REVELAN APTITUDES, ACTITUDES Y
ACCIONES DE SUS POSEEDORES
El destino
de los libros
de los libros
Dos investigaciones bibliográficas dan pistas y testimonio acerca de
los hábitos, la relación con el conocimiento y la génesis de las ideas
de dos dictadores, en casos en que, salvadas las distancias, el afán por
atesorar iba a la par de su ambición de poder y su condición de
criminales responsables de delitos de lesa humanidad y ladrones de alto
vuelo.
Por Fernando Britos
Terenciano
Mauro, erudito y gramático latino nacido en una de las provincias
romanas del norte de África (Mauritania), vivió en el siglo II (entre el
año 101 y el 200 de nuestra era) y poco se sabe de él a pesar de haber
actuado en el llamado siglo de oro de Roma, bajo la égida de los
emperadores Antoninos. Como era frecuente en aquel entonces, Terenciano
escribió un tratado didáctico en verso sobre métrica y prosodia,
justamente olvidado, del cual se conservan fragmentos. El más conocido
es “habent sua fata libelli”, “los libros tienen su destino”. En
realidad la estrofa completa es “según la capacidad del lector, los
libros tienen su destino”. Lo que refleja mejor la relación compleja que
se establece con los libros, con el conocimiento escrito o en imágenes,
independientemente del soporte (en aquellas épocas papiros y
pergaminos).
LOS LIBROS Y SUS POSEEDORES.
Los libros son elocuentes respecto a los antecedentes, intereses y la
vida misma de las personas. Los historiadores han hecho de la
bibliología –estudio
de las bibliotecas, edición y producción de libros, copiado, impresión y
comercio de éstos, evolución de la técnica tipográfica, fabricación de
papiro, pergamino y papeles, diseño y encuadernación, relevamiento de
catálogos, inventarios, testamentos y registros aduaneros– una de las tantas disciplinas auxiliares de la suya.
Walter
Benjamin (1892-1940), filósofo, ensayista y bibliófilo judeoalemán,
aludía a la frase de Georg Wilhelm Hegel “el búho de Minerva solo
extiende sus alas en el ocaso” –que equivalía a considerar que la filosofía solamente puede producirse cuando los hechos han culminado–
para referirse al destino de las bibliotecas personales. Para él
solamente cuando el coleccionista ha depositado en sus anaqueles el
último libro y ha muerto es que puede la biblioteca hablar por sí misma,
sin distraerse con la presencia del propietario. “Sólo entonces pueden
revelar los volúmenes individuales algo acerca del propietario que
‘sigue vivo’ en ellos y por ellos (…)”. Al coleccionar libros creemos
que los guardamos –decía Benjamin– pero, en realidad, son los libros los que guardan a su propietario.
Para
poder sacar partido de las claves que desvelan los volúmenes de una
biblioteca se debe empezar por sortear la ingenua curiosidad acerca de
si todo lo acumulado ha sido leído. Sabios como José Saramago o Umberto
Eco la han despejado varias veces. Ningún lector ha leído la totalidad
de los libros que mantiene en su biblioteca. Una biblioteca no es un
congelador de conocimientos sino un seductor desafío permanente. Si el
lector es capaz de escribir, su texto será, de alguna forma, una
emanación creativa de cuanto ha leído que también incluye lo que está
por leerse. Todo habla: los libros intonsos, los subrayados y
anotaciones, los papeles y objetos que se depositan entre las páginas,
las manchas, las dedicatorias, los rastros de la vida.
HITLER.
En nuestro idioma existe un par de obras sobre la biblioteca de Adolfo
Hitler (1889-1945). Una de ellas, la más seria y documentada, se debe al
historiador y periodista Timothy W. Ryback[1] y ha sido avalada por el historiador británico Ian Kershaw[2].
Ryback siguió el rastro de las ideas que Hitler hizo suyas y que
sustentaron sus acciones a través de los restos de su biblioteca. El
análisis de las lecturas del Führer le permitió disecar su mentalidad,
sus obsesiones, su evolución y su inseguridad intelectual que los libros
no le ayudaron a superar.
El
trabajo de este investigador se desarrolló a partir de lo que quedó de
la biblioteca que se encontraba en Obersalzberg, la casa de descanso en
los Alpes bávaros, pero también en Munich y en Berlín. Las fuerzas
estadounidenses que llegaron a Berchtesgaden a fines de abril de 1945
empaquetaron todos los libros que encontraron (algunos se transformaron
en recuerdos personales o fueron sustraídos por el personal de la casa
antes de huir). Actualmente, unos 1.300 volúmenes se encuentran en la
sección de libros raros de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, en Washington.
En el bunker, debajo de la Cancillería
del Reich, donde Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945, no había una
biblioteca sino unos pocos libros. En medio del derrumbe de su régimen
no había tiempo para lecturas. Ryback revela que el hombre que había
promovido la quema de libros era, a su manera, un lector voraz que
acumuló más de 16.000 volúmenes, una cantidad pequeña si se tienen en
cuenta los enormes medios de que dispuso para obtenerlos y el hecho de
que su entorno y quienes pretendían ganar sus favores solían regalarle
libros.
Los
testimonios de época de quienes estuvieron más cerca de él y sus
propias manifestaciones indican que Hitler era un lector nocturno que
consumía un libro por noche y a veces más. “Cuando uno da, también debe
tomar –dijo– y yo tomo cuanto necesito de los libros”. Su biblioteca era
la fuente metafórica de la sabiduría y la inspiración que le permitió
ahogar sus inseguridades y abrevar su fanatismo.
Consideraba
que Don Quijote era una de las obras cumbre de la literatura universal,
tenía más de un ejemplar, y apreciaba en grado sumo los románticos
grabados cervantinos de Gustavo Doré.
Era
admirador de William Shakespeare y poseía las obras completas en la
edición alemana de 1925. Consideraba que el inglés era superior a Goethe
y Schiller, ya que la imaginación del primero se había alimentado de
“las fuerzas proteicas del Imperio Británico” mientras que los
dramaturgos alemanes habían malgastado su talento en historias mínimas. A
esa diferencia atribuía críticamente que las letras alemanas hubieran
producido Natán el Sabio[3], donde un rabino conciliaba a cristianos, judíos y musulmanes, mientras que Shakespeare, con El Mercader de Venecia,
había producido a Shylock, un personaje que consideraba encarnación de
todos los defectos del judío. Citaba con frecuencia frases de Hamlet y de Julio César.
En
su infancia y juventud había leído con fruición a Karl May (1842–1912),
un autor alemán, en cierto sentido equiparable a Julio Verne y Emilio
Salgari, que escribía novelas de cowboys que se desarrollaban en el Lejano Oeste norteamericano y que aún hoy sigue figurando entre los más populares en su país.
Hitler poseía conocimiento de la Biblia, conservaba un ejemplar de Worte Christi y tenía a mano una traducción de la obra antisemita del magnate estadounidense Henry Ford[4], El judío internacional: el principal problema del mundo,
publicada por primera vez en 1920 en los Estados Unidos, que había
transformado en libro de texto obligatorio para todos los afiliados al
partido nazi. También por allí había un manual técnico de 1931 sobre
gases tóxicos (especialmente el ácido cianhídrico). En su mesa de luz
mantenía un ejemplar muy manoseado de Max y Moritz, los populares personajes del caricaturista alemán Wilhelm Busch.[5]
En Mi Lucha (Mein Kampf)
Hitler refiere el carácter pragmático de sus lecturas y expone su
método como lector al sostener: “conozco a personas que ‘leen’
muchísimo, libro tras libro y línea a línea, y a las que, sin embargo,
no calificaría de ‘buenos lectores’. Es cierto que estas personas poseen
una gran cantidad de ‘conocimientos’ pero su cerebro no sabe organizar y
registrar el material adquirido. Les falta el arte de separar, en un
libro, lo que es de valor para ellos y lo que es inútil, de conservar
para siempre en la memoria lo que interesa de verdad y desechar lo que
nos les reporta ventaja alguna”.
PINOCHET. Poco más de sesenta años después del suicidio de Adolfo Hitler, la biblioteca de otro sangriento dictador empezaba a hablar, la de Augusto Pinochet
Ugarte, en su estancia Los Boldos de Santo Domingo, en la costa central
de Chile. El anciano que durante casi treinta años había reinado a
sangre y fuego en su país vivía retirado en su palacio campestre,
rodeado por buena parte de los 55.000 libros que acumuló y su custodia
militar armada hasta los dientes.
Cristóbal Peña, en su reportaje de investigación “Exclusivo: viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet”
(publicado en diciembre de 2007), relata como, en enero de 2006, los
peritos bibliográficos enviados por el juez Carlos Cerda empezaron a
investigar los libros del anciano para evaluarlos y determinar su origen
con motivo del embargo decretado en la causa que se le seguía por
malversación de fondos, evasión de impuestos y enriquecimiento ilícito.
Hacía
más de diez años que había quedado en evidencia que Pinochet, su mujer y
sus hijos habían cometido todo tipo de delitos económicos y estafas,
amasando una enorme fortuna de cientos de millones de dólares.
Desde 2004 había quedado expuesto el escándalo del Banco Riggs de los
Estados Unidos, que había ocultado 125 cuentas secretas de Pinochet y su
familia, bajo nombres falsos, por un monto superior a 27 millones de
dólares. Las denuncias por coimas y estafas al Ejército de Chile,
narcotráfico, tráfico de armas y robos de todo tipo acorralaban al clan
Pinochet.
Los peritos trabajaron casi 400 horas para relevar libros depositados no solamente en Los Boldos, sino en las residencias de La Dehesa, El Melocotón y las bibliotecas de la Academia de Guerra del Ejército y de la Escuela Militar. Su
informe estableció que el valor global de los libros ascendía a poco
más de dos millones y medio de dólares, mientras que, por el mobiliario
especialmente confeccionado, la encuadernación y el transporte de las
publicaciones adquiridas en el extranjero, debían agregarse unos 300 mil
dólares más, que, como todo, el dictador adquirió para sí con fondos
públicos de la Presidencia y de la Comandancia del Ejército.
En
Los Boldos, los peritos encontraron mugre y desorden. Los libros llenos
de tierra se apilaban en estanterías, en cajas y por el suelo. Entre
ellos había prendas de ropa, medias, camisas, bombones de chocolate y
otros objetos que Pinochet había olvidado o escondido por allí. El
informe final concluye que la colección contiene obras y documentos de
altísimo valor patrimonial. Por allí hay piezas que ni siquiera tiene la Biblioteca Nacional. Entre otras Histórica Relación del Reino de Chile (1646), dos raras ediciones de La Araucana (de 1733 y 1776), un Ensayo Cronológico para la Historia General de la Florida por Gabriel Cárdenas (de 1722).
Además, Pinochet obtuvo parte de la biblioteca privada del
ex presidente José Manuel Balmaceda y cartas del prócer Bernardo
O’Higgins. Berta Concha, una de las expertas que hizo el estudio para la
justicia, asegura que la de Pinochet
es “una biblioteca cara” por los volúmenes, muebles y encuadernaciones,
por las piezas únicas, por sus colecciones y, en algunos casos, por su
valor documental que incluye piezas dedicadas.
Lo
que no se ha podido determinar es si Pinochet sabía realmente lo que
tenía, si había leído o si consultaba sus tesoros, si tenía asistencia
de bibliotecarios profesionales. Sin embargo, los testimonios de
vendedores de libros y colaboradores del dictador conducen a pensar que
la respuesta a esos interrogantes es negativa: el general era un
acumulador compulsivo que aun envuelto en el boato y la adulonería del
poder autocrático y despiadado vivía obsesionado por su fama de
mediocre, inculto e incapaz[6].
Peña rastreó los orígenes de la relación de Pinochet con los libros hasta la librería La Oportunidad
y su dueño Juan Saadé, que la había fundado en 1941. Saadé declaró que
le vendía libros a Pinochet desde que era subteniente. Le compraba
títulos de historia, guerra y geografía y pagaba con cheques personales
diferidos. Cuando detentó la Presidencia pagó con cheques de la misma. En
setiembre de 1973, el dictador hizo una declaración de bienes donde
decía poseer libros por un valor de 12.000 dólares pero desde ese
momento sus compras se incrementaron astronómicamente y a eso se sumaron
los regalos que recibió.
Otro
librero, establecido en el coqueto barrio santiaguino de Providencia,
aseguró que Pinochet era un comprador compulsivo de gustos bien
definidos y adquiría absolutamente todo lo que encontrase o se le
ofreciese de Napoleón Bonaparte. El emperador era su gran obsesión, así
como José Ortega y Gasset. También compraba enciclopedias, atlas y
diccionarios. Se convertía en un comprador desenfrenado si encontraba
algo que le interesaba, pero era amarrete (“ratón para pagar” dicen los
chilenos) y se adjudicaba rebajas de precios que pocas veces los
vendedores se animaban a rebatir. Durante muchos años, los agregados
militares de las embajadas de Chile en el exterior le compraban y
enviaban libros desde todo el mundo, especialmente desde Madrid y
Washington.
Sin embargo, la experta Berta Concha
advirtió que la biblioteca de Pinochet es enorme pero desorganizada
porque se rigió por el afán de atesorar por atesorar. La cantidad de
obras de referencia (enciclopedias casi escolares) demuestra un escaso
conocimiento y una escenografía del poder. “Después de leer el personaje
a través de su biblioteca –declaró la experta– mi conclusión es que
este señor miraba con mucha fascinación, temor y avidez el conocimiento
ajeno a través de los libros”. Los dictadores que hicieron autos de fe
con la quema de libros, como Hitler y Pinochet, conocían y padecían la
dinámica y el poder de los libros.
Por otra parte, mientras Hitler tuvo un poder absoluto durante poco más de doce años, Pinochet fue Presidente de la Junta de Gobierno, de setiembre de 1973 a 1981, Jefe Supremo de la Nación
desde 1974 y Presidente de Chile hasta 1990, y luego Comandante en Jefe
del Ejército y después Senador vitalicio e impune hasta julio de 2002;
es decir, tuvo por casi treinta años el poder para desarrollar una
biblioteca megalómana, al borde del delirio y, naturalmente, sin reparar
en gastos ni ahorrar detalle alguno.
Un
cinco por ciento de los libros fueron encuadernados en finas pieles por
el legendario encuadernador chileno Abraham Contreras. Sin embargo, las
encuadernaciones finas fueron ordenadas sin criterio y por eso
abarcaron desde colecciones completas, como las de Benjamín Vicuña
Mackenna, hasta vulgares tomos en rústica y revistas variopintas.
Pinochet tenía sus ex libris que se había hecho imprimir especialmente en la Casa de la Moneda
y en su mansión de El Melocotón. En el Cajón del Maipo se hizo
construir una lujosa biblioteca‑refugio por personal del ejército. El
Jefe Supremo pasaba allí los fines de semana pero todo cambió el domingo
7 de setiembre de 1986. Cuando regresaba a Santiago fue objeto de un
atentado en el que salvó la vida por un pelo[7]. Desde entonces, la mansión fue progresivamente abandonada y con ella los libros que allí se encontraban.
Tres años después, en 1989, ya resignado a dejar la Presidencia para atrincherarse en la Comandancia del Ejército, Pinochet inauguró la biblioteca de la Academia
de Guerra, que lleva su nombre, y la mitad de los 60.000 volúmenes que
en ella se encuentran fueron donados por el dictador. Para ser precisos
la donación de 1989 fue de 29.729 títulos y abarcó desde rarezas
bibliográficas hasta enciclopedias desactualizadas y una colección muy
completa de los libros que se referían a su régimen. Unos
28.000 volúmenes se encuentran en poder del clan Pinochet, repartidos en
las residencias de Los Boldos y Los Flamencos. En El Melocotón no
quedan sino 200 libros sin valor.
En la bóveda del Museo de la Escuela Militar
se encuentran depositados 887 volúmenes relativos a Napoleón Bonaparte y
once esculturas del Emperador. Todo este material está embargado por la
justicia y fue donado por el entonces Comandante en setiembre de 1992.
Finalmente, unos 630 volúmenes de temas varios obran en la Fundación Pinochet y apenas 37 en la biblioteca de la Universidad Bernardo O’Higgins.
No hay comentarios:
Publicar un comentario