actual) no van a dar vuelta esa página mientras puedan
utilizarla para sostener y justificar su papel global de señores de la guerra y
el castigo.
Es
memoria pero, por cierto, es una memoria flechada, bañada en el dolor por
tantos miles de víctimas, que no amaina la paranoia del gendarme universal, que
vigila las más recónditas intimidades de sus propios ciudadanos, que sirve de
pretexto para violar los derechos humanos e ignorar a las Naciones Unidas, que ha
desatado varias guerras e invasiones asolando países lejanos usando el lema sabidamente
falso de castigar culpables, que asesina con alevosía mediante máquinas aéreas,
que espía siempre y por doquier, que mantiene prisiones secretas, que patrocina
torturadores y tiranos por todo el mundo, que trafica armas y saquea riquezas.
No hay perdones
- Como sostiene Primo Levi – muy nombrado pero poco estudiado – hay hechos y
personas imperdonables. Para Levi la existencia de Auschwitz ha probado la
inexistencia de Dios y los pedidos de perdón carecen de sentido ante los
crímenes de lesa humanidad que son característicos del terrorismo de Estado. En
su relato titulado Vanadio (incluido
en su libro “El sistema periódico”[1])
Levi relata su reencuentro después de la guerra con el Dr. Müller, un químico
como él que había sido el jefe del laboratorio de la IG Farben donde trabajaba
como esclavo durante su estancia en el campo de concentración. Müller no era un
SS ni un kapo, no azotaba a los desgraciados que trabajaban para él pero no
ignoraba nada de lo que sucedía en los campos de exterminio, en la Alemania
nazi y en los países ocupados. Vanadio
es un relato sobre el arrepentimiento, la culpa, la expiación y el perdón
imposible.
Finalmente
se han visto las rememoraciones del golpe de Estado, el 11 de setiembre de
1973, en Chile e independientemente de las interpretaciones que puedan hacerse
acerca del acto oficial, de los arrepentimientos tardíos de la judicatura[2],
de la perseverancia tanto del fascismo en la derecha chilena como de las
investigaciones apuntadas a descubrir la verdad, es interesante una idea
reiterativa que aparece por aquí y por allá. Esa idea es una variante de la
nueva teoría del “demonio único” acuñada por Julio María Sanguinetti. A su
amparo no se trata de que “la guerrilla” (demonio 1) haya impulsado a los
militares (demonio 2) a hacerse con el poder sino que siempre existió un único
demonio, la izquierda o en general quienes pretenden cambios, libertad y
justicia. Al amparo de esta teoría arcaica, con el cinismo característico de la
derecha chilena, Piñera viene de imputar a Salvador Allende, derrocado y muerto
el 11 de setiembre de 1973, la responsabilidad del golpe de Estado porque durante
su gobierno “no tuvo ningún respeto por la ley”.
De
este modo se pretende exculpar a Pinochet y su banda de los crímenes cometidos
y se completa esta acción con otra versión que no es novedosa pero muy
utilizada: las dictaduras han hecho grandes obras públicas, son autoras de
milagros económicos y por lo tanto sus crímenes (asesinatos, torturas, robos y
saqueos) son efectos colaterales, indeseables pero en definitiva menores si se
los compara con los presuntos beneficios que generaron.
Enterrados en el
basurero de la historia - El terrorismo de Estado, los
crímenes de lesa humanidad, no solamente son imperdonables e inexculpables sino
que nunca han generado milagro alguno. Veamos: ciertas corrientes
historiográficas y sobre todo ciertas distorsiones propagandísticas de la
historia han planteado que el Tercer Reich (1933 – 1945) tuvo aspectos
positivos. Hitler y el nazismo permitieron superar la terrible crisis que
siguió a la Primera Guerra Mundial, produjeron un resurgimiento económico,
dieron trabajo al pueblo alemán e incidieron en la recuperación de la
industria, la salud, la educación, la ciencia y las artes. La Segunda Guerra
Mundial fue un traspié, un error del Führer que acarreó muerte, destrucción y
la anulación del milagro optimista y dinámico del sexenio prebélico.
Incluso
hay quien ha sostenido que Hitler y su banda se equivocaron al apresurarse a
desencadenar la guerra porque si hubieran esperado tres o cuatro años más su
poderío habría sido insuperable. Los neonazis que promueven estos mitos sueñan
con miles de Messerschmitt 262 (el primer avión a chorro de combate operativo en
los años agónicos del nazismo) o con bombas atómicas lanzadas con los misiles
de Von Braun que habrían ganado la guerra y en tal sentido coinciden con los
mitómanos que culpan de la derrota a Hitler e insisten, todavía, en la
eficiencia y sapiencia del Alto Mando Alemán que habría vencido si no fuera por
la “locura” del Führer.
Estas
versiones acerca del nazismo son probadamente falsas e insidiosas. En realidad,
el complejo militar-industrial alemán y la cúpula del nazismo, con el apoyo de
grandes sectores financieros y políticos internacionales, no tenía otros objetivos
que la guerra de conquista y pillaje a nivel mundial, el exterminio masivo de
quienes se opusieran, la aniquilación de las libertades y la destrucción de la
Unión Soviética. De hecho el resurgimiento nacional de Alemania se había
agotado aún antes de 1933; el régimen solamente se mantenía mediante el terror
de una represión brutal y el fanatismo nazi. Sus crímenes prefiguraron
claramente, desde antes de acceder al poder lo que sucedería poco tiempo
después.
Los
campos de concentración se inauguraron en 1933; la matanza sistemática de
enfermos mentales, minusválidos y la experimentación con humanos comenzó en
1934; las leyes raciales y la discriminación más cruel estaban instaladas en
1936; los stukas habían ametrallado a los civiles indefensos en las carreteras
españolas y Eibar, Irún y Guernica habían sido arrasadas por la Legión Cóndor
en marzo y abril de 1937.
De
la misma manera en que nadie podía hacerse el distraído respecto al potencial
criminal del nazismo tampoco es posible ignorar ahora como el mantenimiento del
régimen estaba inseparablemente unido al desencadenamiento de guerras y
conquistas. En tal sentido, la anexión del Sarre, de Austria y la ocupación y
desmembramiento de Checoeslovaquia no fueron resultado de la audacia o la
clarividencia de Hitler sino de su desesperación y de la anuencia tácita de los
gobiernos de Francia y sobre todo de Inglaterra que ya habían permitido que la
República Española fuera ahogada en sangre.
El
nazismo necesitaba transfusiones de todo tipo, recursos materiales, materias
primas y mano de obra para una economía y maquinaria bélicas que no podía
detenerse so pena de colapsar. El terror y el fanatismo no habrían sido capaces
de mantener sin convulsiones o parálisis al Tercer Reich si la guerra no
hubiera comenzado en el otoño de 1939.
Una
historia similar había sido la del fascismo italiano cuyo periodo de “obra
prolífica”, a partir de 1922, había sido un poco más largo que el del nazismo y
en cierto sentido menos espectacular porque se jactaba de haber conseguido que
los trenes circularan cumpliendo sus horarios y que los pantanos pontinos
fueran desecados pero no pudo ni intentó resolver las contradicciones entre el
sur sumido en la miseria y los sectores industrializados del norte, ni los
problemas de una economía fracturada y la desocupación. Los sueños
colonialistas e imperiales del Duce y la monarquía italiana desencadenaron la
invasión de Etiopía (entonces Abisinia), Albania y la intervención contra la
República Española, en 1936[3].
También terminaría sin milagro alguno cuando Mussolini y su amante, capturados
por los partisanos cuando huían disfrazados con los nazis en retirada, fueron fusilados
y colgados como reses en abril de 1945.
Con dolor y sin milagro
– Hay quien sostiene, como lo ha hecho recientemente el Wall Street Journal, que lo que necesita Egipto ahora es uno o
varios generales de la talla de Pinochet.
Claro
que tampoco en Chile hubo milagro durante la dictadura de Pinochet (1973-1990).
En realidad, varias de las reformas impulsadas por la Unidad Popular con
Allende a la cabeza, y la situación institucional de Chile, fueron las que
posibilitaron ciertos desarrollos que después se atribuyó Pinochet y sus
Chicago Boys: por ejemplo en relación con la minería del cobre y sobre todo con
la reforma agraria que fue la que permitió el desarrollo de una economía
exportadora de base agroindustrial.
En
los años de la dictadura chilena (1973 – 1990) la tasa de crecimiento del país
fue casi la mitad de la que se alcanzó recién desde mediados de los 90 (aproximadamente
el 5%) y se necesitó el retorno a la democracia para que el país enjugara la
situación económica que creó la dictadura.
Heraldo
Muñoz [4],
subsecretario general de la Naciones Unidas y Director del PNUD para América
Latina y el Caribe, sostiene que el régimen de Pinochet no fue un mal necesario
ni produjo la modernización de la economía chilena.
No
hubo obra benéfica sino represión, asesinatos y robos. Pinochet y sus secuaces
se enriquecieron, acumularon oro y millones en cuentas secretas y en tanto
Chile sigue siendo unos de los quince países más desiguales del mundo.
Con
la dictadura la pobreza, que en 1973 agobiaba al 20% de la población, se
duplicó de modo que cuando Pinochet abandonó el poder, en 1990, la pobreza
alcanzaba al 40,8%. En el 2011 se había reducido al 9,9%. El consumo de carne
era de 36,6 kilos por habitante al año en 1990 y en el 2011 alcanzó a 84,2
kilos. A la salida de la dictadura casi la mitad de los hogares chilenos no
tenía heladera, hoy la tienen más del 92%, y casi las dos terceras partes de
los hogares no tenían lavarropas, hoy lo tienen el 82%. Sin embargo, el milagro
económico no ha llegado aún a Chile y en términos generales podría decirse que
las desigualdades profundas que generó la dictadura no han sido superadas
[1]
Una traducción (italiano al español) de Vanadio puede encontrarse en el archivo
del blog “Ética y Psicopatología del Trabajo”).
[2]
La Asociación de Magistrados de Chile pidió perdón a la población porque “el
Poder Judicial pudo y debió hacer mucho más” contra la violaciones a los
derechos humanos cometidas por Pinochet y su banda.
[3]
Entre otros muchos crímenes de guerra cometidos hay que recordar el uso
frecuente y abundante de gases tóxicos contra el ejército y sobre todo contra
la población civil en Etiopía y el bombardeo sistemático con aviones y
artillería contra poblados indefensos.
[4] Muñoz, Heraldo (2008) The
Dictator's Shadow: Life Under Augusto Pinochet, Basic Books, Nueva York.
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