CULPA Y RESPONSABILIDAD
La des-banalización del mal
La banalización del mal o la injusticia para eludir la
responsabilidad por sufrimientos que se infligen o se toleran es un
proceso que se desarrolla en circunstancias concretas, pero con rasgos
comunes en cuanto a las conductas humanas. No resulta de fuerzas
inexorables y supone la participación de las personas. La
des-banalización del mal es posible, pero requiere comprensión y una
atención permanente a estos procesos.
Por Fernando Britos V.
BANALIZACIÓN DEL MAL Y LA INJUSTICIA. Desde
hace un tiempo, los organizadores de reuniones de trabajo en el área
empresarial, en la académica y otras donde la gente se congrega o es
congregada con el propósito de tratar algún tema de interés común,
someterse a una conferencia o una charla de divulgación, conocer algún
plan de trabajo, se ven sometidos, por lo general como preámbulo, a
ciertas "técnicas de inducción" cuya estirpe es diáfanamente rastreable
hasta las prácticas religiosas, las estrategias de venta grupal y la
animación de fiestas infantiles.
De
lo que se trata, según los promotores de estos procedimientos, es de
descontracturar a los asistentes, de rebajar las tensiones, de crear
vínculos físicos y espirituales entre ellos, de prepararlos mejor para
la recepción de algún mensaje o sensación importante. De este modo el
acto litúrgico de "dar la paz", ubicado al final de la misa católica, se
coloca al principio y los ejercicios que se tomaron prestados en un potpourri
de las gimnásticas o meditaciones orientales, las charlatanerías
sectarias y los aprestamientos lúdicos preescolares, parecen haberse
vuelto un prólogo indispensable para actividades intelectuales o
laborales de toda índole.
Los
paquetes de técnicas de inducción han invadido el campo laboral, las
actividades didácticas y los ámbitos colectivos para el intercambio de
ideas. Están de moda desde hace años como perpetuación organizacional de
la onda New Age
pero incorporada en el neo‑gerencialismo. Quienes no se avengan a
participar en estas acciones grupales o a comprar estos métodos para el
manejo de reuniones empresariales corren el riesgo de ser tildados de
rígidos, anticuados, retraídos, incrédulos, conflictivos o egoístas
impenitentes.
El
gerencialismo o el neo‑gerencialismo ‑términos corrientemente empleados
desde la academia, por la ciencia política y la sociología, para
referirse a distintas concepciones en cuanto a la organización del
trabajo‑ están vinculados con temas recurrentes como "la reforma del
Estado", "el desarrollo organizacional", "el trabajo saludable", "cómo
evitar conflictos y obtener el ‘si’ (la negociación según la Escuela de
Negocios de Harvard)" y otros muy manoseados en programas de televisión,
artículos periodísticos, charlas, conferencias, talleres, seminarios,
desayunos y cuanta denominación pueda darse a la vasta panoplia de
"eventos empresariales".
En
esa selva de palabras subyace la concepción de que, si bien el trabajo
es capaz de producir sufrimiento, éste puede ser conjurado con una serie
de fórmulas simples, y los conflictos que se generan en la interacción
de cualquier colectivo pueden ser amortiguados o eliminados mediante la manipulación. De
este modo, en la tapa de las "listas de control" del neo‑gerencialismo
suele encontrarse la banalización del conflicto, la uniformización, la
identificación positiva con el grupo, la dilución lúdica, la exaltación
de la lealtad acrítica (la camiseta) y otras acciones que se basan en la
resignación: es decir, en una aceptación resignada por parte de todos
los trabajadores, y en último término (y solamente en último término) la
coacción, el acoso, la sanción, la exclusión, el despido.
La
resignación es inseparable de la injusticia social y es preciso
reflexionar sobre la forma en que la banalización de esta última nos
conduce a tolerar lo intolerable. Sin embargo, hay que reconocer que no
todo el mundo considera que quienes sufren exclusión, desempleo,
marginación, discriminación o miseria son, además, víctimas de la
injusticia.
Muchas personas han desarrollado un divorcio entre el sufrimiento y la injusticia. Adviertan
la infelicidad que conlleva el primero pero no son capaces de
reaccionar políticamente contra la segunda y por este lado debemos
buscar el fundamento de la impunidad. El
sufrimiento del otro puede movilizar la compasión, la piedad o la
caridad; pero la solidaridad activa o la protesta indignada solamente se
produce cuando se percibe la conexión que existe entre ese sufrimiento
ajeno y la injusticia, así como la forma en que opera la impunidad. Las nociones de responsabilidad, solidaridad y justicia corresponden a la ética y no a la psicología.
Hay
un conjunto de técnicas y de estrategias para hacernos creer que el
sufrimiento en el trabajo ha disminuido considerablemente desde el siglo
pasado y sospecho que tenemos cierta tendencia espontánea a pensar que
dicho sufrimiento ha desaparecido o se ha atenuado mucho gracias a la
mecanización y a la informatización. La
ergonomía ha demostrado que la informatización y la inteligencia
artificial exponen promesas de bienestar, de alivio y de hacerse cargo
de los trabajos sucios, que no son capaces de cumplir. Hay una fachada
que se exhibe al escrutinio público y que oculta el sacrificio, el
esfuerzo y los riesgos psicosociales y físicos que implica cualquier
trabajo.
El
sufrimiento en el trabajo no ha desaparecido: está disimulado tras
fachadas más o menos brillantes y solamente es posible avizorarlo cuando
la movilización sistemática de los trabajadores organizados descorre el
velo y exige medidas concretas para preservar la salud psicofísica y la vida. El
ejemplo más elocuente y positivo de esta actividad es el que desarrolla
el SUNCA ‑la organización de los obreros de la construcción y ramas
afines‑ que reclama en forma insoslayable y multitudinaria las medidas y
responsabilidades más elementales en una industria que es la más
mortífera y se encuentra entre las de mayor morbilidad en nuestro país.
VOLVERSE MALO.
Sabemos que la movilización colectiva es la estrategia adecuada porque
en materia de defensa contra el sufrimiento no hay leyes establecidas,
sino reglas de conducta construidas por los hombres y las mujeres. Sin
embargo, no se puede naturalizar otros mecanismos que suele promover el
neo‑gerencialismo y conferirle a todos ellos, sin beneficio de
inventario, condiciones de bondad y eficacia. En materia de estrategias
de defensa contra el sufrimiento, más que en otro campo, es preciso
separar claramente los bagres de las tarariras.
El
discurso economicista sobre la infelicidad la atribuye al destino, a la
mala suerte, o incluso culpabiliza a las víctimas; y esto no sucede
solamente en los casos de despido, exclusión, violación de derechos
humanos, cruda explotación. La ausencia de responsabilidades y la no
percepción de las injusticias que subyacen a la infelicidad son capaces
de conseguir la adhesión de mucha gente. Es que "los uruguayos somos muy
conservadores", se dice, "muy cautos ante los fenómenos que nos
preocupan o los temores que sufrimos", se agrega, pero no se explica la
resignación o la falta de reacción, de indignación y de movilización
colectiva. La ausencia de tales reacciones siempre ha sido el sustrato
de la impunidad y de los abusos más brutales.
Esa
adhesión cautelosa al discurso economicista, esa indiferencia o
insensibilidad moral, aparece muy claramente cuando se analiza el
entorno social de los grandes crímenes contra la humanidad. No
es necesario adherir al concepto de la "culpa colectiva" en el caso de
la Alemania nazi para comprender que los campos de la muerte y el
trabajo esclavo eran inocultables para la enorme mayoría de los
alemanes. Ahora bien, en otros casos hay que reconocer que la
resignación ante hechos sobre los que nos consideramos impotentes o la
simple indiferencia funcionan como defensa contra la conciencia dolorosa
de lo que se sabe o como lenitivo de la colaboración por omisión. En
suma, se trataría de eximirse de responsabilidades ante la existencia de
la injusticia social. Le atribuimos el carácter de infelicidad a lo que
no es sino la banalización del mal[1] que unas personas infligen a otras.
Hace unos cuantos años, Christophe Dejours[2]
advertía que cuando se profundiza en este análisis del mal los lectores
o los oyentes pueden empezar a perder interés porque comprenden que no
se trata solamente de identificar a un grupo de perpetradores de los
crímenes o a sus autores intelectuales e instigadores o de condenar los
métodos que aplicaron para cometer esos crímenes.
Todas
las malas acciones deben ser investigadas y los responsables y sus
procedimientos identificados; pero eso no basta porque no supone
automáticamente la inocencia de los demás. La consideración de estos
temas no nos otorga el beneficio del extrañamiento, de la ajenidad, ni
nos permite poner el mal a suficiente distancia como para decir "no me
interesa", "yo no tuve ni tendré que ver con eso", “cuando eso sucedió
yo era un niño”). Exponer estas cuestiones es el primer paso para
desarrollar, autocríticamente, verdaderas estrategias de defensa, para
superar las negaciones y la resignación y para promover la movilización
que permita des-banalizar el mal. Nada menos pero nada más.
Una serie de televisión como Breaking Bad[3]
(que podría traducirse como "Volviéndose malo") explora, precisamente,
la relación entre las personas y la maldad a lo largo de los años. Vince
Gilligan, el autor de la serie, pone a sus personajes y especialmente
al protagonista ‑un profesor de química en un liceo de Nuevo México que
se transforma en narcotraficante‑ como seres que se encuentran en
situaciones que no les dejan alternativa: hicieron lo único que podían
hacer aunque esto significara volverse cada vez más malignos; fue culpa
del destino, de su mala suerte, no podían elegir aunque el fin fuera
previsible.
El
gran atractivo de esta serie y la genialidad del autor consiste en
haber mostrado y demostrado sutilmente, en forma acabada y a través de
cinco temporadas, que los personajes siempre pudieron elegir otro
camino, hacer otra cosa, y que en esta materia, como decíamos, no hay
leyes inexorables sino construcciones que hombres y mujeres desarrollan
en situaciones sociales concretas.
Precisamente,
la banalización del mal es un proceso que puede ser investigado,
comprobado, controlado, interrumpido por las decisiones de las personas y
que incluye la responsabilidad sobre los actos, la que no es posible
eludir por desplazamiento ("lo hice cumpliendo órdenes", "si yo no lo
hacía me lo habrían hecho a mi").
Por
eso, el argumento de la "obediencia debida", que invariablemente
emplean los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, no resiste el
menor análisis, es un engaño muy burdo y elemental. La degradación que
supone el mal puede ser interrumpida y revertida, o por el contrario
precipitada, por la voluntad de los actores. Sin embargo, para oponerse a
esta degradación, para denunciarla y combatir sus efectos nocivos en
nosotros mismos, es preciso comprender sus mecanismos: analizar las
fuerzas que operan, las circunstancias, el contexto mediato e inmediato.
Y esta es una actividad permanente, es decir, que no concluye nunca.
Nuestra capacidad se acrecienta con el conocimiento pero el resultado
nunca está garantizado.
VOLVERSE BUENO. En la presentación de un libro sobre las secuelas de la Ley de Caducidad[4],
el profesor Álvaro Rico advirtió que los efectos de la ley en cuestión
son estructurantes del presente ("es una ley fundante del Uruguay
posdictadura") porque instaló una cultura de impunidad que está presente
en todos los aspectos de la cotidianeidad y genera una "pérdida del
sentido de responsabilidad" que se percibe en las relaciones laborales,
vecinales, de pareja, "cuando las personas no asumen las consecuencias"
de sus acciones.
La
impunidad ‑señaló Rico‑ se ha transformado en un elemento cultural y
cohesionador en un sentido destructivo, de modo que si bien se registran
avances en materia legislativa, se dan en un contexto cultural y social
cada vez más conservador y dentro de un sistema legal y penal cada vez
más punitivo[5].
La banalización del mal es un proceso que tiende a asegurar la impunidad mediante el ocultamiento de la responsabilidad. Para
efectuar ese ocultamiento se necesitan diversas dosis de negación, de
alteración de los hechos acaecidos, de invención de otros que no
sucedieron y el desarrollo de una o varias ideas justificatorias,
desplazamientos (por ejemplo, la ubicación de personajes en
circunstancias distintas que las que realmente tuvieron lugar), entre
otros mecanismos que generalmente son catalogados y estudiados como
falacias, es decir, engaños, fraudes o mentiras con las que se procura
dañar a las personas. La famosa "teoría de los dos demonios" y aun la
más reciente del "único demonio" forman parte de esta parafernalia de la
banalización.
Entre
los casos extremos en que los participantes en crímenes de lesa
humanidad han conseguido "volverse buenos" debe considerarse, por
ejemplo, el del arquitecto Berthold Konrad Hermann Albert Speer
(1905-1981), conocido como Albert Speer, que fue el arquitecto de
cabecera de Adolf Hitler, integrante del círculo más íntimo del Führer y
Ministro de Armamento y Guerra desde febrero de 1942 hasta el derrumbe
final el 23 de mayo de 1945. Este personaje era hijo y nieto de
arquitectos (y a su vez padre de Albert Speer [hijo], nacido en 1934,
uno de los más encumbrados arquitectos de la actualidad en Alemania, que
no tuvo relaciones con su padre desde 1966).
Speer
se afilió al nazismo en marzo de 1931 (carnet Nº 474.481), según su
propia confesión subyugado por la personalidad de Hitler y con la
ambiciosa pretensión de concretar los grandiosos proyectos monumentales
del Tercer Reich. De hecho fue el escenógrafo y constructor del Campo
Zeppelin en Nüremberg, donde se llevaron a cabo los grandes fastos del
nazismo, y de la Cancillería del Reich y algunas otras obras de las que
hoy queda poco o nada.
Cuando
los nazis se hicieron con el gobierno de Alemania, en 1933, Speer
empezó un ascenso meteórico y se insertó entre los colaboradores más
directos de Hitler y alcanzó los más altos cargos del régimen
("Pertenecí a un círculo compuesto por otros artistas y su equipo
personal ‑declaró al ser juzgado en 1945‑ y si Hitler hubiera tenido
amigos, yo hubiera sido sin duda uno de los más cercanos").
En
febrero de 1942, el Ministro de Armamento, Fritz Todt, murió en un
accidente y de inmediato Hitler designó a Speer en su reemplazo, con
todos sus poderes sobre una cuestión vital para el desarrollo de la
guerra: la producción de armas, equipos y municiones y, en general, la
supervisión de toda la organización industrial y productiva de Alemania.
Según él era uno de los pocos ministros, si no el único, en el que el
Führer confiaba plenamente. En ese cargo cosechó éxitos sobre todo
porque consiguió mantener un nivel considerable de producción
armamentística a pesar que, desde 1943, el dominio del aire había pasado
a manos de los aliados y las fábricas, vías de comunicación y edificios
importantes fueron sistemáticamente machacados por bombardeos aéreos de
una intensidad hasta entonces desconocida.
Durante la agonía del régimen, el 19 de marzo de 1945, Hitler emitió la "Orden Nerón".
Consistía en aplicar la política sistemática de tierra arrasada
(quemarlo todo, volarlo todo). Speer sostuvo que pretendía evitar la
destrucción total de la infraestructura del país, y según él se enfrentó
a Hitler pero terminó en un intercambio: le confirmó su apoyo
incondicional pero consiguió del Führer poderes exclusivos para aplicar
la orden destructiva con los que intentó convencer a los generales y los
jefes del partido nazi para evitar que destruyeran lo que se
necesitaría al terminar la guerra.
En
los días previos a la derrota total se puso a salvo con su familia en
los alrededores de Hamburgo; pero el 22 de abril resolvió ir a visitar a
Hitler y mantuvieron una larga charla en que éste le anunció su
decisión de suicidarse y hacer quemar su cuerpo ("Sentí que era mi deber
no huir como un cobarde ‑dijo en sus memorias‑ sino presentarme ante él
de nuevo").[6]
Muerto
Hitler, ofreció sus servicios al efímero gobierno encabezado por el
almirante Dönitz. El 15 de mayo los estadounidenses llegaron a Flensburg
y consultaron a Speer acerca de su disposición para informarles sobre
los efectos de los bombardeos sobre la industria bélica alemana. El
23 de mayo, dos semanas después de la rendición incondicional de los
alemanes, los aliados arrestaron a los miembros de ese gobierno
fantasmal.
El
arquitecto y ministro se transformó en un informante fundamental para
los servicios de inteligencia estadounidenses. Durante meses declaró en
distintos centros de detención y en setiembre fue acusado en el primer
Juicio de Nüremberg, donde se juzgó a los principales jerarcas que
habían sido capturados.
La
defensa de Speer superó ampliamente a la de otros reconocidos genocidas
como Adolf Eichmann o Rudolf Höss y se encuentra, por su elaboración,
en una categoría distinta a la de Werner von Braun o Reinhard Gehlen.[7]
El caso merece ser estudiado con algún detenimiento porque la
des-banalización del mal lo requiere. Salvadas ciertas distancias, todos
los procesos similares, hasta los más recientes en nuestro continente y
en nuestro país, presentan rasgos comunes. Muchos perpetradores, a
sabiendas o no, han seguido los pasos de Speer. Muchos descendientes
directos que reivindican a padres criminales, sus epígonos neonazis y
algunos incautos ‑entre los que se cuentan quienes creen que la
banalización del mal es capaz de conjurarlo‑ pueden seguir esos ejemplos
y de hecho lo hacen y presumiblemente seguirán haciéndolo.
El
arquitecto trabajó duramente para "volverse bueno". Brindó cientos de
horas de declaraciones y luego produjo miles de páginas de memorias
dando su versión de la cúspide del régimen nazi. Su proceso de
banalización del mal le permitió eludir la horca y salir bien librado
con una condena a veinte años de prisión mientras que su colega y otrora
superior, Rudolf Hess, purgó una condena de por vida a pesar de haber
salido del escenario en 1941. Speer estuvo en la prisión de Spandau
(Berlín) hasta el 1º de octubre de 1966 y después vivió disfrutando de
un buen pasar hasta su muerte por causas naturales (un derrame cerebral)
en 1981, durante un viaje a Londres.[8]
¿Cuál
fue la estrategia de banalización del mal que desarrolló Speer? La
respuesta es necesariamente compleja y ahora nos limitaremos a señalar
lo más notorio. En primer lugar elaboró y promovió una imagen de
honestidad: "el nazi bueno", "el arrepentido", "el nazi que pidió
perdón" (todos estos términos fueron utilizados por los medios de
comunicación con mucho mayor frecuencia que "el arquitecto del diablo" u
otros que también se le aplicaron). El antiguo Jefe de las Juventudes
Hitlerianas y máximo jerarca en Viena, Baldur von Schirach, siguió por
ese camino y tuvo un resultado similar (veinte años de prisión); pero en
otro artículo disecaremos el método de Speer y veremos las diferencias.
[1] Hannah Arendt acuñó la “banalidad del mal” al publicar en forma de libro las notas que produjo para The New Yorker con motivo del juicio, en 1961, de Adolf Eichmann (Arendt, H. [1963], Eichmann in Jersualem. A Report on the Banality of Evil. The Viking Press, Nueva York). Esto desató polémicas filosóficas y encendió a los historiadores, pero a veces se confunde con otro término con el que, en ética y psicopatología del trabajo, aludimos al proceso de trivialización o banalización del mal y la injusticia que no es una categoría en el sentido heideggeriano o kantiano del término. La “banalidad del mal” que Arendt consideró rasgo esencial en la personalidad de Eichmann tiene que ver con su peculiar concepción acerca de la culpa y la responsabilidad y ya tendremos oportunidad de volver específicamente sobre eso en otro artículo. En tanto la banalización del mal no es un estado, una norma, sino un proceso, uno de los mecanismos para disolver, encubrir o desplazar la responsabilidad y la culpa, no solamente individual sino colectiva, en la ocurrencia de ciertos fenómenos tan impactantes como los genocidios y el terrorismo de Estado o mucho más cotidianos y próximos que lo que desearíamos.
[2] Dejours, Christophe, La banalización de la injusticia social (2ª edición). Buenos Aires, Ed. Topía, 2013; pero es traducción del original en francés que data de 1998.
[3] Breaking Bad es una serie de televisión dramática estadounidense creada y producida por Vince Gilligan. Ambientada y producida en Albuquerque, Nuevo México, narra la historia de un profesor de química con problemas económicos (Bryan Cranston) a quien le diagnostican un cáncer de pulmón inoperable al principio de la serie. Para pagar su tratamiento y asegurar el futuro económico de su familia, comienza a fabricar drogas junto con un antiguo estudiante suyo (Aaron Paul). La serie se estrenó el 20 de enero de 2008 y acaba de concluir en su quinta y última temporada.
[4] Marchesi, Aldo (coord.) y otros, Ley de Caducidad, un tema inconcluso. Momentos, actores y argumentos (1986-2013).. Ed. Trilce, Montevideo, 2013.
[5] El profesor Dr. Álvaro Rico, Decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, con importante obra publicada, ha dedicado dos textos a estos aspectos específicos: un artículo breve que apareció en el Nº 7, de junio de 2011, de la Revista No te Olvides (del Museo de la Memoria), “Los alcances de la impunidad. Nuevas miradas”, y algunos fragmentos del libro "Cómo nos domina la clase gobernante: orden político y obediencia social en la democracia posdictadura Uruguay (1985-2005)" (Ediciones Trilce, Montevideo).
[6] Sobre el hundimiento final del nazismo, siempre se puede apelar a Der Untergang (2004), titulada aquí "La caída", basada en la obra "El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich", del historiador Joachim Fest y en "Hasta el último momento: la secretaria de Hitler cuenta su vida, memorias de Traudl Junge" . La película fue dirigida por Oliver Hirschbiegel. Se desarrolla casi en su totalidad entre el 20 y el 30 de abril de 1945, en el bunker subterráneo donde se refugiaron Adolf Hitler y sus allegados. El actor suizo Bruno Ganz compuso magistralmente a Hitler y Heino Ferch representó a Speer, cuya última visita es presentada en el filme.
[7] Eichmann fue uno de los principales responsables del funcionamiento de los campos de exterminio; Höss fue subordinado suyo y comandante de las SS, jefe de Auschwitz, el mayor de todos los campos; ambos fueron ahorcados. Werner von Braun (1912‑1977) fue ingeniero de las SS, diseñador de los misiles V-2 lanzados por los nazis contra Londres y “se volvió bueno” para concebir el cohete Saturno V que llevó a los estadounidenses a la luna. Reinhard Gehlen (1902-1979), general de la Wehrmacht encargado del espionaje y sabotaje en el frente germano soviético, “se volvió bueno” para la Guerra Fría, preservó agentes y archivos para entregarlos a los Estados Unidos, fue uno de los “maestros” de la CIA y creador del Servicio de Inteligencia de la República Federal Alemana.
[8] De los ocho jueces del Tribunal de Nüremberg, tres pidieron la pena de muerte (dos soviéticos y un estadounidense) pero los otros cinco se opusieron y después de dos días de debate sentenciaron que “en las etapas finales de la guerra fue uno de los pocos hombres que tuvo el coraje de decirle a Hitler que la guerra estaba perdida y que tomara medidas para evitar la destrucción sin sentido de las instalaciones productivas, tanto en los territorios ocupados como en Alemania. Se opuso al programa de tierra quemada de Hitler… tomando un considerable riesgo personal”. La tesis del “nazi bueno” había hecho camino.
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