martes, 28 de mayo de 2013

Con motivo del Día del Libro 2013



UNO DE AQUELLOS MARAVILLOSOS LIBREROS DE VIEJO
Recuerdos de Ángel Salvador motivados por el Día del Libro 2013
Por Fernando Britos V.

No se como di en conocer la librería de viejo de Ángel Salvador. En la década de los sesenta como joven estudiante proveniente del interior era gran caminador y ávido buscador de libros. Estoy seguro de haber conocido cuantas librerías de este tipo existían en Montevideo y no creo haber llegado a ésta sino casualmente porque se encontraba apartada del circuito principal que se extendía en torno al viejo edificio central de la Universidad de la República, aunque con un sesgo mayor que ahora hacia la calle Guayabos.
Conviene dejar claro que era una pequeña librería escondida. No podía compararse con las grandes, como la de Lamas (“El librero de la Feria”) o la de Sureda (en aquel entonces una librería de usados podía mantenerse en 18 de Julio) o con las librerías anticuarias y paquetas como las de Linardi y Riso o la de Moses (en 25 de Mayo) o con emporios industrializados del canje como el que había conseguido montar Ruben en Tristán Narvaja (que habría sido seguro ganador del premio al librero más rapaz y antipático de Montevideo) o la de El Palacio del Libro (que opera en 18 y Yaguarón).
El circuito de las librerías ignotas, de barrio, tenía un encanto especial. De paso quiero recordar la librería de José, en el Barrio Reus, cuya prematura muerte, en un accidente automovilístico según tengo entendido, hizo desaparecer de aquella esquinita de Domingo Aramburú un increíble depósito de libros y publicaciones bien usadas, escritos en buena parte de los idiomas centroeuropeos: iddisch, desde luego, pero también polaco, rumano, ruso, alemán y húngaro. Allí encontré algunas de las pocas publicaciones en ladino que he podido conocer y leer sin diccionario.
Como en todas las librerías de este tipo lo fundamental era el librero. El local de Angel Salvador no tenía nombre ni cartel que advirtiese a los clientes. Era un pequeño recinto, originalmente concebido para comercio (sigue existiendo bajo otro rubro) en Yaro, a mitad de la cuadra corta entre Constituyente y Canelones. Una pequeña vitrina de dos por dos y una puerta con cortinas metálicas para una superficie de unos cuatro metros de ancho por unos 8 o 10 metros de profundidad. Al fondo una puertita que daba acceso a un bañito minúsculo. La vitrina no operaba como exhibidor sino como ventana, única fuente de luz natural y junto a ella había una mesita, un pequeño mostrador y una silla de totora.
El amoblamiento esencial eran unos estantes sencillos de piso al techo, no muy alto, de tal modo que, en total habría unos 120 o 140 metros de estanterías repletas de libros usados en tres de los lados del rectángulo. Al medio un par de mesas de caballetes estaban cargadas de libros. Digamos que podía haber allí unos cinco o seis mil volúmenes. Cerca del sitial del librero, junto a la vitrina y la puerta, se encontraban pilas de revistas y rimeros de novelitas de bolsillo (Corín Tellado, cowboys, policiales) que eran los rubros de más movimiento y que el librero canjeaba regularmente a la clientela del barrio.
El rasgo esencial era la total ausencia de organización o cualquier tipo de orden en la disposición de la mercadería. Cualquier aficionado serio tenía asi la posibilidad ideal para procurarse el placer de la búsqueda, empezando por el estante más alto y cercano a la entrada y siguiendo uno por uno y metro por metro hasta las oscuridades del fondo para volver al frente por el otro lado. Siempre se encontraba algo interesante y durante media hora o una hora se podía alternar el examen de lo que a uno le llamaba la atención con la conversación con el librero.
La oscuridad era un problema porque aunque colgaban del techo un par de bombitas de baja potencia, el librero no era afecto a prenderlas salvo en tardes encapotadas de invierno. Para revisar los estantes bajos del fondo había que andar a gatas o en cuclillas y acercarse los volúmenes a la nariz para leer portadas.
Nunca supe exactamente como se aprovisionaba Ángel Salvador pero colijo que compraba en algún remate de los que subastaban al principio cajas o valijas con libros al barrer y también comprando a vecinos del barrio que le ofrecían los suyos. Solía repetir esa especie de santo y seña de los libreros de viejo, “¡qué sería de nosotros sin las viudas!”.
A veces aparecía alguien a pedirle un título específico y en ese caso, lo mejor que podía obtener era la indicación de que “por allí podría tal vez encontrarse”. En realidad él no sabía dónde podía hallarse lo pedido pero no era un ignorante o un indiferente, todo lo contrario. Siempre fue un lector ávido, un librero bien informado y un hombre culto. Conocía perfectamente las obras y ediciones, las que tenía, las que tuvo y las que se habían producido. Tampoco especulaba con la ignorancia de sus clientes, él estimulaba la búsqueda de libros y por ende era un maestro discreto en el arte de promover la búsqueda del conocimiento.
El encanto de la búsqueda se complementaba con el de los precios razonables. Como los buenos libreros no remarcaba y muchos tomos de mi biblioteca lucen un par de garabatos con el precio en grueso y pastoso lápiz negro desde el ángulo superior de las guardas. Ángel Salvador vivía modestamente del producido de su librería. Como no era ignorante tampoco era ingenuo, sabía el valor real de lo que vendía, vendía lo que a él le gustaba o le parecía interesante pero había elegido un procedimiento comercial viejo como el mundo, vendía mucho ganando poco y no a la inversa. La librería permanecía abierta en la mañana, más o menos de 9 a 13. Después el librero se iba a almorzar a su casa que quedaba cerca y volvía a abrir a las 15 y hasta a las 19 hs., invierno o verano. Los sábados de mañana solía quedarse algo más allá de las 13 hs.
Sus clientes sabíamos que difícilmente encontraríamos en sus estantes libros valiosos pero podíamos hacer hallazgos de raros en cualquiera de los géneros literarios o las ciencias humanas, naturales y exactas, historia, filosofía o cualquier otro tipo de conocimiento que alguna vez fuera impreso. Esto definía lo que era su estilo, modesto, discreto, inteligente y por eso mismo siempre renovado. Era una librería donde no se encontraban los best sellers, las novedades, pero donde una visita quincenal daba la seguridad de nuevos hallazgos. Como Federico Engels, Ángel Salvador estaba convencido que lo que para algunos es desorden para otros suele ser una forma distinta de orden. Para alguien con mucha curiosidad y poca plata una librería de esas era un paraíso.
Ángel Salvador era un buen conversador aunque selectivo. Tenía tres grandes categorías de clientes: numerosos los del barrio, un público preponderantemente femenino que leía y canjeaba novelitas y revistas; escasos quienes iban a preguntar por títulos específicos y más escasos aún quienes íbamos a revolver sistemáticamente, para descubrir libros en aquel maravilloso desorden. A los primeros los atendía con amabilidad convencional de vecino; a los segundos los estudiaba con cierta distancia y su actitud dependía mucho de la literatura que buscaban. Con los habitués que raramente coincidíamos en el local se trababa en conversaciones siempre animadas y chispeantes sobre temas de actualidad y naturalmente sobre libros y sus contenidos. Sobre su vida hablaba poco o nada.
Su espíritu indómito podía desencadenarse bajo la forma de mordacidad o echando al preguntón de mala manera. Este era más o menos el espíritu de Lamas, que echaba a los clientes que no le caían bien, pero Ángel Salvador no solamente reaccionaba ante la pedantería y la ignorancia sino, especialmente, contra quienes buscaban libros de autores fascistas o clericales. Yo le vi correr con cajas destempladas a un par de fulanos que buscaban una malísima edición argentina, por entonces común, de Mi Lucha o burlarse cruelmente de buscadores de Biblias o de algunos Testigos de Jehová que no sabían lo que era un viejo anticlerical español.
No ocultaba su pasado ni sus ideas pero solamente con una relación de años era posible recomponer algunos retazos de su peripecia. Asturiano, minero, hijo y nieto de mineros. Estimo que era un hombre nacido tal vez al cabo de la primera década del siglo XX. En su juventud había intervenido en las épicas huelgas de los mineros asturianos, en 1934. En julio de 1936 había sido de los primeros en tomar las armas para defender a la República de “los perros fascistas” como les llamaba. Ideológicamente se consideraba anarquista pero era un libertario muy particular. No se había engañado en cuanto a la necesidad de derrotar al enemigo primero. Como casi todos los mineros fue antes que nada zapador o artificiero “para hacer volar a los requetés y a los moros a punta de dinamita” pero después se hizo tanquista y estuvo en las principales frentes de batalla: Madrid, Jarama, Guadalajara y el Ebro.
Derrotada la República cruzó los Pirineos, conoció los campos de concentración franceses y consiguió embarcarse para América. No se cuando llegó a Montevideo pero acá sentó sus reales, armó pareja y vivió hasta su muerte, probablemente a principios de la década de los 80. Como buen asturiano era aficionado al ajedrez y aunque era local de los escindidos “nacionales” se iba a la Casa de Asturias, en Mercedes casi Magallanes a jugar unas partidas.
En 1976, después de la muerte del “cabrón” (como denominaba invariablemente a Franco), el gobierno español resolvió – recién entonces – pensionar a los veteranos sobrevivientes del Ejército Popular de la República y Ángel dudó mucho en aceptar aquella ínfima pensión (que recién se equiparó con las de los “vencedores” en 1999) hasta que por fin me contó que había resuelto hacerlo aunque rechazaba de plano las invitaciones del gobierno que entonces empezaba a organizar viajes para visitar su tierra. Hasta donde yo se nunca retornó.
En sus últimos años desarrolló una afición por la pintura no figurativa y hacía unos cartones al óleo donde predominaban los tomos de azul y gris en curiosas volutas. Una vez, como pidiendo disculpas, me regaló dos de ellos que todavía conservo. Consideraba que el suyo era un arte íntimo y no tenía interés alguno por exhibirlo públicamente. Yo consideré el regalo como una prueba inolvidable de amistad.   

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