LA CASITA DEL PARQUE
Auge y caída de los cargos de particular confianza
Fernando
Britos V.
El secretario general
de la Intendencia Municipal de Paysandú era el número dos de la nomenclatura
política del departamento. Un abogado joven y fogueado, un peso pesado de su
partido; un hombre de familia con esposa rubia y madre acongojada, procesado
con prisión por “abuso de funciones” porque la policía lo detuvo conduciendo
alcoholizado y acompañado por dos mujeres: una de ellas funcionaria municipal y
“encargada” de la casita de la Intendencia donde se desarrollaba una festichola
con alcohol, cocaína y prostitución. La otra una menor de edad a la que el
jerarca borrachín estaba “llevando a su casa”.
Hasta
aquí lo que ha sido profusamente divulgado por los medios de comunicación.
Aparentemente la justicia no ha concluido la investigación y es posible que la
carátula de los procesamientos y aún la cantidad de procesados cambie porque es
inevitable pensar que un tal alto cargo de “particular confianza” la ha sacado
baratísima con una prisión por “abuso de funciones” que le permitirá,
seguramente, brindar con champaña y porqué no con whisky en la tranquilidad de
su hogar, en pocas semanas, para retomar el camino a la cumbre del que debió
bajarse, después que el mal paso se haya olvidado.
Los
abogados, los jueces y sus colaboradores se enfrascarán en las delimitaciones
de responsabilidad penal pero ya algunas cosas se han dicho. Las declaraciones
que se atribuyen a la mano derecha del Intendente de Paysandú son casi más
vergonzosas que las faltas y delitos que pudiera haber cometido. Resulta que el
pobre doctor que gestionó la “casita del parque” para el asado (de casita nada,
ya todos hemos visto que se trataba de una construcción municipal de buen
tamaño, muy bien mantenida y convenientemente apartada), se dio una vuelta y se
tomó unos tragos con sus amigos. El inocente mientras se emborrachaba vio
aparecer mujeres y más hombres y espantado por el tinte orgiástico y coquero
del acontecimiento resolvió retirarse llevándose a la “encargada” de la casita
y a una de las adolescentes que participó en la fiesta. ¿Cómo podría acusársele
de intentar tener sexo con una menor de edad si a ella “le faltaba un mes para cumplir los 18”? Borracho pero consciente el
hombre, ya le había pedido la cédula a la nena ¿o se enteró después? Solamente
por semejantes declaraciones atenuantes aparece como sospechoso de otros
consumos psicotrópicos pero eso es cuestión de los jueces (tal vez hayan pedido
un análisis de la orina del imputado).
Ahora
algunas reflexiones que no tienen que ver con el derecho, la calidad
profesional del procesado que le reconoce el Intendente o la probidad de la
justicia pero si con la ética y la eficacia de la gestión pública.
El
ex secretario general de la Intendencia sanducera es un fruto del árbol del
clientelismo, uno de cuyos pilares fundamentales son los cargos de confianza,
políticos de particular confianza, o de renovación permanente de conocimientos
como se denomina a algún escalafón inventado para burlar la carrera
funcionarial y el profesionalismo de la función pública.
No
es moda novedosa la de denigrar a los funcionarios públicos para promover
acomodos y la proliferación de cargos de confianza que dependen del arbitrio
del jerarca de turno que los apadrina.
El mito de la
“inamovilidad de los funcionarios públicos”[1]
al hablar de la eficiencia del Estado, como el mito de “los dos demonios” para
encubrir las responsabilidades por el terrorismo de Estado y los crímenes y
latrocinios de la dictadura, verdaderamente han hecho carrera.
Las cosas marchan
mal, existe ineficiencia (real o presunta porque “las pruebas se producen” por
difamación y repetición de calumnias) pues la culpa es de los funcionarios,
haraganes impenitentes, coimeros, incompetentes.
Las ocurrencias
geniales de los jerarcas políticos (es decir de quienes ocupan cargos
electivos) no pueden llevarse a cabo, pues la culpa es de los funcionarios
públicos que, como el perro del hortelano “no
comen ni dejan comer al amo”, son los burócratas que complican las cosas
que demoran todo con su falta de motivación y su ineptitud.
En verdad se trata de
una fórmula simple pero efectiva. El trabajo de los servidores públicos es un
trabajo estigmatizado, un trabajo de bajo prestigio que no cuenta con
reconocimiento alguno. La carrera funcionarial ha sido desmantelada (claramente
desde la adopción de la Constitución “naranja”, en 1966, que estableció que
todos los cargos superiores de la administración pública son “cargos de
confianza” de modo que están sometidos casi exclusivamente a la voluntad del
jerarca electivo.
Ya se sabe que los
cargos electivos ocupados por personas cuyas virtudes no se trata de analizar o
cuestionar tienen, en su sensibilidad ante los problemas y para buscar
soluciones, una limitación muy importante: tienden a privilegiar lo que sus
electores les reclaman o lo que ellos creen o se manipula o presenta como el
deseo de sus electores. Por ende la mayoría de quienes ocupan cargos electivos
no suelen hacer nada que conspire contra la posibilidad de ser reelectos o que
deteriore su prestigio ante los intereses a los cuales sirven.
De todos modos los
intereses populares muchas veces son algo tan difuso, tan sometido a las
veleidades de la llamada “opinión pública”, a las mayorías circunstanciales, que
siempre habrá campo de maniobra para no hacer lo necesario sino lo conveniente.
Los funcionarios de
carrera en tanto - es decir aquellos que se han ganado su lugar a punta de pruebas,
méritos y compromiso cotidiano e incluso aquellos que ingresaron por cuota
clientelista de algún político o por imposición de algún milico encaramado en el
gobierno (1973-1985) pero que deseaban trabajar honestamente sin privilegios
indebidos – tiene que hacer lo que se debe y resolver no solamente las
complejidades del trabajo prescripto sino los desafíos del trabajo real.
Esto no quiere decir
que los funcionarios públicos estén exentos de corrupción, incuria o
incapacidad sino, simplemente, que quienes están más cerca del poder, en
relación directa con quienes toman las decisiones - como es el caso de los
cargos de confianza - están más propensos, aunque no necesariamente condenados,
a sufrir la corrupción y la subversión de valores que, invariablemente, irradia
desde el poder. Muchos de quienes recuerdan la frase discutiblemente atribuida
a Lord Acton: “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”,
tienden a recordar más la segunda parte de la oración en desmedro de la
enfática afirmación inicial.
El número dos de la
Intendencia de Paysandú pertenece al mismo partido político que llevó a la
presidencia al mandatario que hacía inolvidable escarnio de los servidores
públicos diciendo “ellos hacen como que
trabajan y yo hago como que les pago” pero no debe creerse que el
menosprecio de los funcionarios y la exaltación y proliferación de los cargos
de particular confianza corresponde a algún o algunos partidos políticos.
Se trata de una
posición de clase como antes se sostenía, en todo caso de una posición que
tiene que ver con el manejo de la cosa pública que, en menor o mayor medida, es
transversal a todos los partidos políticos, sin perjuicio de lo cual hay que
precaverse para no hacerle el caldo gordo a las posturas fascistoides y
antidemocráticas de la burguesía asustada (“que
se vayan todos”, “todos son iguales”).
Aquí no se trata de
hacer adivinanzas. Es casi seguro que el jerarca ahora defenestrado figuraba
entre quienes promueven la rebaja de la edad de imputabilidad para los jóvenes
aunque probablemente no exhiba la misma drasticidad hacia los pedófilos y los
proxenetas (“le falta un mes para cumplir
18 años”) y otras moscas pueden atarse por ese rabo.
El trabajo de los
servidores públicos comparte con el trabajo doméstico su invisibilidad. Los
funcionarios públicos también son relevantes por defecto, esto quiere decir que
su presencia se percibe cuando el trabajo no se hace. El piso está sucio cuando
nadie lo ha barrido; que el lavado no se ha hecho se nota cuando en el cajón no
hay ropa limpia para ponerse. Sin embargo, cuando el trabajo se hace no se lo
valora. Para quien no hace un trabajo de este tipo todo aparece como una
naturalización de las dificultades, todo es fácil, cualquier idiota puede
hacerlo y por lo tanto lo que se invierte para remunerar ese trabajo siempre
parece un despilfarro. Lo que se paga al servicio doméstico o a los servidores
públicos siempre parece demasiado “para lo poco que hacen”.
El trabajo invisible
es trabajo desvalorizado y lo que es peor, el sufrimiento que el trabajo
siempre genera, en mayor o menor medida, es banalizado (“exageran los riesgos”) lo que explica, por ejemplo, la resistencia
a aceptar la responsabilidad penal en accidentes por inseguridad en el trabajo
de la construcción (el más mortífero en nuestro país).
Finalmente, no
abandonaremos el asunto sin referirnos a un par de rasgos comunes en varias
propuestas para “la reforma del Estado” (sin entrar a sopesar su
neoweberianismo, su neoliberalismo o su neogerencialismo).
Por una parte, las
tendencias en boga suelen entonar el canto de la “participación” que, por lo
general, es lo que hemos denominado como “participación de baja intensidad” que
es uno de los ingredientes fundamentales del toyotismo y de la gobernanza. La
gobernanza - un criterio muy trabajado en la Unión Europea antes de la crisis
profunda que ahora sufre - preconiza los mecanismos de consulta popular, de
difusión y participación de los actores sociales para promover grandes obras o
proyectos y políticas sociales.
Todo parece muy
bonito pero esas consultas son en realidad para guardar apariencias
democráticas, amortiguar las críticas y encajar las objeciones o propuestas
diferentes que puedan surgir en una etapa previa a las decisiones. El manual de
la gobernanza indica claramente que las posiciones opuestas que aparezcan en
las consultas deben ser liquidadas o diluidas para que no incidan en las
decisiones. Ahora que la recesión azota a Europa los servicios de la gobernanza
no son necesarios: las brutales medidas antipopulares no pueden ser
maquilladas.
Por otra parte, las
concepciones de la gestión moderna se juegan todos los boletos a la tecnología,
a la inteligencia artificial, a la robotización. Esa es la bazofia que vende la
Singularity University, por ejemplo: un mundo donde todos los problemas serán
resueltos, donde todos los trabajos penosos los harán las máquinas inteligentes
y sensitivas y los humanos (bueno… algunos humanos se dedicarán al ocio
creativo por toda la eternidad porque las enfermedades habrán sido
definitivamente derrotadas).
Estos vendedores de
paparruchas ya han hecho algunos negocios y en algunas cabezas existe a la
concepción panóptica de la gestión pública, del control total y la explosión de
la auditoría perpetua. En esa marco repta la idea acerca de que, a no muy largo
plazo, se deberá tender a una administración sin funcionarios, por lo menos sin
funcionarios de carrera, sino con un grupito selecto de colaboradores de
particular confianza (esencialmente desechables) que operarán los maravillosos
sistemas informáticos que todo lo resuelven.
Bien vale la pena
pagar fortunas por estos programas omnipotentes para ahorrarse los sueldos de
esos molestos funcionarios que pretenden opinar sobre su propio trabajo,
sugerir la forma de hacerlo, mejorar las condiciones en que lo llevan a cabo y
reclamar un reconocimiento que no se merecen.
Como en los cuentos
de hadas, los hermosos de Gattaca terminarán festejando en “La casita del
parque”. Robocop se encargará de que nadie los moleste.
[1] Como se sabe los
funcionarios públicos son removibles por comisión de falta grave, omisión o delito
con la única condición de que se siga el debido procedimiento. Es decir que la
“dificultad” para echar a los que se lo merezcan es únicamente política, es
decir que se necesita voluntad política para producir evidencias y razones,
para respetar los derechos humanos y las garantías democráticas, nada más pero
nada menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario