Crímenes y violencia vistos por la psicología social
anglosajona
CULPA, RESPONSABILIDAD Y BANALIDAD DEL MAL
Lic. Fernando Britos V.
Lo
que vio la Arendt
- Culpa y responsabilidad son cuestiones que en forma recurrente e insoslayable
nos salen al encuentro, en todas las épocas y en todas las culturas. Crímenes
atroces cometidos por niños y adolescentes (¿hasta dónde querrán bajar la edad
de imputabilidad los Bordaberry y los Lacalle?). Cadáveres de asesinos que
nadie quiere sepultar. Desaparecidos cuyos restos perseguirán inevitablemente a
sus asesinos (aunque Lacalle Pou quiera enterrarlos para siempre en el olvido).
Estallidos de violencia doméstica en "parejas normales” con jóvenes
mujeres asesinadas y victimarios suicidas (“eran muy cariñosos, andaban todo el
día juntos”). Asaltos violentos, tiroteos, secuestros. Pequeños víctimas de
atropellamientos, atentados pedófilos, proxenetismo. Niños homicidas. Muerte en
las cárceles. Policías homicidas ¿Está la violencia en nosotros? ¿Cualquiera
puede ser un monstruo en determinadas circunstancias? ¿Estamos los humanos
condenados a ser el lobo de otros humanos?[1]
Este es un tema
de palpitante interés - no solamente para quienes redescubren, cuarenta años
después, “la banalidad del mal” que impresionó a Hannah Arendt[2]
durante el juicio al criminal nazi Adolf Eichmann, sino para todos - en todo el
mundo, independientemente de que se haya nacido en este siglo y no se conozca
ni de oídas la tragedia que marcó al “siglo corto”, la llamada Segunda Guerra
Mundial. Es uno de los clásicos temas interdisciplinarios, que no dejarán de
ser abordados con las herramientas de las más diversas ciencias y disciplinas:
historia, filosofía, psicología, derecho, antropología, sociología, literatura,
artes plásticas y audiovisuales, entre otras. Como la injusticia social, este
asunto no admite mediatización o prescindencia so pena de que nuestra
responsabilidad se transforme en culpabilidad o que resultemos víctimas de lo
que se ha querido ignorar o ver exclusivamente en el ojo ajeno.
Cuando Hannah
Arendt optó por presenciar el juicio de Adolf Eichmann en Israel, en 1961, no
lo hacía como una periodista cualquiera o en todo caso, como periodista tenía
una formación y una reflexión previa enraizada en la filosofía alemana del
siglo XX[3]
. A los 55 años era lo que hoy denominaríamos una politóloga estadounidense de
origen judeoalemán que había publicado numerosos ensayos y trabajos de
filosofía política.
Su obra, su
trayectoria y su legado no pueden reducirse al concepto de “banalidad del mal” pero
es innegable que fue uno de los más influyentes y también manejado en forma
contradictoria tanto por quienes la admiran como por quienes la critican.
Arendt fue una autora compleja difícil de encasillar aunque hay que reconocer
sus variantes del existencialismo y su dedicación al tema de las libertades
individuales que, por una parte, darían cuenta
de su popularidad - especialmente en Alemania y en los últimos años - pero
también el uso que se ha hecho de su reformulación por contraposición al mal
radical kantiano para comprender los crímenes de lesa humanidad.
Entre abril y junio de 1961, Arendt siguió el
proceso contra el jerarca nazi Adolf
Eichmann como reportera de la revista The New Yorker. El nazi había sido secuestrado
por los israelíes en Buenos Aires donde se había ocultado. Los cinco artículos que produjo se
transformaron, en 1963, en su libro más conocido y discutido, titulado Eichmann en Jerusalén. Un
informe sobre la banalidad del mal.
Aparte del título y refiriéndose al final del proceso
Arendt sostuvo que fue como si en los últimos minutos Eichmann resumiera la
lección que su larga carrera de maldad había enseñado, la lección de la
terrible “banalidad del mal” (“Banalität des Bösen”) ante la que las palabras y el pensamiento se
sienten impotentes. En su introducción a la edición alemana de 1964, Arendt
explica la elección del término diciendo que lo suyo fue un informe de los
hechos acaecidos en el juicio y que la banalidad del mal solamente se discute
en ese terreno.
Para la autora, Eichmann no era un personaje demoníaco,
no era un monstruo (no era Macbeth sino más bien un actor de reparto); su
superficialidad de mero burócrata no se podía pasar por alto. No era tonto sino
“simplemente irreflexivo”. Muy eficiente para hacer todo lo que pudiera
ayudarle en su carrera (“con una diligencia poco común”) que le habría
predestinado para ser uno de los mayores criminales de su época aunque carecía
de motivos. Arendt había creído ver un Eichmann que ni siquiera era antisemita
y en el escenario del juicio donde ella lo contempló no fue capaz de ver a
través de la estólida defensa del acorralado su temple de nazi fanático y el
verdadero carácter de un perpetrador de primera magnitud, eficiente si pero
para nada carente de iniciativa en cuanto a los horrendos crímenes cometidos.
La periodista-politóloga despolitizó la figura de
Eichmann y contrapuso a “todos los impulsos malvados intrínsecos del ser humano
y en conjunto” el alejamiento de la realidad y la irreflexión. La falta de
profundidad del pensamiento - que ella presentó como raíz de los males - la
había heredado de su antiguo mentor Heidegger del que se había separado
precisamente por la identificación de este con el nazismo.
Para Arendt, el tipo de crimen cometido por el nazi no
era fácil de clasificar. Según ella, lo sucedido en el campo de exterminio de
Auschwitz no tenía antecedentes por lo que un término más apropiado para
calificarlo habría sido “asesinato masivo administrativo” en lugar de
“genocidio”. Esta idea condecía con su concepción sobre las tiranías, muy al
gusto de la Guerra Fría, que apuntaba al nazismo y al estalinismo,
equiparándolos como totalitarismos pero dejando expresamente fuera de esa
categoría maligna al fascismo italiano y al franquismo español. Estas ideas no
parecen fruto de la ignorancia sino de un sesgo deliberado en su análisis.
Independientemente de que Arendt considerase que su
expresión “banalidad del mal” era una lección que surgió del juicio de Eichmann
y no una explicación o una teoría acerca de los orígenes y profundidad del mal
que entrañan los crímenes de lesa humanidad, el término suscitó intensas
controversias y sirvió a fines muy diferentes. Entre sus críticos figuró el
filósofo alemán Hans Jonas (amigo de Arendt desde que ambos eran discípulos de
Heidegger, ex sionista como ella y finalmente radicado en los EUA) y el
historiador estadounidense Raul Hilberg.
Ahora, con la perspectiva del tiempo y sobre la base
de una documentación a la que Arendt no accedió, no porque las desconociese
sino en razón de las concepciones con las que llegó a ser testigo del juicio,
queda claro que vio un Eichmann que se presentó con casi la única defensa que
podía ejercer un criminal de su magnitud, la de “la obediencia debida”.
En 1946, cuando Karl Jaspers (maestro y amigo de
Arendt) que había resistido y sobrevivido al nazismo, retomó su cátedra en
Alemania, escribió un opúsculo titulado “La
cuestión de la culpabilidad alemana” donde se refirió a cuatro tipos de
culpa: la culpa criminal que es la violación de las leyes establecidas; la
culpa política que es la de quienes apoyaron a los nazis; la culpa moral que es
la que se produce cuando uno se equivoca y esto genera un daño a los demás y
finalmente la culpa metafísica que es aquella inherente a la condición humana
puesto que esta nos hace responsable de cualquier maldad que se cometa así sea
por permitir o tolerar lo intolerable.
Los elctrochoques de Milgram - En 1961, Stanley Milgram (1933 – 1984),
psicólogo de la Universidad de Yale, llevó a cabo un experimento que presentó
como un estudio sobre la obediencia a la autoridad. Milgram había quedado muy
impresionado por el juicio a Eichmann y buscó, a la manera conductista, una
respuesta experimental (de laboratorio) a ciertas cuestiones clave: ¿sería que
Eichmann y su millón de cómplices sólo seguían órdenes? ¿se podía considerar
que todos fueron cómplices? ¿o nos encontraríamos ante “los peligros de la
autoridad”?
Entre otras pruebas, montó una para
medir la disposición de una persona a infligir daño a otra siguiendo órdenes de
una autoridad aunque el sufrimiento ajeno entrara en conflicto con la
conciencia de los sujetos. Estudiantes universitarios y personas convocadas
para participar en un “experimento científico” debían aplicar descargas
eléctricas a sujetos sometidos a un cuestionario cada vez que daban una
respuesta errada, siguiendo las órdenes del instructor. Los sujetos sometidos a
esos electrochoques eran en realidad actores y la corriente eléctrica
sencillamente no existía pero los participantes no lo sabían.
Milgram y sus colaboradores esperaban
que la orden de aplicar voltajes crecientes hasta llegar y sobrepasar los que
resultarían mortales harían que la obediencia se redujera a cero excepto en el
caso de un puñado de sádicos. Sin embargo, el experimento demostró que las dos
terceras partes de quienes aplicaban las descargas siguieron las órdenes hasta
el final (450 voltios) aún después de sobrepasar los supuestos 300 voltios
cuando las “víctimas” ya no daban señales de vida.
En la mayoría de los casos, pero no en
todos, al terminar el experimento, los participantes recibían una devolución
donde se les explicaba que todo había sido una simulación y las descargas
eléctricas no se habían producido. El experimento de Milgram fue muy
cuestionado desde el punto de vista de la ética de la investigación científica
pero los servicios de inteligencia y los entrenadores de cuerpos de elite,
torturadores y espías, le prestaron mucha atención porque en realidad resultaba
exculpatorio de los participantes en crímenes atroces “porque obedecían órdenes”.
También recibió las críticas que es
posible hacerle al potencial erróneo del reduccionismo de los conductistas que
creen - muchas veces con cierta ingenuidad y en otras con deliberado
menosprecio por sus cobayos humanos - que pueden ignorar las complejidades de
las sociedades humanas y su impotencia para reducir los fenómenos sociales,
políticos y culturales al paradigma mensurable de las ciencias
físico-naturales.
Durante años Milgram siguió explorando
distintas variantes (de género, empleando mujeres y hombres alternativamente;
de lugar, en donde los experimentos se desarrollaban en distintos “ambientes”;
de proximidad, entre víctima y victimario. Además desarrolló dos “teorías” para
interpretar su experimento. Una de ellas es conocida como la teoría del
conformismo, que pone el énfasis en la relación entre el grupo y la persona
individual (el grupo regula el comportamiento de sus miembros) de modo que, en
situaciones difíciles, la jerarquía puede hacer que su miembros desarrollen
actividades criminales. Por otra parte la teoría de la cosificación, según
Milgram, establece que la esencia de la obediencia consiste en que un individuo
llegue a considerarse como instrumento de los deseos de otro y por lo tanto
eximido de responsabilidad personal por sus actos (como en el Führerprinzip). Desde que la
responsabilidad recae en el mando superior la comisión de acciones crueles no
se ve entorpecida por la conciencia, la sensibilidad o la empatía con otros
seres.
El experimento
de la cárcel de Stanford - Philip Zimbardo es, como lo era Milgram, hijo
de inmigrantes, neoyorquino, psicólogo y nacido en 1933. En 1971 llevó a cabo
un experimento en los sótanos del
Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford con el objeto de
estudiar las conductas de las personas en una situación más realista que la que
estableció Milgram. Para ello, montó una cárcel con todas sus instalaciones y
seleccionó a 24 estudiantes varones “normales” (sometidos previamente a una
batería de tests psicológicos) y los dividió al azar en dos grupos: doce
guardias y otros tantos presos. Todos fueron contratados con una remuneración
determinada (los guardias podían hacer horas extra).
El experimento fue encargado y
financiado por la Armada de los Estados Unidos que alegó buscar explicaciones
para los conflictos que se suscitaban con los arrestados y en el Cuerpo de
Marines. Zimbardo hipotetizó acerca de una presunta predisposición de los
guardias y de los presos para adoptar una u otra actitud, lo cual explicaría los
abusos que se producían en las prisiones militares.
Los guardias fueron provistos de
uniformes, cachiporras y lentes oscuros. Un ayudante actuaba como jefe de la
cárcel y Zimbardo como superintendente. Los guardias hacían turnos de ocho
horas y podían volver a sus casas; los presos permanecían encerrados las 24
horas. Los guardias fueron instruidos antes de empezar para manejar el
carcelaje con discrecionalidad. El superintendente les dijo que podían hacer
que los prisioneros sintieran aburrimiento, miedo y que podían crear una
sensación de arbitrariedad, en el sentido que los presos sintieran que su vida
estaba totalmente controlada por el sistema, sin privacidad alguna, y que se
les había despojado de su identidad, de forma que los guardias tendrían todo el
poder y los presos ninguno.
A los que habían sido seleccionados como
presos solamente se les dijo que esperaran en su casa que los irían a buscar
para el experimento. Para darle más “realismo” Zimbardo consiguió la
colaboración de la policía que hizo un operativo en cada domicilio, acusó a los
participantes de robo a mano armada, los llevó esposados a la comisaría, los
fichó y después los llevó a “la cárcel” encapuchados. Allí fueron recibidos por
los guardias que los hicieron desnudarse, los “despiojaron” y les dieron un
uniforme carcelario numerado que en realidad era una bata, calzado incómodo y
les hicieron colocar una media en la cabeza de modo de simular el rapado a cero
del cabello (que fue lo único que se les ahorró).
El experimento se le salió de las manos
a los pocos días y Zimbardo debió suspenderlo. El primer día los presos se
resignaron a un trato humillante y sádico pero el segundo día se desató un
motín. Los guardias reprimieron violentamente utilizando extintores. En los
días siguientes se produjo toda la batería de provocaciones, manipulaciones y
malos tratos comunes a los sistemas carcelarios. Se actuó para enfrentar a los
presos entre si, ofreciendo “libertad condicional” a cambio de delaciones,
confinamiento en solitario, prohibición o restricciones para acceder a los
baños, retaceo de la alimentación y deterioro de la higiene. Se obligó a los
presos a limpiar excrementos con la mano, a andar desnudos, a soportar
plantones e incluso a representar actos homosexuales ante los guardias.
El mismo Zimbardo se posesionó de tal
modo de su papel de carcelero mayor que, al cuarto día, ante el temor de que se
produjera un intento de fuga, trató de trasladar todo el experimento a una
cárcel real a lo que la policía local, que como vimos se había prestado para
hacer los “arrestos”, se negó. Entonces, una colaboradora de Zimbardo, que
además era su pareja en ese entonces, horrorizada por la brutalidad y las
terribles condiciones psicológicas que sufrían los presos, increpó al
“superintendente” y rompió relaciones con él. A resultas de esto Zimbardo
suspendió el experimento al sexto día pese a que la duración prevista era de
dos semanas.
Las conclusiones de “la cárcel de
Stanford” fueron típicamente conductistas y respaldaban las de Milgram de pocos
años antes: la conducta de los participantes fue determinada por la situación
carcelaria y no por su personalidad, su forma de pensar o sus convicciones.
Buenos muchachos podían cometer las peores atrocidades si se los ponía en un
marco determinado, se les sometía una jerarquía autoritaria y se les daba
cierta garantía de impunidad.
Zimbardo eludió como pudo las críticas
demoledoras que se le efectuaron tanto desde el punto de vista ético como del
de la metodología científica. Se trató de un experimento no solamente cruel y
traumático para los participantes sino cargado de subjetividad, rumores,
interpretaciones caprichosas que, por muchos años, lo hicieron irrepetible.
Cualquiera que haya estado preso sabe perfectamente que las condiciones tienen
una enorme gravitación pero las mismas no aniquilan inexorablemente la
disposición individual o la resistencia de los presos como grupo ni la
capacidad de rebelión. Zimbardo trató de disculparse señalando que la cárcel es
siempre una experiencia deshumanizante (“el estudio funcionó demasiado bien, me
corrompìó también a mi” explicó en el 2007) pero nunca fue capaz de explicar
aspectos que escaparon a las generalizaciones deterministas que hizo, por
ejemplo, las diferencias de actitudes entre los guardias (algunos más sádicos
otros menos aplicados o indiferentes).
Sobre este experimento siempre quedará
pendiente la sospecha acerca del uso malévolo que pueda haberse extraído de él.
Todo indica que los servicios de inteligencia, los cuerpos de elite y en
general los militares estadounidenses parecen haber leído el experimento al
revés, es decir utilizándolo como respaldo experimental para el
perfeccionamiento de las técnicas carcelarias de humillación, manipulación,
interrogatorio, aniquilamiento psicológico y físico y tortura de los
prisioneros. Esto se erige como acusación contra Zimbardo que, paradójicamente,
asesoró al Comité Judicial de los EUA cuando se produjeron los sangrientos
amotinamientos en San Quintín y en Attica (poco después de su experimento) y
fue convocado nuevamente cuando tomaron estado público las vejaciones y
atrocidades, cometidas por militares estadounidenses de ambos sexos, con los
presos de la cárcel iraquí en Abu Ghraib (“inexcusable pero previsible”
sintetizó el experto).
Un Zimbardo anciano ha intentado
redimirse mediante un libro titulado "El Efecto Lucifer"
donde
asegura que su investigación “reveló el Poder de las Situaciones Sociales (sic)
para llevar a mucha gente corriente, incluso buena, tanto niños como adultos,
por el camino del mal” pero también anuncia que ahora proporciona indicaciones
para resistir influencias externas, no deseadas ni deseables, en nuestro
comportamiento, y describe cómo esa resistencia al mal puede ser heroica. “Cada
uno de nosotros tiene la triple posibilidad de: ser pasivo y no hacer nada,
volverse malos, o llegar a ser héroes”. Ser un héroe requiere – según este
nuevo Zimbardo - sólo unos cuantos
elementos clave: actuar cuando otros son pasivos; ser menos egocéntrico y estar
más preocupado por el bienestar de los demás y estar dispuesto a hacer un
sacrificio personal para ayudar a otra persona, a una causa o a un principio
moral.
El estudio de la prisión de la BBC – En el año 2002, los psicólogos
británicos de la Universidad de Exeter, Steve Reicher y Alex Haslam, produjeron
“The Experiment” una serie televisiva de la BBC que exploró las consecuencias
sociales y psicológicas de colocar a las personas en grupos de con poderes
desiguales y examinó la aceptación de la desigualdad tanto como su desafío, es
decir la rebelión contra el mal. El experimento fue filmado, como una especie
de “reality show” y rodeado de una serie de garantías éticas y científicas para
evitar efectos perniciosos sobre los participantes y obtener evidencias
objetivas en condiciones que, en términos generales, se asemejaban a la cárcel
de Stanford.
Aunque el experimento terminó
también antes de tiempo porque las contradicciones tomaron un giro peligroso,
su conclusiones fueron muy diferentes que las del estudio de Zimbardo. En
efecto, en la prisión de la BBC no hubo guardias que se adaptaran
“naturalmente” a su papel y por otra parte, en respuesta a las manipulaciones
se produjo un aumento del sentimiento de identidad compartida entre los presos
que se manifestó como una creciente resistencia al régimen de los guardias.
En relación con la identidad
individual, el experimento demostró que los guardias no solamente actuaron como
tales sino que internalizaron esa denominación hasta volverla una parte de su
identidad. Sin embargo, quedó claro que tal identidad no se hubiera logrado si
los presos no hubieran asumido también su identidad social. Los dos grupos,
presos y guardianes, trataron de conseguir su propios objetivos a través de una
auto-realización colectiva que conlleva grandes beneficios para los miembros
del grupo. Por más que existió una contradicción importante entre ambos grupos
y sin perjuicio de lo destructivo que cada grupo fuese para el otro y la salud
mental del mismo, los cambios sociales que se produjeron fortalecieron a los
miembros y les ayudaron a enfrentar la tensión y la depresión para mantener su
salud mediante la lealtad y el consenso.
Zimbardo criticó a los británicos
aduciendo que su experiencia no necesitaba ser repetida pero estos le
replicaron advirtiendo que su intención era tanto exponer las limitaciones que
había mostrado “la cárcel de Stanford” como desarrollar sus propias
conclusiones y destacaron que habían puesto a prueba la hipótesis de que la
internalización de la pertenencia a un grupo no solamente podía derivar en el
apoyo o la complicidad con la tiranía sino que, por el contrario, podía ser la
base de la resistencia.
En el 2006, Zimbardo sostuvo que el
experimento de Reicher y Haslam carecía de validez externa, es decir que en
ningún lugar del mundo se registraba una dominio establecido de los presos
sobre los guardias. Los británicos replicaron que el propósito de su estudio
era demostrar la posibilidad teórica de la resistencia a la tiranía. También
apuntaron a Robben Island[4]
y The Maze[5]
como ejemplos de prisiones donde, en los últimos tiempos, son los presos y no
los guardias quienes administran la cárcel. También mostraron múltiples ejmplos
de los EUA y de Gran Bretaña, en el sentido que los guardias carcelarios son
especialmente propensos a la tensión y el agotamiento.
Después de esto Zimbardo, retirado
de la docencia, también se dedica a otra cosa. En sus propias palabras: “al
volver a pensar sobre el concepto de Hannah Arendt de la "banalidad del
mal" como un tipo de excursión temporal y localmente específica en el
terreno del mal para cualquier persona normal, me di cuenta de que faltaba su
contrapunto. La "banalidad del heroísmo" describe a personas normales
que se involucran en acciones extraordinarias de servicio a la humanidad”. Normalmente
es una situación que ocurre una sola vez en la vida. La misma situación que
puede detonar la "imaginación hostil" en aquellos que se convierten
en agentes del mal puede inspirar la "imaginación heroica" por
primera vez en cualquiera de nosotros.
Simpático pero subjetivo y liviano.
Como siempre. Mientras esperamos por los héroes normales, los malos escurren el
bulto.
[1] Esta expresión fue usada por un autor romano, Plauto,
hace poco más de 2.200 años y la versión completa de la frase es mucho más
clarividente que su divulgación quince siglos posterior por el filósofo egoísta
inglés Hobbes. En efecto Plauto escribió: “lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién
es el otro”.
[2] El estreno en Montevideo de
“Hannah Arendt”, la película que Magarethe von Trotta dirigió en el 2012, puso
sobre el tapete local el concepto de “banalidad del mal”. Aunque la tentación
de referirnos a la obra de la gran cineasta alemana sea intensa (baste recordar
, de muestra, “Las hermanas alemanas” , “Rosa Luxemburgo” y la fermental colaboración con su esposo
Völker Schlondorff [El noveno día], etc.) no recorreremos ahora ese camino
cinéfilo.
[3] H. Arendt se formó en el
triángulo de la elite filosófica germana de las universidades de Marburgo (con
M. Heidegger, el existencialista nazi), Friburgo (E. Husserl, el fenomenólogo
judío) y Heidelberg (donde se doctoró en 1928 bajo la dirección de K. Jaspers,
el influyente existencialista opositor al nazismo).
[4] Robben Island, situada cerca de
la costa frente a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica ,fue la sede de la cárcel para
presos políticos finalmente clausurada en 1996. Entre sus prisioneros más
célebres figuró Nelson Mandela.
[5] La Prisión de
Maze también conocida como The Maze, el Bloque-H o Long
Kesh, fue una cárcel cerca de Belfast en que se recluían los presos
políticos, sin juicio, durante el conflicto de Irlanda del Norte,
desde 1971 al 2000. La prisión y sus presos jugaron un papel destacado en las
últimas décadas del siglo XX en Irlanda, particularmente durante la huelga de hambre que, en 1981,
llevaron a cabo los de presos del IRA. La prisión fue cerrada en el 2000.
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