La des-banalización del mal
La
responsabilidad por sufrimientos que se infligen o se toleran es un proceso que
se desarrolla en circunstancias concretas. No resulta de fuerzas inexorables y
supone la participación de las personas. La des-banalización requiere
comprensión. En este caso consideramos uno de los procesos más acabados de
elusión de culpa y responsabilidad, el desarrollado por el criminal de guerra
nazi Albert Speer.
Por Fernando Britos V.
VOLVIÉNDOSE
BUENO. Al concluir el primer Juicio de Nüremberg doce de los
acusados fueron condenados a muerte (Bormann en ausencia porque nunca fue
capturado), tres fueron absueltos y siete condenados a penas de prisión. Los
demás capitostes nazis despreciaban a
Speer porque era el único que había pedido perdón (aunque no el único en
demostrar cierto arrepentimiento). Si bien es común que los condenados por
crímenes de lesa humanidad desarrollen profundos odios y rencores hacia sus
antiguos compinches e intercambien reproches y recriminaciones de todo tipo, la
estrategia que Speer desarrolló lo mantuvo al margen de esas rencillas. El
arquitecto optó por transformarse en un prolijo memorialista, capaz de pulir su
versión acrisoladamente. Considerando esa misma versión y las evidencias que
han ido surgiendo acerca de sus actos, especialmente en los últimos años, se
percibe que esa estrategia ha de haberse delineado desde el momento en que se
dio cuenta que la Alemania nazi perdería la guerra (tal vez durante el segundo
semestre de 1942).
En
1946, el arquitecto y ex ministro fue imputado de los cuatro cargos posibles:
participación en un plan o conspiración para perpetrar un crimen contra la paz;
planear, iniciar y librar guerras de agresión; crímenes de guerra y,
finalmente, crímenes contra la humanidad. Su abogado, Hans Flächsner, lo
presentó como un artista que había sido empujado a la política pero que había
permanecido siempre al margen de la ideología y desde luego de las actividades
criminales.
Speer,
que seguramente había negociado su destino antes del juicio merced a la enorme
cantidad de información que dio a sus captores, aceptó su responsabilidad por
las acciones del nazismo: “en la vida política cada persona es responsable de
su propio sector – declaró – y por eso es, por supuesto, totalmente
responsable. Pero más allá, hay una responsabilidad colectiva en la que él ha
sido uno de los líderes. ¿Quién más va a ser responsable del curso de los
hechos sino los más cercanos asociados al jefe del Estado?”.
Primer
factor: Speer se presentó como alguien que asumía la responsabilidad y no
escurría el bulto. Había sido un leal admirador, un amigo de Hitler, que había
tratado de evitar sus desbordes o dulcificar sus decisiones más brutales y
había sido capaz de discrepar y enfrentarse arriesgando su pellejo. Un artista,
un técnico, ambicioso, ejecutivo, buen organizador, pero desprovisto de los
rasgos carniceros, vulgares o serviles de un Himmler, un Höss, un Keitel. Nunca
apeló a la “obediencia debida”. El periodista William Shirer que siguió el
juicio señaló que, en comparación con los demás acusados, Speer fue el que dio
la mejor impresión, alto, delgado, impecablemente trajeado y desprovisto de
soberbia, durante todo el largo juicio hizo declaraciones sinceras, mesuradas y
no intentó eludir su culpa y responsabilidad.
Incluso
declaró que, a principios de 1945 - cuando Hitler ya estaba soterrado en el
bunker debajo de la Cancillería - en su desesperación por evitar que arrastrara
a toda Alemania en su caída, había planeado matarlo arrojando una granada de
gas tóxico por uno de los conductos de ventilación pero adujo que no había
podido hacerlo debido a los altos muros que rodeaban el ducto. Alguien observó,
con sorna, que el segundo hombre más poderoso de Alemania no había podido
conseguir una escalera. Sin embargo, lo que pasó desapercibido entonces fue que
el mismo Speer había diseñado esas instalaciones y no solamente sabía del muro
sino de las cámaras especiales que tenían para evitar esa posibilidad.
Robert
H. Jackson, el Fiscal General por los EUA en Nüremberg alegó que el arquitecto,
en tanto Ministro de Armamento, se había unido, planificado y ejecutado el
programa para emplear prisioneros de guerra y trabajadores extranjeros en la
industria de guerra alemana cuya producción aumentó mientras los trabajadores
se morían de hambre. De aquí se desprende un segundo factor fundamental: Speer
consiguió despegarse del más terrible y abominable de los crímenes de lesa
humanidad. En efecto, no se le vinculó con el trabajo esclavo de los recluidos
en los campos de concentración y con su exterminio.
NEGACION
Y AUSENCIA. Con el correr de los años (últimamente en el
2005) aparecieron documentos y testimonios que demuestran que no solamente
sabía de la existencia de los campos de exterminio sino que envió miles de
toneladas de acero para las “ampliaciones” de Auschwitz y que muy probablemente
haya estado de visita en ese campo y/o en alguno de sus numerosos satélites. Es
seguro que dos de sus colaboradores directos le informaron de las exigencias
que planteaban los jefes de las SS que manejaban los campos de concentración y
debido a las fechas de entregas de barras de acero, en 1944, es presumible que
fueron las que se emplearon para montar gigantescas parrillas donde se apilaban
los cadáveres de los prisioneros, desenterrados a toda prisa de fosas comunes,
para quemarlos y esparcir sus cenizas en un intento por borrar las huellas del
genocidio.
Otro
dato acerca del conocimiento y complicidad de Speer en la llamada Solución
Final consiste en determinar si estuvo o no en la conferencia en que Himmler
planteó a los jefes de las SS las acciones de exterminio masivo de los judíos
europeos[1].
Siempre negó terminantemente haber estado presente en esa conferencia pero
entre lo mucho que escribió estando en prisión narró que, después de una
conferencia con Himmler, ayudó a varios de los jefes de las SS, que estaban muy
borrachos, para subir a un tren que los llevaría a una reunión en el Cuartel
General de Hitler en Prusia Oriental (hoy Polonia). Cuando un investigador advirtió
que en sus memorias dejadó entrever su presencia en Posen, Speer alegó que se
trataba de otra reunión y lo atribuyó a un error en sus escritos, una falla en
su memoria.
Por
su ubicación en la jerarquía nazi, Speer no podía pasar como idiota o incauto
que ignoraba los horrendos crímenes que se cometieron especialmente en los
países ocupados y el exterminio masivo de judíos, gitanos y prisioneros. Eligió
un curso de defensa mucho más hábil que Juan María Bordaberry o Juan Carlos
Blanco y en lugar de alegar supina ignorancia apuntó hacia el horror ante la
sospecha y se autocriticó por ese camino. En sus memorias afirma que, a
mediados de 1944, un tal Hanke, por entonces Gauleiter de Baja Silesia
(Polonia), le había dicho que nunca debía aceptar una invitación para visitar
un campo de concentración en Alta Silesia porque él había visto algo que le
estaba prohibido describir pero que, además, era indescriptible.
A
partir de esa supuesta confesión, Speer concluyó (más de veinte años después)
que Hanke debía haberse referido a Auschwitz y se culpó por no haber investigado
más o por no haber interrogado a Hitler o a Himmler acerca de ese presunto
misterio. Desde el momento de esa ambigua revelación Speer se sintió “contaminado
moralmente” en forma irremediable. “Por temor a descubrir algo que me hiciera
cambiar de rumbo, cerré mis ojos… Debido a que fallé en ese momento me siento,
todavía hoy, responsable por Auschwitz en un sentido personal total”.
El
tercer factor tiene que ver con la forma en que presentó su actuación como el
Arquitecto en Jefe de Alemania, el favorito del Führer. En este sentido Speer
hizo especial hincapié en su actividad profesional y en el diseño de los
proyectos grandiosos de Hitler, como Germania que sería la futura capital del
Reich de los Mil Años, y que no pasó de una maqueta. Sin embargo, hay evidencia
de que dispuso de las casas expropiadas a los judíos perseguidos por el
régimen, por orden directa de Hermann Göring, para utilizarlas en sus proyectos
arquitectónicos. Además, desde 1939 en adelante fue responsable del
Departamento Central para el Reasentamiento que aplicaba las leyes racistas y
desalojaba a inquilinos judíos para reubicar a desplazados por sus obras de
reurbanización o por los efectos de los bombardeos. 75.000 judíos fueron
perjudicados por estas medidas.
Por
otra parte, había sido testigo directo de sangrientos episodios, entre ellos
“La noche de los cuchillos largos” (en 1934, cuando se produjo la purga de los
dirigentes de las SA) y la Noche de los Cristales Rotos (en 1938, cuando los
nazis desataron una asonada generalizada, asalto e incendios, contra los
comercios judíos y sinagogas). Speer fue remiso a dar cuenta de estos hechos
que en modo alguno pudo haber ignorado y apenas los menciona en la segunda
edición de sus memorias y aún así a instancias de sus editores.
El
cuarto factor que permitió a Speer erigir y mantener su imagen fue que, durante
el juicio de Nüremberg no llegó a saberse que había pertenecido a las SA y
luego a las SS[2]. Se dice
que en los libros y listas de estas organizaciones, que cayeron en manos de los
aliados, los registros correspondientes al arquitecto se “traspapelaron” y
solamente fueron ubicados por los historiadores hace pocos años. Si la
pertenencia a organizaciones criminales como las SS se hubiera esgrimido
durante el juicio tal vez Speer no hubiera escapado de la horca o de una
condena de por vida.
MILAGROS
Y ARREPENTIMIENTOS. El quinto factor que permitió “volverse
bueno” a este criminal de guerra fue la consecuencia con la que se aferró a la
imagen de honestidad, eficiencia y arrepentimiento que elaboró durante más de
cuarenta años. Esta imagen tenía varias facetas y suponía una contradicción
dinámica entre ciertos aspectos de su pasado, ocultados y tergiversados, con
otros presentados bajo una luz favorable y un distanciamiento que adoptó
respecto a su familia que permitió salvaguardar a su mujer y a sus cinco hijos
con quienes no mantuvo contacto directo desde su libertad en 1966 (aunque las cartas
que les escribió desde la prisión de Spandau le sirvieron para publicar otro
grueso volumen de memorias).
El
cargo principal contra Speer tenía que ver con su papel como Ministro de
Armamento y Guerra cuando, en tanto organizador de la producción bélica y de la
economía alemana en su conjunto para ese fin, empleó trabajo forzado y
trabajadores esclavos. De acuerdo con su táctica de no eludir los cargos que
inevitablemente se le formularían, el ministro admitió conocer las espantosas
condiciones de cientos de miles de hombres y mujeres que murieron produciendo
las armas empleadas por las fuerzas armadas alemanas.
El
10 de diciembre de 1943, el Ministro visitó la fábrica Mittelwerk, situada en
las galerías de una mina cerca de Nordhausen, en el centro de Alemania. Allí se
construían los misiles V1 y V2 y motores de avión, empleando mano de obra
esclava de los campos de concentración, primero de Buchenwald y después de un
campo especial, el Dora-Mittelbau. El Ministro de Armamento, confiscó esa mina,
la hizo ampliar para instalar la enorme fábrica subterránea y supervisó su
funcionamiento. Solamente entre agosto de 1944 y marzo de 1945 se construyeron
allí 4.575 cohetes V2 pero la mano de obra sufría bajas terribles producto del
hambre, del frío, de los castigos y de las condiciones de bestial esfuerzo a
que eran sometidos los presos-obreros.
Solamente
en diciembre de 1943 murió casi el 6% de los operarios y Speer “impactado” por
las condiciones inhumanas de los trabajadores – según él - ordenó mejoras en la
planta y en el campo Dora-Mittelbau aunque eso no impidió que la mitad de
quienes trabajaran allí perdiera la vida entre fines de 1943 y marzo de 1945.
Después y tardíamente, en sus memorias, comentó que las condiciones que sufrían
los prisioneros eran bárbaras y que siempre que pensaba en ellas se sentía
profundamente implicado y se apoderaba de él la culpa personal.
El
mérito de Speer como organizador capaz de mantener la producción armamentística
a pesar de los bombardeos aéreos es innegable. Eso fue lo que llamó la atención
de los estadounidenses y británicos y lo que valorizó al ex ministro como el
informante más calificado. A los expertos militares siempre les intriga lo
mismo: cuando se creen poseedores de medios de destrucción insuperables desean saber
porque su eficacia no ha sido total como creían.
Por
ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial, en la guerra de trincheras, las
concentraciones de fuego de artillería transformaron en un paisaje lunar
grandes zonas del noreste de Francia; millones de toneladas de acero,
explosivos y gases tóxicos removieron la tierra, centímetro a centímetro en
superficie y a varios metros de profundidad, algunas colinas desaparecieron y
otras se crearon, pero cuando cesaba el fuego los ataques y contra ataques de parte
y parte eran repelidos por seres que inexplicablemente habían sobrevivido. Esta
carnicería insensata siempre intrigó a los “expertos” de ambos bandos.
¿Cómo
había hecho Speer para mantener la producción de armas y municiones bajo los
bombardeos arrasadores? Es cierto que las fábricas subterráneas, como
Mittelwerk, se multiplicaron pero además hubo una sobre explotación bestial de
los recursos humanos entre los que la peor parte les tocó a los prisioneros de
guerra y los internados en los campos de concentración, mano de obra desechable
que debía “morir trabajando”. La principal clave de este “milagro” fue el
mortífero trabajo esclavo y la succión de trabajadores y trabajadoras que se
efectuó en los países ocupados para desempeñarse como asalariados en la
fábricas del Reich.
El
ex Ministro de Armamento se dedicó durante años a pulir su imagen de gran
organizador y acuñó la versión que, en 1944, la industria bélica bajo su
dirección producía equipamiento para 270 divisiones (casi 3 millones de
soldados) cuando la Wehrmacht ya no disponía más que de 150 divisiones en los
frentes de combate. Estas cifras nunca han sido seriamente cuestionadas pero es
muy probable que no sean otra cosa que una construcción destinada a abonar su
imagen de honestidad y eficiencia.
La
penuria de materiales estratégicos (nafta, caucho, metales especiales, etc.) así
como textiles, cuero y alimentos en general se resolvió mediante un flujo nunca
interrumpido que se canalizaba a través de la España franquista y el Portugal
fascista hacia Suiza. El país helvético se desempeñó como comisionista
comercial, proveedor, cajero secreto y financista de Alemania. Blanqueó
sistemáticamente el oro saqueado por los nazis en todos los países ocupados,
pagó con eso los suministros que Speer les encargaba y las líneas ferroviarias
de su territorio neutral condujeron los millones de toneladas de materiales que
mantenían el funcionamiento de su industria bélica.
Además,
de la banca - proverbial asociada de todos los latrocinios y chanchullos - la
industria suiza produjo y cobró a buen precio durante toda la guerra, el
suministro de aparatos ópticos y piezas de precisión imprescindibles para las
armas de alta tecnología. Speer se benefició de esa íntima asociación[3].
Su milagro productivo se apoyaba en el trabajo esclavo que arrojo cientos de
miles de muertos y lisiados y en el aprovisionamiento asegurado por Suiza y
pagado con oro robado.
DISEÑADOR
DE SU IMAGEN. El arrepentimiento o presunto
arrepentimiento de Speer fue un sexto factor que contribuyó a banalizar el mal
que había cometido y redondeó su proceso de “volverse bueno”. Dispuso del
tiempo, la inteligencia, la ayuda y los medios para hacerlo. En julio de 1947
fue trasladado de Nüremberg a Berlín para cumplir su pena en la cárcel de
Spandau.
Originalmente
las condiciones de reclusión eran de confinamiento solitario con media hora de
paseo por el patio, sin poder hablar con los otros presos o con los guardias.
Se había prohibido expresamente que los jefes nazis escribieran memorias y su
correspondencia con el exterior estaba muy limitada y sometida a censura pero
rápidamente estas condiciones se fueron atenuando durante los periodos en que
la vigilancia estaba a cargo de ingleses, franceses y estadounidenses que ya
estaban embarcados en la Guerra Fría. Las cuatro potencias se alternaban mes a
mes en la custodia y solamente los soviéticos mantuvieron las condiciones
originalmente establecidas.
Durante
tres meses de cada cuatro Speer podía escribir, leer, estudiar, pasear y
dedicarse a la jardinería. Desde un principio dispuso de libros y material de
escritura y desde 1952 tuvo acceso a la biblioteca central de Berlín. En 1954,
el arquitecto memorialista había escrito y conseguido hacer sacar de la prisión
veinte mil hojas manuscritas que se transformaron en 1.100 páginas
mecanografiadas. También consiguió a través de sus carceleros benévolos recibir
correspondencia del exterior sin control y enviar copiosas cartas e
instrucciones financieras para la administración de sus bienes. Las cartas que
envió secretamente a sus hijos se transformaron en otro voluminoso libro de
memorias titulado Diario de Spandau.
Sus libros fueron un éxito de librería. En este proceso contó con el apoyo de
su colega, amigo y subordinado, Rudolf Wolters[4]
que permaneció en libertad y activo en la República Federal Alemana.
Aparentemente
la cuidadosa operación de banalización del mal desarrollada por Speer fue un
éxito, le permitió salvar la vida, lo que no es poca cosa, y seguir activo por
quince años más después de cumplir su pena. Se convirtió en un ídolo para un
número muy grande de alemanes que vivieron bajo el Tercer Reich, algunos como
jerarcas y altos miembros del gobierno o de las fuerzas armadas, otros como
simples ciudadanos, cuyo lema fundamental fue y es que ignoraban los crímenes
del nazismo, ellos “no tuvieron conocimiento”, vivían en un limbo, engañados
por la propaganda de Goebbels o aterrorizados por la Gestapo de Himmler o en
último término engañados por el carisma de Hitler y envueltos por una
combinación de todos esos factores.
Como lo advirtió el cineasta y escritor alemán Heinrich
Breloer [5],
Speer fue funcional a una cantidad de alemanes que negaron haber tenido
responsabilidad en las acciones del nazismo porque les permitía decir “¿ven
como eran las cosas, si ni siquiera el amigo más cercano de Hitler sabía lo que
estaba sucediendo, cómo íbamos a saberlo nosotros?”, “lo sentimos mucho pero
nosotros no sabíamos nada, no hicimos nada malo, todos somos iguales”.
Cuando concibió sus memorias, Albert Speer sabía que se
apartaba de sus antiguos amigos, de los viejos nazis y de los neo nazis y que
se dirigía a un público distinto, no solamente alemán sino europeo e
internacional. Como los antiguos nazis sabía que encontraría apoyo en los
alineados en la Guerra Fría pero a diferencia de estos no estaba dispuesto a
seguir fungiendo en trabajos sucios (como mercenario, en espionaje y
entrenamiento militar, seguridad y vigilancia)
o de mera especialidad tecnológica (aunque llegó a hacer algún trabajo
como arquitecto en su vejez) sino que apuntó a una reivindicación más integral
que pudiera operar como detergente de las culpas de los violadores de los
derechos humanos. Speer superó ampliamente el negacionismo y la justificación
instrumental para establecer que es posible cometer o permitir que se cometan
los crímenes de lesa humanidad y redimirse mediante un “arrepentimiento” bien
trabajado.
Prueba de esto son los partidarios que tuvo y que desde
1947 se dedicaron a pedir su liberación por conmutación de la pena. La firme oposición
de los soviéticos evitó su libertad anticipada como estaban dispuestos a
concederla los demás países garantes de los resultados del juicio a los
criminales de guerra (Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia).
Entre
los peticionantes figuraron personajes como Charles De Gaulle, George Ball (un
diplomático estadounidense conocido por haberse opuesto a la escalada de su
país en la Guerra de Vietnam), John McCloy (abogado y banquero estadounidense, Sub secretario de Guerra durante la
Segunda Guerra Mundial, Presidente del Banco Mundial, Alto Comisionado para
Alemania, secretario del Chase Manhattan), Hartley Shawcross (Fiscal en el
Juicio de Nüremberg) y el Canciller alemán Willy Brandt (que le mandó flores a
su hija en el día de su liberación y, sobre todo, que cerró los procesos de
desnazificación contra Speer que hubieran conducido a la confiscación de sus
bienes y propiedades).
A
pesar de sus diferencias con los antiguos nazis y otros nostálgicos dignatarios
del Tercer Reich que abundaban en puestos de responsabilidad de la República
Federal de Alemania y le reprochaban haber “abandonado la causa”, Speer hizo
muchos nuevos amigos y se transformó en una estrella mediática, requerido por
periodistas, historiadores y por sus muchísimos lectores.
Consecuente
con la línea que se había trazado, “el nazi arrepentido” nunca reconoció haber
participado en los peores crímenes o haber sabido de los campos de exterminio
pero se fustigó autocríticamente en forma reiterada. Encaró tranquilamente a
los historiadores que lo investigaron, la mayoría confrontando agudamente sus
recuerdos, y fue el protagonista de documentales y libros. Nunca rehuyó las
entrevistas ni se hizo el bobo.
Típico
fue un extenso reportaje que concedió, en 1971, a la revista estadounidense Playboy
donde afirmó que si no había visto los crímenes del nazismo es porque no había
querido verlos. En esa línea viajó un par de veces a Londres para participar en
programas especiales de la BBC, uno en 1973, y el último – al que concurría con
su compañera, una inglesa de origen alemán – en 1981, cuando murió víctima de
un derrame cerebral.
A
pesar que su generación y la siguiente están saliendo del escenario y si bien
es cierto, como dijo su hija, Margret Nissen, que “se llevó sus secretos a la
tumba” dejó un legado: el más inteligente y tal vez el más trabajado de los
procesos de banalización del mal, en el sentido de eludir la culpa y la
responsabilidad[6]. Su
análisis seguirá siendo importante para estudiar estos fenómenos y para
desarrollar la consiguiente des-banalización del mal y de la injusticia social.
A pesar de las diferencias y distancias este legado es aprovechable. Tiene
vigencia en nuestro país, aquí y ahora.
[1] Se trata del
denominado Discurso de Posen,
que Himmler desarrolló ante una selecta audiencia
de sesenta dirigentes nazis, empresarios y altos oficiales civiles y militares
de las SS
en el Castillo de Posen (Polonia), el 6 de octubre
de 1943.
Su objetivo no sólo era informar del exterminio
judío
sino involucrarlos como cómplices con esta revelación al extenderles la responsabilidad
por la Solución Final que se estaba llevando a cabo.
[2] Las SS (Schutzstaffel) eran una organización militar,
policial,
política,
penitenciaria
y de seguridad
de la Alemania nazi
que su cedió a las disueltas SA y fue considerada como “organización
criminal” durante los Juicios de
Nüremberg contra los criminales de guerra nazis, de modo que la sola
pertenencia a la misma establecía firme presunción de culpabilidad.
[3] Es conocido el caso de los cañones
antiaéreos Oerlikon suizos, producidos en una planta en los suburbios de Zürich,
que siguieron llegando a Alemania, después de la rendición de la Wehrmacht en
mayo de 1945, en cumplimiento de los
contratos que se habían celebrado (y pagado) por Speer.
[4] Rudolf Wolters (1903 – 1983) fue un arquitecto
asociado con Speer durante toda su trayectoria. Luego del encarcelamiento de
Speer, Wolters recibió los papeles sacados clandestinamente de la prisión y los
guardó hasta 1966..
Además de organizar las notas clandestinas, Wolters recaudó dinero para
sostener a la familia de Speer y para otros propósitos, según las directivas
que recibía de su antiguo jefe. Tras la liberación su amistad se deterioró y
mantuvieron diferencias porque Wolters no quería que Hitler fuese calificado
como criminal. A raíz de sus disputas Wolters permitió, en 1980, la publicación de
notas omitidas en las memorias de Speer
que demostraban su conocimiento sobre la persecución de los judíos.
[5] Heinrich Breloer (nacido en 1942 en Gelsenkirchen)
es un escritor y director de cine que se ha especializado en documentales sobre
la historia reciente de Alemania y ha recibido numerosas distinciones por sus
obras.
[6]
Téngase en cuenta que “la
banalidad del mal” que Hannah Arendt acuñó, en 1963, al referirse al juicio de
Eichmann en Israel, no solamente alude al personaje que ella creyó ver, un
burócrata “normal”, común y corriente, vano, falto de sustancia o realidad,
hueco, vacío (en primera y segunda acepción). Arendt no fue capaz de captar la
verdadera naturaleza del criminal entonces juzgado porque además se apoyaba en
una concepción que pronto analizaremos con detenimiento porque, entre otras
cosas, ha sido la base del desarrollo de teorías y prácticas psicológicas
perversamente utilizadas. Esa concepción es la de la culpa y la responsabilidad
como fenómeno puramente individual o a lo sumo intersubjetivo: cualquier
persona, común y corriente, es capaz de cometer los mayores crímenes si es
puesta en determinadas condiciones. En cambio, lo que nosotros denominamos
banalización o des-banalización del mal y de la injusticia se refiere a
procesos de manipulación y esclarecimiento, distorsión o rectificación,
ocultamiento o desvelamiento, de la culpa y sobre todo de la responsabilidad.
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