Un
ideólogo añejo y actual
LA
IMPORTANCIA DE CRITICAR A CARL SCHMITT
Lic. Fernando Britos V.
Por
su caracter proteico, su oportunismo, su sagacidad, su capacidad de
adaptación, su agudo conservadurismo, Carl Schmitt, el escurridizo
ideólogo de la contrarrevolución ha sido difícil de clasificar.
Con una vieja derecha que se promueve como novedosa y una
ultraderecha nazifascista rampante en todo el mundo – resulta
imprescindible para quienes aspiran a un mundo mejor, más justo y
pacífico, un abordaje serio de las ideas del jurista alemán, aunque
más no sea “para saber de donde vienen los tiros”, como suele
decirse.
Limitarse
a despacharlo como uno más de los juristas nazis o como un ejemplo
de la camaleónica capacidad de reciclarse de sus colegas - que se
volvieron instantáneamente demócratas en 1945, escalaron en el
mundo de la Guerra Fría y volvieron a ocupar un lugar destacado en
el foro, en la academia, en el panorama intelectual de la derecha -
no es suficiente para abarcar la calidad de sus críticas a la
democracia liberal y la gravitación de sus obras en la orientación
de la política derechista desde mediados del siglo XX hasta la
actualidad.
¿Cómo
ubicar a Schmitt? - Los años transcurridos entre el fin de
la Primera Guerra Mundial y el principio de la Segunda (1918 –
1939) fueron turbulentos en todo el mundo y especialmente en Europa.
El surgimiento del fascismo, el nazismo y sus metástasis conmovieron
los pilares de la política conservadora e hicieron entrar en crisis
la ideología liberal clásica, parlamentaria y elitista. En esos
años se dio a conocer Carl Schmitt y comenzó a desarrollar sus
teorías políticas.
Schmitt
afirmaba que la interpretación de los fundamentos de una
constitución incluyen supuestos acerca de la relación entre la
autoridad política y los derechos de las personas y, por lo tanto,
se trata de interpretaciones ineludiblemente políticas. Comenzó su
carrera como asesor jurídico de la camarilla de aristócratas en la
que se apoyaba el viejo mariscal prusiano Paul von Hindenburg,
Presidente de la República de Weimar. Fue el teórico de los rancios
conservadores alemanes que precedieron a Hitler y fueron desplazados
por este.
Era
el jurista de consulta de Franz von Papen (1879 – 1969), el militar
y político del Partido Centro Católico cuyas intrigas fueron la
clave para el ascenso de Hitler al poder. Otro personaje, amigo
personal de Schmitt era el general Kurt von Schleicher (1882 –
1934) consejero de von Hindenburg y compinche de von Papen.
Schleicher (cuyo apellido en alemán significa “furtivo” o
“merodeador”) era un veterano que después de la Primera Guerra
Mundial, reprimió en forma sangrienta a los marinos revolucionarios
en 1920 y desarrolló las bandas terroristas paramilitares conocidas
como Cuerpos Francos (Freikorps). En 1928, von Schleicher
controlaba los servicios de inteligencia del nuevo ejército alemán
(Reichswehr) y era el jefe del enlace entre el ejército, los
partidos políticos y el gobierno. En 1930 se le consideraba el
hombre más poderoso de Alemania.
Von
Schelicher había facilitado el ascenso de Hitler - intrigando con
von Papen para que Hindenburg nombrara como Canciller al jefe nazi -
con la intención de usarlo para aplastar a la izquierda y
desplazarlo después apelando a la derecha tradicional y a los
sindicatos católicos. La conjura falló y ya era tarde, la
aristocracia financiaba al Führer y el llamado Centro católico y la
Iglesia alemana habían sido coaccionadas para apoyar al nazismo.
Kurt
von Schleicher y su esposa fueron asesinados en su residencia de
Neubabelsberg por pistoleros de las SS y la Gestapo durante la Noche
de los Cuchillos Largos (los asesinatos políticos que se extendieron
entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934). Hitler tampoco le
había perdonado que hubiera sido jefe de la represión militar del
Putsch de la Cervecería (Munich, 1923) que impidió que el entonces
oscuro caudillo y el general Eric von Ludendorff, fanático
derechista y rival de von Schleicher, tuvieran éxito en su golpe de
Estado. Schmitt que se había afiliado, un año antes, al partido
nazi aprobó expresamente el asesinato de su antiguo correligionario
y amigo de la familia y manifestó que las ejecuciones extra
judiciales habían sido “un acto de justicia”.
Las
elucubraciones y críticas de Schmitt a la república liberal
trascendieron desde un principio más allá del ámbito académico
pero nunca intentó dar forma, como un sistema estructurado, a sus
intervenciones intelectuales de largo alcance. Esto junto con sus
mutaciones temáticas y virajes tácticos hizo de Schmitt uno de los
autores que más reescribió y recicló sus textos, en forma
permanente, durante toda su larga vida.
Aunque
públicamente se manifestaba opuesto al nazismo en sus artículos
periodísticos, publicados incluso hasta las elecciones de 1932, en
lo personal se compinchó tempranamente con Herman Goering y no
apreciaba a Hitler, un “oradorcillo insulso” como lo calificó en
su diario íntimo.
El
1º de mayo de 1933 se afilió al Partido Nacional Socialista junto
con su amigo el filósofo nazi Martin Heidegger y produjo la
fundamentación del principio de autoridad que respaldó a Hitler
como amo absoluto del Tercer Reich: el Führerprinzip. Actuó
por toda Europa, especialmente en Francia y España, como
propagandista del nazismo en los medios intelectuales. Fue miembro
del Consejo de Estado de Prusia, hasta el derrumbe en mayo de 1945, y
como protegido de Goering fue capaz de mantener su influencia y
privilegios durante el Tercer
Reich pese a la reticencia y
rechazo que suscitaba en Himmler y los juristas
de las SS.
El
análisis de su trayectoria
indica que no fue un simple y
transitorio compañero
de camino del nazismo o
alguien que flirteó con los hitlerianos para
acomodarse. Tampoco
fue un nazi integral y se las arregló para eludir sus
responsabilidades en los crímenes del régimen y para pasar a un
discreto pero
muy activo accionar como
ideólogo contrarrevolucionario, de
gran recibo entre los
promotores de la Guerra Fría, los popes del neoliberalismo y los
fanáticos ultrarreaccionarios
en todas las tiranías. También
ha tenido gran recepción entre los intelectuales posmodernos,
incluso algunos que se consideraban
de izquierda, posiblemente por sus lúcidas críticas al liberalismo
y
a la clásica
democracia liberal.
Su
habilidad como polemista, su
elasticidad teórica, su
estilo que alternaba agudeza y vaguedad
y sus continuos cambios de orientación dentro del conservadurismo
hacen
que su obra haya sido examinada a través de ópticas interpretativas
muy diversas. Quienes han calificado a Schmitt, como “modernista
reaccionario” o como
“conservador revolucionario”, lo ubican
junto con el
filósofo e historiador
Oswald Spengler (1880 –
1936), con
el escritor
y publicista Arthur Moeller
van den
Bruck (1876 - 1925)
y junto
con el militar y novelista
Ernst Jünger (1895
– 1998), en el panteón de
un “espíritu de los tiempos” (Zeitgeist)
ultranacionalista y
ultraconservador que algunos
consideran, con bastante
ligereza, como extinto.
Algunos
autores europeos y estadounidenses que se refieren a la obra de
Schmitt no suelen presentarlo como un pensador destacado. Quienes no
le tienen simpatía lo descartan
como fascista o como oportunista a
partir de sus andanzas muy concretas.
En cambio quienes simpatizan con él lo
presentan como un jurispublicista inocuo, un aventurero intelectual
como él mismo se definió ante los investigadores fiscales de los
juicios de Nuremberg, lo
ensalzan por su coherencia
entre su pensamiento y sus posturas políticas o
lo han levantado a un sitial destacado en la panoplia de
intelectuales derechistas de la llamada “revolución conservadora”.
Lo
cierto es que Carl Schmitt era un calculador inteligente,
orgullosamente comprometido con la causa de la contrarrevolución, y
aunque a veces se disfrazó de burócrata segundón nunca fue un
mercenario barato y
servil de sus poderosos patrones. En fin, para que se nos entienda,
nunca fue un lacayo
del tipo de un Luis Almagro sino una verdadera
“mente peligrosa”.
Los
nuevos schmittianos
- Hay
quien ha
presentado
a Schmitt como un clarividente que anticipó visiones oscuras sobre
la política internacional. Esta etiqueta de “genio oscuro” es la
que propusieron Paul Piccone y Gary L.
Ulmen,
en 1990 (Piccone y Ulmen, 1990, “Schmitt’s Testament and the
Future of Europe”; Telos Nº83). El
filósofo italo-estadounidense Paul Piccone (1940
– 1994) que empezó en
la Nueva
Izquierda
Estadounidense para terminar en la derecha
populista posmoderna con su revista Telos,
fue un farragoso propagandista de Schmitt. Gary
L.
Ulmen,
es
un politólogo
y sociólogo poco
conocido,
próximo
al Tea
Party, el
sector
más derechista del
partido republicano, que
se ha
autopromovido
como difusor y traductor de Schmitt en los Estados Unidos.
A
fines
del siglo XX, en Alemania, hubo quien comparó el
papel que jugó
Schmitt durante
el Tercer Reich
con el
que cumplió
Jean
Bodin (1529
- 1596)
durante
las guerras de religión, en la Francia del siglo XVI, entre
católicos y hugonotes.
Bodin
fue monje carmelita que
una vez
liberado de sus votos, se dedicó a la filosofía política, a
la economía
y a la historia. Hizo
importantes aportes a la teoría del Estado, especialmente
al concepto de soberanía.
Siendo
católico también se sintió atraído por los dogmas rabínicos y
por el calvinismo. Fue
polémico y quienes lo comparan con Schmitt aluden al lado más
oscuro de este intelectual francés: en
su libro Démonomanie
des sorciers,
propuso
innumerables métodos
para
torturar a posibles brujas y hechiceros. Bodin
creía
que
siguiendo
sus
métodos, la Inquisición no juzgaría injustamente a nadie.
El
filósofo alemán Heinrich
Meier (n.
Friburgo de Brisgovia en
1953), de
la Nueva Derecha (Neue
Recht),
promueve
visiones esotéricas y
reivindicativas de
Carl Schmitt como la
de los “diálogos ocultos”-
a los que nos hemos referido en artículos anteriores -
tales
como los que se habrían producido entre el jurista alemán y sus
epígonos
de la teoría de las relaciones internacionales (Hans
Morgenthau
y Leo
Strauss
entre otros) o de la teoría neoliberal (originalmente Friedrich
von Hayek).
Meier
es nada menos que el Director-Gerente de la Fundación
Carl Friedrich von Siemens,
uno de los principales think
tanks
de la llamada Nueva
Derecha Alemana,
financiada por los ultramillonarios industriales prusianos de
la familia Siemens (los mismos condenados por emplear como esclavos a
los prisioneros de los campos de concentración durante el nazismo).
Desde
su creación, en 1964, la Fundación se ha dedicado a promover el
revisionismo histórico y a la reivindicación del nazismo y del
nacionalismo.
Cuando
Meier era todavía estudiante, la Fundación
Siemens
era dirigida por Armin
Mohler (1920 – 2003) un nazi de origen suizo que después del
derrumbe del Tercer Reich se transformó en promotor de la Nueva
Derecha,
negacionista de los genocidios nazis y reivindicador del fascismo “al
estilo de José Antonio Primo de Rivera” el falangista español.
En
1978, Mohler que había sido secretario privado de Ernst Jünger, a
quien abandonó por considerarlo demasiado moderado, comenzó a
promover desde la Fundación
Siemens
a Carl Schmitt, su ídolo.
Meier
sucedió
a Mohler y ha seguido su linea apologética. Es
el autor de The
Lesson of Carl Schmitt; Four
Chapters on the Distinction between Political Theology and Political
Philosophy,
publicado
por la Universidad de Chicago, en 1998 (la
edición original alemana es de 1994)
y reeditado en el año 2011.
Este
filósofo pretendió
reorientar
el debate internacional sobre Schmitt y enaltecer
su
vigencia
para
el pensamiento político. La
obra consta
de
cuatro capítulos sobre moral, política, revelación de un Dios
misterioso y suprarracional
e historia. En la edición del 2011, rápidamente traducida al
inglés, Meier agregó
un par de ensayos sobre la correspondencia entre Carl Schmitt y el
oscuro filósofo kantiano
Hans Blumenberg
(1920
- 1996).
Otro
schmittiano prolífico
es el francés Alain de Benoist (n.
1943), académico y propagandista principal de la Nouvelle
Droite
(la Nueva Derecha) y editor de los periódicos Nouvelle
École
y Krisis.
De
Benoist rechaza la globalización, la inmigración y la promoción de
los derechos humanos. Como
su admirado Schmitt, de Benoist ha sido tildado como fascista pero en
los
últimos años
ha ido
acomodando el cuerpo y evolucionado
desde
una postura aristocratizante, como la de los viejos conservadores
prusianos, hacia posturas más afines a la democracia liberal aunque
vocalmente sigue
siendo
un detractor de esta última y del cristianismo primitivo.
En
Rethinking
the French New Right: Alternatives to Modernity,
el profesor
Tamir Bar-on, un
israelí que trabaja actualmente en México,
advierte
que los
revolucionarios no necesariamente provienen de la izquierda. En
Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, los extremistas de
derecha adoptaron
procedimientos parlamentarios, extra-parlamentarios y metapolíticos.
Este último es el caso de la Nouvelle
Droite.
Las
interpretaciones actuales -
entre
las que
las ideas de Schmitt calzan
perfectamente -
son cuatro: a)
la nueva
derecha
es fascista o casi fascista; b) la nueva derecha desafía a la
tradicional dicotomía derecha vs. izquierda;
c) la nueva derecha es un movimiento modernista alternativo que
rechaza el relato liberal y el socialista de la modernidad, acepta
los efectos técnicos pero no los políticos o culturales de la misma
y procura un marco político europeo capaz de eliminar el
multiculturalismo cultural, privilegiando
el dominio étnico de los “europeos originales” y d) la nueva
derecha es un movimiento político-religioso que implica un proceso
de conversión. En suma, los
ingredientes fundamentales para estudiar la relación entre la nueva
derecha y las ideas de Schmitt por una parte y el racismo, la
xenofobia y la ultra derecha que hoy
campean en Europa y
también pretenden asomar la cabeza por estas latitudes.
El
método para abordar la crítica a Schmitt
- Una
visión demasiado
lineal
podría
conducir a considerar
a Schmitt como poco
más que un polemista inescrupuloso y acomodaticio, un católico
tradicionalista (o anti modernista) o
un fascista común – porque en cierta medida todo eso fue – pero
esas etiquetas necesarias no son suficientes para comprender por
que
adversarios de izquierda
y de
gran calado intelectual, como Walter Benjamin, Georg Lukacs, Karl
Mannheim, Alexander Kojève, Norberto Bobbio y Jürgen Habermas, lo
tomaron en serio.
Uno
de los autores que ha estudiado a Schmitt con profundidad y
sistematismo es el hindú
Gopal
Balakrishnan -
un especialista en historia de las ideas, particularmente en la
Europa del siglo XX -
actualmente
en la Universidad del Sur de California, que
es discípulo de los marxistas británicos Perry Anderson y Michael
Mann y coeditor de la revista
New Left Review (se
edita en español por el Instituto 25M de España).
Balakrishnan (2000
- The Enemy: An
Intellectual Portrait of Carl Schmitt,
Verso, Londres), reclama
los aspectos metodológicos que considera imprescindibles para
desvelar la obra schmittiana y hacerle una crítica profunda. Esos
aspectos son, por un lado la reconstrucción
diacrónica y por otro el
abordaje multidisciplinario.
La
interpretación de los argumentos desarrollados en
los escritos de Schmitt, como respuesta a las crisis que tuvieron
lugar en el siglo XX, sólo
puede ser abordada cuando esos textos se organizan y
contextualizan en una
secuencia narrativa cronológica,
sostiene Balakrishnan.
Por otra parte, advierte que
es virtualmente
imposible analizar a Schmitt
a través de una sola disciplina: ya
sea el derecho, la teología
política, la filosofía, la crítica literaria, la teoría de las
relaciones internacionales, la sociología o la historia.
Schmitt
pensaba que la jurisprudencia era una disciplina moribunda que debía
ser renovada apelando a las tradiciones clásicas y a las teorías
sociales y políticas modernas. Dominaba
el griego y el latín; leía, hablaba y escribía fluidamente en
francés, español e italiano; leía corrientemente en inglés y
tenía una gran perspectiva histórica y literaria. Dicho
sea de paso - aunque no
se sabe a ciencia cierta –
es posible que en sus
encuentros romanos con Mussolini departieron en alemán, que el Duce
hablaba con fluidez y sin acento, o en la lengua del Dante que
Schmitt dominaba a fondo.
La
constante oscilación schmittiana
entre una estrategia de consolidación de los pilares tradicionales
del poder y una tendencia a abandonar o superar el statu
quo social y político, entre
el redicalismo derechista y la moderación, hace
obligatorio el
abordaje multidisciplinario. Esa dinámica, oscilante entre el poder
del tipo de una
monarquía absoluta (la unión del trono y el altar) y
la escatología
de un nuevo orden divino
(la
parusía transitoriamente
diferida
por el katechon) es
uno de los aspectos que tienen
que ser identificados
con precisión para poder establecer una relación entre sus textos y
los contextos en que vieron la luz.
El
primer Schmitt:
del romanticismo a la dictadura
– El hombrecito de Plettenberg no era un aristócrata prusiano y
protestante sino un pequeño burgués de Westfalia, provinciano y
católico. Por lo tanto, en sus años de formación - los que
precedieron a 1914 y a la Primera Guerra Mundial – no le resultó
difícil superar el encuadre
y los valores
del Segundo Reich, la Alemania que el Kaiser Guillermo había
heredado de Bismarck, y sus “buenos viejos tiempos”.
Siendo un
típico intelectual alemán, con fuertes influencias del anti
modernismo de los románticos, enemigos de la Ilustración y de la
Revolución Francesa, se consideraba más latino que sus colegas
germanos y no se identificaba con los valores de casta prusianos, aristocráticos,
militaristas y racistas.
Durante
sus años de formación política cayó en la cuenta de que la era de
la política tradicional liberal-conservadora se había agotado y de
que se necesitaba un enfoque renovado y audaz para legitimar un poder
capaz de enfrentar los reclamos de libertad y justicia, el
descontento popular, la fuerza creciente de los trabajadores
organizados y la política revolucionaria encabezada por el marxismo.
En
sus actuaciones públicas tempranas, Schmitt
se comprometió, desde un
discreto segundo plano, con
la camarilla conservadora que rodeaba al Presidente del Reich, el
mariscal Hindenburg, pero no
era un nostálgico monárquico
guillermino
sino que se proclamaba republicano. Sus
divergencias con la República de Weimar se centraban en la necesidad
de limitar el parlamentarismo y
las libertades públicas para establecer una dictadura preventiva.
En
sus años formativos se mantuvo alejado de las varias subculturas de
la derecha alemana pero diagnosticó
que la derecha europea de entreguerras se estaba volviendo incapaz de
confiar en “los pilares ruinosos de la autoridad conservadora” y
se deslizaba a velocidades
variables hacia el fascismo (primero en
Italia y
Hungría, después en Alemania).
Durante
ese deslizamiento - interrumpido por frecuentes intentos de aferrarse
a las posturas defensivas de la derecha tradicional - Schmitt que era
una especie de desarraigado de mente proteica, reflejaba en su
accionar de entonces y a una distancia variable, el dilema que
enfrentaba la derecha centroeuropea.
De
este modo, en 1919, ya en la treintena, se manifestó como un
intelectual comprometido. En Romanticismo Político (Politische
Romantik)
atacó en forma audaz y
decidida los principios del romanticismo propio
del siglo XIX, a través de un análisis de la obra del
economista y político Adam
Mueller (1779 - 1829)
en el que planteaba que el conservadurismo amorfo y apolítico del
romanticismo alemán anticipaba el letargo intelectual de la
burguesía. El romanticismo político se identificaba con la Edad
Media católica, la defensa de un orden social semi feudal (el de los
terratenientes prusianos) y una concepción del Estado como obra de
arte. Para rebatirlo, Schmitt tomó argumentos de la izquierda
hegeliana.
Precisamente
por eso muchos analistas
estiman
que, en los primeros años
de Weimar, Schmitt era un católico nacionalista cuyas ideas
correspondían al pensamiento tradicional anti liberal. Sin embargo,
Balakrishnan considera que, en esa primera obra polémica no era
todavía posible
distinguir un Schmitt claramente alineado
con la derecha o con
la izquierda, porque se
ubicaba, al mismo tiempo, en dos campos divergentes
del nacionalismo:
el del romanticismo alemán, que se identificaba con la Restauración
absolutista posnapoleónica, y el del romanticismo francés que lo
hacía con Rousseau y la Revolución Francesa.
Para
el primer Schmitt, la herencia conservadora alemana era el sedimento
de las semi-revoluciones fallidas que acompañaron
la tardía
unificación bismarckiana
de los múltiples estados germanos.
Consideraba
que ese
bagaje intelectual era
incapaz de enfrentar una crisis profunda de autoridad política, una revolución como
la que se registró tras la derrota del Segundo Reich en
1918.
Aunque
su
visión no aparecía
claramente definida y
era cambiante,
su
conservadurismo basal ya surgía
esbozado
en la
idea que para enfrentar el riesgo revolucionario había que recurrir
al pensamiento político anterior al siglo XIX. Por otra parte, el
romanticismo
político,
es un llamado al rearme intelectual pero como el momento en que la
obra fue escrita era de indefiniciones e incertidumbres el autor no
muestra claramente quien debía rearmarse y contra quien debía
hacerlo.
Dos
años después, en
1921, Schmitt produjo
La
Dictadura
(Die Diktatur)
que
lo ubica nítidamente en la derecha política: el enemigo es el
proletariado. Sin embargo, todavía no era anti republicano y
sostenía que la función del dictador era mantener las instituciones
republicanas. Se
trataba de oponerse a la revolución como
el precedente romano
en
el que Schmitt se inspiraba
directamente: el
dictador como
personificación
de un
poder de emergencia.
Para
él, la derecha estaba obligada a operar en un terreno históricamente
ocupado por la izquierda y por eso debía reinterpretar a su favor
las doctrinas que originalmente fueron
revolucionarias. La dictadura del proletariado que los bolcheviques
habían establecido en Rusia, en 1917, era para Schmitt el más
peligroso ejemplo de soberanía popular pero, al mismo tiempo,
contenía un ejemplo implícito que le derecha debía imitar.
La
teología política y
el
fascismo temprano
– 1922 es el año
en que apareció Teología Política
(Politische
Theologie) donde manifestaba que la idea primigenia
de soberanía se desarrolló a partir de analogías anteriores que se
encontraban en la concepción teológica de la relación entre un
Dios omnipotente y los reyes. El problema que
allí se plantea es
el del “legislador supremo” y la
posibilidad
que éste pueda violar su propias leyes durante
un “estado de emergencia”.
En tal esquema, Schmitt, que ya se venía
refiriendo
al estado de emergencia en su obra del año
anterior, lo
presentó
como una secularización de la concepción teológica del milagro, el
momento en
que se
produce
una suspensión temporal del orden natural de la creación divina. El
estado de emergencia, como milagro, era
lo que se requería
para contener a las masas revolucionarias.
La
crítica schmittiana advertía
que
el
proyecto político liberal y
positivista intentaba
neutralizar los conflictos sociales por medio de leyes y de este modo
eliminaba
de la idea de soberanía el momento teológico de arbitrariedad, la
situación de emergencia, el
milagro, que se necesita para frenar a las masas.
En
la Teología Política, Schmitt exploró la posibilidad de una
política de oposición total al ascenso de las masas mediante la
tradición católica contrarrevolucionaria de Donoso Cortés, la
negación total de la soberanía popular que se remontaba, por lo
menos, al Papa Sixto V, el pontífice emblemático de la
Contrarreforma (1585-1589). En
esta obra sentó las bases de su característico “decisionismo”.
Es
con Juan
Donoso
Cortés (1809
- 1853)
que el asunto de la llamada “dictadura soberana” adquirió
significación escatológica (el katechon)
cuando la monarquía legítima se vuelve
impotente.
Es como si una dictadura comisarial ya no fuera suficiente para
superar semejante emergencia histórica.
Donoso Cortés decía que la
crisis europea del siglo XIX se prolongaría
hasta que, en un futuro, se produjese la parusía, que
era concebida como la
batalla final en la que un proletariado ateo y revolucionario (el
Anticirsto) sería definitivamente aplastado. Para Schmitt, el
radicalismo revolucionario de la sociedad europea debía
ser exorcisado por medio de una dictadura contrarrevolucionaria y
a través de una guerra civil escatológicamente concebida.
En
1923, un prolífico Schmitt produjo Roemischer
Katholizismus und Politische Form
(“Catolicismo romano y formas
políticas”)
obra
en la que proponía a la iglesia católica como
estabilizadora en la Europa de la posguerra “por ser el símbolo
último de una civilización común occidental”.
Balakrishnan
sostiene que, después de escribir Teología Política, Schmitt
habría llegado a la conclusión de que su intento de oponerse a la
soberanía popular a través de una contra-definición teológica,
ingeniosamente concebida, sería un anacronismo en el mundo del siglo
XX.
En
cambio veía a la
Iglesia
Católica
como
el único mediador en los conflictos nacionales y de clase, un
bastión de las formas estatales europeas contra las consecuencias
políticas radicales de la modernidad cuyos orígenes se ubican en la
Ilustración. El
legado del catolicismo le parecía a Schmitt el fundamento para una
política moderada que evitara el maniqueísmo extremista del
decisionismo.
Se
había producido un nuevo viraje del autor: decisionista en 1922 se
presentaba como
moderado
en 1923. Esas rápidas transiciones entre la intransigencia y la
moderación caracterizaron toda la trayectoria intelectual y política
de Schmitt, es una de las razones que dificultan
el análisis y que le permitieron al autor escurrirse cuando las
circunstancias se lo requirieron. El pensamiento de Schmitt se movió
siempre entre la visión escatológica de catástrofe y renovación,
por un lado, y una visión más sobria de la civilización política
clásica, ubicada
en
las antípodas de
la primera.
En
“Catolicismo romano y formas
políticas” proclamaba que el centro espiritual de una gran institución
política es un mito legitimador. El mito de la Iglesia Católica
consiste
en que ella
representa a Cristo hasta tanto
se produzca
el retorno triunfal de este para el Juicio Final.
Por
el contrario – sostenía el hombrecito de Plettenberg – en el
centro del Estado moderno, burocrático, hay un vacío, una ausencia
de mitos, por lo que fuerzas políticas extrañas a las tradiciones
religiosas institucionales clásicas, generaban sus propios mitos muy
partidistas pero mucho menos capaces de establecer una civilización
política duradera.
El conflicto central en
política se daba entre dos de esos mitos: por la izquierda “el
mito bolchevique” de la revolución proletaria internacional y por
la derecha “el mito fascista” de la integración nacional. Aunque
tenía algunas reservas acerca de las consecuencias potencialmente
desestabilizadoras del fascismo, llegaba a la conclusión de que era
necesaria una reconciliación entre la Iglesia y los nacionalismos
modernos para oponerse de ese modo a la revolución. Más adelante
veremos quienes fueron los operadores políticos que llevaron a la
práctica la propuesta schmittiana en Alemania.
En
esa época nació
el
romance de
Schmitt con el fascismo italiano que él consideraba una síntesis
ejemplar de esa alianza entre
el trono y el altar
y
también una coincidencia de hecho con el poderoso cardenal Pacelli,
el futuro Pío XII, cuyas directivas incidieron notablemente en la
política de
su país.
Nuevamente
en 1923, Schmitt publicó “Die
geistesgeschichtlich Lage des heutigen Parlamentarismus”
(La
crisis de la democracia parlamentaria) en la que sugería que la
crisis de legitimación del Estado post liberal no se resolvería
tratando de contener el ascenso de las masas sino a través de la
integración de las masas en una “democracia nacional homogénea”
con lo que se colocaba más
cerca
de la pureza racial aria
y
la Volksgemeinschaft
(la “comunidad popular” que en su forma completamente racista
sería un concepto fundamental del nazismo).
Schmitt
creía que el espíritu de los tiempos (el
Zeitgeist)
del siglo XX se estaba volviendo cada vez más receptivo para
las concepciones de la historia que se apoyaban en fundamentos
irracionales y mitos. Pensaba
que esos mitos
proporcionaban una tentadora solución a los conflictos de raigambre
profunda que el parlamentarismo liberal y
racionalista no
había
sido
capaz de resolver.
Esta
es
la clave de la
temprana
fascinación de Schmitt con el fascismo mussoliniano que no solamente
había salvado a la burguesía sino que mediante
una
violenta contraofensiva había dado al Estado lo
que él creía una
configuración improvisada, audaz y alternativa. El fascismo, según
él,
había generado un poderoso mito legitimador que era el
“catalizador”
que le había faltado a la escatología contrarrevolucionaria de
Donoso Cortés.
Catolicismo,
Pacelli,
Schmitt
y el ascenso de Hitler
- Schmitt
no era un católico ortodoxo y
sobre todo no era afín a la participación política de los
católicos como tales.
Nunca
fue hombre del Partido del Centro Católico (abreviadamente conocido
como Zentrum).
El
concepto de autoridad política y
soberanía
que desarrolló en esos años lo enfrentó con las clásicas
concepciones que
el
Vaticano había
desarrollado en su confrontación con la República Francesa liberal,
posterior al Segundo Imperio,
acerca de la relación entre la Iglesia y el Estado.
Nunca
se manifestó como un crítico de las posturas que la Iglesia
Católica había desarrollado en su pretensión de independencia y
supremacía sobre los Estados pero
a Schmitt – que se consideraba un verdadero católico – le
parecía que se trataba de teorías pluralistas que eran el marco
para la acción de los sindicatos y los partidos políticos. El
se identificaba con el corporativismo. En
los años siguientes fue sintonizando
con
concepciones como
las que
promovía el
poderoso cardenal
Pacelli, pero mientras uno
fue
el que favoreció el ascenso de Hitler y
llegaría a ser el Papa Pío XII, el otro sería el legitimador
jurídico del Führer.
Precisamente,
para
contextualizar los escritos de Schmitt del periodo anterior a los
plenos poderes Hitler
hay
que
abrevar en John Cornwell (n.
1940), el investigador y académico católico
británico que en su obra de 1999, El
Papa de Hitler: la verdadera historia de Pío XII (Hitler’s
Pope. The secret history of Pius XII)
incluye una capítulo (“Hitler y el catolicismo alemán”) que sin
nombrar siquiera a Schmitt ubica perfectamente sus evoluciones
políticas (las de él y la
de la derecha aristocrática) en el marco de las
acciones del entonces Cardenal Pacelli.
Eugenio
Maria Giuseppe Giovanni Pacelli
(1876 -
1958), fue Sumo Pontífice, como
Pío
XII, desde marzo de 1939 hasta su muerte).
Pacelli
tuvo una carrera político-eclesiástica muy vinculada a Alemania
desde 1917 – como nuncio apostólico en Baviera y después en todo
el imperio alemán – hasta
1925, subsecretario de Estado del Vaticano y después Secretario de
Estado desde 1930 hasta su ascenso al papado periodo
en el cual su influencia y directivas políticas fueron decisivas
para desactivar la resistencia del catolicismo alemán al nazismo.
Adolf
Hitler había reconocido tempranamente la potencial resistencia que
el catolicismo podía representar para el nazismo y se había
preocupado por establecer una diferencia entre el “catolicismo
religioso” y el “catolicismo político”. Hitler
sostenía
que los partidos políticos no tenían nada que ver con los problemas
religiosos “en tanto que éstos no
enajenen a la nación, socavando la moral y le ética de la raza; del
mismo modo que la religión no podía confundirse con las intrigas de
los partidos políticos”. Con el tiempo quedaría claro que las
“intrigas” a las que se refería no eran solamente la del Partido
Socialdemócrata, el mayor de Alemania en la década de 1920, sino
también al Partido del Centro Católico, que era el segundo.
Durante
sus vagabundeos juveniles en Viena, Hitler había sido testigo del
fracaso de la Kulturkampf
(un enfrentamiento legislativo entre el poderoso canciller Otto von
Bismarck, la Iglesia Católica y el Partido del Centro Católico, que
se desarrolló entre 1871 y 1878) y
que tuvo
como efecto contraproducente para ambas partes
el
ascenso de la izquierda (el
Partido Socialdemócrata).
Las
acciones del gobierno alemán, apoyadas por los liberales y
anticlericales, tenían una base pangermanista y anticatólica que
produjeron una fuerte tensión entre el secularismo y la libertad
religiosa.
El
Partido del Centro se oponía a la
unificación alemana bajo la
hegemonía
y
el centralismo de Prusia.
Era
partidario del
federalismo,
del
imperio austro-húngaro - profundamente católico - y de los Estados gobernados por
católicos como Baviera y las minorías
nacionales, alsacianos y polacos, sobre las que el Vaticano mantenía gran influencia.
Para
Bismarck, prusiano y luterano,
el catolicismo
amenazaba la unidad del nuevo Imperio alemán y
la proclamación de la infalibilidad
papal (dogma
promulgado por el papa Pío IX el 18 de julio de 1870, tras su
elaboración y aprobación por el Concilio Ecuménico Vaticano I) le
molestó mucho porque
comprometía la obediencia al Estado de numerosos católicos
ultramontanos
e incluso provocó la escisión de algunos sectores.
Hitler
aprendió bien esa lección. Si quería alcanzar el dominio absoluto
debía manejar políticamente al catolicismo. En Mein
Kampf, la
obra que dictó mientras estuvo en prisión por el Putsch de la
Cervecería, se refirió al catolicismo con ambigüedad y cuidado
respeto. Poco después de quedar en libertad, el 26 de febrero de
1925, escribió en
el Völkischer
Beobachter que
el movimiento nacionalsocialista no debía inmiscuirse en “disputas
religiosas”.
Dos
años más tarde dispuso que las discusiones
sobre religión quedaban prohibidas a los nazis “por razones
tácticas”, prometió
que no habría una nueva Kulturkampf
y que combatiría al Partido de Centro Católico únicamente sobre la
base de conceptos políticos.
En
verdad Hitler tenía dos posiciones sobre la religión, una pública
y otra privada. Poco después de hacerse del poder, en febrero de
1933, declaró que las iglesias eran parte integral de la vida
nacional alemana pero, dos meses después y en privado, prometió
erradicar completamente el cristianismo de Alemania (“o eres
cristiano o eres alemán”). Durante
los años previos a la instauración de Tercer Reich se preocupó por
manipular cuidadosamente el poder de las iglesias en su beneficio.
Después
de la Primera Guerra Mundial se había producido un gran crecimiento
del catolicismo en Alemania a pesar de lo que pensaba Hitler, en el
sentido que la politización de la religión era perniciosa y “no
había ganado nuevos miembros para las iglesias pero les había hecho
perder millones”. Esta opinión mostraba una extraña coincidencia
con la que había sostenido Pío X respecto a Francia y Pío XI en
relación con Italia y el partido político católico, el Partido
Popular, que sería obligado a disolverse para favorecer las
negociaciones entre el fascismo y el Vaticano. La misma posición
adoptaría después Pacelli respecto al Partido del Centro Católico
en Alemania.
La
población católica de Alemania se cifraba, en 1930, en unos 23
millones de personas, más de un tercio del total. Aunque el
catolicismo era minoritario en comparación con los protestantes,
estaba mejor organizado. Los grupos juveniles protestantes sumaban
unos 700.000 adherentes pero la Juventud Católica superaba el millón
y medio. El aparato de prensa y comunicaciones de la iglesia era
enorme: a finales de los años 20 había cuatrocientos diarios
católicos y otras tantas revistas, de las cuales treinta tenían
tirajes superiores a los 100.000 ejemplares. Por toda Alemania eran
frecuentes las grandes concentraciones de masas de los sindicatos
católicos, de los boy scouts y las procesiones dado que bajo la
República de Weimar se había levantado la prohibición que pesaba
desde la Kulturkampf.
Cuando
los nazis consiguieron, a impulsos de una descomunal tasa de
desocupación, dar un salto espectacular en el número de sus
votantes (de 2,6% a 18,3%) durante las elecciones al Reichstag
(Parlamento) en setiembre de 1930 pasaron a ser el segundo partido de
Alemania, después de los Socialdemócratas pero la Iglesia Católica
seguía teniendo un poderío formidable y su Partido del Centro
mantuvo más del 14% de los votantes.
En
esos años, las críticas que los católicos dirigían contra el
nazismo eran fuertes, claras y permanentes, tanto en la prensa como
desde el púlpito. El periodista católico Walter Dirks – citado
por Cornwell – sostenía, en la revista Die Arbeit (agosto
de 1930), que la confrontación de católicos y nazis era
“una guerra abierta” y que la ideología nacionalsocialista
estaba en franca contradicción con la iglesia católica. Los obispos
alemanes habían dispuesto que ningún católico podía afiliarse al
nazismo, ningún nazi podía participar en reuniones parroquiales
(asi fueran funerales) ni recibir los sacramentos. En febrero de
1931, atenuaron en algo sus instrucciones, argumentando que los
sacerdotes debían juzgar cada situación según las condiciones
concretas.
En
los años previos a la llegada de Hitler al poder, Schmitt producía
artículos periodísticos coincidentes con la posición eclesial y
consideraba que votar a los nazis era una insensatez. Las iniciativas
episcopales apuntaban a dar respuesta unificada y contundente contra
el nazismo. En 1931, el diputado católico Karl Trossmann publicó un
libro que fue un éxito editorial y en él advertía que los
nacionalsocialistas eran un partido brutal que suprimiría los
derechos del pueblo y proféticamente anunció que estaba conduciendo
a Alemania a una nueva guerra “que sólo podía terminar con un
desastre mayor que la pasada”.
Hubo
pocas excepciones a la postura católica oficial. Entre estas no se
contó Schmitt. El abate benedictino Alban Schachleitner apoyaba a
los nazis por “razones tácticas contra los luteranos” y el cura
Wilhelm María Senn consideraba que Hitler era un enviado de la
Divina Providencia. Algún sacerdote se carteaba con Hitler y poco
más.
Sin
embargo, la tesitura de oposición al nazismo no era la que imperaba
en el Vaticano, donde regían cada vez más las posiciones del
cardenal Pacelli, que desde que alcanzó la Secretaría de Estado, en
febrero de 1930, se absorbió en la política alemana. Una de sus
preocupaciones era el ascenso del nazismo pero – según Cornwell -
“por mucho que le disgustara el explícito racismo de los
nacionalsocialistas, temía mucho más al comunismo y a lo que en el
Vaticano comenzó a denominarse el Triángulo Rojo (la Unión
Soviética, México y España)”.
Pío
XI y su Secretario de Estado Pacelli, estaban convencidos de que era
imposible llegar a cualquier acuerdo con los comunistas de cualquier
país del mundo. En cambio, pensaban que con los regímenes de
derecha eso era posible. De hecho, en febrero de 1929, el Vaticano
había firmado un tratado con Mussolini que prefiguraba el que
Pacelli suscribiría con Hitler en 1933. Se trataba del Tratado de
Letrán o Lateranense que zanjaba el conflicto entre el Estado
Italiano y la Santa Sede que se arrastraba desde 1870. Las
diferencias con la Iglesia Católica en Italia, como en Alemania, se
habían enconado a partir de los respectivos procesos de unificación
nacional.
Según
el Tratado de Letrán, la única religión reconocida en Italia era
la católica apostólica romana y ésta imponía en el país el
Código de Derecho Canónico en el que, lo más importante según Pío
XI, era que el Estado reconocía la validez de los matrimonios
celebrados por la iglesia. Al papado se le concedía plena soberanía
sobre las 44 hectáreas del Estado Vaticano y el palacio veraniego de
Castel Gandolfo. Además se otorgaba por el Estado italiano una
abultada compensación en dinero por la pérdida de los Estados
Pontificios. Por su parte, el poderoso Partido Popular – muy
similar al Partido del Centro Católico alemán – fue disuelto y su
principal dirigente, el sacerdote Luigi Sturzo se exilió en Londres
y después en Nueva York (en 1946 retornaría para fundar el Partido
Demócrata Cristiano).
El
Vaticano había aconsejado a sus fieles que se abstuvieran de
participar en política lo que permitió que el fascismo medrara. En
marzo de 1929, la Iglesia indicó a los párrocos que apoyaran al
fascismo y el propio Papa Pío XI dijo que Mussolini era “un hombre
enviado a nosotros por la Providencia”. En tanto, el rechazo que
generaba en el cardenal Pacelli el catolicismo político no se había
manifestado y en cambio cada vez era más claro que su interés por
el Partido del Centro o por cualquier católico que gobernara en
Alemania, tenía que ver con la forma en que podía manipularlos para
conseguir un concordato con el Reich favorable a la Santa Sede.
“Irónica
y ominosamente – dice Cornwell – una figura clave en la política
alemana que se había sentido igualmente cómoda y complacida con la
firma del Tratado Lateranense era Adolf Hitler”. El 22 de febrero
de 1929 escribió en el Völkischer Beobachter saludando
calurosamente el acuerdo. “El hecho de que la curia pueda firmar la
paz con el fascismo muestra que el Vaticano confía en las nuevas
realidades políticas mucho más que en la antigua democracia
liberal, con la que no pudo llegar a un acuerdo” y seguidamente le
reprochaba al Partido del Centro Católico su apego a la política
democrática porque al predicar que la democracia todavía convenía
a los alemanes, el Partido del Centro estaba contraviniendo en forma
flagrante el espíritu del tratado firmado con la Santa Sede.
Como
hemos visto, Schmitt - que se movía entonces en el círculo de los
aristócratas derechistas católicos - ya había manifestado su
fascinación por el fascismo italiano y seguramente coincidió con
Hitler - aunque este ni siquiera se haya enterado - en que el Tratado
de Letrán contribuía a legitimar y afianzar el régimen
mussoliniano.
Pío
XI y su Secretario de Estado, el cardenal Pacelli, juzgaban los
movimientos políticos europeos según sus credenciales
antiizquierdistas. En 1924, el Vaticano había prohibido al Partido
Popular aproximarse a los socialistas para frenar a Mussolini. En
1930, en Alemania, cuando el Partido del Centro necesitaba
estabilidad colaborando con los socialdemócratas, Pacelli presionó
a su dirigencia para que se alejara de los socialistas y cortejara a
los nazis.
Como
los nazis habían declarado la guerra abierta a la izquierda, Pío XI
y Pacelli consideraban conveniente una alianza táctica y transitoria
con Hitler. Después el Führer hizo lo que se le dio la gana con
ese acuerdo que culminó con la caída del gobierno del derechista
católico Heinrich Brüning y dejó el camino libre para que Hitler
se hiciera del poder absoluto en 1933. Brüning, como Sturzo en
Italia, volvería a Alemania dedsde el exilio, después de la caída
del Tercer Reich, para fundar el partido católico que ahora lidera
Angela Merkel.
La
última parte de la evolución del pensamiento de Schmitt, en
esta etapa, es decir el
momento histórico en que evaluó sus chances con von Schleicher y
von Papen, que aparecían como defensores de privilegios de casta
carentes de respaldo popular y desprovistos
del inmenso
poder que tuvieron hasta 1932, con un Presidente von Hindenburg cada
vez más aislado y gagá, le
llevaron a hacer una rápida conversión. Esa
especie de pacto diabólico, la
alianza entre catolicismo y nazismo, era lo suyo.
Después
reviviría el
grito
de guerra Viva
Cristo Rey,
que
había
sido proferido
por los realistas en Francia, durante las guerras de la Vendée (1793
- 1796),
en
la Guerra Cristera
mexicana
(1926 - 1929),
por el Rexismo en Bélgica (1930
- 1945)
y
por los carlistas antes y durante la Guerra Civil Española (1936
- 1939).
En
el Uruguay de hace medio siglo, las consignas carlistas y
ultrarreaccionarias fueron la marca de los schmittianos y aunque el
ultracatólico dictador Juan
María
Bordaberry (1928
- 2011)
posiblemente nunca haya
leído a Schmitt, su escudero, Álvaro Pacheco Seré (1935
- 2006),
lo calcó perfectamente en su propaganda del Estado corporativo,
fundamentalista,
represivo
y brutal de los años de plomo (1973 - 1985).
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