jueves, 24 de abril de 2014

Las bibliotecas de Hitler y Pinochet

LAS BIBLIOTECAS DE HITLER Y PINOCHET
REVELAN APTITUDES, ACTITUDES Y
ACCIONES DE SUS POSEEDORES




El destino
de los libros


Dos investigaciones bibliográficas dan pistas y testimonio acerca de los hábitos, la relación con el conocimiento y la génesis de las ideas de dos dictadores, en casos en que, salvadas las distancias, el afán por atesorar iba a la par de su ambición de poder y su condición de criminales responsables de delitos de lesa humanidad y ladrones de alto vuelo.



Por Fernando Britos


Terenciano Mauro, erudito y gramático latino nacido en una de las provincias romanas del norte de África (Mauritania), vivió en el siglo II (entre el año 101 y el 200 de nuestra era) y poco se sabe de él a pesar de haber actuado en el llamado siglo de oro de Roma, bajo la égida de los emperadores Antoninos. Como era frecuente en aquel entonces, Terenciano escribió un tratado didáctico en verso sobre métrica y prosodia, justamente olvidado, del cual se conservan fragmentos. El más conocido es “habent sua fata libelli”, “los libros tienen su destino”. En realidad la estrofa completa es “según la capacidad del lector, los libros tienen su destino”. Lo que refleja mejor la relación compleja que se establece con los libros, con el conocimiento escrito o en imágenes, independientemente del soporte (en aquellas épocas papiros y pergaminos).
LOS LIBROS Y SUS POSEEDORES. Los libros son elocuentes respecto a los antecedentes, intereses y la vida misma de las personas. Los historiadores han hecho de la bibliología estudio de las bibliotecas, edición y producción de libros, copiado, impresión y comercio de éstos, evolución de la técnica tipográfica, fabricación de papiro, pergamino y papeles, diseño y encuadernación, relevamiento de catálogos, inventarios, testamentos y registros aduaneros una de las tantas disciplinas auxiliares de la suya.
Walter Benjamin (1892-1940), filósofo, ensayista y bibliófilo judeoalemán, aludía a la frase de Georg Wilhelm Hegel “el búho de Minerva solo extiende sus alas en el ocaso” que equivalía a considerar que la filosofía solamente puede producirse cuando los hechos han culminado para referirse al destino de las bibliotecas personales. Para él solamente cuando el coleccionista ha depositado en sus anaqueles el último libro y ha muerto es que puede la biblioteca hablar por sí misma, sin distraerse con la presencia del propietario. “Sólo entonces pueden revelar los volúmenes individuales algo acerca del propietario que ‘sigue vivo’ en ellos y por ellos (…)”. Al coleccionar libros creemos que los guardamos decía Benjamin pero, en realidad, son los libros los que guardan a su propietario.
Para poder sacar partido de las claves que desvelan los volúmenes de una biblioteca se debe empezar por sortear la ingenua curiosidad acerca de si todo lo acumulado ha sido leído. Sabios como José Saramago o Umberto Eco la han despejado varias veces. Ningún lector ha leído la totalidad de los libros que mantiene en su biblioteca. Una biblioteca no es un congelador de conocimientos sino un seductor desafío permanente. Si el lector es capaz de escribir, su texto será, de alguna forma, una emanación creativa de cuanto ha leído que también incluye lo que está por leerse. Todo habla: los libros intonsos, los subrayados y anotaciones, los papeles y objetos que se depositan entre las páginas, las manchas, las dedicatorias, los rastros de la vida.
HITLER. En nuestro idioma existe un par de obras sobre la biblioteca de Adolfo Hitler (1889-1945). Una de ellas, la más seria y documentada, se debe al historiador y periodista Timothy W. Ryback[1] y ha sido avalada por el historiador británico Ian Kershaw[2]. Ryback siguió el rastro de las ideas que Hitler hizo suyas y que sustentaron sus acciones a través de los restos de su biblioteca. El análisis de las lecturas del Führer le permitió disecar su mentalidad, sus obsesiones, su evolución y su inseguridad intelectual que los libros no le ayudaron a superar.
El trabajo de este investigador se desarrolló a partir de lo que quedó de la biblioteca que se encontraba en Obersalzberg, la casa de descanso en los Alpes bávaros, pero también en Munich y en Berlín. Las fuerzas estadounidenses que llegaron a Berchtesgaden a fines de abril de 1945 empaquetaron todos los libros que encontraron (algunos se transformaron en recuerdos personales o fueron sustraídos por el personal de la casa antes de huir). Actualmente, unos 1.300 volúmenes se encuentran en la sección de libros raros de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, en Washington.
En el bunker, debajo de la Cancillería del Reich, donde Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945, no había una biblioteca sino unos pocos libros. En medio del derrumbe de su régimen no había tiempo para lecturas. Ryback revela que el hombre que había promovido la quema de libros era, a su manera, un lector voraz que acumuló más de 16.000 volúmenes, una cantidad pequeña si se tienen en cuenta los enormes medios de que dispuso para obtenerlos y el hecho de que su entorno y quienes pretendían ganar sus favores solían regalarle libros.
Los testimonios de época de quienes estuvieron más cerca de él y sus propias manifestaciones indican que Hitler era un lector nocturno que consumía un libro por noche y a veces más. “Cuando uno da, también debe tomar –dijo– y yo tomo cuanto necesito de los libros”. Su biblioteca era la fuente metafórica de la sabiduría y la inspiración que le permitió ahogar sus inseguridades y abrevar su fanatismo.
Consideraba que Don Quijote era una de las obras cumbre de la literatura universal, tenía más de un ejemplar, y apreciaba en grado sumo los románticos grabados cervantinos de Gustavo Doré.
Era admirador de William Shakespeare y poseía las obras completas en la edición alemana de 1925. Consideraba que el inglés era superior a Goethe y Schiller, ya que la imaginación del primero se había alimentado de “las fuerzas proteicas del Imperio Británico” mientras que los dramaturgos alemanes habían malgastado su talento en historias mínimas. A esa diferencia atribuía críticamente que las letras alemanas hubieran producido Natán el Sabio[3], donde un rabino conciliaba a cristianos, judíos y musulmanes, mientras que Shakespeare, con El Mercader de Venecia, había producido a Shylock, un personaje que consideraba encarnación de todos los defectos del judío. Citaba con frecuencia frases de Hamlet y de Julio César.
En su infancia y juventud había leído con fruición a Karl May (1842–1912), un autor alemán, en cierto sentido equiparable a Julio Verne y Emilio Salgari, que escribía novelas de cowboys que se desarrollaban en el Lejano Oeste norteamericano y que aún hoy sigue figurando entre los más populares en su país.
Hitler poseía conocimiento de la Biblia, conservaba un ejemplar de Worte Christi y tenía a mano una traducción de la obra antisemita del magnate estadounidense Henry Ford[4], El judío internacional: el principal problema del mundo, publicada por primera vez en 1920 en los Estados Unidos, que había transformado en libro de texto obligatorio para todos los afiliados al partido nazi. También por allí había un manual técnico de 1931 sobre gases tóxicos (especialmente el ácido cianhídrico). En su mesa de luz mantenía un ejemplar muy manoseado de Max y Moritz, los populares personajes del caricaturista alemán Wilhelm Busch.[5]
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En Mi Lucha (Mein Kampf) Hitler refiere el carácter pragmático de sus lecturas y expone su método como lector al sostener: “conozco a personas que ‘leen’ muchísimo, libro tras libro y línea a línea, y a las que, sin embargo, no calificaría de ‘buenos lectores’. Es cierto que estas personas poseen una gran cantidad de ‘conocimientos’ pero su cerebro no sabe organizar y registrar el material adquirido. Les falta el arte de separar, en un libro, lo que es de valor para ellos y lo que es inútil, de conservar para siempre en la memoria lo que interesa de verdad y desechar lo que nos les reporta ventaja alguna”.
PINOCHET. Poco más de sesenta años después del suicidio de Adolfo Hitler, la biblioteca de otro sangriento dictador empezaba a hablar, la de Augusto Pinochet Ugarte, en su estancia Los Boldos de Santo Domingo, en la costa central de Chile. El anciano que durante casi treinta años había reinado a sangre y fuego en su país vivía retirado en su palacio campestre, rodeado por buena parte de los 55.000 libros que acumuló y su custodia militar armada hasta los dientes.
Cristóbal Peña, en su reportaje de investigación “Exclusivo: viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet” (publicado en diciembre de 2007), relata como, en enero de 2006, los peritos bibliográficos enviados por el juez Carlos Cerda empezaron a investigar los libros del anciano para evaluarlos y determinar su origen con motivo del embargo decretado en la causa que se le seguía por malversación de fondos, evasión de impuestos y enriquecimiento ilícito.
Hacía más de diez años que había quedado en evidencia que Pinochet, su mujer y sus hijos habían cometido todo tipo de delitos económicos y estafas, amasando una enorme fortuna de cientos de millones de dólares. Desde 2004 había quedado expuesto el escándalo del Banco Riggs de los Estados Unidos, que había ocultado 125 cuentas secretas de Pinochet y su familia, bajo nombres falsos, por un monto superior a 27 millones de dólares. Las denuncias por coimas y estafas al Ejército de Chile, narcotráfico, tráfico de armas y robos de todo tipo acorralaban al clan Pinochet.
Los peritos trabajaron casi 400 horas para relevar libros depositados no solamente en Los Boldos, sino en las residencias de La Dehesa, El Melocotón y las bibliotecas de la Academia de Guerra del Ejército y de la Escuela Militar. Su informe estableció que el valor global de los libros ascendía a poco más de dos millones y medio de dólares, mientras que, por el mobiliario especialmente confeccionado, la encuadernación y el transporte de las publicaciones adquiridas en el extranjero, debían agregarse unos 300 mil dólares más, que, como todo, el dictador adquirió para sí con fondos públicos de la Presidencia y de la Comandancia del Ejército.
En Los Boldos, los peritos encontraron mugre y desorden. Los libros llenos de tierra se apilaban en estanterías, en cajas y por el suelo. Entre ellos había prendas de ropa, medias, camisas, bombones de chocolate y otros objetos que Pinochet había olvidado o escondido por allí. El informe final concluye que la colección contiene obras y documentos de altísimo valor patrimonial. Por allí hay piezas que ni siquiera tiene la Biblioteca Nacional. Entre otras Histórica Relación del Reino de Chile (1646), dos raras ediciones de La Araucana (de 1733 y 1776), un Ensayo Cronológico para la Historia General de la Florida por Gabriel Cárdenas (de 1722). Además, Pinochet obtuvo parte de la biblioteca privada del ex presidente José Manuel Balmaceda y cartas del prócer Bernardo O’Higgins. Berta Concha, una de las expertas que hizo el estudio para la justicia, asegura que la de Pinochet es “una biblioteca cara” por los volúmenes, muebles y encuadernaciones, por las piezas únicas, por sus colecciones y, en algunos casos, por su valor documental que incluye piezas dedicadas.
Lo que no se ha podido determinar es si Pinochet sabía realmente lo que tenía, si había leído o si consultaba sus tesoros, si tenía asistencia de bibliotecarios profesionales. Sin embargo, los testimonios de vendedores de libros y colaboradores del dictador conducen a pensar que la respuesta a esos interrogantes es negativa: el general era un acumulador compulsivo que aun envuelto en el boato y la adulonería del poder autocrático y despiadado vivía obsesionado por su fama de mediocre, inculto e incapaz[6].
Peña rastreó los orígenes de la relación de Pinochet con los libros hasta la librería La Oportunidad y su dueño Juan Saadé, que la había fundado en 1941. Saadé declaró que le vendía libros a Pinochet desde que era subteniente. Le compraba títulos de historia, guerra y geografía y pagaba con cheques personales diferidos. Cuando detentó la Presidencia pagó con cheques de la misma. En setiembre de 1973, el dictador hizo una declaración de bienes donde decía poseer libros por un valor de 12.000 dólares pero desde ese momento sus compras se incrementaron astronómicamente y a eso se sumaron los regalos que recibió.
Otro librero, establecido en el coqueto barrio santiaguino de Providencia, aseguró que Pinochet era un comprador compulsivo de gustos bien definidos y adquiría absolutamente todo lo que encontrase o se le ofreciese de Napoleón Bonaparte. El emperador era su gran obsesión, así como José Ortega y Gasset. También compraba enciclopedias, atlas y diccionarios. Se convertía en un comprador desenfrenado si encontraba algo que le interesaba, pero era amarrete (“ratón para pagar” dicen los chilenos) y se adjudicaba rebajas de precios que pocas veces los vendedores se animaban a rebatir. Durante muchos años, los agregados militares de las embajadas de Chile en el exterior le compraban y enviaban libros desde todo el mundo, especialmente desde Madrid y Washington.
Sin embargo, la experta Berta Concha advirtió que la biblioteca de Pinochet es enorme pero desorganizada porque se rigió por el afán de atesorar por atesorar. La cantidad de obras de referencia (enciclopedias casi escolares) demuestra un escaso conocimiento y una escenografía del poder. “Después de leer el personaje a través de su biblioteca –declaró la experta– mi conclusión es que este señor miraba con mucha fascinación, temor y avidez el conocimiento ajeno a través de los libros”. Los dictadores que hicieron autos de fe con la quema de libros, como Hitler y Pinochet, conocían y padecían la dinámica y el poder de los libros.
Por otra parte, mientras Hitler tuvo un poder absoluto durante poco más de doce años, Pinochet fue Presidente de la Junta de Gobierno, de setiembre de 1973 a 1981, Jefe Supremo de la Nación desde 1974 y Presidente de Chile hasta 1990, y luego Comandante en Jefe del Ejército y después Senador vitalicio e impune hasta julio de 2002; es decir, tuvo por casi treinta años el poder para desarrollar una biblioteca megalómana, al borde del delirio y, naturalmente, sin reparar en gastos ni ahorrar detalle alguno.
Un cinco por ciento de los libros fueron encuadernados en finas pieles por el legendario encuadernador chileno Abraham Contreras. Sin embargo, las encuadernaciones finas fueron ordenadas sin criterio y por eso abarcaron desde colecciones completas, como las de Benjamín Vicuña Mackenna, hasta vulgares tomos en rústica y revistas variopintas.
Pinochet tenía sus ex libris que se había hecho imprimir especialmente en la Casa de la Moneda y en su mansión de El Melocotón. En el Cajón del Maipo se hizo construir una lujosa biblioteca‑refugio por personal del ejército. El Jefe Supremo pasaba allí los fines de semana pero todo cambió el domingo 7 de setiembre de 1986. Cuando regresaba a Santiago fue objeto de un atentado en el que salvó la vida por un pelo[7]. Desde entonces, la mansión fue progresivamente abandonada y con ella los libros que allí se encontraban.
Tres años después, en 1989, ya resignado a dejar la Presidencia para atrincherarse en la Comandancia del Ejército, Pinochet inauguró la biblioteca de la Academia de Guerra, que lleva su nombre, y la mitad de los 60.000 volúmenes que en ella se encuentran fueron donados por el dictador. Para ser precisos la donación de 1989 fue de 29.729 títulos y abarcó desde rarezas bibliográficas hasta enciclopedias desactualizadas y una colección muy completa de los libros que se referían a su régimen. Unos 28.000 volúmenes se encuentran en poder del clan Pinochet, repartidos en las residencias de Los Boldos y Los Flamencos. En El Melocotón no quedan sino 200 libros sin valor.
En la bóveda del Museo de la Escuela Militar se encuentran depositados 887 volúmenes relativos a Napoleón Bonaparte y once esculturas del Emperador. Todo este material está embargado por la justicia y fue donado por el entonces Comandante en setiembre de 1992. Finalmente, unos 630 volúmenes de temas varios obran en la Fundación Pinochet y apenas 37 en la biblioteca de la Universidad Bernardo O’Higgins.

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